Los oyentes



El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.

Jorge Luis Borges. El Golem

El título de este post parece sacado (quizás lo es) de una película de fantasmas del siglo XX. Sin embargo, no está exento de posibilidades futuras. Cierta facción de la filosofía contemporánea sostiene que si hoy tuviéramos que definir al “sujeto productivo”, las características más probables que podríamos encontrar en él serían: aislado, insolidario, miedoso, encerrado. 

El filósofo coreano Byung-Chul Han asegura que cuanto más miedoso es un individuo, mayor es su funcionalidad al capital. Han lo considera con prescindencia de su economía, por supuesto.  Para el filósofo coreano esa es exactamente el tipo de resistencia que el poder necesita.

Por otro lado, cierto es que el sujeto actual en general tiene como norma escindir el sufrimiento, deshacerse de él. En su empecinamiento, intentará acomodarse en “zonas de bienestar”, en “lugares seguros”, allí donde se haya eliminado previamente la posibilidad de dolor, la incomodidad, el malestar. 

Allá por el año 1938, el psiquiatra estadounidense Ewen Cameron también tuvo la fantasía de poder eliminar “lo malo” del cerebro humano. Lo hizo por medio de la administración de choques eléctricos. Tenía el deseo de construir, a partir de esa tabula rasa residual, nuevas personalidades en el individuo. Mediante electrochoques ponía a sus pacientes en un estado caótico, fundamento suficiente según creía Cameron, para el renacimiento de un nuevo individuo, esta vez como un sano ciudadano modélico. 

El Doc concibió así sus propios actos de destrucción como una especie de creación. El alma era entregada a una “desimpregnación” y una nueva impregnación violentas. El alma debía ser formateada y reescrita. Sus prácticas se parecieron mucho más a las técnicas de interrogatorio, y sus investigaciones tenían más relación con el lavado de cerebro y la lucha ideológica ocurrida durante la Guerra Fría que fundamentos médicos. En otras palabras: Cameron practicaba la tortura. Su ideología se basaba fundamentalmente en la representación maniquea de lo bueno y lo malo. Es que para el doctor "lo malo" de una vida tenía que ser erradicado, subsanado y sustituido por "lo bueno". 

Así, el shock, en cuanto intervención inmunológica, estaba dirigido al otro dentro de cada paciente, al extranjero, al enemigo. Y el buen Doctor Shock era siempre materia dispuesta a destruir, a desarmar, para luego volver a imprimir a cada una de estas almas desviadas otra ideología, otra narración.

Rodeados de tantos agentes farmacológicos, hoy no estamos tan lejos de Cameron.

De hecho, las superficies pulidas son un mal de esta época. Y el sujeto del bienestar allana. Lo hace con la familia, con los amigos, con la universidad, y el trabajo. En definitiva: el sujeto contemporáneo se “acomoda” porque -es un hecho- sentir, sufrir, detenerse y criticar, hoy, está mal visto. 

Extrapolado a todos los ámbitos, lo cierto es que intentamos eliminar cualquier tipo de negatividad circundante. Vivimos todavía en la época de la tortura, del rechazo a lo extraño, una época de intolerantes empeñados en fingir tolerancia. Zombies, marcianos, vampiros, amas de casa, mutantes: basta ver cine para entenderlo. Nos esforzamos cada día, muchas veces sin tener plena consciencia de ello, para extraer la negatividad a todo lo que consideramos extraño. Así, no somos más que simulacros de humanidad, seres diseccionados, humanos de diseño, autodiseño.

De este modo, el otro quedará siempre relegado a la categoría de “objeto económico”, rebajado a su “función”. En definitiva, el otro cumplirá una función en nuestras vidas. Será, en lo posible, y en la medida que lo permita, un ser transparente, sin misterio, un ser obvio, construido a partir de su propia exposición. En este contexto, Han asegura que pornografía y belleza son conceptos antagónicos. 

Lo igual no duele, con lo igual no se sufre. Lo igual solo entiende de iguales. Sin embargo, solo lo otro no pasible de aprovechamiento nos ayudará a ser. Un otro que conserve su otredad, que nos saque a respirar fuera de la insoportable cárcel que es el yo. 

Un yo puesto en juego es un yo transitivo, es un yo transitable. Sin embargo, la metáfora del yo es tan fuerte, tan pero tan farmacológica como la de dios. Hacer filosofía es desestabilizarse permanentemente. Es insoportable, es cierto. A veces, tal vez solo se trate de no pasarse de manija, oscilar. 

Porque si hay algo a lo que nos aferramos por sobre todas las cosas es al yo, a lo que hay adentro nuestro. Nos afianzamos a nuestras ideas, a lo que nos dicta la razón. Sin embargo, es lo distinto aquello que transforma. Qué importante se vuelve entonces no explotar, no utilizar al otro como objeto de satisfacción. En palabras de la filosofía, qué importante es no desotrar al otro, dejarlo ser. 

Y así, dormidos, creyéndonos diferentes al resto, mientras buceamos en medio de la sistemática violencia de lo igual, la ausencia de dolor un día dio paso al “me gusta”. Ese insignificante “me gusta” de las redes sociales, el alimento favorito de lo igual. 

En ese loop interminable del yo no puede haber ruido posible, solo habrá ecos. 

Tal vez por eso Han manifiesta con total convicción que no puede estar todo perdido. Para el filósofo coreano, no está lejos el futuro en el que existirá la profesión de Los oyentes. Han nos dice que la escucha antecede al habla, así que la única forma de poder hablar será escuchar primero. Siempre es así, por eso quien no escucha no puede hablar. 

Entonces, allí donde todavía haya comunidad, habrá un grupo de oyentes. Oyentes que se escuchan entre sí, y escuchar es escuchar al otro, no a uno mismo; y escuchar es vecindar, y ser vecinos, tener vecinos, es ser comunidad. Comunidad que reconoce, que atiende al otro, que se da hacia el otro.

La escucha adquiere entonces en esta concepción su dimensión particular. Comunidad es participación activa, participación en la vida, en el sufrimiento de los demás. Sin abandonar nunca la contemplación, la reflexión, el trabajo interior, la negatividad tan propia del alma.

Ahora sabemos lo que pasa con los individuos aislados, ser funcional al capital es ser funcional al patriarcado, porque si hay algo que el patriarcado quiere, algo que hace, es privatizar el sufrimiento, lo circunscribe a esa domesticidad privada no vincular de la familia; esto es, lo relega al hogar. El patriarca no cuenta, esconde, porque para él "los trapitos sucios se lavan en casa".

Con esto la filosofía nos muestra por qué no hay que privatizar el sufrimiento, por qué no hay que privatizar el miedo. Hacerlo es una de las principales estrategias del poder,  un poder capaz de privatizarlo todo, en él las cosas son cosas y las personas también. En el arte de dirigir las consciencias, la palabra “secreto”, la palabra “discreción” y la palabra “reserva” se usan seguido. 

Hacer del dolor cosa de uno, reservarlo, impide su verdadero carácter social, su carácter político; en definitiva: esconder el dolor controla la revolución. Históricamente, las mujeres hemos perdido en este ámbito todas las batallas.

Hay que salir a escuchar, salir a decir el dolor, politizarlo. Entender que, mal que pese a muchos, la escucha es un derecho, una dimensión política.

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