La hija del diablo


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La hija del diablo se casa. Cerraron las puertas de mi casa. Pasado el mediodía resolví huir. Crucé por arriba de los jardines de fresias y junquillos tratando de no trozar ni uno de los ramos amarillos, de los que vivíamos; por ocultas veredas, creo que hice tres veces la misma senda, me perdía, y tuve miedo que, desde la casa, estuviesen espiando mi inútil vuelo.


¡Al fin toqué las puertas de los hornos! Pasaban platos con todas las escenas del amor erótico. "Invitan con la Carne", dijo una voz que me pareció de una vecina; miré y, si era, estaba embozada. Y también servían niños no natos, cubiertos con azúcar. "Son riquísimos". El tam tam celebratorio apareció adentro de la tierra y en un perpetuo crescendo, anuló las conversaciones y llegó al colmo. La hija del diablo, de pie junto a la pared, el pelo igual que el sol, entreabrió el vestido, las piernas, las pezuñas.
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Marosa Di Giorgio

La presencia de lo femenino, es decir, la presencia de una femineidad pura, determinada sobre todo por una sexualidad instintiva, agresiva y profundamente erótica, desbocada y aplicada al goce, que instala el deseo como fuerza primordial, encarnada en extraños encuentros sexuales que omiten incluso la distinción de especies es, según la crítica especializada, una marca registrada en la escritura de la uruguaya Marosa Di Giorgio (1932-2004). La crítica también la acusó de ser una autora "indefinible".  Y no saber en qué anaquel colocar a un autor parece ser que escandaliza...

Sin embargo, Marosa sabía muy bien lo que hacía, medía con exactitud sus cadencias, su música, el peso de sus palabras. Su escritura no era surrealista, mucho menos automática. Fue creadora de personajes exóticos, de seres fantásticos, también de mundos oscuros que se nos presentan con una lógica interna difícil de descifrar, acostumbrados como estamos a las leyes absurdas de la racionalidad. Todos los seres se vinculan sexualmente de manera violenta, es cierto, pero estas descripciones de Marosa lo que expresan es la vida, la vida que existe en constante movimiento, la ebullición de los que a cada instante se conocen, se vinculan, se unen y finalmente mueren. 

Así, la escritura de Marosa desestabiliza todo orden, el lector corre el riesgo de ser devorado por esta lógica retorcida, aguda y violenta. Para ella, transgredir se convirtió en norma, y norma fue profanar lo sagrado. Las imágenes no coinciden con lo que esperan el deseo o el sentido común, porque en Marosa, más que en otros autores, las escenas narradas transmutan en preguntas que cada uno deberá responder como pueda. 

Mujeres cuyos rostros recuerdan flores, sacerdotes con alas de cuervo, lobos humanos que acechan a mujeres sabias, bien dispuestas a morir, demonios femeninos con pezuñas delicadas, cinceladas de platino, que exhiben su sexo con impertinencia; todo es posible en el mundo de Marosa porque, en definitiva -y para desesperación de algunos- la imagen nunca coincide con lo que debería ser:

El fuego venía rodeado de humo, de cosas, y casi la
borroneaba, encendida como un ascua, todavía sentada al pie
de la cama, sin acostarse. Y lo anulaba a él, del que quedaban
allá arriba los ojos celestes.
Ella, antes de volverse nada, pelusa, oyó que él decía: 
- Mi nombre es Dios, no me reconociste.
Y quedó allá lejos, como lo que era, una estrella fija. 

(Misa de Pascua)

En sus narraciones se nos exige una entrega total, una disposición a ser consumidos por estos extraños e inclasificables universos donde se entrelazan figuras, personajes, animales, plantas, seres mitológicos, que tejen profundas redes de las que se vuelve complicado salir. Pero son sus personajes femeninos los más logrados, reúnen en sí lo virginal y lo perverso, mujeres que llevan restos de la naturaleza incorporados todavía al cuerpo. Ella misma reconoce que escribe sobre una sexualidad violenta y delicada a la vez, realizada y vivida mediante una escritura apasionada:

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Mi literatura es intensamente femenina: el signo sexual se perfila en toda la obra sea del rubro que sea. En el libro Misales -por ejemplo- es la mujer quien controla la situación, aunque parezca lo contrario. Los machos están siempre al acecho, persiguiendo a las hembras, para terminar devorándolas. Pero en realidad son éstas quienes se dejan poseer, son ellas quienes deciden si quieren o no ser devoradas, y en todos los casos, abandonadas después del encuentro sexual, en una especie de sacrificio ritual con un atisbo de animalidad, pues el hombre no puede acceder al misterio de la mujer en otra instancia.
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Misal del cura

Hay que voltear al cura.
Lo bajamos con este palo.
Los vecinos caminaban en torno del árbol. Mientras el atardecer parecía volar rápidamente.
Un sol sin rayos ya, caía echando fragancia a dátil y a naranjas.

-Los perfumes de este sol… -decían, tocándose la sien, medio mareados, y olvidando el asunto central.

Vinieron más vecinos. Sacudieron el árbol. El cura no caía.
Sin embargo era preciso aprovechar los escasos momentos entre la luz y la sombra,
porque después avanzarían el ejército de las comadrejas, y el lobo platinado que últimamente
insistía en indagar por ahí.

De adentro de la casa salió una mujer, que todos conocían.
Dijo llamarse Hibisco; se presentó, como si la viesen recién; su melena era rosada,
el vestido del color de las llamas, y su cara corola de hibisco. 
Así, con ella, era todo más fácil, mas difícil. Ella dijo:

-Yo lo voltearé.

Le dieron un palo. No lo sabía manejar; luego aprendió.
Pegó. Del nido cayeron algunas pajas y no se movió.
Ella, ya con una cuchilla, hizo unos cortes en los tallos, y no sirvieron tampoco de nada.

Los demás la ayudaban, sin darse cuenta, de que entre ellos
ya habían empezado a andar unas comadrejas, y el
lobo un poco más allá, se había sentado sobre dos patas
mostrando los dientes helados.
Hibisco, envalentonada, trepó por el tronco, se fue para arriba.
Increpó al cura (en idioma extranjero, involuntariamente).
El cura no se movió. No se veía; algo negro se confundía con el nidal.
La mujer agredió.
El cura por un segundo mostró la cara, pálida, y las plumas negras en latín.
Ella dio un grito y siguió la lucha.
Le cayeron encima unos granos raros como de nuez moscada o de azabache
que se fueron abajo para sorpresa de todos allá.
Ella metió la mano en el nido, le apresaron los dedos; logró salvarlos.
Le cayó encima una oleada otra vez de azabache.
Y esas florecitas tristes de los altares.

Ella se agarró al nido, le sacó un pedazo, dispuesta ya a todo.
Unas plumas negras volaron del cura para arriba y otras para el suelo.
Una garra se prendió a ella del rojo vestido que desapareció como un pétalo.
Así cayó desnuda adentro del nido.
El cura hizo un jocundo Aaaaah!
Allá abajo volaba el espanto, se oían cosas nunca oídas,
el aire estaba ya todo negro,

y el lobo había empezado la cacería.

Marosa di Giorgio. Misales. Relatos eróticos 1era ed. Ed: El Cuenco de Plata, 2005

Los obsesionados


De lo real, elige lo que menos te ampare.
encontrarás que creces como un águila
en el silencio de los desterrados.

(Elizabeth Azcona Cranwell)

Anoche bebí demasiado -escribió Pizarnik una vez en su diario- Cené con unos idiotas y sus mujercitas. Eran arquitectos. Hablaban de aviones, de barcos, y del servicio militar en los países del mundo. Muchachos de unos treinta años. Odio a la gente joven, seria y estudiosa, con su porvenir abierto y sus miserables deseos de automóviles y casas. Los únicos jóvenes que acepto son los bizcos, los cojos, los poetas, los homosexuales, los viudos inconsolables, los frustrados, los obsesionados; sean condes o mendigos, no importa. Comunistas o monárquicos, mujeres, hombres, andróginos o castrados.

Digamos, sin entrar en detalles, que conozco de memoria la escena.

Algunos dicen que Alejandra era incapaz de cualquier autoengaño, aseguran que cruzó con paso firme ese abismo que Cioran decidió mirar de frente, aunque aferrado a sus cavilaciones, durante años.
  
Tal vez lo que Pizarnik quiso decir es que el camino es aprender infinitamente a no saber. Uno no puede explicarlo, es cierto, aunque tampoco puede olvidar lo que hizo. Nos interpela el lenguaje, nos enfrentamos a él con cierta timidez, pero también con cierta inocencia proverbial, creyendo en lo que hablamos, creyendo que lo hablamos, cuando en realidad somos hablados por él, ordenados por él, y en él empieza todo. Aunque simulemos la posibilidad abierta, aunque conservemos la esperanza de no ser domesticados. 

O tal vez lo que Pizarnik escribió tiene que ver con que se dio cuenta de que en este planeta en realidad gobierna el antiser. Se nos caga de risa en la cara y cuesta mucho despertar, librarse de ese juego de espejos que nos propone la sociedad todos los días. ¿Dónde mirarnos si nos quieren sin angustia, educados, productivos y sencillos, dueños de nosotros mismos? que seamos transparentes, quieren, que escapemos a la opacidad. 

Mientras, el amor, el arte, el erotismo, la sabiduría toda, van por otro lado. Ellos marchan, en muletas, pero marchan. A pesar de todo. 

Sé todo

Se todo
de tu ascendente en Venus
de las casas que has desmantelado
con tantos temporales de versos

cada vez que me dejabas
yo me hacía el atado
y me iba a una casa vieja
de la que me sentía desalojada desde hacía siglos.

Pienso que a menudo tú te has embriagado
que has creído luciérnagas por linternas
que te has divertido durante muchos años
escondiéndote tras la oscuridad de mis culpas.

Te quiero explicar
que también me has hecho enloquecer
por el solo hecho
de haber escondido lugares,
tiempos y fechas de tu vida.

No sé nada de ti
y no es que metiendo
tu carne dentro
de la mía me hayas dicho algo

me has dejado en suspenso
como un enfermo en recuperación, sin alta
y desde entonces busco
mi propia historia clínica
de manera imprudente.

Alda Merini

La agonía de Eros



Soy el que pasó saltando sobre las cosas. El fugante, el doliente.

(Pablo Neruda)

La agonía del Eros es, además de un título capcioso, un libro del filósofo sur-coreano Byung Chul Han. En él nuestro amigo plantea, sin el más mínimo sentimiento de culpa, que Eros se encuentra hoy literalmente amenazado de muerte por el bello, aunque nunca bien ponderado, Narciso. 

Han es un filósofo bastante simple, es cierto y, aunque sus observaciones son buenas, abre su libro con una hipótesis bastante tribunera: 

Es imposible que haya amor en el siglo XXI

En principio recordemos lo que había anticipado Nietzsche sobre el último hombre: será hedonista, individualista, mediocre y conformista. A partir de aquí, Han enhebra algunas ideas, y empieza por decir que el narcisismo hace desaparecer al otro, porque hace desaparecer la fantasía. 

La realidad es que todo esto tal vez tenga que ver con que hoy las posibilidades de entablar relaciones son ilimitadas, quizá porque el menú de opciones es, como mínimo, amplio. Además, se ha instalado entre nosotros la idea del amor ideal, y cuesta mucho sacarla. Parece estar metida en el sentido común. 

Esta idea del amor ideal viene del amor romántico y se refiere a un amor transparente, de alta exigencia y consecuente rendimiento. Perfecto, sublime, tierno y compasivo. Este sería, según Han, nada más y nada menos que el Imperativo del Amor moderno. Para Han, además, el hombre moderno sufre de un desgaste profundo en la idea del otro, lo que genera que todo tienda a resumirse en la noción de uno mismo, que todas las cosas se centren en lo propio. 

Podemos decir que hay, en definitiva, un corrimiento hacia el extremo narcisismo, a raíz de lo cual el otro, como otro, desaparece. Es que en este infierno de lo igual no hay, ni habrá, lugar para otredades. Sin embargo, la idea misma del otro se nutre de las diferencias, de la negatividad, de la ausencia de transparencia. Sin embargo, recapitulemos: a nadie le gusta pensar que su pareja esconde cosas. La idea misma de opacidad nos genera terror. 

El Eros -escribe Han- necesita asimetría. Erige de este modo al otro, para ponerlo en el centro de atención y de acción. Tanto, que uno se olvida de sí mismo. Algo que nunca puede alcanzarse bajo el solitario régimen del Yo. El eros necesita de la asimetría y de la exterioridad. Es decir, necesita la diferencia, pero también necesita la existencia de un adentro y un afuera. El Eros rescata al otro, porque es el vaciamiento de lo propio en un otro.

El extremo narcisismo reinante hace de este modo que la libido termine asentándose en la propia subjetividad, hace que aumente la dimensión cada vez mayor de uno mismo. El mundo entero, entonces, empieza a parecerse sospechosamente a uno, el mundo se va igualando a los propios límites que establecerá el yo.

Como todo buen foucaultiano, otra derivación que encara Han, y que ya habíamos mencionado en otros posts, es la presencia del Imperativo del Poder y su consecuencia inmediata, es decir, el miedo a no poder poder. Recordemos que en tiempos de la sociedad disciplinaria y sus panópticos, lo que prevalecía era el principio del deber, pero que ese principio ha sido lentamente reemplazado, ya en el siglo XX, por el principio del poder. Aparece entonces la sociedad del rendimiento, donde cada individuo va a reunir en sí mismo al amo y al esclavo. Aquí cada uno será su propio amo. 

Así, el yo debo será reemplazado por el yo puedo.

Parece que ya no hacemos las cosas porque nos sean indicadas desde afuera, ahora las cargamos en la espalda como metas. Motivación y compromiso han sido reemplazados por coacción y látigo, por autoflagelación. 

El hombre neoliberal no es un ser obediente, es dueño de sí mismo, de su cuerpo, de su mente, de su propia explotación. Así se autoexplota hasta el agotamiento, con una idea de libertad basada simplemente en esta supuesta capacidad de decidir sobre sí mismo. 

Como si los deseos fueran propios en vez de implantados...

Ya no es novedad que la astucia neoliberal consiste en sostener la bandera de que somos los dueños de nuestro destino. Idea positiva si las hay. Como si los fracasos dependieran únicamente de la capacidad individual y no del contexto social y económico. Esto se parece bastante a la noción de meritocracia ¿cierto?. 

De esta manera, el fracaso será culpa de cada uno. Esta lógica del rendimiento, sin embargo, no se limita al área productiva. Inunda cada uno de los aspectos del individuo, trasladándose de este modo a toda su vida, incluso al amor. 

Es así que en nuestros tiempos la idea del amor ha ido igualándose a la idea del placer y el sexo. El cuerpo se ha transformado en un mero objeto de exposición, ha tomado la forma de la mercancía. Bueno, pues, ese cuerpo "vuelto mercancía" derivará en el otro como objeto. Y esta exposición desmedida del cuerpo como mercancía nos acercará finalmente a la idea del porno.

Hoy lo que amenaza la sexualidad ya no es la moralidad, hoy lo que amenaza la sexualidad es el porno, la extrema sexualidad, una sexualidad que en su presencia constante aniquila al Eros. Pero cuidado, el porno no es hipersexualidad sino todo lo contrario. El porno es ausencia de negatividad, es exposición, es una sexualidad normalizada, normatizada y sin contradicciones, absoluta. En definitiva: una sexualidad como dios manda, transparente. 

Así, el porno se transforma en placer garantizado. 

El objeto del porno es un otro ausente y su ausencia deriva de la ausencia del Eros. El Eros se alimenta de la posibilidad de la ausencia del otro, es cierto, pero no de la efectiva desaparición. Porque sin otro no hay Eros. 

Otro concepto que aborda Han es la persistencia de lo que él llama la mera vida. Han nos recuerda que en las sociedades antiguas conceptos como la tensión, el dolor y la transgresión tenían un gran protagonismo dentro de las relaciones humanas, pero actualmente esas relaciones han sido simplemente vaciadas de esos contenidos, de estas negatividades y están signadas por conceptos positivos tales como la calma, la ternura y la suavidad, aspectos relacionales que si bien nos tranquilizan (es cierto) también nos hermanan al otro. 

Para explicarse en este punto, Han recurre a un concepto de la filósofa marroquí Eva Ilouz, que plantea que el problema del amor actual es que es un amor que se ha ido feminizando, quizás demasiado. Un amor en el que toda tensión pasional simplemente se escurre, para dar espacio a la tranquilidad, a la homogeneidad, al allanamiento. 

En esta época de tersuras y pulimientos, lo liso, lo terso, lo plano y lo pulido están en boga, así que el amor no podía pretender ser de otra manera.

Quizá para no entrar en conflicto con alguna facción del feminismo recalcitrante, Han ha elegido decir que el problema real del amor actual no es la feminización sino la domesticación. El amor hoy es un amor que prefiere no correr ningún riesgo, dice Han, un amor que se parece bastante a un bien de consumo, a una mercancía elegible en una góndola, garantizada, sin imprevistos ni roturas. En definitiva, sin lugar para el dolor, el sufrimiento o la locura. 

La realidad es que, sin esa cuota de negatividad, el amor pierde su capacidad de trascender y transgredir. Entonces se trata de un amor que se siente cómodo. Cómodo y satisfecho, conforme en lo igual. Porque cuando aparece el otro, lo primero que hace es interpelar, poner en duda cada concepto previo, cada seguridad. El otro interpela desde las bases el modo de pensar, la manera de vivir, las acciones, todo. El otro interpela lo que somos. De otro modo, desgraciadamente, no sería otro. 

Pero este complejo esquema del amor está muy lejos de terminar aquí. El circuito vicioso también contempla una relación directa con la salud en el siglo XX. Hoy lo importante es estar SANO, y cualquier cosa que ponga en tela de juicio ese concepto nos pone a todos, como mínimo, a temblar. Para Han el hombre de hoy morirá a destiempo: sano y aburrido, porque ya estamos viviendo en un mundo sin final y sin sentido, donde ni siquiera la guerra tiene fin. 

Tendremos así una vida larga, sana y aburrida, como el amor, sin mayores sobresaltos. Una vida transparente, una mera vida, que no alcanzará el escalón superior de la buena vida. Una vida donde Eros, agonizante en su esencia, perderá presencia hasta convertirse en un ser transparente, imperceptible. Fantasmagórico vestigio en una vida en la que nos agotaremos mucho antes de morir. 



Sobre la banalidad del mal



Escribo para comprender, no para tener influencia sobre los demás.
(Hannah Arendt)


El pensamiento es el diálogo con uno mismo. Pensar nos escinde, pensar -dicen los que saben- es como la tela de Penélope: por las noches se deshace. La persona que piensa no acepta lo que todos piensan. Incluso, si prestamos suficiente atención, veremos que ni siquiera dice lo que todos dicen. Esto sería: no piensa con las mismas palabras. Recordemos que el lenguaje nos condiciona desde el nacimiento mismo, recordemos también que para filósofos de la talla de Michel Foucault el lenguaje no viene sino a ordenar. 

Quien piensa por sí, para sí, no cae en lugares comunes.  Al menos, no lo hace cuando piensa. Cuando piensa, cada definición, el amor, la valentía, la bondad, lo que sea, es pensado en términos propios. Saber qué cosas nos gustan y cuáles nos disgustan, sin la intervención del deseo identitario, esto es, independientemente del deseo impuesto a cada rol mediante la construcción social, es un buen ejemplo. Cuesta desoír la grabación, es cierto, pero tarde o temprano ocurrirá.

Pensar, sin embargo, está muy, pero muy lejos de hacernos libres. No es pensar lo que nos hace libres, es actuar lo que nos hace libres. Porque al actuar nos enfrentamos -sobre todo- al peligro inminente de la mostración, al escarnio, al juzgamiento. Tal vez por eso lo realmente difícil ha sido siempre dejar el ambiente cómodo de la esfera privada para salir a decir. Tal vez por eso la historia ha convertido a algunos de los más grandes pensadores en parias.

...
Lo que importa es ser entendido. Cuando soy entendida por otros seres humanos tengo un sentimiento de patria, esa patria que solo puede ser pública. Todo esto me hace pensar una vez más en los malos entendidos sobre mis ideas, algo que sucede a menudo cuando las hago públicas. 

El caso Eichmann es quizá el más difícil de los desencuentros, y por más tiempo que pase creo que nunca se comprenderá mi posición. Por más que he intentado explicarla. Le ofrecí a la revista The Newyorker cubrir como reportera el proceso contra Adolf Eichmann, llevado a cabo en Jerusalén. Mis artículos, y posteriormente mi libro, buscaban la verdad. 

El tipo de crimen cometido por este nazi no podía clasificarse con facilidad. Auschwitz es un caso único, no había referencias de algo similar ocurrido antes en la historia de la humanidad. Eichmann no era Macbeth. A excepción de una diligencia poco común por hacer todo aquello que pudiese ayudarle a prosperar, no tenía absolutamente ningún motivo. Esto es lo que quise decir con la expresión "banalidad del mal". Fue como si en aquellos últimos minutos, en el juicio, Eichmann resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado. La lección de la terrible banalidad del  mal, ante la cual las palabras y el pensamiento se sienten impotentes. Su maldad era fruto de la irreflexión, simplemente. Ello no implica que fuera un hecho ordinario, absolutamente no. 


Que un tal alejamiento de la realidad e irreflexión en uno puedan generar más desgracias que todos los impulsos malvados intrínsecos del ser humano juntos, eso era de hecho la lección que se podía aprender en Jerusalén. Pero era una lección y no una explicación sobre el fenómeno ni una teoría sobre él. 

Yo esperaba encontrar en Eichmann un monstruo, y sólo vi un tipo mediocre. En ese juicio no se juzgaba, no obstante, ni un sistema ni una ideología sino solo a un hombre, un hombre que anulando su propia personalidad, fuera esta la que fuese, cometió el mal sin tener motivo para ello. La banalidad de su crimen lo es por haber sido ejecutado por un don nadie, alguien que no es persona o deja de serlo para cumplir su trabajo y por haber tenido una lealtad burocrática, que se limita a cumplir la ley que impone el gobierno nazi. 


Empleé toda mi energía en explicar mi postura ante el holocausto, y seguiré haciéndolo. Me blindo contra la barbarie y la ceguera, es todo cuanto necesito. Pero desaparecer no. No puede desaparecer quien, como yo, por ejemplo, tiene siempre una lámpara encendida en su cuarto, día y noche, y sigue alentando a la vida y al pensamiento. ¿Quién es que vive en ese cuarto que nunca está a oscuras? escuché que alguien preguntaba la otra tarde al portero. En ese cuarto siempre iluminado vivo yo. Hannah, Hannah Arendt.

Chubascos de lucidez



¿Qué es poesía?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila ¿azul?
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.

Gustavo Adolfo Bécquer (Rimas)

En algún lugar en el tiempo, que se cree cercano a 1891, el poeta francés Stéphane Mallarmé expresó sin rodeos:

“Creo que la poesía se hace para el fasto y las pompas supremas de una sociedad donde tiene su sitio la gloria, una noción que la gente común parece haber perdido. La actitud de un poeta en épocas así, en las que está en huelga con la sociedad, consiste en dejar a un lado los medios erróneos que puedan brindársele. Es que todo lo que se le pueda proponer a un poeta resulta inferior a sus concepciones y a su íntimo trabajo secreto. […]No hubiera valido la pena pasar quince años de mi vida componiendo un soneto si un señor (o todos ellos) lograsen captar su sentido pleno en quince minutos. Lo prefiero profano antes que profanador. Detesto las escuelas, las academias, porque la literatura es justamente lo contrario, es pura individualidad.” 

Antes de elaborar cualquier juicio sobre este autor deberíamos ubicarlo en contexto. Lo cierto es que Mallarmé lamentaba profundamente el tiempo que día tras día empleaba en ganarse el sustento; para él, las horas de trabajo no dedicadas al arte eran horas perdidas. En definitiva, lo que el escritor detestaba era la trágica insignificancia de la vida corriente. Más allá de sus ideas elitistas, Mallarmé era, por cierto, muy buen poeta.

Pero de sus palabras también podemos concluir algo más. Estas palabras nos hablan de una poesía poco explícita, sin remates. Inaccesible, si se quiere, o al menos imprecisa. Vaga aunque sugerente. Es que, en palabras de este gran apasionado por Baudelaire y Verlaine, nombrar es suprimir y la creación no reside en ningún otro sitio que no sea el de la insinuación. 

Para Mallarmé el objeto debe evocarse adivinándolo, intuyéndolo, descubriendo poco a poco el misterio en el que habita. Quizás por eso muchas veces los escritores nos empeñamos en cultivar aquello que se aparta del gentío. La poesía vive en su propio espacio. Aunque a veces extienda sus brazos amorosos para establecer alguna conexión con el mundo, no abandonará su morada.

O tal vez todo se trate de que la creación no resiste el más mínimo análisis, en parte porque el lenguaje es una piedra alada, para citar la exquisita metáfora que el escritor peruano José Watanabe nos susurrara antes de morir
...
Su carne todavía agónica
empezó a ser devorada por prolijas alimañas, y sus
huesos
blancos y leves
resbalaron y se dispersaron en la arena.

Extrañamente
en el lomo de la piedra persistió una de sus alas,
sus gelatinosos tendones se secaron
y se adhirieron
a la piedra
como si fuera un cuerpo.

Durante varios días
el viento marino
batió inútilmente el ala, batió sin entender
que podemos imaginar un ave, la más bella,
pero no hacerla volar.

Lo que es definitivo es que hay en nosotros -equivocada o no- una percepción distorsionada, una percepción que se encuentra o se pone al servicio de la creación, y que pocas veces coincide con la del resto del mundo.

De hecho, aquí podemos mencionar una anécdota jugosa que viene muy al caso. Cuando murió Emil Cioran, el escritor Félix de Azúa confesó públicamente que en 1970, durante la gran huelga de barrenderos de París, en días en los que la ciudad se encontraba enteramente cubierta de basura, cuando las ratas cruzaban a toda hora las incómodas calles, mientras la población huía del humo pestilente que brotaba de las montañas de materia descompuesta, cada noche, Samuel Beckett llamaba a Emil Cioran para invitarlo a pasear por las calles. Así que ambos, Beckett y Cioran, dos vagabundos, dos flaneurspaseaban durante horas complacidos. Coincidían plenamente en que París nunca antes había estado tan hermosa. 

Y si hablamos de los puntos de vista de este gran escéptico que fue Ciorán, defensor férreo de la palabra de Borges, del tango y de la Patagonia, tildado por la crítica de pesimista, realista y nihilista, deberíamos decir que para él toda creación lleva, hasta en su más pequeño detalle, la marca de la tristeza inicial de la que ha surgido. Un punto interesante.

“Lo que hay en nosotros por demás anclado, aunque poco perceptible, es el sentimiento de un quiebre esencial. Se trata de todos, dioses incluidos. Y lo que es notable es que la gran mayoría está lejos de adivinar que experimenta ese sentimiento. Estamos por lo demás -favor de la naturaleza- destinados a no darnos cuenta de ello. La fuerza de un ser tal vez reside en su incapacidad de saber hasta qué punto es capaz de aguantar. La consciencia es un puñal en la carne, aunque prefiero que me devore ese fuego interno antes que morir en la resignación de los sabios.”

Por otro lado, para la rumana Herta Müller, la poesía -y toda la literatura- no es más que artificio. Artificio que se nutre de realidad y que intenta captarla, sin excluir por ello los sueños, las leyendas, la superstición o la percepción subjetiva:

“La literatura es algo totalmente artificial. Y justamente para captar realidades, debe ser artificial. […] Yo trabajo con esa artificialidad y naturalmente uso cada truco que puedo y todos los medios para captar lo mejor posible una frase, una persona, una situación. La mitología, la superstición, lo arcaico son también poesía. La superstición es la poesía de la gente sencilla y también tiene algo fascinante. De ahí que encaje con tanta facilidad en la literatura.”

Después de semejante tormenta de lucidez, movámonos ahora sobre una creación de esta autora genial, ganadora del premio Novel de literatura en 2009. El que considero, hasta ahora, su mejor poema.

Los barrenderos 

La ciudad está impregnada de vacío.
Un coche me atropella los ojos con sus faros.
El conductor maldice porque no se me ve en la oscuridad.
Los barrenderos están de servicio.
Barren las bombillas, barren las calles fuera de las ciudades, barren el vivir de las viviendas, me barren las ideas de la cabeza, me barren de una pierna a otra, me barren los pasos al andar.
Los barrenderos me envían luego sus escobas, sus magras escobas saltarinas. Los zapatos se me alejan taconeando.
Y camino detrás de mí, caigo fuera de mí, por sobre el borde de mis pensamientos.
A mi lado ladra el parque. Las lechuzas se comen los besos que han quedado en los bancos. Las lechuzas ni me miran. En la maleza se acurrucan los sueños cansados, hartos de trajinar.
Las escobas me barren la espalda porque me apoyo demasiado contra la noche.
Los barrenderos hacen un montón con las estrellas, las barren en sus palas y las vacían en el canal.
Un barrendero le dice algo a otro barrendero, que se lo dice a otro y éste también a otro.
De pronto los barrenderos de todas las calles hablan a la vez. Yo paso por entre sus gritos, por entre la espuma de sus voces, me quiebro, me precipito al abismo de los significados.
Camino a grandes pasos. Me quedo sin piernas al caminar.
El camino ha sido barrido.
Las escobas me caen encima.
Todo da un vuelco.
La ciudad va por el campo a la deriva, hacia algún punto.

Herta Müller.