La hija del diablo


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La hija del diablo se casa. Cerraron las puertas de mi casa. Pasado el mediodía resolví huir. Crucé por arriba de los jardines de fresias y junquillos tratando de no trozar ni uno de los ramos amarillos, de los que vivíamos; por ocultas veredas, creo que hice tres veces la misma senda, me perdía, y tuve miedo que, desde la casa, estuviesen espiando mi inútil vuelo.


¡Al fin toqué las puertas de los hornos! Pasaban platos con todas las escenas del amor erótico. "Invitan con la Carne", dijo una voz que me pareció de una vecina; miré y, si era, estaba embozada. Y también servían niños no natos, cubiertos con azúcar. "Son riquísimos". El tam tam celebratorio apareció adentro de la tierra y en un perpetuo crescendo, anuló las conversaciones y llegó al colmo. La hija del diablo, de pie junto a la pared, el pelo igual que el sol, entreabrió el vestido, las piernas, las pezuñas.
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Marosa Di Giorgio

La presencia de lo femenino, es decir, la presencia de una femineidad pura, determinada sobre todo por una sexualidad instintiva, agresiva y profundamente erótica, desbocada y aplicada al goce, que instala el deseo como fuerza primordial, encarnada en extraños encuentros sexuales que omiten incluso la distinción de especies es, según la crítica especializada, una marca registrada en la escritura de la uruguaya Marosa Di Giorgio (1932-2004). La crítica también la acusó de ser una autora "indefinible".  Y no saber en qué anaquel colocar a un autor parece ser que escandaliza...

Sin embargo, Marosa sabía muy bien lo que hacía, medía con exactitud sus cadencias, su música, el peso de sus palabras. Su escritura no era surrealista, mucho menos automática. Fue creadora de personajes exóticos, de seres fantásticos, también de mundos oscuros que se nos presentan con una lógica interna difícil de descifrar, acostumbrados como estamos a las leyes absurdas de la racionalidad. Todos los seres se vinculan sexualmente de manera violenta, es cierto, pero estas descripciones de Marosa lo que expresan es la vida, la vida que existe en constante movimiento, la ebullición de los que a cada instante se conocen, se vinculan, se unen y finalmente mueren. 

Así, la escritura de Marosa desestabiliza todo orden, el lector corre el riesgo de ser devorado por esta lógica retorcida, aguda y violenta. Para ella, transgredir se convirtió en norma, y norma fue profanar lo sagrado. Las imágenes no coinciden con lo que esperan el deseo o el sentido común, porque en Marosa, más que en otros autores, las escenas narradas transmutan en preguntas que cada uno deberá responder como pueda. 

Mujeres cuyos rostros recuerdan flores, sacerdotes con alas de cuervo, lobos humanos que acechan a mujeres sabias, bien dispuestas a morir, demonios femeninos con pezuñas delicadas, cinceladas de platino, que exhiben su sexo con impertinencia; todo es posible en el mundo de Marosa porque, en definitiva -y para desesperación de algunos- la imagen nunca coincide con lo que debería ser:

El fuego venía rodeado de humo, de cosas, y casi la
borroneaba, encendida como un ascua, todavía sentada al pie
de la cama, sin acostarse. Y lo anulaba a él, del que quedaban
allá arriba los ojos celestes.
Ella, antes de volverse nada, pelusa, oyó que él decía: 
- Mi nombre es Dios, no me reconociste.
Y quedó allá lejos, como lo que era, una estrella fija. 

(Misa de Pascua)

En sus narraciones se nos exige una entrega total, una disposición a ser consumidos por estos extraños e inclasificables universos donde se entrelazan figuras, personajes, animales, plantas, seres mitológicos, que tejen profundas redes de las que se vuelve complicado salir. Pero son sus personajes femeninos los más logrados, reúnen en sí lo virginal y lo perverso, mujeres que llevan restos de la naturaleza incorporados todavía al cuerpo. Ella misma reconoce que escribe sobre una sexualidad violenta y delicada a la vez, realizada y vivida mediante una escritura apasionada:

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Mi literatura es intensamente femenina: el signo sexual se perfila en toda la obra sea del rubro que sea. En el libro Misales -por ejemplo- es la mujer quien controla la situación, aunque parezca lo contrario. Los machos están siempre al acecho, persiguiendo a las hembras, para terminar devorándolas. Pero en realidad son éstas quienes se dejan poseer, son ellas quienes deciden si quieren o no ser devoradas, y en todos los casos, abandonadas después del encuentro sexual, en una especie de sacrificio ritual con un atisbo de animalidad, pues el hombre no puede acceder al misterio de la mujer en otra instancia.
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Misal del cura

Hay que voltear al cura.
Lo bajamos con este palo.
Los vecinos caminaban en torno del árbol. Mientras el atardecer parecía volar rápidamente.
Un sol sin rayos ya, caía echando fragancia a dátil y a naranjas.

-Los perfumes de este sol… -decían, tocándose la sien, medio mareados, y olvidando el asunto central.

Vinieron más vecinos. Sacudieron el árbol. El cura no caía.
Sin embargo era preciso aprovechar los escasos momentos entre la luz y la sombra,
porque después avanzarían el ejército de las comadrejas, y el lobo platinado que últimamente
insistía en indagar por ahí.

De adentro de la casa salió una mujer, que todos conocían.
Dijo llamarse Hibisco; se presentó, como si la viesen recién; su melena era rosada,
el vestido del color de las llamas, y su cara corola de hibisco. 
Así, con ella, era todo más fácil, mas difícil. Ella dijo:

-Yo lo voltearé.

Le dieron un palo. No lo sabía manejar; luego aprendió.
Pegó. Del nido cayeron algunas pajas y no se movió.
Ella, ya con una cuchilla, hizo unos cortes en los tallos, y no sirvieron tampoco de nada.

Los demás la ayudaban, sin darse cuenta, de que entre ellos
ya habían empezado a andar unas comadrejas, y el
lobo un poco más allá, se había sentado sobre dos patas
mostrando los dientes helados.
Hibisco, envalentonada, trepó por el tronco, se fue para arriba.
Increpó al cura (en idioma extranjero, involuntariamente).
El cura no se movió. No se veía; algo negro se confundía con el nidal.
La mujer agredió.
El cura por un segundo mostró la cara, pálida, y las plumas negras en latín.
Ella dio un grito y siguió la lucha.
Le cayeron encima unos granos raros como de nuez moscada o de azabache
que se fueron abajo para sorpresa de todos allá.
Ella metió la mano en el nido, le apresaron los dedos; logró salvarlos.
Le cayó encima una oleada otra vez de azabache.
Y esas florecitas tristes de los altares.

Ella se agarró al nido, le sacó un pedazo, dispuesta ya a todo.
Unas plumas negras volaron del cura para arriba y otras para el suelo.
Una garra se prendió a ella del rojo vestido que desapareció como un pétalo.
Así cayó desnuda adentro del nido.
El cura hizo un jocundo Aaaaah!
Allá abajo volaba el espanto, se oían cosas nunca oídas,
el aire estaba ya todo negro,

y el lobo había empezado la cacería.

Marosa di Giorgio. Misales. Relatos eróticos 1era ed. Ed: El Cuenco de Plata, 2005

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