Sobre la banalidad del mal



Escribo para comprender, no para tener influencia sobre los demás.
(Hannah Arendt)


El pensamiento es el diálogo con uno mismo. Pensar nos escinde, pensar -dicen los que saben- es como la tela de Penélope: por las noches se deshace. La persona que piensa no acepta lo que todos piensan. Incluso, si prestamos suficiente atención, veremos que ni siquiera dice lo que todos dicen. Esto sería: no piensa con las mismas palabras. Recordemos que el lenguaje nos condiciona desde el nacimiento mismo, recordemos también que para filósofos de la talla de Michel Foucault el lenguaje no viene sino a ordenar. 

Quien piensa por sí, para sí, no cae en lugares comunes.  Al menos, no lo hace cuando piensa. Cuando piensa, cada definición, el amor, la valentía, la bondad, lo que sea, es pensado en términos propios. Saber qué cosas nos gustan y cuáles nos disgustan, sin la intervención del deseo identitario, esto es, independientemente del deseo impuesto a cada rol mediante la construcción social, es un buen ejemplo. Cuesta desoír la grabación, es cierto, pero tarde o temprano ocurrirá.

Pensar, sin embargo, está muy, pero muy lejos de hacernos libres. No es pensar lo que nos hace libres, es actuar lo que nos hace libres. Porque al actuar nos enfrentamos -sobre todo- al peligro inminente de la mostración, al escarnio, al juzgamiento. Tal vez por eso lo realmente difícil ha sido siempre dejar el ambiente cómodo de la esfera privada para salir a decir. Tal vez por eso la historia ha convertido a algunos de los más grandes pensadores en parias.

...
Lo que importa es ser entendido. Cuando soy entendida por otros seres humanos tengo un sentimiento de patria, esa patria que solo puede ser pública. Todo esto me hace pensar una vez más en los malos entendidos sobre mis ideas, algo que sucede a menudo cuando las hago públicas. 

El caso Eichmann es quizá el más difícil de los desencuentros, y por más tiempo que pase creo que nunca se comprenderá mi posición. Por más que he intentado explicarla. Le ofrecí a la revista The Newyorker cubrir como reportera el proceso contra Adolf Eichmann, llevado a cabo en Jerusalén. Mis artículos, y posteriormente mi libro, buscaban la verdad. 

El tipo de crimen cometido por este nazi no podía clasificarse con facilidad. Auschwitz es un caso único, no había referencias de algo similar ocurrido antes en la historia de la humanidad. Eichmann no era Macbeth. A excepción de una diligencia poco común por hacer todo aquello que pudiese ayudarle a prosperar, no tenía absolutamente ningún motivo. Esto es lo que quise decir con la expresión "banalidad del mal". Fue como si en aquellos últimos minutos, en el juicio, Eichmann resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado. La lección de la terrible banalidad del  mal, ante la cual las palabras y el pensamiento se sienten impotentes. Su maldad era fruto de la irreflexión, simplemente. Ello no implica que fuera un hecho ordinario, absolutamente no. 


Que un tal alejamiento de la realidad e irreflexión en uno puedan generar más desgracias que todos los impulsos malvados intrínsecos del ser humano juntos, eso era de hecho la lección que se podía aprender en Jerusalén. Pero era una lección y no una explicación sobre el fenómeno ni una teoría sobre él. 

Yo esperaba encontrar en Eichmann un monstruo, y sólo vi un tipo mediocre. En ese juicio no se juzgaba, no obstante, ni un sistema ni una ideología sino solo a un hombre, un hombre que anulando su propia personalidad, fuera esta la que fuese, cometió el mal sin tener motivo para ello. La banalidad de su crimen lo es por haber sido ejecutado por un don nadie, alguien que no es persona o deja de serlo para cumplir su trabajo y por haber tenido una lealtad burocrática, que se limita a cumplir la ley que impone el gobierno nazi. 


Empleé toda mi energía en explicar mi postura ante el holocausto, y seguiré haciéndolo. Me blindo contra la barbarie y la ceguera, es todo cuanto necesito. Pero desaparecer no. No puede desaparecer quien, como yo, por ejemplo, tiene siempre una lámpara encendida en su cuarto, día y noche, y sigue alentando a la vida y al pensamiento. ¿Quién es que vive en ese cuarto que nunca está a oscuras? escuché que alguien preguntaba la otra tarde al portero. En ese cuarto siempre iluminado vivo yo. Hannah, Hannah Arendt.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario