Marguerite Duras
decía que para abordar la escritura hay que ser siempre más fuerte que uno mismo
y que hay que sacar fuerzas de donde no las hay para llegar a ser más fuerte
que lo que se escribe, porque de otro modo sólo se consigue garabatear signos
ordenadamente pero no se expresa y eso se parece bastante a la concepción del
arte que acunaba Rodin. Auguste Rodin pensaba que no podía ser un verdadero
artista quien se contentase sólo con la apariencia de su obra, quien
reprodujera servilmente los detalles y las formas pero no las sintiera dentro
de sí mismo como verdaderas, porque la belleza de las figuras emerge con la
emotividad del artista. El Arte no es otra cosa que expresión de sentimientos. Se escribe cuando se tiene algo que decir,
cuando se quiere comunicar, cuando algo aúlla y golpea desde adentro, cuando se toma conciencia y para tomar conciencia.
Se escribe para traer al presente aquello que corre riesgo de ser olvidado;
para inmortalizar algo, un amor, un acto de heroísmo. Se escribe para no morir, para no matar. Cuando la musa está triste no suelta las palabras, las toma como rehenes. Sosteniéndolas, las aprieta con fuerza contra el pecho, no te las suelta. Hasta que negociás con el dolor no te dá más que una hoja en blanco. Se escribe para sanar la herida fundamental, para volver a nacer. Cuando
el escritor además de escribir siente lo que escribe y cree en lo que escribe, está
plasmando su mundo interior y entonces su escritura toma cuerpo, se expande y se
transmite al lector transformada en una pequeña porción de su alma.
Abro los ojos. La noche cae con violencia sobre las ventana.s La Luna plateada me muestra su cara más blanda y me detengo observando que el viento agita las cortinas de seda blanca con un movimiento suave. Ya debe ser de madrugada. No puedo saberlo. Mi reloj está allí, al otro lado de la habitación, sobre la cómoda de enormes cajones de roble macizo pero no puedo alcanzarlo. No me atrevo a embarcarme en semejante aventura. Falta mucho para el amanecer. El solo hecho de pensar en mis pies desnudos tocando el suelo frío de parquet me aterroriza. Si bajo los pies Él se lanzará en una búsqueda frenética de mis tobillos y se arrastrará a toda prisa por el suelo de madera para alcanzar tan siquiera uno de mis pies. No quiero bajar. Tenemos un pacto. Si rompo el pacto estaré perdida. Me alcanzará con sus enormes y mortíferas garras. Primero los pies, después el resto de mi anatomía. Lo escucho. Aunque todos digan que estoy loca, lo escucho. Rasca el suelo de parquet bajo mi cama. Cada noche es igual. En un ritmo incesante y tenso araña la superficie hasta el amanecer. Quiere doblegarme, atraer mi atención, quebrantar mi voluntad y obligarme a romper el pacto. Si me muevo demasiado se detiene y espera. Aguarda expectante el momento en que -cree- bajaré de la cama y correré hacia la puerta. Después todo vuelve a empezar. Al amanecer se detiene. He oído su jadeo animal. He percibido su dolor de Ser. He visto una de sus zarpas recorrer con sigilo el borde de mi cama. Está impaciente porque todo termine. No me intimida pues sabe que si rompe el pacto ocurrirá lo inevitable. Y uno de los dos desaparecerá para siempre.
Maud Gonne jugó un papel clave en la lucha por la independencia de Irlanda. Fue una mujer Fuerte física y mentalmente, decidida, luchadora y feminista. Aunque fuera inmortalizada por la incomparable pluma de William Butler Yeats, nunca fue una sombra. Claro está. Fuera de todo esto, pocos saben que su vida estuvo marcada por una tragedia privada que el poeta conocía muy bien: la muerte de su primogénito.
Fue el dolor que su amada musa sintió, después de la muerte de ese niño de apenas 2 años, lo que inspiró al gran poeta irlandés -amigo, amor y confidente de Gonne- a escribir un poema nunca publicado hasta ahora. En su desesperación por la pérdida, Gonne protagonizó un episodio insólito cuando intentó que el niño reencarnara en otro. Las investigaciones del caso aseguran que lo hizo mediante una práctica que por entonces los ocultistas consideraban un ritual muy efectivo; el mismo consistía en tener relaciones sexuales sobre la tumba del niño muerto. Según las nociones de espiritismo y ocultismo a las que se había vuelto aficionada, ello le permitiría recrear el alma de ese niño en una nueva criatura, que debería ser concebida con el mismo padre, mediante un proceso denominado como Metempsicosis o Transmigración Espiritual. Como activista feminista, se sabe que Gonne trabajó por la causa de Cumann na mBan, una organización paramilitar de mujeres republicanas irlandesas, además de ayudar a las víctimas de la violencia junto a la Cruz Blanca de Irlanda. Después de que el Estado Libre irlandés se estableció, en 1922, Maud Gonne siguió siendo una figura relevante en la política de ese país y en la lucha por los derechos civiles. Pero los años anteriores a su etapa pública están cubiertos por un halo de misterio. Sobre su historia personal se sabe que Thomas, el padre de Gonne, era un capitán de las fuerzas armadas británicas, y durante la niñez de Maud se mudó con su familia a Irlanda. Así fue còmo se tejió el vínculo de Maud con la historia irlandesa. Más tarde, la joven fue enviada a Francia para continuar su educación y fue cuando una tía adinerada que vivía en París la presentó en los círculos de la alta sociedad francesa de la época. Maud apenas estaba saliendo de la adolescencia cuando su padre murió. Poco tiempo después inicia una relación amorosa con el reconocido político francés de derecha Lucien Millevoye. Deirdre Toomey, académico especializado en la figura de William Butler Yeats, afirma que Millevoye era obviamente solo un reemplazo de la figura paterna siendo su verdadero y único amor, el poeta. Millevoye tenía una postura fuertemente anti-británica y no tardó en alentar el creciente sentimiento de hostilidad de Maud contra la injerencia de la monarquía en Irlanda.
Maud viajaba regularmente a Irlanda y vio de primera mano las huelgas de los trabajadores y las expropiaciones en la campiña. Estaba cada vez más convencida de que su futuro estaba en la oposición a los intereses ingleses que interferían en la política irlandesa. Luego, el 30 de enero de 1889, en el londinense Bedford Park, tuvo su primer encuentro con el joven poeta William Butler Yeats.
Yeats quedó inmediatamente fascinado con la joven. De acuerdo a su biógrafo, R. F. Foster, Maud Gonne le pareció majestuosa, fuera de este mundo… .Y ese fue el inicio de una obsesión mutua que duraría medio siglo.
Así describía Yeats a su musa: Pero lo que Yeats no sabía –y no descubriría sino hasta mucho más tarde- es que menos de tres semanas antes de ese intenso primer encuentro, Gonne había dado a luz un niño. Gonne era mujer de carácter complicado si los había, inicialmente mantuvo en secreto la existencia del niño. Cuando el poeta lo descubrió, ella insistió en que no era suyo, sino que había sido adoptado.
“Es sorprendente cuán ingenuo se mostró Yeats respecto del niño de Gonne. Debe haber querido creer lo que ella decía, que el hijo no era de ella” opina Toomey.
Pero Georges murió dos años y medio más tarde. No se sabe cómo, aunque se cree que probablemente haya sido por meningitis. La próxima vez que Yeats y Gonne se encontraron fue en Dublín, en octubre de 1891. Y ella estaba destrozada, deshecha en lágrimas por el hijo fallecido.
En los dos años que siguieron, una apesadumbrada Gonne se dejó arrastrar hacia lo más profundo del ocultismo y el espiritismo, dos universos que eran de suma importancia para Yeats.
Muchos años más tarde, en sus memorias, Yeats recordó que Gonne reiteradamente preguntaba sobre la posibilidad de la reencarnación en su círculo de amigos. Uno de ellos, el escritor y místico George Russell, le aseguró que era posible recrear el alma de un niño muerto si sus padres hacían “lo que era necesario”.
La historia siguió en un mausoleo de piedra blanca en un cementerio del pequeño pueblo de Samois-sur-Seine, 50 kilómetros al sudeste de París. Maud Gonne solía alquilar una casa allí para escapar del bullicio de París y cuando Georges murió decidió enterrarlo en el cementerio local. Había heredado una buena suma de dinero tras la muerte de su padre, que usó para pagar por una capilla conmemorativa, la más grande del camposanto. En la cripta debajo se colocó el ataúd del niño.
A finales de 1893, Gonne retomó el contacto con Lucien Millevoye, de quien se había separado tras la muerte de Georges. Le pidió encontrarse en Samois-sur-Seine. La pareja primero entró a la capilla, luego abrió la puerta de metal sobre el suelo que llevaba a la cripta. Descendieron por la escalera de metal, los cinco o seis escalones. Y allí, al lado del cajón de su niño muerto, mantuvieron relaciones sexuales.
¿Cómo es posible saber todo esto?
La evidencia la aporta Yeats. En sus memorias póstumas, publicadas en 1972, el poeta revela que Gonne misma le había contado esta historia:”Gonne y Yeats tuvieron siempre una relación muy cercana”, confirma Warwick Gould, otro académico especializado en el autor irlandés. “Y no podemos imaginar una razón por la cual ella fuera a inventar una historia como esa. Es demasiado extraña y demasiado personal. Pero coincide con lo que sabemos de su constante interés en el tema de la reencarnación”.
Si el alma de Georges logró reencarnarse o no es materia de análisis para los metafísicos. Lo cierto es que, en agosto de 1894, Maud Gonne tuvo otro bebé. Una niña esta vez, llamada Iseult. La educó con dedicación, pero la relación entre ambas siempre fue extraña. Años después, Maud se negó a llamarla “hija” en público, presentándola como una prima o pariente. Ya adulta, Iseult tuvo un romance con Ezra Pound y se casó con el controvertido novelista australiano-irlandés (y simpatizante del nazismo) Francis Stuart. Falleció en 1954, un año después que su madre.
El Poema oculto de Yeats:
En 1893 Yeats escribió un poema jamás publicado. Se titulaba “Sobre la muerte de un niño” y estaba claramente inspirado en el hijo fallecido de Maud Gonne y en el dolor de la madre, pese a que cuando lo compuso el poeta todavía pensaba que Georges había sido adoptado. Los estudiosos del autor señalan que el poema es de calidad dispar, lo que explica que Yeats no lo publicara y no quisiera que fuera parte de su cánon. ———————————————————————————
Para desazón de Yeats, Maud Gonne se convirtió al catolicismo y en 1903 se casó con el soldado irlandés y republicano John MacBride. Con él tuvo un tercer hijo, que creció para convertirse en político y líder del Ejército Republicano Irlandés, el IRA. Fue el estadista y ganador del Nobel de la Paz Sean MacBride.
El mausoleo de Gonne en Samois-sur-Seine permaneció largamente olvidado. Pocos conocían la historia del bebé muerto de Maud, casi ninguno el escabroso episodio del encuentro sexual secreto sobre la tumba.
Muy ocasionalmente, algún estudioso de Yeats lo visitaba por curiosidad. Pero en el pueblo ya quedaban pocos que hubieran oído hablar de Maud Gonne. En realidad, el interés por el cementerio se alimentaba más bien por cuenta de un ocupante famoso: el guitarrista de jazz Django Reinhardt.
Hoy, sin embargo, el interés parece haber resurgido. Intrigada por el mausoleo, la concejal local Josette Dufour llevó adelante su propia investigación y escribió una monografía breve sobre la historia de Georges Gonne. La capilla mortuoria ya no pertenece a la familia Gonne, pese a que había sido comprada “a perpetuidad”. En la práctica, el derecho a la tierra debía haberse renovado, pero nadie completó el trámite a tiempo. Dentro de la edificación, sin embargo, todavía están las puertas metálicas sobre el suelo. Josette Dufour tiene la llave del candado que la abre. Baja una escalera metálica. Y allí, en la cripta, sobre un pequeño estante, todavía está el ataúd del pequeño Georges. Es en realidad un cajón doble, porque había sido reforzado para su traslado desde París, según marcaba la regulación francesa. Sobre la tapa yacen unas avejentadas flores de papel o tela. Y una placa con el nombre: “Georges Gonne. Nacido el 11 de enero de 1889. Fallecido el 31 de agosto de 1891″. A la hora de su muerte, en 1953, Maud Gonne no hizo referencia alguna a su hija Iseult. Pero sí pidió ser enterrada con los pequeños zapatos de Georges, que fueron colocados junto al cuerpo dentro del ataúd. Una obsesión que, al igual que su Amor por Yeats, duró toda una vida…
Textos: Black Rose sobre fuente original Diario Digital tiempo Sur.
Adriana creía en los duendes. A pesar de no poder verlos, de chiquita entablaba intrincadas conversaciones con ellos. Incluso les puso nombres. Al principio su mamá se conformó pensando que Adriana creaba esos seres en su imaginación a manera de defensa; como amigos invisibles. Pero después la mandó al psicólogo. A veces se armaban verdaderas discusiones teológicas en la casa de Adriana. En ellas, Adriana oficiaba de árbitro para que los duendes no se agarraran a piñas. El médico dijo que, como Adriana era tan corta de vista, hacía muy bien el papel de árbitro y que había que conservar la calma hasta que Adriana creciera. Con eso la mamá se quedó más tranquila. Adriana creció y aprendió a disimular, dejó de hablar de los duendes. Pero los duendes eran traviesos y bastante hinchapelotas. Le hablaban siempre en la cola del banco, en el cine o en la sala de espera del ginecólogo. Cuando querían llamar la atención hacían cosas tan insólitas como cortarle la luz, el cable o detener el ascensor en cualquier piso, las puertas se abrían pesadas y lentas, volviendo a cerrarse sin que nadie subiera; incluso en primavera hacían volar las cortinas de seda del comedor cuando las ventanas estaban abiertas o hacían cambiar la luz del semáforo justo cuando ella iba a cruzar la calle; de vez en cuando hacían desaparecer algunos de los objetos de su casa y los devolvían después en los lugares más insólitos. Una vez llegaron incluso a poner el celular en el lavarropas y el mate en la heladera. Con los años Adriana se interesó por la historia y orígenes de los duendes y entonces ellos aprendieron a hacerle compañía silenciosa. Leyó que, junto con la inmigración, muchos Gnomos y Duendes europeos habían venido a América y entonces Adriana empezó a Soñar con conocer a uno. Revistas especializadas decían que cuando los duendes se humanizan, suelen tomar un aspecto de lo más incómodo: tienen unas piernas muy cortas y arqueadas, torsos fornidos y una panza más bien redonda y prominente. Con esos rasgos se los reconoce fácilmente y se logra diferenciarlos del resto de los seres humanos. No falla. Una vez viniendo del Oftalmólogo, Adriana vio un duende en la parada del 60, así que con falso disimulo se subió al colectivo, se le arrimó despacito y le preguntó de qué parte de Europa venía. El enano al principio la miró con cautela, desconfiando seriamente de su suerte de seductor, pero después de conversar un rato con ella terminó convencido de que la chica estaba loca y se bajó en la parada siguiente. Esa noche una Adriana desilusionada y cohibida se bajó del 60 decidida a poner en práctica las más infalibles técnicas de atracción de los enanos. Algo había leído y en el kiosco de diarios y revistas de la vuelta, compró al otro día todos los libros que encontró sobre el tema. Así fue como -a falta de un jardín verdadero- un día enterró tres monedas doradas en un potus del balcón. Después pobló con helechos y palmeras pequeñas todo su departamento, porque en los libros decía que esas eran las plantas preferidas de los duendes. Cuando el gran día llegó la encontró regando ese mismo potus, donde estaban enterradas las monedas. Su pequeño y anhelado duende por fin apareció y la observaba escondido entre las coloridas petunias del jardín de la vecina. Pensó que sus vecinos también conocían el antiguo ritual de atracción con las monedas y lo habían puesto en práctica para atraer al pequeño. Sorprendida y absorta con su imagen, se quedó mirándolo un rato desde el balcón. Tratando de enfocar toda su energía mental para atraer a su pequeño, que la miraba impávido desde el otro lado de la calle. En un rapto de valentía incluso se animó a saludarlo. La vecina que andaba por ahí se dio por aludida y respondió al saludo con un gesto de la mano. Creyó que era para ella. Había caído ya la tarde y la vecina salía todos los días a esa hora a regar las plantas. Después de responder a su saludo encendió los regadores sin prestar la más mínima atención al pequeño espíritu que la acechaba entre las coloridas flores de su jardín. Adriana, más inquieta y desdichada que nunca, se vio más tarde forzada a entrar porque salió al jardín la pavota de la perra y empezó a ladrarle en un rapto de histeria, como viendo al mismísimo demonio. Primero le ladró un rato al agua, después al duende y por último a ella. Una vez adentro Adriana rogaba que el duende no se asustara, que no desapareciera, que no interpretara mal los hechos ocurridos, que no intuyera malas intenciones en ella. Por primera vez había logrado un contacto visual con su duende y deseaba conservarlo costara lo que costara. Así pasaron las horas, hasta que se hizo de noche y Adriana no salió más. Era inútil tratar de buscarlo en la insondable oscuridad de ese jardín. Por las dudas, dejó la ventana de su pieza abierta toda la noche, por si el duende se decidía a subir. Mientras entraba en la inconsciencia del sueño recordó una vieja lectura donde decía que, como energía intangible del universo, los duendes sólo pueden ser vistos por aquellos seres de corazón puro y se durmió más tranquila. Al otro día lo primero que hizo fue correr al balcón; se preocupó enseguida por la ausencia del pequeño pero después lo vio. Estaba un poquito más atrás. Más atrás y del otro lado, más cerca del garaje escondido entre los rosales esperando el momento para saludarla otra vez. Estaba prodigándole un saludo ameno, con su mano levantada, tal como el día anterior, con su gorrito rojo y sus pantalones de color celeste. Adriana esperaba el momento de la materialización del encuentro, se soñaba a sí misma hablando con su duende. Cara a cara, frente a frente. Y después con práctica, con energía positiva –como decían los libros- poder ver a los otros, a todos sus amigos y establecer verdaderas tertulias, como antes. Como cuando era chiquita y sus compañeros del colegio la tildaban de loca, de delirante. Adriana sabía ahora el motivo por el cual ninguno de ellos podía ver a sus duendes. Sin dudas, sus corazones eran impuros, como el de la vecina, como el de su madre, como el de tantos otros que no los veían y no hablaban con ellos. Sí. La Esperanza había vuelto a su vida, se sentía más plena y más dichosa que nunca junto a sus pequeños amigos. Nuevos senderos se abrían y ahora solo restaba esperar las siguientes apariciones. Menos mal que Adriana se distrajo un rato la mañana siguiente. Escuchaba la radio mientras desayunaba en la cocina y no vio que el vecino, al salir de su casa, con su Peugeot deportivo, reventaba al enano de Jardín que su esposa ponía todos los días en un lugar diferente, esparciendo cruelmente por todo el césped su pequeña alma de yeso.
Hace poco tiempo leí un
artículo de la escritora Emilia Towgood en el que decía que las mujeres somos
siempre encasilladas en una polaridad insalvable: la Mujer Buena, que por
añadidura es casi una santa, conocida antiguamente como "el ángel del Hogar" que es madre, sumisa y trabajadora. Y, muy en contrapartida, muy, muy, pero muy al otro lado
del Océano de las Santas: la Mujer Perversa que es libidinosa, liberal, librepensadora y pecadora compulsiva.
Desgraciadamente tengo que darle la derecha a Emilia, o más bien la izquierda
porque soy zurda, y aceptar que esa es una polaridad creada por el patriarcado.
Dicen que en vista del miedo que supone una mujer poderosa y libre; dicen que
porque una mujer así podría salirse por completo del círculo de dominio patriarcal;
dicen que porque podría ocurrírsele la pésima idea de ser madre y entonces
tendría descendencia. ¿Y si encima no creyera en la monogamia impuesta por el capitalismo? ¡Ay dios mío!
¡Todas las Bestias en una! En dos
palabras (argentinas, eso sí) los hombres nos ven como Boludas(fáciles de engañar, dependientes emocionales, poco
intuitivas, simples, caseras) o como Malvadas
(brujas lujuriosas, frías y calculadoras rompecorazones). Así, esta dicotomía
se erige en silencio dentro de ellos ¡pero también en nosotras! como un
mecanismo para dominar los deseos y los cuerpos de todos (Y todas). Es entonces cuando
dejamos de elegir libremente porque elegimos en base a los estereotipos impuestos. Y para
seguir hablando de estereotipar, Paulo Coelho escribe en su maravilloso libro
llamado “Adulterio” que el hombre es “infiel por naturaleza" ¿Sería
algo así como “por codificación genética”? (¿?) pero que la mujer lo es “porque
no se valora lo suficiente”. ¿No será que eso es lo que nos quieren hacer creer
él y otros bichos moralistas como él? ¿No será justo lo contrario? ¿No será que
no hay codificación genética sino cultural? ¿No será que no hay infravaloración
femenina sino cumplimiento de los deseos? Sábato decía que todo aquello que se aplaude en un hombre, se castiga en una mujer; que para las sociedades de doble moral los hombres de ley son Razón y Deseo y la mujer Castidad. Los que luchamos -y
no nos interesa vender libros de cuarta- lo hacemos todos los días contra los
prejuicios que nos imponen. Y casi terminando, transcribo una reflexión trasnochada de mi amigo el músico mexicano Paco Zul:
“Todos los
días los hombres modernos luchamos contra el machismo que nos impusieron y que
nos viene de casta. Apenas si les permitimos trabajar a nuestras mujeres porque
nos aterran las mujeres completamente independientes. Esas mujeres hacen
siempre lo que quieren y lo que les gusta. Nadie las para, son libres, ellas crecen y
nosotros nos quedamos atrás”.
Los arquetipos masculinos y femeninos están
acechándonos ahí escondidos, están en el inconsciente de cada uno de los hombres y
mujeres de este mundo, pero por lo menos a las mujeres nos queda el consuelo de
que ya existen hombres que empezaron a luchar para desterrarlos de sus mentes.
Y no, el
príncipe azul no existe… No es un hombre real, también es un odioso arquetipo.
Herman Hesse escribió que un Hombre-Lobo puede convertirse en un ser muy desgraciado y puede, además, hacer muy desgraciados a quienes lo rodean porque, en general, todos aquellos que le toman cariño no quieren ver en él más que uno y solo uno de sus lados. Algunos le exigirán la presencia constante del hombre cauto, inteligente y original que a veces muestra ser pero huirán aterrados, sintiéndose defraudados, cuando de pronto descubran que en él también vive el Lobo Feroz. Esto es difícil de sobrellevar porque él quiere -como todos queremos- ser amado en su totalidad con lo cual, no podrá esconder al lobo.
Otros amarán en él precisamente al lobo, con toda la espontaneidad, la violencia y el salvajismo de su especie pero les producirá una extraordinaria decepción que, de pronto, ese ser fiero, perverso y desconfiado sea, además, un hombre sensible, con afanes muy sinceros de bondad y justicia, capaz de leer poesía y de tener ideales de humanidad. De esto se deduce que solamente alguien con igual naturaleza, que conozca y acepte lo divino y lo demoníaco de su propia alma, que viva también en una puja constante entre esos dos estados -lo humano y lo salvaje- podrá amarlo con total franqueza y libertad. Alguien capaz de aceptar su propia oscuridad con el afán de dominarla. Ese es el verdadero sentido del Reflejo, alguien capaz de amar todas y cada una de nuestras caras al verlas reflejadas en sí mismo.
Se me pudren los labios esperando el beso que redime esta Maldición. Que pensamiento absurdo. Tampoco servirán de nada las balas de plata, lo sé. Es tan sencillo como ser o no ser. La noche con su insaciable quietud me muestra el camino, mientras la Luna emite su influjo sereno. Radiante, opresora, persuasiva. Está sobre mí. La vida toda se paraliza cuando la muerte reina. Me detengo bajo una bóveda de frondosos árboles, ya sin prisa. Inmutables estrellas me observan y el cielo nocturno cierra sus obsesivos brazos sobre mí. Está oscuro. Una brisa suave me acaricia la piel. El olor de la sangre todavía me embriaga. Mis garras todavía se aferran a la carne doliente, como se aferra a la vida el niño que no quiere morir. Resuenan en mis oídos los atronadores gritos. Los ojos fijos en mí, incrédulos. Algo en ellos es aberrante, mi propio reflejo. Un revoltijo de carne y huesos rotos cae a mis pies. La vida huye. La muerte en todo su esplendor me circunda. En este mismo instante debo tener una forma horrenda, como de animal desahuciado, perdido entre las sombras, errante. Un ser desposeído de cordura que se agita en la noche buscando consuelo. Mis ojos se nublan, mientras me muevo sigilosamente llevando conmigo el insoportable peso de los Inmortales.
La violencia emocional es la más frecuente de todas. Afecta tanto a hombres como a mujeres, nadie está exento. Nadie está libre. Nadie es lo suficientemente fuerte para no sentirse afectado por ella y todos en mayor o menor medida la ponemos en práctica. No es una "cuestión de género" sino una cuestión de actitud o una suma de actitudes. Podemos simular que tenemos una autoestima indestructible pero a la larga el dolor aparece. Este tipo de violencia consiste en actos concretos pero también en omisiones que se expresan a través de prohibiciones tácitas y coacciones, mudos condicionamientos, intimidaciones, amenazas, actitudes devaluatorias o abandono; insultos, burlas, gestos agresivos o simplemente el silencio. Las agresiones de este tipo humillan, ofenden y asustan a la otra persona y tienen repercusiones en la autoestima, en la seguridad y en la estabilidad emocional, sobre todo cuando vienen de personas queridas porque el peor daño es el que está implícito en las sutilezas.
Los escritores no escribimos para hundirnos en un pozo, escribimos para salir de él. Por lo tanto, siempre escribimos desde la Oscuridad. En El Escritor y el Fantaseo, Freud dice que los seres dichosos no son capaces de crear nada. También dice que, de un modo u otro, el escritor estará siempre plasmado en el texto, siempre y cuando su intención no sea justamente esa. Es imposible abrir algunas puertas en forma consciente. Desde ese punto de vista, la creación y la desesperación serían como dos caras de la misma moneda. Por eso la Literatura y el Arte estarán siempre un paso por delante de la psicología.