Tibio, tibio...

 



...
Búsquenlo en su cubículo de animal desmedido
extirpen sus células solares
pidan auxilio al derecho romano a los gendarmes
y si a pesar de todo
insistiera en crecer
en desbordar océanos
enciérrenlo en un asilo con camisa de fuerza
corten su lengua quémenle el fuego
pidan ayuda a dios el gran ausente
para matar del todo al que no muere
al que morir no puede.

Teresa Leonardi (Orden de caza al animal desmedido)


Estamos hechos de pérdidas. La experiencia del mundo se nos graba en el cuerpo, está ligada al animal carnal por inconfundibles lazos. El cuerpo que sabe y duele. Vaya si sabe esa entidad caótica, siempre monstruosa y desconocida, frente a la que no podemos retroceder. 

En su célebre Naturalis historia, Plinio el Viejo, un escritor romano que murió cerca de Pompeya, víctima de la erupción del Vesubio, narró la leyenda de una mujer de Corinto que, presa del amor por un hombre que debía alejarse de la ciudad, trazó sobre una pared el contorno de su sombra. La historia dice que se sirvió para eso de la tenue luz de una vela y de un trozo de arcilla seca. 

Quería conservar el recuerdo de su apariencia.


(Lunes)

Busco -le dijo- la tinta de las mariposas negras.

Al fondo de la habitación, sobre un banco de piedra, 
había, derramado, el ángel ambarino de la luz,
un pañuelo azul para la frente amplia de Leda, 
y un vaso de agua, porque el verano era grave.
De lejos, se escuchaba cómo se alimentaban los cuervos
en los trigales,
un rumor de Apocalipsis,
como si la eternidad se hubiera roto en alguna parte,
y sangrara.


(Martes)

Busco -le dijo la segunda noche- el fino pincel de pelo de caballo.

Era muy dulce la visión de los relámpagos
alumbrando a Dzhaidar.
Se podían contar los latidos en el pecho,
y el murciélago blanco de un pensamiento viejo, 
(quizá el recuerdo de una mujer bajando al río)
a través de la piel traslúcida.
Leda lo lavaba, con una esponja y agua tibia, 
y respiraba, en las axilas del hombre mojado,
un aroma a jazmín y madera de sándalo,
que recordaría muchos años después.


(Miércoles)

Al amanecer, sobre las quintas,
el movimiento de los heliotropos
y una lluvia de peces vivos y brillantes 
auguraban el escándalo de la destrucción.
Sentada frente a la pared,
arremangado el vestido, mojado el pecho de lágrimas, 
Leda paseaba los dedos sucios de arcilla y carbón
por el contorno de la sombra.
La luz temblaba, y Dzhaidar.
Nacía la imagen desde el fondo de la vida, 
como de la muerte, doliente y efímera,
como siempre, de mujer y de hombre,
para habitar este mundo,
de carnadura de diablos y transparencias.

Elena Anníbali. De Las Madres Remotas (2007) 
Ed: Cartografías de Rio Cuarto.


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