Entrevista



Mauro Yakimiuk es director de teatro, productor, dramaturgo y periodista. Se formó en producción teatral con Gustavo Schraier en el curso dictado en el Centro Cultural Ricardo Rojas y estudió dramaturgia con Mariana Mazover en el Taller de la imaginación al papel. Además, se recibió de Técnico Superior en Periodismo Deportivo en DeporTEA y además, colabora con el portal "Soy Boca" y fue redactor del Suplemento Literario Télam. En teatro, dirigió "La guerra del gallo y "Cuánto vale una heladera" y fue productor general de "Minas fuertes" y de "Busca". Actualmente trabaja en tres obras para estrenar y encima, encima! me hizo una entrevista para su programa Entre vidas.


Omega


      Es de día y ayer la casa ardió como en un sueño, estallaron los vidrios, todos a la vez. Cuando me escondí en el sótano, el cielorraso perecía bajo las llamas. La madera de los techos fue devorada. No sé cómo empezó el fuego. Sólo escuché los aviones y después las bombas.

       Él no volvió, pasaron muchas horas y no volvió. Me aseguró que volvería, me lo juró, tenía todo pensado, como siempre. Siempre fue un estratega, un anticipador. Usted y yo podríamos ver una de esas series en la televisión, esas en las que el mundo tiene los días contados, sin tomarnos nada en serio; por el simple goce del entretenimiento, digo. Pero él no. Él es de esos individuos que, mientras tanto, piensan. Que se lo imaginan todo ¡como si estuvieran ahí!              
     
        Dijo que estaba preparado para esto, dijo que nada podría con nosotros, que resistiríamos usando algunas de las maniobras típicas de la supervivencia, que nada podría fallar. Pero no fue así, él no está, no volvió. No resistimos ni un día.      
                 
         Lo vi bajar las escaleras, rápido y ágil. Y seguí escuchando a los otros, a los que estaban conmigo. Pero empezaron a cambiar enseguida, algo en el aire, no sé. Yo no cambié. No sé cómo surgieron todas esas bocas como cuevas, negras y profundas, abiertas y podridas, intentando morder. 

         Empezaron a morderse ¡Se mordían entre ellos! Se arrancaban los pedazos, unos contra otros, como en la televisión; como perros salvajes se empujaban, se pisaban, gemían y después, después ese aullido grotesco y desgarrador de los muertos en vida. Cuando me quise acordar no quedaba nadie en pie.                 
         Ahora dejé mi escondite y camino entre los muertos, el suelo está sembrado de cadáveres, repugnantes, podridos. Una masa compacta de gente aplastada, como si hubieran estado en la tumba durante meses. Algo en el aire acelera la descomposición. Muertos de verdad, no hay metáfora posible. Nada se mueve, nada gime. Ni siquiera una señal remota de la vida anterior, nada.                            
         Llegué a creer que estábamos a salvo. Me lo repetí muchas veces, justo cuando empezó lo de arriba. Todo empezó con Pedro. Lo vi llegar caminando. La gente a mi alrededor estaba alborotada y tensa, la situación era un caos: sacaban conclusiones, hablaban sobre lo que había pasado: cuando en la escuela algunos cayeron al suelo y empezaron las convulsiones corrimos, es cierto. Los caídos empezaban a cambiar, mordían.

         Los que estábamos sanos corrimos y entramos todos juntos a la casa vacía de Don Vásquez; el lugar estaba desierto y subimos, empujándonos, escaleras arriba. Gemían, lloraban, hablaban a los gritos, todo al mismo tiempo. Tratamos de llamar, pero no había sistemas, nada funciona. Cerramos las puertas, pero después empezaron a entrar y salir, a asomarse a las escaleras para rescatar más gente sana, a preocuparse por el resto, a pensar en los queridos.

         Fue ahí cuando vi entrar a Pedro. Caminaba despacio, como dormido. Una mancha verdosa en la mejilla derecha desdibujaba sus rasgos. Ya no estaba sano, eso era obvio. Apareció en la puerta, así, cambiado y nada más. Pero no mordía, caminaba hacia la cama, como si quisiera recostarse, probablemente repitiendo alguna rutina diaria. Inerte al entorno.

         Pero tenía los ojos velados, vacíos y sin vida. Esos no eran los ojos de Pedro. Una lámina babosa y grisácea los cubría, dándole un aspecto de ultratumba. Después empezó todo, eso en el aire, no sé. Como sea tengo que salir, pasaron muchas horas. Tengo que buscar ayuda, tengo que buscarlo a él. No hay sistemas, no se oye nada allá afuera. Tengo que bajar y abrir las puertas.

                                                                              *

         Ahora el sol radiante da de lleno en el asfalto. Lo besa, lo ablanda, lo licúa, y se lo bebe. Lo veo. Es él, viene hacia mí. Sus manos rotan lentamente hacia el centro de su cuerpo, como garras. Arrastra una de sus piernas con torpeza, los ojos velados, la mancha verdosa. No me reconoce. Aun así le sonrío, aunque no me entienda, aunque no me devuelva su risa nunca más. Y me entrego, abriendo mis brazos, a sus brazos por última vez.                    

Karina Rodríguez

Godiva



  Me parece colosal la noche que se anuncia frente a mí. Tengo vistos sus ojos intranquilos: me mira con serenidad fingida. Lo sé por los otros signos; por el cielo, por la pesadez del aire, por la insoportable quietud de las hojas dormidas. Sin embargo, la luna vacila todavía, rodeada de esa bruma espesa como pus que la cubrirá con un manto.
  Las cortinas de mi cuarto dejaron de agitarse mientras yo, inquieta, me revolvía en la cama. Me acerqué a la ventana y pude verlo todo: la luna borroneada el cielo la quietud dudosa de los elementos. Se confabulan para la tormenta, lo sé. Que después nos dejará aislados, con total impunidad, durante días.
  Hiervo, ya no puedo contenerme más; esta quietud, estas paredes, me agobian. Mi piel irradia una humedad pegajosa y contundente; tan precisa, tan exacta, que cuando empiece a enfriarse me pondré a temblar. Su evidencia en las líneas de mi cuello, en las axilas, en los pliegues de los párpados, entre mis piernas y alrededor de la boca, me enloquece. Tengo que salir.
  Sin dudarlo, dejo caer la seda. La ventana es la única manera de dejar la casa sin ser vista. Mis manos sujetan con firmeza los lados para poder darme impulso; como tantas veces, trepo al alféizar, subo una pierna, después la otra. Me descuelgo con prudencia felina, bajando por el enrejado de madera que sostiene el rosal de la abuela. Siento el temblor de la estructura. 
  Como una criatura mitológica, arqueo mis pies a modo de garras, que desnudos, hacen por fin contacto con la tierra fría. El césped húmedo cede bajo mi peso con una suavidad demoledora.
  A grandes pasos bajo la colina, y al hacerlo, una brisa momentánea me golpea de frente. La piel se enfría, me agito, no lo esperaba. A pesar de todo, busco el consuelo del río.
  Está oscuro, muy oscuro, todos duermen; tengo el camino en la memoria y mientras avanzo por el pueblo, siento el rumor del agua vibrando en los oídos. Puedo oírla correr entre las piedras que anidan en su cauce. Un olor puro me llega, de agua en el aire quieto. Voy hacia el río, me obliga a seguir como hechizada.
  Mis ojos hacen por fin contacto, pero el río está quieto. Me acerco despacio, como queriendo sorprenderlo. Antes de entrar, un escalofrío me recorre. Dudo, mientras en mis pies se incrustan las pequeñas piedras de la orilla. Me sumerjo sin prisa río adentro. No puedo describir lo que captan mis ojos, todos mis sentidos a la vez; me cuesta respirar y el pecho se inflama más con cada paso. Mis pulmones son alas, el corazón se expande.
  El cielo se envilece y tiembla. Un estallido, después sus ecos. La luna parece haberse cubierto un poco más, levanto los ojos para verla de nuevo y siento el golpe de las primeras gotas en la frente. Enormes y dispersas repican sobre mí, sobre el agua del río. Quisiera detener el tiempo.   
  Ya llueve, aun así me acuesto sobre el césped de la orilla. No quiero volver. Veo mi cuerpo desnudo, lechoso y fantasmal bajo la lluvia. El pelo pegado a la espalda, los muslos tensos, los pies ateridos. 
   Una luz amarilla y difusa se enciende en la ventana de la casa del sastre y la sombra inquieta de su hijo mayor rebota contra las paredes. El único ser, de todos en el pueblo, capaz de velar mi desnudez. 

Abrazo



Las palabras más hermosas que conozco son las que aún no te he dicho, son las que pueblan mis ojos con imágenes nuevas, las que tiemblan en mi voz con ansias de domingo. Así te abrazo. 
Me pregunto si será un error y un cuchillo grabado con tu nombre atraviesa mi vientre. Los ojos sangran. Te hago señas, el grito me lo callo. Soy dura, pero esta voz es todo lo que tengo. Vos podés llenarte la boca de barro, los dedos de mierda o taparte los ojos, si querés. Correr, soñar o esconderte. No cambia nada.

Autocoronación



Siento tu amor.
Aunque a veces extienda mi mano y no logre tocarte,
ese es mi reino.


Amor



la siniestra crueldad de unas bocas sin vida
los despoblados huecos de los ojos
la enorme magia de un enigma 
batiendo sus alas tan cerca de la superficie misma de las cosas
la seducción del secreto
nos fascinan las máscaras porque nos habitan el miedo y su misterio
pero el amor no tiene máscaras 
aún escondido entre las sábanas
aún debajo de la piel grita su exilio permanente 
es una búsqueda violenta de la mística que orbita lo sagrado
a oscuras a puertas cerradas y en silencio
un mal precioso y necesario 
una música inherente que cabalga flotando contra la furia del viento
pero que nunca se calla
el culto profano de un dios insaciable de templos
ávido de altares
sediento de sacrificios y sangre
que desafía la razón.