Mediana edad



No es novedad que el neurólogo austriaco Sigmund Freud escribió un libro llamado Tótem y tabú. Tampoco es novedad que para René Pommier fue el impostor más grande del siglo XX. El libro fue publicado originalmente por el sello Beacon Press en 1913 con el subtitulo tan atractivo como poco alentador de Concordancias entre la vida anímica de los salvajes y los neuróticos.

Aquí sería necesario reconocer que la psicología no se detuvo en Sigmund Freud y que no suele generalizar el análisis, salvo el caso de los psicólogos metidos hasta el tuétano en la Sociedad de la Transparencia, que gustan escribir libros de autoayuda, pero sí deja entrever que en mayor o menor medida todos somos portadores de rasgos neuróticos, lo que realmente poco importa, si no lo negáramos.

Lo que importa es darse cuenta que quizá no sea tan malo hacer carne con nuestros síntomas, reconocerlos, aceptarlos, escuchar para adentro, darnos menos la razón, pensar un poco en eso, sobre todo cuando miramos alrededor y descubrimos que también existe la posibilidad de ir en camino directo y sin notarlo hacia el estrecho túnel de los obsesivos. Lo cual sería, créanme, muchísimo peor de digerir.

Diagnósticos aparte y ya que hablamos de digerir, el libro tiene algunas ideas, no sé si originales, aunque sí interesantes. Freud buscaba dar explicación al origen de la exogamia que rige todavía en nuestros días y para hacerlo partió de un supuesto parricidio en la orda primitiva como desencadenante de los hechos. Del mismo modo, durante todo el entramado del libro, intenta una explicación a la ambivalencia emocional, puntualmente la que existe en el individuo con respecto a la figura del padre y todas sus representaciones a lo largo de la historia, incluido por supuesto el tótem; lo que hace Freud es aplicar a la antropología el conocimiento médico y el método clínico del psicoanálisis. Con toda la información de campo disponible ensambló su hipótesis más o menos así:

Al comienzo de los tiempos existió un padre dominante y celoso, hizo suyas a todas las hembras de la tribu y expulsó a sus hijos, los que por esa razón quedaron con sentimientos bastante contradictorios de odio y admiración hacia él. Unidos mataron a golpes a su padre, con lo que dieron satisfacción a su odio, y después se lo comieron, consumando canibalísticamente la identificación de cada uno ellos con su padre, eso trajo consigo el fin de las rivalidades entre ellos. Tras ese logro sobrevino el arrepentimiento y los sentimientos de cariño, por lo que renegaron del acto. Declararon inaceptable dar muerte al reemplazo del padre, esto es, el tótem, lo que condujo a la prohibición de matar. También se abstuvieron de tomar los frutos del acto, renunciando a las mujeres que habían quedado sin machos, eso condujo directamente a la prohibición del incesto y al precepto de la exogamia actual. 

Pero quizá todo el libro se reduce a un núcleo que chorrea una viscosidad lacerante, que se desprende sutilmente de las ideas principales: que la psiquis humana no es transparente y que todo aquello que se venera en forma natural, incluso enfática, como el padre, la madre y otras yerbas religiosas, es en realidad un mecanismo de defensa para esconder sentimientos de odio y temor que son inaceptables para las buenas costumbres sociales.

En este punto creo que lo único que Freud quería era explicarse el comportamiento humano. En sus propias (aunque amplias) palabras:


El Yo no hace más que negar lo que el inconsciente sabe.

Sin cuestionar la prohibición del asesinato y la exogamia, y más allá del cariño y la devoción que pudiéramos tener hacia nuestro padre humano, deberíamos intentar ver al Padre como símbolo y, al igual que sus infinitas representaciones, examinarlo, desafiarlo, odiarlo y asesinarlo si fuera necesario, justamente porque está prohibido cuestionar su autoridad, pase lo que pase. Aquí no puedo dejar de mencionar al maestro Stephen King, quien supo capturar todo esto a la perfección en libros como It, Carrie o Gerald´s game. No me digan que pensaron que escribía sobre fantasmas.

Quizá todo se trate, en definitiva, de ser capaces de hacer una huella propia. Ese y no otro es el camino hacia la madurez emocional.

Tal vez a partir de cierta edad no nos quede otra que aceptar los odios, eso implica una gran cantidad de energía, es cierto, y un adicional de honestidad que en condiciones habituales no estaríamos dispuestos a entregar, porque la verdad es que en nuestra  Sociedad de la Transparencia es el amor eso por lo que todos estaríamos dispuestos a matar; la mala noticia es que no alcanza con odiar a los cazadores de delfines del Japón, es un odio válido, es cierto, aunque fugaz, carente de construcción, ficticio o, más bien, figurativo.

Hoy sabemos que Freud cometió errores, sin dudas, pero haciéndose preguntas simples logró allanar el camino para los que vinieron después, y sobre todo dejó entrever algo que, tarde o temprano, todos seremos capaces de descubrir: que la cotidianidad es una máquina que funciona a la perfección, mientras no nos hagamos ninguna pregunta.


Mediana edad (Robert Lowell)

Ahora siento sobre mí el agobio

del pleno invierno, Nueva York
taladra mis nervios
mientras camino
las calles mordisqueadas.

A los cuarenta y cinco,
¿qué me espera? ¿qué me espera?
En cada esquina
me encuentro a mi Padre,
a mi edad, todavía vive.

Padre, ¡perdóname
mis ofensas,
como yo perdono
a quienes
he ofendido!

Aunque nunca subiste
al Monte Sion, dejaste tus
huellas mortales
de dinosaurio en su corteza
por donde yo debo caminar.

Robert Lowell (1917-1977)


Middle Age (Robert Lowell)  

Now the midwinter grind
is on me, New York
drills through my nerves,
as I walk
the chewed-up streets.

At forty-five,
what next, what next?
At every corner,
I meet my Father,
my age, still alive.

Father, forgive me
my injuries,
as I forgive
those I
have injured!

You never climbed
Mount Sion, yet left
dinosaur
death-steps on the crust,
where I must walk.

Robert Lowell

metrovías



La antropóloga lituana Marija Gimbutas -y debo, entre otros, este honor a El espejo gótico- desapareció de este plano sosteniendo la existencia de una civilización matriarcal en la Europa neolítica. Asegura Gimbutas que estaba formada por sociedades principalmente agrícolas, cuyo equilibrio social se fundamentaba en la igualdad mujer-hombre y cuya religión inicialmente rendía culto a una diosa madre, como referente de la naturaleza, de la propia tierra, y posteriormente a un conjunto de divinidades asociadas a la fertilidad; un grupo de sociedades con características muy diferentes a las que vinieron después.

Ella pensaba que la persecución fervorosa de la brujería medieval se debía a que en realidad esta era una expresión tardía de esas antiguas creencias que, frente a la imposición de un único dios masculino que pretendió ser y representar la autoridad suprema, tuvieron que arreglárselas para subsistir en formas marginales.

y así dio testimonio en su libro El lenguaje de la diosa:

La Regeneradora-Destructora, supervisora ​​de la energía cíclica, personificación del invierno y Madre de los Muertos, se convirtió en una bruja de la noche, dedicada a la magia que, en tiempos de la Inquisición, era considerada una discípula de Satanás. El destronamiento de esta Diosa [...] está manchado de sangre y es la mayor vergüenza de la iglesia cristiana: la cacería de brujas de los siglos XV a XVIII fue un acontecimiento de los más satánicos en la historia europea, llevada a cabo en nombre de Cristo; la ejecución de las mujeres acusadas de brujas ascendió a más de ocho millones, y la mayoría de ellas, colgadas o quemadas, eran simplemente mujeres que aprendieron la sabiduría y los secretos de la diosa de sus madres o sus abuelas.

Tomando como indicio la interpretación de algunos diseños artísticos prehistóricos, Gimbutas concluye que a lo largo de toda la historia es posible verificar la existencia de un complejo lenguaje simbólico femenino, quiero decir exclusivo, rico en actitudes pacíficas no represivas y dominado por valores estrictamente espirituales, lo cual pone en duda la brutalidad de por lo menos una parte de estas antiguas comunidades humanas. Así, Gimbutas se afanó en demostrar que allí donde el Stablishment académico arqueológico quiso ver solo "motivos decorativos", lo que en realidad había era un metalenguaje, la ejecución para nada caprichosa de un grupo de símbolos.


Y la Poesía alguna que otra vez logró atrapar los signos imperecederos de la diosa.

metrovías
(Jorge Rivelli)

subió al subte en la terminal
primer vagón
primer asiento y
una vez en marcha
la exacta tarea
de maquillarse en movimiento
cuatro o cinco estaciones
para quedar brillando
como una muñeca de porcelana
sacó un libro
cultivo de papas
y leía orgullosa
por la llovizna de ojos
que la homenajeaban
hizo todas las combinaciones
ida y vuelta A B C D y E
durante todo el día
al final metrovías la coronó
reina subterránea y
nunca más
salió a la superficie
recorrió andenes
descalza y
con flores en la cabeza
se fue volviendo
transparente y sus hábitos
imperceptibles
a veces
acompaña a un músico
con un arpa o silba sola
en los vagones
dicen que duerme
en la vía muerta
de la estación lacroze
en un colchón improvisado
de cultivos de papas

Jorge Rivelli

Encargo


Platón pensó que los poetas conspiraban contra el orden y la justicia, por ver cosas que nadie más veía, por decir un tipo de realidad que no podía ser contrastada con los hechos. Argumentó que los poetas más que hablar de la realidad atentaban contra ella, la confundían, distorsionándola en finas pinceladas. Esta condena quizá tuvo su origen en que por entonces Platón todavía no había podido ver que vivimos en una disolución permanente; que hay otros mundos, pero que están en este, y que se desplazan en forma simultánea, porque existe entre ellos una configuración indisociable: la emoción y la razón, lo contingente y lo trascendente, lo sublime y lo empírico, todo está en permanente lucha. En palabras de Oteriño: somos faltos, falibles y precarios, pero también anhelamos de vez en cuando participar de alguna plenitud. Y es en esa lucha donde se gesta la existencia. El poema es portador de una inevitabilidad que lo transforma en esa presencia frente a la que no podemos permanecer indiferentes, aunque el poeta camine sin estar preparado sobre el terreno resbaladizo del lenguaje, aunque lo asalten la extrañeza y el asombro, dos sentimientos más presentes en él que cualquier certidumbre. Después de tanta Poesía, hoy sabemos que sí: definitivamente, los verdaderos poetas conspiran contra el orden.

Encargo 
Ezra Pound

Vayan, canciones mías, al insatisfecho y al solitario,
vayan también al neurótico, vayan a los esclavizados por la convención,
llévenles mi desprecio por sus opresores.
Vayan como una gran ola de agua fresca,
lleven mi desprecio a los opresores.

Hablen contra la opresión inconsciente,
hablen contra la tiranía de aquellos que no tienen imaginación,
hablen contra las ataduras.

Vayan a la burguesa que está muriendo de hastío,
vayan a las mujeres de los barrios residenciales,
vayan a las horrorosamente casadas,
vayan a aquellas que disimulan su fracaso,
vayan a las desafortunadamente emparejadas,
vayan a la esposa comprada,
vayan a la mujer impuesta.

Vayan a aquellos que tienen una lujuria delicada,
vayan a aquellos cuyos delicados deseos se frustraron,
vayan como una plaga sobre todo lo que es insulso en el mundo;
vayan con su filo contra esto,
refuercen las cuerdas sutiles,
traigan confianza a las algas y a los tentáculos del alma.

Vayan de manera amistosa,
vayan con un discurso abierto.
Estén ansiosos por encontrar nuevos males y un nuevo bien,
estén contra de todas las formas de opresión.
Vayan a quienes se han complicado con la mediana edad,
a quienes han perdido el interés.

Vayan a los adolescentes a quienes asfixia la familia
¡Oh, qué horroroso es
ver tres generaciones unidas en una misma casa!
Es como un viejo árbol con brotes
y algunas ramas podridas cayendo.

Salgan y desafíen la opinión,
vayan contra este cautiverio vegetal de la sangre.
Estén en contra de toda clase de propiedad a perpetuidad.

Ezra Pound (1885 - 1972)


Commission

Go, my songs, to the lonely and the unsatisfied,
                        Go also to the nerve-racked, go to the enslaved-by-convention,
Bear to them my contempt for their oppressors.
go as a great wave of cool water,
Bear my contempt of oppressors.

Speak against unconscious oppression,
Speak against the tyranny of the unimaginative,
Speak against bonds.

Go to the bourgeoise who is dying of her ennuis,
Go to the women in suburbs.
Go to the hideously wedded,
Go to them whose failure is concealed,
Go to the unluckily mated,
Go to the bought wife,
Go to the woman entailed.

Go to those who have delicate lust,
Go to those whose delicate desires are thwarted,
Go like a blight upon the dulness of the world;
Go with your edge against this,
Strengthen the subtle cords,
Bring confidence upon the algae and the tentacles of the soul.

Go in a friendly manner,
Go with an open speech.
Be eager to find new evils and new good,
Be against all forms of oppression.
Go to those who are thickened with middle age,
To those who have lost their interest.

Go to the adolescent who are smothered in family-
Oh how hideous it is
To see three generations of one house gathered together!
It is like an old tree with shoots,
And with some branches rotted and falling.

Go out and defy opinion,
Go against this vegetable bondage of the blood.
Be against all sorts of mortmain.


Ezra Pound

Seconal


En 1932, Louis Ferdinand Céline escribió que la gente de París, tan atareada en apariencia, en realidad no era más que una acumulación de vagabundos sin rumbo que, sostenidos en el absurdo del deber, se paseaban por la ciudad de la mañana a la noche fingiendo ocupaciones. Algo así como una simulación urbana para poder sostener con cierta eficacia la mentira de que la vida tiene que tener un sentido; una conspiración, cuya prueba irrefutable son los días de climas extremos, cuando todos esos transeúntes, antes cargados de compromisos impostergables, desaparecen de las calles y, si se recorre la ciudad a pie, puede vérselos tomando café, charlando animadamente en los bares repletos, o incluso encerrados en sus casas. 
Tal vez como una forma de defenderse contra un sistema que genera belleza sólo para quienes están adentro, para Celine, como antes lo fue para Baudelaire, el siglo de la velocidad, con su pulso interminable y fatuo, no es más que una apariencia, una simulación, donde lo único que hacemos todos es andar a la deriva.

Así, en El viaje al fin de la noche nos dice:
...
Lo peor es que te preguntas de dónde vas a sacar fuerzas para seguir haciendo lo que has hecho la víspera y desde hace ya tanto tiempo, de dónde vas a sacar fuerzas para ese trajinar absurdo, para esos miles de proyectos que nunca te salen bien, esos intentos para salir de la necesidad, intentos siempre abortados; y todo eso para terminar convenciéndote, una vez más, de que el destino es invencible, de que hay que volver a caer al pie de la muralla cada noche, con la amenaza del día siguiente, y cada vez más precario, más sórdido. 
Ya no nos queda demasiada música adentro para hacer bailar la vida. Ahí está, toda la juventud ha ido a morir al fin del mundo, en el silencio de la verdad ¿y dónde ir a morir afuera, decidme, cuando no llevas contigo la suma suficiente de delirio?
La verdad es una agonía que nunca acaba, la verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir.
...

Si hay algo que la poesía tiene es una forma de romper el silencio. Con un torbellino de voces nos envuelve. Si nos prestamos a escuchar con intención sentiremos su manera cautivante y seductora de tocarnos: primero el goce, después el sentido, por último la inquietud. 

Seconal
(Jorge Rivelli)

le tengo terror a los demonios,
                   quiero decir a los domingos.
                                  (osvaldo lamborghini)

mañana o un domingo
somos piedra
fría y perdida a ciertos metros
sobre el nivel del mar
o una mancha gelatinosa
reptando por la vereda para
mirar por el ojo de buey
las perfectas piernas blancas
de la dama de trébol
hasta la llegada del brujo
que arrastra la extensa capa
por las alcantarillas de las diagonales
o cuerpo pendular
al pie de las góndolas gárgolas
con visibles marcas de erosión
moños de prócer en cada aniversario
retrete de perros y cristianos

volviendo a la misa

cabezas vencidas
en busca de una bala o
escapando de un viejo amor
devoran pastillas alcohol
vidrios veneno vapor
liberan sangre de lágrimas negras
se lanzan al vacío de la gloria
dime como mueres
y te diré como vives

largas vigilias

para cruzar el puente
que la bestia no absorba
el aliento vulnerable
hasta que arroje el vértigo
las sombras el minuto fatal

muerte o fracaso quien sabe

los demonios siempre están
los domingos también

Jorge Rivelli de Venus, viagra & violetas, Ed: La Carta de Oliver, Buenos Aires, 2017

Una sombra en el agua


Solo lo muerto es transparente
(Byung Chul Han)

Buscamos la voz, y es un camino escarpado y pedregoso. No es cierto que busquemos la belleza, no, o la verdad; si ellas deciden venir, lo hacen por añadidura. Las encontramos, podremos reconocerlas, pero no sabemos cómo crearlas. Más bien surgen. En cambio la voz, la voz se busca y es casi siempre prestada, la nuestra anda por ahí entre el gentío, diseminada en las voces de miles de otros, ninguna es puramente nuestra. Aparece, se esconde, aparece, se esconde. Escribir es gritar en silencio contra el olvido. Buscar esa voz es preguntarse una y otra y otra vez frente al espejo quiénes somos. 

Rafael Oteriño escribió que la poesía está fundamentalmente sostenida por la emoción, irrumpe una imagen que busca asiento en las palabras y, antes que un significado, va a portar otras cosas más interesantes: una temperatura, un sentimiento, un recuerdo, un color.  Sin embargo, no debe haber en el mundo dos personas que leyendo una misma palabra evoquen la misma cosa, mucho menos cuando esté inserta en la estructura del poema, allí se abren infinitas posibilidades.  Una vez le preguntaron a Dylan Thomas por qué escribía poesía y respondió que simplemente le gustaban las palabras como signo, como sentido, como sonido, pero también porque de ellas  surge el amor, el horror, la piedad, el dolor y la admiración. Y esas son las cosas que hacen grande y verdadera nuestra existencia. Es un llamado, entonces, a regresarle al cuerpo el movimiento.

En las palabras y junto a ellas podemos recorrer la distancia que separa una ausencia de una presencia, a través de ellas nos movemos desde la falta hacia la compensación y desde aquello imposible de decir a lo expresado. Para quien esté abierto a recibir una revelación, la poesía traduce algo que flota denso, incisivo y hermético, y que se vuelve manifiesto solamente cuando encuentra las palabras que lo atrapan. Esta será una revelación parcial, que nos llevará de la mano, pero que no puede ser un canal unidireccional. 

Yo tenía un profesor que en un intento de atrapar lo inasible intentaba metáforas y me decía que el poema debería ser siempre algo así como una torsión que en su tensión fuera capaz de moverse alrededor de un eje imaginario, que la escritura fuera y viniera en una danza, de lado a lado, como en un vaivén; una sombra reflejada en el agua, cuyo juego fundamental consiste en pintar la oscuridad y reservar la luz.


La hoja de un árbol es inconmensurable,
la sombra es inconmensurable;
quien las tiene en sus manos no las posee: 
mudan, se deslizan, copian el viento
y no dejan señal alguna.

Sólo en la lejanía es posible alcanzarlas; 
en la ira de los espejos,
en la semilla del jardín quemado,
en el paesaggio que se cuela por la ventana.

De Mosaico bizantino (Rafael Oteriño)

Así, hay consenso en decir que el poema será una máquina enigmática con engranajes de un encastre perfecto, como un mecanismo de reloj, en busca de su lector. O no será. 

Si hay transparencia no habrá vitalidad, si hay transparencia no habrá amor, si hay transparencia no habrá poesía; así que en su falta se irá recreado tantas veces como se le pida y, cada vez que alguien decida hacerlo suyo, el poema nacerá de nuevo. Suena muy romántico y a la vez muy poco técnico, lo se. Es que del poema se desprenderá una belleza. ¿Y qué, si no lo bello, es justo romantizar? La poesía es un espacio de resistencia y negatividad, en palabras del poeta Robert Frost: 

La poesía llega para clarificar un poco el escenario de la vida, si hay algo que con ella logramos es un sostén momentáneo contra tanta confusión. 



Negar, como respuesta a todo

                                                                                                   
                                                                                               Vivo de lo que los otros no saben de mí
                                                                                                                                    (Peter Handke)
                                                                             
Somos negadores.  Para colmo vivimos en una época donde está prohibido el sentimiento genuino. No así la expresión pública del sentimiento, por supuesto. Constantemente lo experimentamos. A diario, incluso varias veces al día, candorosos usuarios de las redes sociales de todo el mundo publican cuánto aman a sus perros, a sus jefes, a sus gatos, aman comer, dormir y beber; aman el amor, a sus hermanos, a las maestras del jardín de sus hijos, al verdulero; aman viajar ¡y hasta aman a sus suegras...! 

En definitiva, todos aman a todos. Y como se aman entre sí son fieles, felices, abiertos, emprendedores, solidarios y tolerantes, en pantalla. El amor, e incluso la violencia, en las redes, ¿no parecen un montaje? Lo digo desde la vergüenza de alguien que creyó en lo que leía. Creía sin dudar.

Por supuesto, a estas alturas nadie ignora que lo que se dice allí va dirigido al mundo y no precisamente a los destinatarios, porque lo que se le dice al destinatario se le dice al oído, o con el cuerpo, o mirándolo a los ojos, incluso dándole la espalda, en una discusión. Aunque para esto no haya reglas, públicamente todos consumen lo mismo, todos repudian lo mismo, todos muestran lo mismo, todos "dicen" lo mismo. El infierno de lo igual.

Dentro de esta masificación de lo positivo, las redes también nos permiten disfrutar a diario de la autoayuda, tal vez sea posible intuir que todo aquel que se jacte de "ser un luchador incansable de esos que jamás se rinden" lo único que hace es darse fuerzas, porque no las tiene. Parafraseando al dramaturgo argentino Mauricio Kartun, sería algo así como: muéstrame lo que dices de ti mismo y te diré de qué careces.  La transparencia no tiene una relación directa con la verdad.

No muy lejos de esta afirmación está la declaración que hace la actriz Emma Watson, en la piel de su personaje Mae Holland en la película  El círculo.  Allí, frente a una gigantesca audiencia de nuevos emprendedores, la protagonista expresa con total convicción:

Cuando estoy sola tengo pensamientos malos, hago cosas tontas, no soy yo misma. En cambio, cuando me observan soy una persona de bien, equilibrada, comunicativa y correcta, esa es la mejor versión de mí misma.

Después de eso, Mae Holland permite que le adhieran a la solapa del vestido una cámara ultratecnológica que la convertirá en una "persona transparente" durante todo el día. Lo aterrador en esto es que las acciones se vuelven transparentes cuando se hacen operacionales; hay transparencia cuando se alisa y se allana la negatividad, cuando todo lo que hacemos se somete a un proceso de dirección y control. 

Pero más allá de cualquier sociedad distópica, Luciano Sáliche dice que por ahora lo que existen son tamices, que vendrían a ser como los filtros de instagram, y que sirven para adaptar aquello que nos pasa a las formas preestablecidas del amor. Las aceptadas socialmente, obvio; así que tranquilos, en una sociedad con tal nivel de hipocresía la oscuridad debe seguir negada. 

Así es como nos emocionamos todos con las mismas cosas, como ovejitas sin cerebro; y el pumpararribismo berreta nos consume y, si no es así, construimos en nuestras cabezas la ficción adecuada para sentir lo que decimos que sentimos. Es cuando entran en el juego la esfera pública y las redes, por eso publicamos lo que publicamos (ficción),  así como en un chat decimos “jajaja” cuando en la cara no se nos dibuja ni la mueca de una sonrisa. También la transgresión recibe un tratamiento extraño, somos capaces de aplaudir situaciones que en nuestros propios cuerpos no permitiríamos.

Creer que somos transparentes, aún para nosotros mismos, no habla más que de una inocencia superlativa. Entonces, quizá sea este el motivo por el cual cada vez hay más gente a nuestro alrededor que decide usar la expresión Soy así, tal cual me muestro para definirse a sí misma; como símbolo de transparencia, como signo de virtud suprema, como garantía de calidad.

Por otro lado, en La muerte del Eros, el filósofo Byung Chul Han concluye que si hay algo de lo que carece nuestra sociedad actual es de un otro. No hay otro. En términos del amor, nos dice, "hoy el otro aparece sexualizado, como un objeto excitante, y se le consume, pero no se le ama. Estamos padeciendo los síntomas de una erosión porque en todos hay un excesivo narcisismo de la propia mismidad y la erosión mata al Eros, porque el individuo narcisista no puede encontrar nada fuera de sí, nada que sea distinto del sí mismo, por lo tanto, afuera no hay nada que pueda amar."

"Incluso la enfermedad actual contribuye a esta situación. La enfermedad actual es la depresión, y también es considerada una enfermedad del individuo narcisista, porque conduce a ella una relación exagerada y patológicamente recargada con uno mismo. El sujeto narcisista no está abierto a la experiencia, sino que lo que quiere es experimentarse a sí mismo en todo lo que se le presenta enfrente. El sujeto narcisista y depresivo carece de mundo y está abandonado por el otro. Lo opuesto a esta descripción es el Amor, porque nos arranca de nosotros mismos y nos conduce hacia afuera y hacia afuera es hacia el otro."

Para ver más claro: Eros palidece y muere cuando convertimos a todo aquel que nos rodea en el uno mismo. Aquí Z diría que uno, al otro, lo des-otra siempre.

Parece que hoy el amor, esa fuerza turbia y compleja, se positiva para convertirse en una fórmula muy cómoda: sólo disfrute. Ahí es donde fallamos, en creer que debe engendrar solamente sentimientos agradables y placenteros. En definitiva, parece que caer se ha vuelto demasiado arriesgado para el hombre moderno. Con esta lógica pisamos la intuición, esa mujer caprichosa que nos guía, y que va más allá de toda la información disponible porque sigue una lógica que le es propia. Prestar atención a toda la información disponible nos anula la intuición.

Aplanamos tanto todo lo que nos pasa que también el amor se aplana para convertirse en un arreglo de sentimientos agradables, la vida se encamina hacia una sucesión de pequeñas excitaciones sin complejidad. Según Badiou, hay una analogía clara entre la "guerra cero muertos" publicitada por el gobierno de los Estados unidos y el "amor cero riesgos" que consumimos, de la misma manera que la hay entre el “yo no te comprometo” que dice el agente del capitalismo a su trabajador precarizado y el “yo no me comprometo” que pronuncia a su compañero o compañera el “amante” indiferente, esto pasa en un mundo en el que los vínculos se hacen y se deshacen en beneficio de un libertinaje protegido y consumista. Tanta eliminación de la negatividad, tanta negación, terminará por reformular el alma humana, la psiquis, o como quiera llamarse.

Se entiende que aquí lo más saludable sería ponerse en la posición del décimo hombre, esto es: cuestionar todo aquello que el resto insista en exponer como verdadero. Los antropólogos dicen que la mayoría de los seres humanos tenemos un sesgo de confirmación muy fuerte. Es decir, cuando tenemos una idea y empezamos a razonar sobre ella, a pensarla, a digerirla, encontramos primero los argumentos a favor de esa idea, sobre todo encontramos buenas explicaciones que justifiquen una decisión, para no tener que desafiarnos. En palabras sencillas: siempre nos damos la razón. Tal vez esto sea una cuestión evolutiva de supervivencia en grupo, es cierto, pero en el uno mismo raya la comodidad burguesa. El problema de este sesgo confirmatorio es que nos puede llevar a tomar muy malas decisiones. 

Para ejemplificar que en el amor ya no cabe la negatividad, Han usa el personaje femenino creado para el libro Cincuenta sombras de Grey. Es una mujer, nos dice, que se describe a sí misma como una "persona sana", porque no fuma, no bebe alcohol, no usa drogas y come como se debe. En ese discurso no hay transgresión posible y, si la hubiere, sin dudas eso debería "ajustarse".

Las transgresiones reales, en el capitalismo, se ocultan y, si es posible, se neutralizan. Una "voluntad de hierro" se ocupa de "arreglar" todo aquello que "no debe ser". Porque un presente y un futuro óptimos y seguros deben excluir toda amenaza, toda posibilidad de desastre. Desde uno mismo y hacia los demás, control y más control.

Sin embargo, no sé cómo, pero la vida tiene sus propios métodos para mantenernos humildes.

Mientras en la sociedad los términos del amor normalizado se han vuelto pornográficos de tanta exposición, donde hay que ser perfectos, autosuficientes, exitosos, transparentes, y hay que publicarlo, un auténtico seductor juega a las máscaras, a las ilusiones y a las formas aparentes. Esto es, el hecho de mentir para impresionar a una persona que nos interesa se vuelve incuestionable, hasta lógico: una estrategia de arrime necesaria, sin perder de vista la certeza de que si la relación perdura en el tiempo, el otro descubrirá una a una, aunque sin rencor, cada mentira que le dijimos, e incluso las que diremos en el futuro, pero entonces ya será tarde, aún así no podrá dejar de amarnos.

Madres y abuelas vivieron equivocadas, el verdadero otro no nos duele cuando miente, duele porque (en el mejor de los casos) seguirá su propio deseo; duele porque siempre será un misterio. Hay cierta validez en todo lo que se ha escrito al respecto, en lo que escribieron Han y los filósofos anteriores: estamos a tiempo todavía de ser lo otro, de encontrarnos con el otro cara a cara, sin tratar de domesticar sus actitudes ni su pensamiento, sin borrar su singularidad; es una estrategia difícil, por demás interesante y digna de ponerse en práctica.

Aún así, siempre existirá la posibilidad de encontrar en el camino un otro incapaz de darnos nada, la peor noticia es que es un otro válido y que la reciprocidad es una ilusión capitalista. Cuando alguien se autoproclame diferente a todos los demás deberíamos desconfiar. Antes de izar la bandera enorme, pesada y compleja de la tolerancia conviene primero analizar nuestras propias actitudes con la mayor objetividad posible, tener un amigo vegano no nos convierte en personas tolerantes. 

Tal vez cabe preguntarnos también cuántas veces hemos romantizado algo que nada tiene que ver con el amor o la belleza. El amor se siente en el cuerpo, contra el otro y no en la pantalla. Porque lo que es físico y real nos exige prudencia: desestabiliza, desequilibra y desarma lo estructural que hay en cada uno de nosotros; vale decir, nos abre y nos transforma sin despojarnos de la alteridad.  Lo ideal, lo igual, aquello que compatibiliza a la perfección, lo que "encaja", huele a caca, y no hace más que arrancarnos las diferencias.

Sin embargo, a estas alturas tenemos que reconocer que el amor social de nuestra época se ha vuelto un paraguas muy eficaz contra las lluvias torrenciales de la angustia, la soledad y el miedo que experimentamos cuando nadie nos ve; están ahí, en el lugar donde las luces no iluminan, día a día, en la intimidad de la vida real que, por supuesto, insistimos en negar. 


una habitación y quinientas libras al año




En 1929, la escritora británica Virginia Woolf decidió poner por escrito, en lo que la crítica considera hoy uno de los ensayos iniciáticos del feminismo, una serie de conferencias suyas, brindadas en 1928, en dos universidades femeninas de inglaterra. El tema central de las conferencias fue La mujer y la ficción; el ensayo sin embargo está escrito en prosa, con narrador ficticio y en su desarrollo contiene tanto mujeres reales como personajes femeninos inventados. 

Para preparar sus conferencias de 1928, Woolf comenzó a estudiar exhaustivamente el material disponible escrito por hombres acerca de las mujeres, encontró pensadores que se hacían preguntas tales como si las mujeres poseíamos alma, o si podría ser posible "educar nuestro carácter luciferino", aunque también encontró a otros, muy pocos, que nos atribuían un carácter divino y una consciencia profundaFinalmente, cansada de leer sobre la inferioridad mental, moral y física de las mujeres, Woolf cerró los libros y se puso a escribir, teniendo en la cabeza una pregunta fundamental:

¿por qué esa cólera subterránea, disfrazada y compleja, mezclada con tantas otras emociones no menos nocivas? ¿por qué los hombres están tan furiosos con las mujeres? 

Aquí un fragmento del ensayo Un cuarto propio. Alejada de romanticismos absurdos sobre la pobreza de un escritor, Woolf nos empuja con pasmosa actualidad a reflexionar acerca de la posición histórica de la mujer en la literatura y la importancia de la intimidad y la solvencia económica.
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Pensando en todas estas mujeres que habían trabajado año tras año y encontrado difícil reunir dos mil libras y no habían logrado recaudar, como un gran máximo, más que treinta mil, prorrumpimos en ironías sobre la pobreza reprensible de nuestro sexo. ¿Qué habían estado haciendo nuestras madres para no tener bienes que dejarnos? ¿Empolvarse la nariz? ¿Mirar los escaparates? ¿Lucirse al sol en Montecarlo? Había unas fotografías en la repisa de la chimenea. La madre de Mary —si es que la fotografía era de ella— quizás había sido una juerguista en sus horas libres (su marido, un ministro de la Iglesia, le había dado trece hijos), pero  su vida alegre y disipada le había dejado muy pocas huellas de placer en la cara. Era una persona ordinaria: una vieja señora con un chal de cuadros abrochado con un gran camafeo; estaba sentada en una silla de paja e invitaba a un sabueso a mirar hacia la máquina, con la mirada divertida y, sin embargo, cansada de alguien que tiene por seguro que el perro se moverá en cuanto se haya disparado la bombilla. Ahora bien, si hubiera montado un negocio, si se hubiera convertido en fabricante de seda o magnate de la Bolsa, si hubiera dejado dos o trescientas mil libras a Fernham, aquella noche hubiéramos podido estar sentadas confortablemente y el tema de nuestra charla quizás hubiera sido arqueología, botánica, antropología, física, la naturaleza del átomo, matemáticas, astronomía, relatividad o geografía. Si por fortuna Mrs. Seton y su madre y la madre de ésta hubieran aprendido el gran arte de hacer dinero y hubieran dejado su dinero, como sus padres y sus abuelos antes que éstos, para fundar cátedras y auxiliarías, y premios, y becas apropiadas para el uso de su propio sexo, quizás hubiéramos cenado muy aceptablemente allí arriba, un ave y una botellita de vino; quizás hubiéramos esperado, sin una confianza exagerada, disfrutar una vida agradable y honorable transcurrida al amparo de una de las profesiones generosamente financiadas. Quizás en aquel momento hubiéramos estado explorando o escribiendo, vagando por los lugares venerables de la tierra, sentadas en contemplación en los peldaños del Partenón o yendo a una oficina a las diez y volviendo cómodamente a las cuatro y media para escribir un poco de poesía. Ahora bien, si Mrs. Seton y las mujeres como ella se hubieran metido en negocios a la edad de quince años, Mary —éste era el punto flaco del argumento— no hubiera existido. ¿Qué pensaba Mary de esto?, pregunté. Allí entre las cortinas estaba la noche de octubre, con una estrella o dos enganchadas a los árboles amarillentos. ¿Estaba Mary dispuesta a renunciar a la parte que de aquella noche le correspondía y al recuerdo (porque habían sido una familia feliz, aunque numerosa) de los juegos y las peleas allá en Escocia, lugar que nunca cesaba de alabar por lo agradable de su aire y la calidad de sus pasteles, para que de un plumazo le hubieran llovido a Fernham cincuenta mil libras? Porque financiar un colegio requeriría la supresión total de las familias. Hacer una fortuna y tener trece hijos, ningún ser humano hubiera podido aguantarlo. 
Considérense los hechos, dijimos. Primero hay nueve meses antes del nacimiento del niño. Luego nace el niño. Luego se pasan tres o cuatro meses amamantando al niño. Una vez amamantado el niño, se pasan unos cinco años cuando menos jugando con él. No se puede, según parece, dejar corretear a los niños por las calles. Gente que les ha visto vagar en Rusia como pequeños salvajes dice que es un espectáculo poco grato. La gente también dice que la naturaleza humana cobra su forma entre el año y los cinco años. Si Mrs. Seton hubiera estado ocupada haciendo dinero, dije, ¿dónde estaría tu recuerdo de los juegos y las peleas? ¿Qué sabrías de Escocia, y de su aire agradable, y de sus pasteles, y de todo el resto? Pero es inútil hacerte estas preguntas, porque nunca habrías existido. Y también es inútil preguntar qué hubiera ocurrido si Mrs. Seton y su madre y la madre de ésta hubieran amasado grandes riquezas y las hubieran enterrado debajo de los cimientos del colegio y de su biblioteca, porque, en primer lugar, no podían ganar dinero y, en segundo, de haber podido, la ley les denegaba el derecho de poseer el dinero que hubieran ganado. Hace sólo cuarenta y ocho años que Mrs. Seton posee un solo penique propio. Porque en todos los siglos anteriores su dinero hubiera sido propiedad de su marido, consideración que quizás había contribuido a mantener a Mrs. Seton y a sus madres alejadas de la Bolsa. Cada penique que gane, dijéronse, me será quitado y utilizado según las sabias decisiones de mi marido, quizá para fundar una beca o financiar una auxiliaría en Balliol o Kings, de modo que no me interesa demasiado ganar dinero. Mejor que mi marido se encargue de ello.  De todos modos, fuera o no la culpa de la vieja señora del sabueso, no cabía duda de que, por algún motivo, nuestras madres habían administrado sumamente mal sus asuntos. Ni un penique para dedicar a «amenidades»: a perdices y vino, bedeles y céspedes, libros y cigarros puros, bibliotecas y pasatiempos. Levantar paredes desnudas de la desnuda tierra es cuanto habían sabido hacer. Así hablábamos, de pie junto a la ventana, mirando, como tantos millares miran cada noche, los domos y las torres de la famosa ciudad extendida a nuestros pies. Yacía muy hermosa, muy misteriosa bajo el claro de luna otoñal. Las viejas piedras parecían muy blancas y venerables. Uno pensaba en todos los libros juntados allá abajo, en los cuadros de viejos prelados y hombres famosos que colgaban en las habitaciones artesonadas, en las ventanas pintadas que sin duda proyectaban extraños globos y medias lunas en las aceras; en las fuentes y la hierba; y en las habitaciones tranquilas que daban a los patios tranquilos. Y (perdóneseme el pensamiento) pensé también en el admirable fumar y la bebida, y los hondos sillones, y las alfombras agradables; en la urbanidad, la genialidad, la dignidad, que son hijas del lujo, del recogimiento y del espacio. Desde luego nuestras madres no nos habían proporcionado nada por el estilo, nuestras madres que se habían visto negras para reunir treinta mil libras, nuestras madres que habían dado trece hijos a ministros de la Iglesia de St. Andrews. 
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No siendo historiador, quizá podría uno ir un poco más lejos y decir que las mujeres han ardido como faros en las obras de todos los poetas desde el principio de los tiempos: Clitemnestra, Antígona, Cleopatra, Lady Macbeth, Fedra, Gessida, Rosalinda, Desdémona, la duquesa de Malfi entre los dramaturgos; luego, entre los prosistas, Millamant, Clarisa, Becky Sharp, Ana Karenina, Emma Bovary, Madame de Guermantes. Los nombres acuden en tropel a mi mente y no evocan mujeres que «carecían de personalidad o carácter». En realidad, si la mujer no hubiera existido más que en las obras escritas por los hombres, se la imaginaría uno como una persona importantísima; polifacética: heroica y mezquina, espléndida y sórdida, infinitamente hermosa y horrible a más no poder, tan grande como el hombre, más según algunos. Pero ésta es la mujer de la literatura. En la realidad, la encerraban bajo llave, le pegaban y la zarandeaban por la habitación.
De todo esto emerge un ser muy extraño, mixto. En el terreno de la imaginación, tiene la mayor importancia; en la práctica, es totalmente insignificante.
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Virginia Woolf

Qué quiere una mujer



La psicóloga brasileña Lêda Guimarães intentó poner en palabras lo que muchas de nosotras sentimos en el cuerpo, y que a veces logramos decodificar intuitivamente: el goce femenino;  lo hace sin internarse necesariamente en el lenguaje técnico-psicológico específico, intentando acercar a nosotros las ideas que desarrollaran los grandes pensadores de la psicología, como Lacan, Freud, Miller y Bossols, entre otros; tal vez para lograr un eco en esa voz humana, tanta veces postergada con respecto a lo femenino y al goce, una voz que puede dar testimonio desde el cuerpo mismo, tal vez para echar por tierra lo que la mayoría de los psicólogos asegura: que cuando se trata de hablar del goce propio, normalmente, las mujeres hacemos silencio.

En nuestra época -nos dice Guimarães- tal y como lo ha establecido el psicólogo Jacques-Alain Miller, se verifica una suerte de inexistencia del Otro, también una caída de los semblantes del padre y de los semblantes masculinos, que nos permite hablar de la "feminización del mundo". Pero esto no se acompaña de una liberación de la mujer respecto a la voz superyoica, por el contrario, la caída de los ideales, de los semblantes con los que se revestía antes la figura del padre, va dejando cada vez más al desnudo la ferocidad de su cara superyoica y su empuje a un goce sin regulación, mortífero, asociado a una culpa igualmente desmesurada.

Porque el superyo es muchas veces otra de las caras del padre ¿Y qué nos dice su voz?  Nos dice putas.

No hay que caer en la ingenuidad de pensar que esa voz solo habla a las mujeres hermosas, mucho menos creer que sólo habla a las mujeres. El varón, confrontado al ejercicio de la función fálica, no puede evitar encontrarse tomado por esa voz injuriante respecto a quien es su pareja, como verificamos en cantidad de varones obsesivos que se ven impedidos de asumir una relación afectiva con la mujer con la que han compartido la cama.

Pero ¿qué quiere una mujer?

Por Lêda Guimarães

La pregunta “¿qué quiere una mujer?” fue mantenida por Sigmund Freud como un enigma indescifrable hasta el final de su obra. Pregunta que se apoya en una creencia en la mujer, en una creencia en las palabras de la mujer, y más aún, en una creencia en los lapsus insondables de entredichos incapturables de las palabras de una mujer. Por lo tanto, es una pregunta que se direcciona hacia una satisfacción extraña, enigmática, no descifrable, no nombrable, ¡impronunciable! Satisfacción que la norma macho, que es la norma fálica, norma universal, norma de la normalidad, desconoce.


Formular esta satisfacción enigmática como goce femenino consiste en adoptar un término propuesto por Lacan, exactamente para  ubicar esta satisfacción como radicalmente distinta del goce de la normalidad macho. A partir de esta nominación, el goce femenino podrá ser formulado como ilimitado, continuo, expansivo e inclinado a la infinitización, exactamente en contraposición al goce fálico, que es limitado, restricto, localizado, evanescente.

Ya que la limitación del goce fálico adviene de un entrecruzamiento de la palabra con el real, es decir de un entrecruzamiento del registro simbólico con el registro real, así como formula Lacan, el goce femenino exactamente por no ser nombrable equivale a una experimentación de una satisfacción real incomparable. De tal modo, Lacan formuló en el Seminario de la Angustia, varias expresiones sobre las mujeres, exactamente para diferenciarlas de este límite del goce al que los hombres están condenados: “a la mujer no le falta nada”, la mujer se revela como “superior en el campo del goce”, “el goce de la mujer es mayor que el del hombre”, “la mujer es mucho más real y mucho más verdadera que el hombre”.

Pero, para un hombre es casi insoportable preguntarse cómo goza una mujer, porque le resulta especialmente difícil que sus defensas estructurales no vengan a su socorro, produciendo las respuestas que más agradan a su propio goce de macho. De este modo Lacan vino a formular en 1967, en el Seminario 14: La lógica del fantasma, que “sostener la pregunta sobre el goce femenino” abre “la puerta para todos los actos perversos”.  Lacan lo confirma siete años después en  Televisión: “si un hombre quiere a una mujer, solo la alcanza cayendo en el campo de la perversión”. Formulación que generaliza la respuesta perversa del sujeto masculino que se debate con el Otro goce.

Por otro lado, las mujeres en su neurosis cuentan con otro instrumento para buscar localizarse en lo que no es nombrable. Tal instrumento es el deseo del Otro, más especialmente el deseo de la pareja amorosa que gana el privilegio de constituirse como el eje enigmático, para experimentarse, a partir de este deseo del Otro, como amada y deseada. Pero, sabemos que tal sueño de erotomanía solo es alcanzable en la psicosis, pues en la neurosis este sueño desemboca habitualmente en la devastación, que conviene ser denominada como goce superyoico, ya que se efectiviza en su carácter de imposición y mortificación. Esto resulta muchas veces en un sufrimiento insoportable que moviliza defensas que impiden el usufructo y la emergencia del goce femenino.

En tal fijación de goce de los humanos impera el gusto por la mortificación, sea en la degradación de objeto presente en los sueños masculinos de perversión,  o en la degradación femenina resultante de la demanda de amor. Esta fijación de goce presente en el mecanismo de compulsión a la repetición, se distancia radicalmente de la experimentación vivificante del goce femenino, como también de su aceptación y usufructo, ya que para tanto es fundamental que ocurra el quiebre de la ferocidad del superyó, para que desaparezca la angustia, el temor y lo insoportable frente a la oscuridad luminosa del goce femenino.

Para alcanzar tal transformación, hay un recurso inhabitual que fue muy bien formulado por Miller en el final del prólogo del libro de Bernardino Horne -Fragmentos de una vida psicoanalítica- [1] cuando Miller nos dice que “la repetición que acarrea toda una existencia en un movimiento inexorable no es un síntoma: se confunde con el propio ser. No se puede esperar esclarecerla y modificarla sino en función de un compromiso de Deseo que no sea mezquino, ni económico de  sí mismo”


[1] Horne, B. Fragmentos de una vida psicoanalítica. Editorial Zahar, Río de Janeiro 1999.