Fantasmas puros del jardín, ya casi perdido.
Ángeles del jardín, quietos entre las flores,
vueltos sobre sí mismos, sobre la íntima luz
tan pura, que ilumina como lámparas dulces,
el olvido, todavía azulado, de las flores.
Alrededor del transbordador, el río llega al ras de la borda, sus aguas en movimiento atraviesan las aguas estancadas de los arrozales y no se mezclan. Ha arrastrado todo lo que ha encontrado desde el Tonlesap, la selva camboyana. Arrastra todo lo que le sale al paso, chozas de paja, selva, incendios extinguidos, pájaros muertos, tigres, búfalos ahogados, hombres, cebo, islas de jacintos de agua aglutinadas, todo va hacia el Pacífico, nada tiene tiempo de hundirse, es arrastrado por la tempestad profunda y vertiginosa de la corriente interior, todo queda en suspenso en la superficie de la fuerza del río.
Marguerite Duras (El amante)
A pesar de toda la belleza contenida en este libro, a pesar de la crítica mordaz contra la sociedad y contra la familia que habita en esas páginas, los lectores y la crítica literaria no especializada insisten en hablar únicamente de la historia de amor entre la niña blanca francesa y su amante chino, pero plancharle las arrugas a la trama, proponer una linealidad narrativa es pretender otro libro.
Duras escribió toda su vida el mismo libro, parece haber encontrado su Jesús personal, parece decirse a sí misma. De algún modo el foco fue puesto allí. Nadie que haya leído El amante podría negarlo, pero una mirada demasiado reduccionista de los hechos biográficos nos llevaría a pensar sólo en la historia de amor, cuando en realidad lo que se despliega es el complejo entramado de la historia de un aprendizaje visto desde otra madurez, desde muchos años después. Es por eso que tiene infinitos matices. Ver solo la historia de amor contenida en la trama es descontextualizarla por completo.
Frente a cualquier tipo de lógica totalizante, sin embargo, en Duras siempre irrumpe lo personal. Es el oro de la individualidad expresando lo que lo diferencia del resto. No es nada místico, por cierto, tan solo una especie de apertura, un camino difícil de transitar, hacia una libertad que se vuelve imposible la mayoría de las veces:
Mi madre mi amor mi increíble mancha, con las medias de algodón zurcidas por Dô, nuestra criada china. En los trópicos se sigue creyendo que hay que ponerse medias para ser la señora directora de una escuela. Vestidos lamentables, deformados, remendados por Dô. Recién llegada de su granja picarda poblada de primas, lo usa todo hasta el final, cree que es necesario, que es necesario ganárselo, como sus zapatos. Sus zapatos están gastados, camina de costado, con un gran esfuerzo, los cabellos tirantes, ceñidos en un moño de china. Nos avergüenza, me avergüenza en la calle delante del instituto, cuando llega en su auto. Delante del instituto todo el mundo la mira, ella no se da cuenta de nada, nunca. Está para encerrar, para darle una paliza, para matarla. Me mira y dice: quizá tú salgas de esto. Día y noche la idea fija. No se trata de que sea necesario conseguir algo, se trata de que es necesario salir de donde se está.
Aún así, después de todo, si no hay mayor extraño que uno mismo. ¿Por qué iba Duras a escapar de ese destino vulgar si es la apariencia de los otros lo que termina por frecuentarnos, lo que insiste, lo que rompe, lo que nos obliga a entrar, a aceptar finalmente esa invitación reiterada?
En las historias de los libros que se remontan a mi infancia, de pronto ya no sé de qué he hablado o qué he evitado decir. Creo haber hablado del amor que sentíamos por nuestra madre, pero no sé si hablé del odio que también le teníamos y del amor que nos teníamos unos a otros y el odio, terrible, en esta historia común de ruina y de muerte que era la de nuestra familia. De todos modos, tanto la historia del amor como la del odio aún escapan a mi entendimiento, eso me es inaccesible, está oculto en lo más profundo de mi piel, ciego como un recién nacido. Es el ámbito en cuyo seno empieza el silencio. Lo que ahí ocurre es precisamente el silencio, ese lento trabajo de toda mi vida. Aún estoy ahí, ante esos niños posesos, a la misma distancia del misterio. Nunca he escrito creyendo hacerlo, nunca he amado creyendo amar, nunca he hecho nada salvo esperar delante de una puerta cerrada.
Así, Duras encontró la manera de gambetear la oscuridad y, al menos por un tiempo, cuenta con la magia suficiente. Sabe merecer esa mirada otra que muchas veces nos define mejor que cualquier máscara, sabe sentir esa libertad rara vez conquistada. No es un hecho menor merecer el deseo que nos empuja, estar a la altura del propio mito, aunque la lucidez tenga un precio muy alto, aunque algunas veces paguemos ese privilegio con el propio cuerpo.
[...]
Alrededor del recuerdo, la lívida claridad de la noche del cazador. Se oye un sonido estridente de alerta, de grito infantil.
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