Espejos de la Reina Mala

Mirror of the Black Queen

El coreano Byung-Chul Han, parte necesaria de ese grupo intelectual de ácidos y persuasivos, no deja de repetir en sus textos, en sus conferencias, en sus entrevistas, que la libertad del hombre contemporáneo no es más que un mero entreacto; tan solo un episodio, dice. Porque si hubiera al menos una pauta verdadera para la sensación de libertad, estaría ubicada en el tránsito, en el pasaje de una forma de vida hacia otra. 

La libertad se vislumbra solo entre dispositivos, nunca en el dispositivo mismo.

Dijera alguna vez otro filósofo, contemporáneo, argentino él, y de apellido difícil. La libertad, en el dispositivo, no es más que una ilusión. Bastará echar a correr para sentir las cadenas. 

De este modo, es válido pensar que solo cuando logramos arrancarnos una máscara -y el hombre moderno realmente tiene muchas- sentimos libertad; sin embargo, enseguida se nos pega otra, porque entramos en otro dispositivo, comienza otro capítulo, perdimos la libertad. 

Así, tras ese instante de libertad, indefectiblemente llegará una nueva sumisión, tal vez peor, más oscura y demandante, que se convertirá en coacción de esa misma libertad pretendida. También es válido decir entonces que hoy todos nos creemos libres, y para esto alcanza con hablarle a cualquiera de nuestros amigos, o simplemente escucharnos relatar frente al espejo del baño nuestra propia vida; si lo hacemos, nos veremos convencidos del absurdo. 

Cada uno podrá pensarse como proyecto abierto las veces que lo desee, esto es algo que les gusta mucho decir a los líderes de los cursos de coaching y programación neurolingüística; cada uno será capaz de sentir que se replantea la vida, que se reinventa a sí mismo, que todo lo puede. Sin embargo, sin optimismo berreta, Han advierte que ese mismo proyecto futuro que hoy nos impulsa se expresará tarde o temprano como una figura de la coacción. 

En conclusión: cuando el deber parecía haberlo superado todo, descubrimos con pesar que la libertad del yo puedo provoca en el hombre contemporáneo mucha más coacción que la libertad del yo debo.

Sin pelos en la lengua, Han nos dice: 

El sujeto del rendimiento que se pretende libre es tan solo un esclavo. Un esclavo absoluto. Las figuras del amo y el esclavo están ahora en él mismo, y no tiene contra quién resistir. Haga lo que haga, piense lo que piense, el sujeto contemporáneo es completamente funcional al poder del capital.

Segato no se estaría quedando demasiado atrás con sus ideas, cuando nos dice que el hombre actual está todo el tiempo ejerciendo una verdadera conspiración contra la conversación, y que eso tiene que ver con el modo de instrucción recibida. La educación académica es productivista y lineal (nos dice) no nos enseña a pensar por nosotros mismos sino a memorizar pensamientos ya pensados por otros, pensamientos muchas veces fuera de contexto, pre digeridos. 

En definitiva, hoy la instrucción académica, el capital, la sociedad toda, el marco de la comunicación misma, nuestro entorno, incluso, nos hace creer que conversar no es más que perder el tiempo, el tiempo productivo, el tiempo de obtención del capital, el dinero.  

Como si esto fuera poco, solo existe una forma de deshacerse de ese sinsentido: construir vínculos. Donde hay comunidad, donde hay relaciones humanas, hay vida inteligente. Todo sería más fácil si no nos gustara tanto descartar lo que piensa el otro. Si tan solo pudiéramos escuchar.

Donde hay comunidad también habrá una red en la que podremos encontrar refugio unos en otros, siempre fuera del panóptico familiar ya que, según algunos autores, como Foucault y también Han, esta institución forma parte del panóptico de reclusión; igual que la cárcel, la escuela y el hospital. Pero ¿no podemos aprender a construir la familia de otro modo? Es posible, aunque puede que nos lleve tiempo.

Segato no tiene dudas que todavía hay entre nosotros rescoldos de sociabilidad, y esos restos de fuego que nos quedan colocan las relaciones humanas en un eje central. Esto es, no son funcionales al capital. Aunque es difícil, incluso podría ocurrir entre quienes viven en las grandes ciudades. Eso quiere decir que una parte de nuestras vidas va todavía hacia las relaciones, exogámicas por supuesto, nunca endogámicas, porque así piensa el patriarca. 

Entonces, ya no podemos entender la domesticidad, esto es, la vincularidad humana, como una actividad privada, porque eso es lo que propone el patriarcado: la familia como un núcleo cerrado. Solo con la mirada hacia afuera, mediante los vínculos, habilitaremos una zona de la vida que podremos considerar extraeconómica. Un espacio donde no se calcula, donde no se mide lo que se da.

Y para eso se necesita la vincularidad femenina, la politicidad femenina. Porque existe una ética femenina. La manera en que las mujeres nos vinculamos, las maneras en que  amamos, sociabilizamos, hablamos, sentimos, las maneras de resolver los conflictos, no son defectos. Son "formas de hacer" no hegemónicas. En contra de aquello que quisieron hacernos creer, es la manera de hacer las cosas de otra manera. 

Quizás lo que no tenemos todavía son retóricas de valor para esas formas. Hay que encontrarlas, sin perder tiempo hay que encontrarlas. Porque ¿qué valor distintivo podría tener la distancia emocional que nos impusieron? ¿Por qué deberíamos santificar la arrogancia, propiciar la desconexión, fomentar el individualismo? 

Una vida diseñada hacia los otros, hacia la comunidad es, a todas luces, una vida más rica que una vida de encierros. 

Sin dudas, esto que hacemos las mujeres es parte de otro proyecto, uno que en nada se parece, es decir, en todo antagoniza, al proyecto histórico del capital. El nuestro es un proyecto silencioso, lento, que excede el cálculo costo-beneficio masculino. Es la forma colectivista de la vida y contamos con tecnologías de sociabilidad que son maravillosas, aunque todavía no tengan retóricas de valor. 

A veces, casi siempre, esta forma de vincularidad nos habilita a salir de la captura mimética que nos impone la sociedad, entonces logramos vencer y despegarnos de ese aprender a desear lo mismo que desea el otro, así escapamos del adocenamiento, del universo de los parecidos, de los cortados en molde, de los que hacen siempre lo mismo, los que creen en lo mismo, los que sienten lo mismo, los que cumplen con los mismos viejos, avinagrados roles. 

Es cierto, hay que animársele al espejo de la Reina Mala, mirarnos en él puede sentirse terrorífico; sin embargo, es así como logramos aceptar que nos hace feliz otra cosa, incluso si es algo que el resto no comparte.

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