Todos somos payasos



Lo enigmático -esgrime en un análisis el doctor Julián Ferreyra- es acontecimiento porque circunscribe un más allá de cualquier lógica explicativa, sea esta lógica multicausal o no. Una obra, un hecho artístico, lo es justamente cuando se evita toda literalidad, cuando se le niega la reducción a explicaciones concretas, aun cuando estas tiendan a cierta lectura compleja o políticamente incorrecta. 

En el enigma, de hecho, hay un centro siempre oscuro, rodeado de voces disímiles que lo que intentan es rellenar con explicaciones ese hueco que no se cierra. 

Pero no habrá consenso en la oscuridad.

Mucho menos por estas épocas donde una transparencia fetichista y agónica es proclamada como máxima virtud. 

Quizás por eso, en estos días, a muchos de nosotros nos atrae tanto ese enigma puro que el Guasón representa. Y ni la trama del film, ni la explicación simplista y densa del abuso infantil, ni la presencia de una madre que no ha podido ser "lo suficientemente buena", ni la violencia recalcitrante de una sociedad injusta y dividida como Gótica alcanzarán para desobnubilarnos. 

Mirar al Guasón es detenerse a contemplar su imagen y su actitud, y pensar que no importa lo que nos puedan decir al respecto; la mirada y el pensamiento se hipnotizan frente a semejante presencia de ánimo. 

Es que tal vez todo se trata de la composición, no de la historia.

Ferreyra dice que en el universo Batman, el Guasón es el único villano sin un origen consensuado. Y hablar con cualquier entendido en la materia significa obtener teorías y contrateorías sobre el origen que narra el cómic, pero también sobre cada una de las opciones que nos fue entregando el cine. Hay distintas versiones que son complementarias pero al mismo tiempo son contradictorias. ¿No es acaso metáfora del origen de cualquier ser hablante, sexuado y mortal?

Entonces ¿Por qué hay que explicar al Guasón? ¿Nos tranquiliza que esté loco?. Poder definirlo, encajarlo dentro o fuera de los parámetros de la normalidad ¿nos da paz?

¿Por qué hay que explicarlo todo?

Según el escritor argentino Luciano Lamberti, el punto es que desesperadamente queremos ser racionales, aún así, como condición humana, hasta en la mente más templada existe esa estela de fantasía que invadirá algún rinconcito oscuro, de tal modo que ningún racionalismo o análisis freudiano podrán anular totalmente el estremecimiento que nos causa el susurro del viento en la chimenea, en el bosque solitario. Por no hablar de los cementerios o los hombres Led de las discotecas. 

En esta cornisa angosta por la que camina la razón, anida un poder único del que tanto el mito como la literatura, también el arte en general, se han estado nutriendo desde hace siglos.

Este fragmento, por ejemplo, que pertenece al libro de Lamberti de 2017, La casa de los eucaliptos:

...
Mi hermano, el de las sierras, no es el original. Es algo en el cuerpo de mi hermano, algo que lo reemplazó. Hace muchos años desapareció en el “bosquecito” y nunca volvió. Quiero decir: volvió, pero ya no era él. No es que estuviera distinto, o cambiado. Era otro, directamente. Otro que se metió en nuestra familia y la devoró por dentro.

Fue un 13 de abril. Me acuerdo bien de la fecha porque coincide con el cumpleaños de mi madre. Esa vez cayó domingo y comimos un asado en un parador, al borde de la ruta 9, yendo para Zenón Pereyra. Los domingos los asadores se llenaban de gente que estacionaba bajo los árboles y se pasaba el día entero ahí, oyendo el partido con la puerta del auto abierta, pero en ese domingo en particular no había casi nadie. Una pareja sola, que comió y se fue temprano.


Bueno, detrás de los asadores, cruzando un alambrado, estaba el bosquecito. Era un monte de esos árboles que se llaman siempreverdes, que habían nacido regados por la desembocadura del canal y cuyas hojas podridas formaban un colchón en el piso. Si uno se metía cien metros el lugar se ponía feo, con pedazos de vidrio emergiendo del barro, chapas podridas, perros muertos inflados por la descomposición y ratas del tamaño de un gato saliendo entre los escombros. De ahí vino lo que ocupó el cuerpo de mi hermano.
...
 La canción que cantábamos todos los días (fragmento)

Un hecho estético puro existe y no necesita ser explicado. No debe ser explicado, porque de ese modo se degrada el hecho ficcional, se le da un cierre de sentido, ya vulgar por el intento mismo. Muchas veces me pidieron que contara la idea de Rebecca en el pozo, nunca pude decir nada. 

La risa del Guasón inquieta, es trágica, no se entiende bien qué pasa, pero tampoco necesita explicación. La psicología dice que su impacto tiene que ver con que es el síntoma del Guasón, que nos señala a su vez uno de los puntos sintomáticos de nuestra sociedad actual: el mandato idiota de felicidad, que tanto fastidia a Han, el pumpararribismo berreta que propone la autoayuda, el que aparece justo cuando estructuralmente está todo mal, enfermo, roto hasta la náusea; tal vez ese y no otro sea el origen de esa risa dolorosa, desplazada, fuera de lugar, esa cantata que surge en los momentos de relax, en los de angustia y en la ansiedad aguda.

"I have a condition" Insiste Phoenix, apenas con el aire justo como para terminar la frase. 

Su cuerpo y su risa incomodan, pero también hipnotizan. Happy es capaz de redirigir hacia sus estertores histéricos la mirada del más apático de los empleados municipales.

En el capitalismo solo hay lugar para vivir adaptados, apretados, sumisos, complacientes al sistema.

¿De qué mierda nos reiremos nosotros entonces?


Alteridad

este miedo                                                                                             
que se quedó
acurrucado en la infancia
roba de lo que será
sensaciones remotas
peor que eso come
cosas
que ni siquiera ve
ladra
hasta no ser
sino un espejo astillado
donde mi vida aún
se haga y se contemple
y después
-si es que hubiera un después-
alza un bastión de palabras
entre un idioma extranjero
y lo extranjero de sí
no sé por qué
esta herida no me alcanza

kilómetros de palabras
confinadas a un poema
curiosa manera de decir
un hombre caminaba por la muerte
lo atravesaban
formas
un poco arrepentidas
graduaciones
de lo que no tuvo
el aire
que inhala por minuto
el mundo
cada vez que se extraña
el resto
fue aritmética mayor
saber caer y no caer
evaporarse
como una herida transparente

María Negroni






La congestión de existir



Él lamentaba la caída en desgracia de su generación, 
yo la de toda la raza humana. 

(Armand. Crónicas Vampíricas I. Anne Rice)

*

Porque mirar es yacer, es residir en el secreto de los dioses. 
El que ha mirado como hombre se ha vuelto atroz y maldito, 
peligro inmóvil, y se ha preñado de noche para siempre.

(Leda Valladares)

Latente en el fondo de todo lo visible está la idea de que un ámbito primigenio y seminal precede lo conocido; esto es, al desarrollo histórico. Algo más allá del hombre. Hay quienes gustan llamarlo simplemente "dios", y hay quienes quieren pensarlo único, masculino, dueño. 

Otros dudamos; no logramos aventurarnos tan lejos y sostenemos la mirada en un suspenso tibio, un tanto aborrecible, es cierto. Una posición agnóstica, más bien; similar, si se me permite tanto, al Cosmicismo Lovecraftiano. 

Sin embargo, esa sensación inexpugnable de intemperie y carencia, esa orfandad, ese no saber, este permanecer "en medio del páramo absoluto", lejos está de dejarnos vivir tranquilos. Y escribir es un síntoma.

Puede parecer tibieza, pero quema. 

Quema no poder creer, quema el abismo inminente, no tener a qué aferrarse. La incertidumbre, la duda, la caída, ese estado de perpetua ignorancia. Ese estar "entre", que es tan incómodo, se percibe como un aullido interior, ominoso, una sensación de extrañeza, de extranjeridad.

Intuimos un universo que de ninguna manera podría constituirse antropocéntrico, donde el hombre es tan solo un accidente, un testigo incauto, voraz como un gusano, que atraviesa los días sin hacerse preguntas, o haciéndose preguntas que no tienen respuesta, y tampoco tiene control de nada. Un rumor de tragedias invisibles. 

En palabras de la escritora Fabiola Orquera, esta es una concepción pre ontológica del mundo. Y
en un ensayo sobre la poesía de Leda Valladares, nos revela una escritura donde existe la ilusión de que esa instancia atemporal puede ser recuperada mediante la experiencia poética. 

...
Escribo poesía porque creo que sólo este género se hace cargo de la vida profunda, que no es conversable y ni siquiera narrable. [...]. Mis versos no pretenden el ingenio o la originalidad, sino iluminar ese misterio total que padecemos a ciegas y a locas, recoger esa agonía. Cada palabra es un tacto en la tiniebla […] la misión de la poesía no es otra que acompañar en lo inconsolable.
...

Hay en Leda Valladares un lenguaje que remite a lo sagrado, un lenguaje de reconexión, que quiere hacer contacto con los espacios agrestes, con una naturaleza viva, no pervertida por la urbanización y el progreso, porque allí se encuentra la única posibilidad de asir, aunque más no sea durante un instante, ese algo indefinible y mítico que nos convoca aunque también nos excede.

Rita Segato y Leda Valladares comparten esta posición. Para ellas el progreso, el dominio de la información y la técnica no han significado más que pérdidas. La pérdida del cuerpo, pero también la pérdida de la cultura "esotérica, primitiva, cósmica y ancestral”, que remite “a las fuerzas del Cosmos” y sobrevivirá únicamente en regiones a salvo de la civilización y el capital.

Se nos escapa la condición divina y experimentamos el pánico terrestre. La única opción es la de Han: volver a la contemplación. Su propia escritura deja ver que Valladares lamentaba la pérdida de ese vínculo seminal con lo divino, y concibió el acto poético como una forma ritual de lograr que el enlace con el universo vuelva, aunque efímero, una y mil veces a ocurrir. 

La otra es el sexo. 

Convocación de las sombras

Proclamar la noche
tenerla
gozar lo desconocido
saber que somos orgullosos y tristes
que si nadie nos ha mirado dormir
tenemos ese orgullo de ser suaves
seriamente dulces en el sueño.

Y perdonarnos el alma si se duerme.
Y darse cuenta
ahondar el oído
poner acero, desesperación, dulce pasividad.

Saber que somos de tristeza
que pedimos que no acabe el rumor
que nos cedan las noches
los pequeños llantos y las alegrías.

Saber tanto sin saber
y apretarnos las manos
porque hay culpabilidad en estar vivo
en callar
en entender
en sentir con furor
con mansedumbre gravemente humana.

Leda Valladares (1919-2013). De: Se llaman llanto o abismo (1944)

Reseña de Gente común

                                                 



Gente común de Karina Rodríguez


El encierro, la vejez, el aturdimiento, la soledad son pozos donde la escritura de Rodriguez aparece intacta como un atisbo de luz. La garganta llena de tierra, raspada por la caída, no será obstáculo para que desde el desvalimiento se saque una tabla de salvación que durará un instante. Iluminar una cueva, a la manera platónica puede ser iluminar el mundo. Las relaciones familiares, las perversiones de los insectos, la santidad menos pensada; todo espera a ser redimido, desenterrado por la escritura. Los personajes son gente común que está perdida e intenta cualquier maniobra para sostenerse en este mundo.   Gente común en el asedio de sus propias almas perdidas, confusas pero vivas. Cierto sopor vela la coloratura de los personajes y los sitúa en una especie de infrazona, a veces desangelada, a veces taciturna. Todos esperan señales; pero no mudos sino hablando con el universo en el idioma de los sueños.  Habrá que tener instrucciones para volar y así poder suplir las múltples carencias que tiene la gente común: traumas enquistados, malformaciones, aristas de un andar voyerista. Ancianas que ordenan el mundo desde lejos señalan que hay  prisiones mentales y prisiones del cuerpo. Dilemas por atacar y vencer si es posible en climas enrarecidos, en donde nada es lo que parece. En donde nadie tendrá visos de normalidad, lo puro no ampara ni a los niños, que también están expuestos, contaminados por la excesiva realidad de la peste. Pero más allá de las rosas encapsuladas, de los payasos borrachos y de las gargantas amargas el lenguaje viene a salvar con su hilo curador y su experiencia en unir las capas de piel para que las múltiples cicatrices no se vean demasiado.

María Barrientos

El lugar del deseo


                                Cuando digo lo que digo, es porque me ha vencido lo que digo.                         (Antonio Porchia)

*


Un hombre gris avanza por la calle de niebla.
No lo sospecha nadie, es un cuerpo vacío.
Vacío como pampa, como mar, como viento,
desiertos tan amargos bajo un cielo implacable.

Es el tiempo pasado, y sus alas ahora
entre las sombras encuentran una pálida fuerza;
es el remordimiento, que de noche, dudando,
en secreto aproxima su sombra descuidada.

(Luis Cernuda)


En este mundo moderno, ahora ya cansado, atravesado por una bruma grasienta y un aire pestilente, herido por cambios de velocidad vertiginosa, por industrias, comida rápida y agentes de bolsa; repleto de mercados de objetos, de normas, de códigos sociales, la mitología evoca una libertad contemplativa, detenida en la sombra, capaz de arrastrarnos a los orígenes mismos con una ráfaga apenas.

Pero una vez, aquella fuerza creadora y antigua, esa fuerza maravillosa que la sociedad hoy ignora o desmiente, existió. Existió en toda su belleza y originalidad; agitada por vientos furiosos, por mares de seres gigantescos. 

Escribió Carlos Chernov que la belleza es esa propiedad de las cosas que nos hace amarlas, sin embargo, la idea de tiempo gravita con su mágico influjo sobre todo lo bello para desmentirlo. Si lo bello envejece tendrán entonces que cambiar los ojos, la mirada.

Ahora, en medio de un contexto de aparente completitud y superación, sólo permanece el recuerdo. En cada esquina nos acecha un ladrón que nos susurra promesas de felicidad, de vida plena; esa y no otra es su amenaza, evoca todo lo que de liso, pulido y transparente tiene el mundo. 

Pero sin dudas el mejor lugar para permanecer es entre espacios, el sitio que los alemanes figurativamente llamaron Zwischenraum, una zona intersticial de la existencia, un huequito incómodo, ese desgarro en la trama del mundo que nos contiene. Allí anida el mito.

Es el lugar del deseo, y existe para no morir, deshilachado, inasible y palpable, indestructible. Nos marca un momento de trascendencia, una intuición, una trama, algo por venir. Y se esfuma.


Estado de alerta


De pronto comprendemos: estamos en la vida
y un duro sol golpea nuestra capa de mitos
hay modos que nos cercan, hambres que nos reintegran nuestro ser
culpas como vigías que reclaman un gesto.

Existe esta conciencia sin espacio 
que se pone a buscarse entre designios
y se estira en el tiempo para oírse la voz
para no sucumbir en la demencia de sólo presentirse.
Es que no ha fabricado su raíz con el cuerpo
han pasado sobre ella personajes que esgrimen el amor
inconstancias cerradas, conmociones,
los vientos de la tierra no se abren a su sed.

Y duele haber deseado tantas cosas que luego desdeñamos.
Jóvenes y terribles, ya le hemos dado mucho a la primavera,
a la tarde, a la lluvia, al brusco aliento del amante.
Nos parte en dos el tiempo con su dureza ajena
la mitad de nosotros se sumerge en la vida
y el otro rostro huye maldiciendo su imagen.

Entonces asomamos la cara
por entre besos y costumbres húmedas
para saber si es cierto que hay una voz que rompe el infinito
con rayos de esperanza.

Pero no hay voz, tan sólo un cielo hendido
por máquinas que tuercen la vertical del mundo
es difícil el sol
aunque adoremos su caliente tensión en nuestras manos.

Se nos sigue apretando de tanto Dios y muerte
a pesar del espacio
del fiel aprendizaje.

Y somos de la vida
aunque la vida queme y nos desdoble,
somos la suelta sed de las palabras.

Depuración del tiempo
sombra que gira en medio de las cosas
y un buen día el candor que renace, la esperanza del mundo.

Es el día en que osamos asistir al silencio
con el fervor del alba
y mirar la caída del tiempo en el vacío
con la misma mirada con que asimos el vuelo de los pájaros.


Elizabeth Azcona Cranwell (1933 - 2004)  De Los riesgos y el vacío, 1962.


Un vapor que sube desde el abismo

                                             

Visita Interiorem Terrae Rectificando Invenies Operae Lapidem

En un estudio preliminar sobre la poesía de Horacio Castillo, el escritor Pablo Anadón rescata esta fórmula, principalmente conocida entre los alquimistas, que parece proponernos un consejo: descender a las entrañas de la tierra y encontrar los procedimientos adecuados para obtener la piedra pura de la obra. Como un minero.

Sin embargo, este descenso se refiere a meterse nada menos que en los abismos de la propia interioridad, siguiendo un aroma percibido desde la superficie. Ir tras el aroma, tras eso que viene, porque solo en los abismos han de extraerse mediante destilaciones, rectificaciones y/o transmutaciones las experiencias personales que fueron maceradas y almacenadas a lo largo del tiempo. 

Solo de allí ha de venir la imagen nueva, reveladora. 

En el poeta, estas visiones se manifiestan mediante estímulos que provocan una extrema atención, un estado de alerta. El escritor platense gustaba llamarle a eso "el estado crepuscular", una sucesión de momentos donde la consciencia se encuentra consigo misma para objetivar lo inefable. Entonces solo resta concentrarse, agudizar el oído, entregarse y entrar. Hay que ser capaz de discernir eso que se quiere hablar. 

Así nacen las imágenes de la poesía, visiones ya desprendidas del ojo del escritor, que deberán formarse impersonales; muchas oníricas, es cierto, aunque algunas veces en la nada absoluta y otras durante las desintegraciones que preceden al sueño. Como sea, hay que seguir el consejo de Castillo, desangrarse dócilmente.

No es necesario atarse a un árbol.
Hay que abrir los oídos, preparar la visión,
inhalar el vapor que sube del abismo.
Entonces aparece bajo la noche azul,
ensaya su escorzo contra los astros
y clava el canto en nuestra carne
que se desangra dócilmente hacia la oscuridad.
Una vez a cada hombre es dado este prodigio.

(Horacio Castillo)


La canción de amor de Alfred Prufrock

Vamos, tú y yo,
a la hora en que la tarde se extiende sobre el cielo
cual paciente adormecido sobre la mesa por el éter:
vamos a través de ciertas calles casi solitarias,
refugios bulliciosos
de noches de desvelo en hoteluchos para pernoctar
y de mesones con el piso cubierto de aserrín y conchas de ostra,
calles que acechan como un debate tedioso
de intención insidiosa
que desemboca en un interrogante abrumador...
Ay, no preguntes: «¿De qué me hablas?»
Vamos más bien a hacer nuestra visita.

En el salón las señoras van y vienen
hablan de Miguel Ángel.

La neblina amarilla que se rasca la espalda sobre las ventanas,
el humo amarillo que frota el hocico sobre las ventanas,
lamió con su lengua las esquinas del ocaso,
se deslizó por la terraza, pegó un salto repentino,
y viendo que era una tarde lánguida de octubre,
dio una vuelta a la casa y se acostó a dormir.

Ya habrá tiempo. Ya lo habrá.
Para el humo amarillo que se arrastra por las calles
rascándose sobre las ventanas.
Ya habrá tiempo. Ya lo habrá.
Para preparar un rostro que encuentre los rostros que enfrentamos.
Ya habrá tiempo para matar, para crear,
y tiempo para todas las obras y los días de nuestras manos
que elevan las preguntas y las dejan caer sobre tu plato;
tiempo para ti y tiempo para mí,
tiempo bastante para mil indecisiones,
y para mil visiones y otras tantas revisiones,
antes de la hora de compartir el pan tostado y el té.

En el salón las señoras van y vienen
hablan de Miguel Ángel.

Ya habrá tiempo. Ya lo habrá.
Para preguntarnos: ¿Me atreveré yo acaso? ¿Me atreveré?
Tiempo para dar la vuelta y bajar por la escalera
con una coronilla calva en medio de mi cabellera.
Ellos dirán: «¡Ay, cómo se le cae el pelo!»
Mi saco, el cuello que apoya firmemente mi barbilla,
mi corbata, opulenta aunque modesta y bien asegurada
por un sencillo prendedor.
(Ellos dirán: «¡Ay, cuán flacos tiene los brazos y las piernas!)
¿Me aventuro acaso 
a perturbar el universo?
En un minuto hay tiempo suficiente
para decisiones y revisiones que un minuto rectifica.

Pues ya los he conocido, los he conocido a todos:
conocido las tardes, las mañanas, los ocasos;
he medido mi vida con cucharitas de café,
conozco aquellas voces que fallecen en un salto mortal
bajo la música que llega desde el rincón lejano del salón
                  Entonces, ¿cómo he de presumir?

Pues he conocido ya los ojos, conocido a todos,
los ojos que nos sellan en una mirada formulada
estando yo ya formulado, en un alfiler esparrancado;
bien clavado retorciéndome sobre la pared.
¿Cómo comenzar entonces
a escupir las colillas de mis costumbres y mis días?
                  Entonces, ¿cómo he de presumir?

Pues he conocido ya los brazos, conocido a todos,
brazos de pulseras adornados, níveos y desnudos
(mas al fulgor de la lámpara cubiertos de leve vello de oro).
¿Será el perfume de un vestido
lo que me hace divagar así?
Brazos sobre una mesa reclinados o envueltos en los
pliegues de un mantón.
                 Entonces ¿habré de presumir?
               ¿Y cómo he de comenzar acaso?

Diré tal vez: he paseado por callejuelas al ocaso
y he visto el humo que sube de las pipas
de hombres solitarios en mangas de camisa, reclinados 
sobre las ventanas.

Hubiera preferido ser un par de recias tenazas 
que corren en el silencio de terrazas oceánicas

¡Y la tarde, la incipiente noche, duerme sosegadamente!
Acariciada por unos dedos largos,
dormida, exhausta... o haciéndose la enferma
sobre el suelo extendida, junto a ti, junto a mí.
¿Tendré fuerza bastante después del té y los helados y las tortas,
para forzar la culminación de nuestro instante?
Aunque he gemido y he ayunado, he gemido y he rezado,
aunque he visto mi cabeza (algo ya calva) portada en una
fuente,
yo no soy un profeta -y ello en realidad no importa
demasiado-
he visto mi grandeza titubear en un instante,
he presenciado al Lacayo Eterno, con mi abrigo en sus
manos, reírse con desprecio,
y al fin de cuentas, sentí miedo.

Hubiera valido la pena, al fin de cuentas,
después de las tazas, la mermelada, el té,
entre las porcelanas, en medio de nuestra charla baladí,
hubiera valido la pena
morder con sonrisas la materia,
enrollar en una bola al universo
para arrojarla hacia algún interrogante abrumador.
Poder decir: «Soy Lázaro que regresa de la muerte
para revelarlo todo, y así lo voy a hacer»...
Y si al poner en una almohada la cabeza, una dijera:
               «No. No fue esto lo que quise decir.
                 No lo fue. De ninguna manera».

Hubiera valido la pena, al fin de cuentas,
sí hubiera valido la pena,
después de los ocasos, las zaguanes, las callejuelas
salpicadas, después de las novelas, de las tazas de té y de las faldas
arrastradas por los pisos.
¿Después de todo esto y algo más?
Me es imposible decir justamente lo que siento.
Mas cual linterna mágica que proyecta diseños de nervios
sobre la pantalla,
hubiera valido la pena, si al colocar un almohadón o
arrancar una bufanda,
volviendo la mirada a la ventana, una hubiese confesado:
             «No. No fue esto lo que quise decir.
               No lo fue. De ninguna manera».

No. No soy el príncipe Hamlet. Ni he debido serlo;
más bien uno de sus cortesanos acudientes, alguien capaz
de integrar un cortejo, dar comienzo a un par de escenas,
asesorar al príncipe; en síntesis, fácil instrumento,
deferente, presto siempre a servir,
político, cauto y asaz meticuloso.
A veces, en realidad, casi ridículo.
A veces tonto de capirote.

Me vence la vejez. Me vence la vejez.
Luciré el pantalón con la manga al revés.

¿Me peinaré hacia atrás? ¿Me arriesgo a comer melocotones?
Me pondré pantalones de franela blanca
y me iré a pasear a lo largo de la playa.
He oído allí cómo entre ellas se cantan las sirenas.

Mas no creo que me vayan a cantar a mí.

Las he visto nadando mar adentro sobre las crestas de la marejada,
peinando las cabelleras níveas que va formando el oleaje
cuando de blanco y negro el viento encrespa el océano.
Nos hemos demorado demasiado en las cámaras del mar,
junto a ondinas adornadas con algaseojas y castañas,
hasta que voces humanas nos despiertan, y hayamos perecido ahogados.

T.S. Eliot. (1888 - 1965) La canción de amor de Alfred Prufrock



Love song of Alfred Prufrock 


S’io credesse che mia risposta fosse
A persona che mai tornasse al mondo,
Questa fiamma staria senza piu scosse.
Ma percioche giammai di questo fondo
Non torno vivo alcun, s’i’odo il vero,
Senza tema d’infamia ti rispondo.

Let us go then, you and I,
When the evening is spread out against the sky
Like a patient etherized upon a table;
Let us go, through certain half-deserted streets,
The muttering retreats
Of restless nights in one-night cheap hotels
And sawdust restaurants with oyster-shells:
Streets that follow like a tedious argument
Of insidious intent
To lead you to an overwhelming question ...
Oh, do not ask, “What is it?”
Let us go and make our visit.

In the room the women come and go
Talking of Michelangelo.

The yellow fog that rubs its back upon the window-panes,
The yellow smoke that rubs its muzzle on the window-panes,
Licked its tongue into the corners of the evening,
Lingered upon the pools that stand in drains,
Let fall upon its back the soot that falls from chimneys,
Slipped by the terrace, made a sudden leap,
And seeing that it was a soft October night,
Curled once about the house, and fell asleep.

And indeed there will be time
For the yellow smoke that slides along the street,
Rubbing its back upon the window-panes;
There will be time, there will be time
To prepare a face to meet the faces that you meet;
There will be time to murder and create,
And time for all the works and days of hands
That lift and drop a question on your plate;
Time for you and time for me,
And time yet for a hundred indecisions,
And for a hundred visions and revisions,
Before the taking of a toast and tea.

In the room the women come and go
Talking of Michelangelo.

And indeed there will be time
To wonder, “Do I dare?” and, “Do I dare?”
Time to turn back and descend the stair,
With a bald spot in the middle of my hair —
(They will say: “How his hair is growing thin!”)
My morning coat, my collar mounting firmly to the chin,
My necktie rich and modest, but asserted by a simple pin —
(They will say: “But how his arms and legs are thin!”)
Do I dare
Disturb the universe?
In a minute there is time
For decisions and revisions which a minute will reverse.

For I have known them all already, known them all:
Have known the evenings, mornings, afternoons,
I have measured out my life with coffee spoons;
I know the voices dying with a dying fall
Beneath the music from a farther room.
               So how should I presume?

And I have known the eyes already, known them all—
The eyes that fix you in a formulated phrase,
And when I am formulated, sprawling on a pin,
When I am pinned and wriggling on the wall,
Then how should I begin
To spit out all the butt-ends of my days and ways?
               And how should I presume?

And I have known the arms already, known them all—
Arms that are braceleted and white and bare
(But in the lamplight, downed with light brown hair!)
Is it perfume from a dress
That makes me so digress?
Arms that lie along a table, or wrap about a shawl.
               And should I then presume?
               And how should I begin?

Shall I say, I have gone at dusk through narrow streets
And watched the smoke that rises from the pipes
Of lonely men in shirt-sleeves, leaning out of windows? ...

I should have been a pair of ragged claws
Scuttling across the floors of silent seas.

And the afternoon, the evening, sleeps so peacefully!
Smoothed by long fingers,
Asleep ... tired ... or it malingers,
Stretched on the floor, here beside you and me.
Should I, after tea and cakes and ices,
Have the strength to force the moment to its crisis?
But though I have wept and fasted, wept and prayed,
Though I have seen my head (grown slightly bald) brought in upon a platter,
I am no prophet — and here’s no great matter;
I have seen the moment of my greatness flicker,
And I have seen the eternal Footman hold my coat, and snicker,
And in short, I was afraid.

And would it have been worth it, after all,
After the cups, the marmalade, the tea,
Among the porcelain, among some talk of you and me,
Would it have been worth while,
To have bitten off the matter with a smile,
To have squeezed the universe into a ball
To roll it towards some overwhelming question,
To say: “I am Lazarus, come from the dead,
Come back to tell you all, I shall tell you all”—
If one, settling a pillow by her head
               Should say: “That is not what I meant at all;
               That is not it, at all.”

And would it have been worth it, after all,
Would it have been worth while,
After the sunsets and the dooryards and the sprinkled streets,
After the novels, after the teacups, after the skirts that trail along the floor—
And this, and so much more?—
It is impossible to say just what I mean!
But as if a magic lantern threw the nerves in patterns on a screen:
Would it have been worth while
If one, settling a pillow or throwing off a shawl,
And turning toward the window, should say:
               “That is not it at all,
               That is not what I meant, at all.”

No! I am not Prince Hamlet, nor was meant to be;
Am an attendant lord, one that will do
To swell a progress, start a scene or two,
Advise the prince; no doubt, an easy tool,
Deferential, glad to be of use,
Politic, cautious, and meticulous;
Full of high sentence, but a bit obtuse;
At times, indeed, almost ridiculous—
Almost, at times, the Fool.

I grow old ... I grow old ...
I shall wear the bottoms of my trousers rolled.

Shall I part my hair behind?   Do I dare to eat a peach?
I shall wear white flannel trousers, and walk upon the beach.
I have heard the mermaids singing, each to each.

I do not think that they will sing to me.

I have seen them riding seaward on the waves
Combing the white hair of the waves blown back
When the wind blows the water white and black.
We have lingered in the chambers of the sea
By sea-girls wreathed with seaweed red and brown
Till human voices wake us, and we drown.

T.S. Eliot (1888 - 1965)

The love song of Alfred Prufrock interpretado por Jeremy Irons: