Las dos muertes de Borges





Si hay algo que caracteriza la escritura de Borges es su manera intencional de engañar. El dato, la cita, el libro, incluso el autor verdadero alternan y se cruzan con los de ficción. Nunca terminamos de saber su maestría. Nunca anticipamos con certeza si las citas a las que recurre, citas que muchas veces ordenan sus textos, son reales o no. Y funciona tan bien en Borges, que inevitablemente caemos en la sospecha de que todo lo que creemos real quizá no lo es. 

De Borges se dice que hace fantástica del Río de la Plata, que creó un procedimiento. Ricardo Piglia aventura que lo suyo más bien encaja en la literatura conceptual. Su carta es la ficción, nunca otra. Nos engaña, y lo vuelve irreprochable. ¿Qué pasará entonces con aquellos textos históricos, científicos, filosóficos que durante siglos de humanidad hemos defendido, tomado por ciertos? ¿No estarán acaso concebidos bajo el mismo principio? ¿No estará el mundo de cada uno de nosotros sostenido prolijamente de un escarbadientes?

La gran hazaña de Borges quizás sea filosófica y no literaria; poner todo en jaque, preguntarse otra vez, volver a pensar si acaso no estará todo lo escrito intervenido, atravesado, manipulado por la subjetividad, la mano humana que en su decir manipula el sentido. 

La justicia, la religión, la ciencia ¿no serán también relato?

Sin entrar en el canon, Borges se impone con una manera particular de hacer filosofía: es un gran deconstructor, se cuestiona a sí mismo. Lo hace desde la literatura, con ironía y belleza, sin violencia. Así, nos invita a caminar con él, a movernos en el escaso límite entre verdad y apariencia. Y la verdad es que está bueno que las cosas de vez en cuando se des-controlen cuando todo, siempre, se nos presenta tan sólido. 

El escritor y periodista argentino Camilo Sánchez, que siempre tiene a mano un guiño, nos cuenta aquí sobre las muertes de Borges.





Borges tuvo, como los poetas japoneses, su haiku final, de despedida, una última broma infinita. En aquellos últimos instantes, cuenta Bioy Casares en su libro monumental titulado sencillamente Borges, lo cuidaba un ex agregado cultural de Francia en la Argentina, un gran amigo de los últimos años. 

Estaban en Ginebra, allí, en la ciudad donde Borges había pasado años de su adolescencia. Ahora había pedido estar en esa ciudad en el final, en una casa sin nombre y sin número, con el mundo mirando hacia el Mundial ´86.

Otro chiste borgeano.

Borges se diluía y el francés le daba charla.

En un momento, el francés citó un verso de uno de sus últimos libros de poemas, pero en su inquietud equivocó el título del libro. 
“Eso está en su libro La Moneda de Oro”, le dijo. Borges, con esfuerzo, alcanzó a corregir, y le bajó el tono: “La Moneda de Oro no; La Moneda de Hierro”, dijo.
A pesar de la enorme fatiga del final, Borges percibió el agobio del diplomático que sintió que no era el momento para cometer semejante error. 
“No se haga problema –le alcanzó a decir, cansado, de vuelta de todo, Borges, casi final- usted logró lo que la alquimia no pudo”.

Bernes, así se llamaba el diplomático devenido en enfermero, le contó a Adolfo Bioy Casares, el amigo de toda la vida de Borges, que después rezó el padrenuestro en cinco idiomas distintos. Anglosajón, inglés antiguo, inglés, francés y español. Después entró en coma.

Podría decirse que ese fue otro chiste de Borges: morir recitando, en contra de lo que siempre había dicho, agnóstico se definía siempre que podía, el Padre Nuestro. 

Aunque alguna vez, en la intimidad, Borges le había confesado a Bioy que si tenía una pizca cristiana era "por las dudas", para no desaprovechar en todo caso una oportunidad, porque no cuesta nada arrepentirse, decía, varios años antes de su partida.

El cristianismo es una religión cuya prevalencia, argumentaba, crece en uno con el miedo, con la cercanía de la muerte.

Tengo, ante ustedes, una secreta intuición que acaso ahora comparto públicamente por primera vez. Creo que a Borges le gustaba el Padre Nuestro como poema, como texto en sí mismo, más allá del peso de la religión. Es probable que viera en la frase: venga a nosotros tú reino casi una solicitud andaluza al duende para que venga en nuestro auxilio, cuando las musas no aparecen. Y que el hágase tu voluntad debía sonarle como lo que es: la frase más budista del cristianismo. 

Y si alguna tradición respetaba Borges, sabemos, era precisamente el Budismo, la rama más exitosa del hinduismo, una creencia que cobró, sola, por su cuenta, vuelo propio entre las cientos de religiones que florecen en la India.

Esa fue la segunda muerte de Borges, la definitiva.

Pero a fines de 1957, Borges, podría decirse, murió por primera vez. La primicia fue difundida por El Times, a instancias de Le Figaró de Francia. Y dio la vuelta al mundo.

Dicen que todos los que llamaron ese día caluroso, quienes tuvieron la gracia de darle a Jorge Luis Borges el pésame en vida, fueron atendidos con la misma cortesía.

“No fue una noticia falsa, en todo caso fue una noticia prematura”, advertía por teléfono el escritor esa mañana, divertido, en la penumbra austera de su departamento de la calle Maipú, primer cordón del Barrio Norte porteño.

Camilo Sánchez

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