Melones en la mierda

 


Lirios de la anochecida.
Fantasmas puros del jardín, ya casi perdido.
Ángeles del jardín, quietos entre las flores,
vueltos sobre sí mismos, sobre la íntima luz
tan pura, que ilumina como lámparas dulces,
el olvido, todavía azulado, de las flores.

Juan L Ortiz
(Poemas del anochecer)

Las imágenes creadas por Marguerite Duras en el papel son anárquicas, aunque cinematográficas. Generan en quien lee una resonancia, una imaginación escénica. Tanto que algunos críticos han designado su escritura como escritura fílmica.

[...]
Alrededor del transbordador, el río llega al ras de la borda, sus aguas en movimiento atraviesan las aguas estancadas de los arrozales y no se mezclan. Ha arrastrado todo lo que ha encontrado desde el Tonlesap, la selva camboyana. Arrastra todo lo que le sale al paso, chozas de paja, selva, incendios extinguidos, pájaros muertos, tigres, búfalos ahogados, hombres, cebo, islas de jacintos de agua aglutinadas, todo va hacia el Pacífico, nada tiene tiempo de hundirse, es arrastrado por la tempestad profunda y vertiginosa de la corriente interior, todo queda en suspenso en la superficie de la fuerza del río.

Marguerite Duras (El amante)

A pesar de toda la belleza contenida en este libro, a pesar de la crítica mordaz contra la sociedad y contra la familia que habita en esas páginas, los lectores y la crítica literaria no especializada insisten en hablar únicamente de la historia de amor entre la niña blanca francesa y su amante chino, pero plancharle las arrugas a la trama, proponer una linealidad narrativa es pretender otro libro.

Duras escribió toda su vida el mismo libro, parece haber encontrado su Jesús personal, parece decirse a sí misma. De algún modo el foco fue puesto allí. Nadie que haya leído El amante podría negarlo, pero una mirada demasiado reduccionista de los hechos biográficos nos llevaría a pensar sólo en la historia de amor, cuando en realidad lo que se despliega es el complejo entramado de la historia de un aprendizaje visto desde otra madurez, desde muchos años después. Es por eso que tiene infinitos matices. Ver solo la historia de amor contenida en la trama es descontextualizarla por completo. 

Frente a cualquier tipo de lógica totalizante, sin embargo, en Duras siempre irrumpe lo personal. Es el oro de la individualidad expresando lo que lo diferencia del resto. No es nada místico, por cierto, tan solo una especie de apertura, un camino difícil de transitar, hacia una libertad que se vuelve imposible la mayoría de las veces:

[...]
Mi madre mi amor mi increíble mancha, con las medias de algodón zurcidas por Dô, nuestra criada china. En los trópicos se sigue creyendo que hay que ponerse medias para ser la señora directora de una escuela. Vestidos lamentables, deformados, remendados por Dô. Recién llegada de su granja picarda poblada de primas, lo usa todo hasta el final, cree que es necesario, que es necesario ganárselo, como sus zapatos. Sus zapatos están gastados, camina de costado, con un gran esfuerzo, los cabellos tirantes, ceñidos en un moño de china. Nos avergüenza, me avergüenza en la calle delante del instituto, cuando llega en su auto. Delante del instituto todo el mundo la mira, ella no se da cuenta de nada, nunca. Está para encerrar, para darle una paliza, para matarla. Me mira y dice: quizá tú salgas de esto. Día y noche la idea fija. No se trata de que sea necesario conseguir algo, se trata de que es necesario salir de donde se está.

Aún así, después de todo, si no hay mayor extraño que uno mismo. ¿Por qué iba Duras a escapar de ese destino vulgar si es la apariencia de los otros lo que termina por frecuentarnos, lo que insiste, lo que rompe, lo que nos obliga a entrar, a aceptar finalmente esa invitación reiterada?

[...]
En las historias de los libros que se remontan a mi infancia, de pronto ya no sé de qué he hablado o qué he evitado decir. Creo haber hablado del amor que sentíamos por nuestra madre, pero no sé si hablé del odio que también le teníamos y del amor que nos teníamos unos a otros y el odio, terrible, en esta historia común de ruina y de muerte que era la de nuestra familia. De todos modos, tanto la historia del amor como la del odio aún escapan a mi entendimiento, eso me es inaccesible, está oculto en lo más profundo de mi piel, ciego como un recién nacido. Es el ámbito en cuyo seno empieza el silencio. Lo que ahí ocurre es precisamente el silencio, ese lento trabajo de toda mi vida. Aún estoy ahí, ante esos niños posesos, a la misma distancia del misterio. Nunca he escrito creyendo hacerlo, nunca he amado creyendo amar, nunca he hecho nada salvo esperar delante de una puerta cerrada.

Así, Duras encontró la manera de gambetear la oscuridad y, al menos por un tiempo, cuenta con la magia suficiente. Sabe merecer esa mirada otra que muchas veces nos define mejor que cualquier máscara, sabe sentir esa libertad rara vez conquistada. No es un hecho menor merecer el deseo que nos empuja, estar a la altura del propio mito, aunque la lucidez tenga un precio muy alto, aunque algunas veces paguemos ese privilegio con el propio cuerpo.

[...]
Alrededor del recuerdo, la lívida claridad de la noche del cazador. Se oye un sonido estridente de alerta, de grito infantil.

[...]
Le digo (a mi amante) que esa violencia de mi hermano mayor, fría, insultante, acompaña todo lo que nos sucede, todo lo que nos pasa. Su primer impulso es el de matar, quitar la vida, disponer de la vida, despreciar, cazar, hacer sufrir. Le digo que no tenga miedo. Que no corre ningún riesgo. 

Porque la única persona a la que teme el hermano mayor, ante quien curiosamente se intimida, soy yo. 

Desde sus inicios, la autora se muestra en guerra con el sentido impuesto como obligatorio, tomado como único e inquebrantable, con la violencia intrafamiliar, con el racismo, con la soledad, con el silencio, con la moral burguesa y con todo aquello que nadie tendría derecho de cuestionar. Esos son sus molinos de viento.

Nunca buenos días, buenas tardes, buen año. Nunca gracias. Nunca una palabra. Nunca la necesidad de pronunciar una palabra. Todo permanece, mudo, lejano. Es una familia pétrea, petrificada en una espesura sin acceso alguno. Cada día intentamos matarnos, matar. No sólo no se habla sino que tampoco se mira. Desde el momento en que se nos ve, no se puede mirar. Mirar es tener un impulso de curiosidad hacia, sobre, es perder. Nadie que sea mirado merece ser objeto de una mirada. Siempre es  deshonroso. La palabra conversación está proscrita. Creo que es esa la que mejor expresa aquí la vergüenza y el orgullo. Toda comunidad, sea familiar o de otra índole, nos resulta odiosa, degradante. Estamos unidos en una vergüenza de principio por tener que vivir la vida. Ahí es donde estamos en lo más profundo de nuestra historia común, la de ser los tres hijos de esta persona de buena fe, nuestra madre, a la que la sociedad ha asesinado. 

Pertenecemos a esa sociedad que ha reducido a mi madre a la desesperación. A causa de lo que se le ha hecho a mi madre, tan amable, tan confiada, odiamos la vida, nos odiamos.

[...]
El hermano mayor sufre por no ejercer libremente el mal, por no regentear el mal, no sólo aquí sino en todas partes. El hermano menor por asistir impotente a este horror, a esta predisposición del hermano mayor. Cuando se pegaban teníamos igual miedo por la muerte de uno que por la del otro; madre decía que siempre se estaban pegando, que nunca habían jugado juntos, que nunca habían hablado. Que lo único que tenían en común era ella, su madre, y, sobre todo, esta hermanita, sólo la sangre.

De todo eso nada contábamos a los de afuera de la casa, ante todo habíamos aprendido a callar lo esencial de nuestra vida: la miseria. Y después, también todo lo demás. Los primeros confidentes, la palabra parece excesiva, son nuestros amantes, nuestros conocidos afuera del puesto, en las calles de Saigón al principio y, luego, en los paquebotes de línea, en los trenes, después en todas partes.

La escritura de Duras descubre algo que de algún modo todos intuimos: que al entregarnos a cualquier pasión, independientemente de que sea o no vitalizante, ya envejecemos; que hay hombres y mujeres que no encuentran fuerzas para amar más allá del miedo, y que esa cobardía los convierte en infelices.

[...]
Veo la guerra bajo los mismos colores que mi infancia. Confundo el tiempo de la guerra con el reinado de mi hermano mayor. Se debe sin duda al hecho de que fue durante la guerra cuando murió mi hermano pequeño: el corazón, como he dicho, cedió, lo abandonó. Al hermano mayor, en realidad, creo no haberle visto durante la guerra. Ya no me importaba saber si estaba vivo o muerto. Veo la guerra como era él, propagarse por todas partes, penetrar por todas partes, robar, encarcelar, estar en todas partes, unida a todo, mezclada, presente en el cuerpo, en el pensamiento, en la vigilia, en el sueño, siempre, presa de la pasión embriagadora de ocupar el territorio adorable del cuerpo del niño, el cuerpo de los menos fuertes, de los pueblos vencidos, porque el mal está ahí, en la puerta, contra la piel.

La escritura de Duras descubre que entendemos primero con el cuerpo lo que después podrán o no comprender la inteligencia y las palabras.

Marguerite Duras. El amante. (L´Amant. Ed: Les Éditions de Minuit. Francia. 1984)

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