El amor empieza cuando te rompés los dedos



Para tranquilizar al lector ligero, el título, lejos de ser una posición masoquista, más lejos aún de intentar tirar la posta sobre un asunto que nadie comprende del todo, es un punto de vista que, si bien no se mantiene constante, intenta incluir dentro de este gigante a la negatividad, esa cualidad excelsa, sin embargo tan vilipendiada socialmente. 

En su libro Acontecimiento, el filósofo esloveno Slavoj Žižek realiza un análisis del film que el director ruso Andréi Tarkovski decidió hacer en 1972 sobre Solaris, la novela de Stanisław Lem. Es la historia de Kelvin -nos cuenta- un psicólogo de la agencia espacial que ha sido enviado a una nave medio abandonada sobre un planeta recién descubierto, Solaris, en el que han estado sucediendo cosas extrañas. Los científicos enloquecen, sufren alucinaciones inexplicables o simplemente se suicidan. 

Solaris es un planeta con una superficie fluida oceánica que se mueve sin cesar y, de vez en cuando, imita formas: estructuras geométricas elaboradas, cuerpos gigantes de niños o edificios de la vida real. Aunque todos los intentos por comunicarse con el planeta fracasan, comienza a considerarse la hipótesis de que Solaris sea en realidad un cerebro gigante que de algún modo lee nuestras mentes. 


Poco después de su llegada, Kelvin encuentra a su lado en la cama a Harey, su mujer muerta que, unos años antes se había suicidado en la Tierra después de que él la abandonara. Todos los intentos por olvidarla, por quitársela de la cabeza, fracasan estrepitosamente, Kelvin no puede deshacerse de ella. La envía al espacio exterior en una nave, pero vuelve a materializarse al día siguiente y es curioso que los análisis de sus tejidos demuestren finalmente que Harey no está compuesta de átomos como los seres humanos, sino que por debajo de determinado micronivel, no hay nada, sólo vacío.  


En este punto la descripción de Žižek se parece bastante a la obsesión que sufre el personaje Robert Neville en la novela Soy leyenda, de Tim Matheson. Finalmente, Kelvin logra comprender que Solaris, este cerebro gigante, lo que hace es materializar las fantasías más íntimas que sostienen nuestro deseo; es una máquina que materializa el objeto fantasmático definitivo que uno nunca estaría dispuesto a aceptar en realidad, aunque toda su vida psíquica gire en torno a él. 


En definitiva, Harey no es más que una materialización de las fantasías traumáticas más íntimas del protagonista. Slavoj nos cuenta que leída de este modo, la historia trata en realidad del viaje interior del héroe, un héroe muy honesto con sí mismo, en un intento por llegar a un acuerdo con su verdad reprimida o, como declaró el propio Tarkovski, también puede que efectivamente la misión de Kelvin en Solaris tenga como único objetivo mostrar que el amor del otro es indispensable para vivir. La humanidad debe ser amor. 
Žižek nos muestra una diferencia de perspectiva en la novela:

... la novela de Stanislaw Lem se centra en la presencia externa inerte del planeta Solaris, de esta "cosa que piensa por sí misma", por usar la expresión de Kant, que encaja perfectamente aquí: el tema de la novela es precisamente que Solaris sigue siendo un Otro impenetrable, con el que no es posible establecer comunicación, sino la ilusión de comunicación. Es cierto que nos devuelve las fantasías más íntimas que hemos negado, pero la pregunta que subyace al acto:  ¿Qué quieres?  sigue siendo profundamente impenetrable ¿por qué lo hace? ¿Es una pura respuesta mecánica? ¿Para jugar a un juego demoníaco con nosotros? ¿Para ayudarnos u obligarnos a enfrentarnos a una verdad que seguimos negando?

Un acontecimiento, enlaza Slavoj, es precisamente aquello que no puede ser creado, ni planeado, ni proyectado, ni pensado siquiera; eso que nos sorprende, que no esperábamos. El mejor ejemplo que se puede dar de la idea de acontecimiento es enamorarse de alguien. 


Si hay algo contra lo cual la sociedad de la transparencia conspira es contra la improvisación, conspira mediante su exhibición pornográfica de la vida detrás de una pantalla. Lo inesperado en cambio será algo contingente, sencillamente sucede, la mayoría de las veces fuera del lugar donde debería. No se puede controlar, punto clave en la sociedad de la transparencia. 


Aunque para estas situaciones no existen manuales de usuario, no se puede dejar de resaltar que cuando uno se enamora el enfoque de su vida generalmente cambia, por completo. Debería ser un acontecimiento que nos obligue a reconocernos, a actualizar nuestro chip, a ser otros. 

Es un cambio rotundo, quiero decir. Cada vez que nos enamoramos cambiamos profundamente, aunque es cierto que todo lo trascendente da pruebas tardías. Con cierta parsimonia, entonces, con férrea lentitud vamos mudando de piel, profundizando ideas, conceptos. Modificando actitudes, sentimientos, razones y puntos de vista. O, por lo menos, así lo siento yo.

Siempre puede pasar, sin embargo, que no seamos completamente honestos, esto ya no con el mundo, que es lo de menos, sino con nosotros mismos, lo que es irreparable. Es que lo importante no es el acontecimiento en sí mismo sino la fidelidad con la que uno decide comportarse respecto a él.  

Y no hay manera de acercarse al otro, no hay manera de descubrir, de sostener, de explorar un fondo si no hay una superficie agradable donde tomar oxígeno, respirar y recargarse. Así que eso que nos encanta decir, que lo que importa es lo de adentro, está en discusión. Corporizarnos ha sido nuestro primer acontecimiento. 

Reconocer el cuerpo con el que nos premió el universo, la vida, o lo que sea que creamos, nos obliga a tener que lidiar con él cada día, nosotros, los otros y los de más allá. Y, como si fuera poco, tendremos que reconocer al otro. Esto es, entender su otredad pura, aceptar como otro a esa entidad que "piensa por sí misma". Porque es lo mejor que tiene para darnos, porque cuando aparece su otredad es cuando la cosa se pone buena, donde surge el verdadero conflicto. 

Lo de la superficie no se trata de un lindo/feo, seamos claros, sobre todo si consideramos que el amor romántico gusta hacernos creer que el amor a primera vista es posible. Nada más lejos del amor real, donde no hay magias, sino construcción, y donde mayores son las diferencias cuanto mayor es nuestra capacidad de aceptar al otro sin anularlo. La filosofía nos ha enseñado a desconfiar de aquellos grupos humanos donde sus integrantes coinciden en todo.

El desafío quizá sea amar cuando el otro decide seguir su deseo y no coincide con el nuestro, obvio. En definitiva, existir no es más que sobrevivir a elecciones. El amor es una mierda, y contribuye sin dudas a la fealdad del mundo. Una mirada ingenua y superficial verá únicamente belleza en semejante atrocidad. Tarkovski, Lem y  Žižek no dicen que el amor sea pura belleza, dicen que es necesario tal cual es.

Por otro lado, es bien cierto que es en la conversación donde aparece la otredad, esto es, la fabulosa e inquebrantable distancia que nos separa de él; otro error del amor romántico es suponer que la falta de distancia es cercanía. La cercanía, la aclamada fusión que tanto reclama para sí ese amor de manual, es aniquilación misma de lo cercano. 

La cercanía al otro requiere una cuota interesante de lejanía, porque si no no hay otro. Sin embargo, la psicología insiste en declarar que la incapacidad de conversación con la que vive el hombre actual comulga con el pánico al conflicto y que es a su vez un pánico al cuerpo, porque es corporal el miedo que contiene. La virtualidad toda comulga con un miedo al cuerpo y es un excelente modo de defenderse del deseo del otro y del propio. Es muy doloroso permanecer abierto, pero defenderse todo el tiempo es precipitar la destrucción.

En este mundo cada día más virtual que insistimos en seguir habitando, la conversación se ha vuelto un acontecimiento aún más raro que el amor; queda en cada uno tomar más seguido el riesgo agridulce de entregarnos -cosa que no es fácil- a una buena conversación: concreta, llena de sutilezas, hambrienta de humanidad, deseosa de prender fuego todo algoritmo.


El amor empieza cuando se rompen los dedos

El amor empieza cuando se rompen los dedos
y se dan vuelta las solapas del traje,
cuando ya no hace falta pero tampoco sobra
la vejez de mirarse,
cuando la torre de los recuerdos, baja o alta,
se agacha hasta la sangre.

El amor empieza cuando Dios termina
y cuando el hombre cae,
mientras las cosas, demasiado eternas,
comienzan a gastarse,
y los signos, las bocas y los signos,
se muerden mutuamente en cualquier parte.

El amor empieza
cuando la luz se agrieta como un muerto disfrazado
sobre la soledad irremediable.

Porque el amor es simplemente eso:
la forma del comienzo
tercamente escondida
detrás de los finales.



Roberto Juarroz, De Primera Poesía Vertical. 


2 comentarios:

  1. Bueno, me dijo hace poco una señora que cuando nos enamoramos todo fluye presidente porque vamos a ello sin coraza, o sea, sin el ego. De ahí que durante ese periodo uno se sienta mahor que súper man. Un tipo capaz de hacer todo lo mas imposible del mundo mundial.

    Muy buena la exposición.

    Abrazo.

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  2. El amor supera con suficiencia todos los finales.

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