Me parece colosal la noche que se anuncia frente
a mí. Tengo vistos sus ojos intranquilos: me mira con serenidad fingida. Lo sé
por los otros signos; por el cielo, por la pesadez del aire, por la
insoportable quietud de las hojas dormidas. Sin embargo, la luna vacila todavía,
rodeada de esa bruma espesa como pus que la cubrirá con un manto.
Las cortinas de mi cuarto dejaron de agitarse
mientras yo, inquieta, me revolvía en la cama. Me acerqué a la ventana y pude
verlo todo: la luna borroneada el cielo la quietud dudosa de los elementos. Se
confabulan para la tormenta, lo sé. Que después nos dejará aislados, con total
impunidad, durante días.
Hiervo, ya no puedo contenerme más; esta
quietud, estas paredes, me agobian. Mi piel irradia una humedad pegajosa y contundente; tan precisa, tan exacta, que cuando empiece a enfriarse me pondré a
temblar. Su evidencia en las líneas de mi cuello, en las axilas, en los pliegues
de los párpados, entre mis piernas y alrededor de la boca, me enloquece. Tengo
que salir.
Sin dudarlo, dejo caer la seda. La ventana es
la única manera de dejar la casa sin ser vista. Mis manos sujetan con firmeza los
lados para poder darme impulso; como tantas veces, trepo al alféizar, subo una
pierna, después la otra. Me descuelgo con prudencia felina, bajando por el enrejado
de madera que sostiene el rosal de la abuela. Siento el temblor de la
estructura.
Como una criatura mitológica, arqueo mis pies
a modo de garras, que desnudos, hacen por fin contacto con la tierra fría. El
césped húmedo cede bajo mi peso con una suavidad demoledora.
A grandes pasos bajo la colina, y al hacerlo,
una brisa momentánea me golpea de frente. La piel se enfría, me agito, no lo
esperaba. A pesar de todo, busco el consuelo del río.
Está oscuro, muy oscuro, todos duermen; tengo
el camino en la memoria y mientras avanzo por el pueblo, siento el rumor del agua
vibrando en los oídos. Puedo oírla correr entre las piedras que anidan en su
cauce. Un olor puro me llega, de agua en el aire quieto. Voy hacia el río, me
obliga a seguir como hechizada.
Mis ojos hacen por fin contacto, pero el río está quieto.
Me acerco despacio, como queriendo sorprenderlo. Antes de entrar, un escalofrío
me recorre. Dudo, mientras en mis pies se incrustan las pequeñas piedras de la
orilla. Me sumerjo sin prisa río adentro. No puedo describir lo que captan mis
ojos, todos mis sentidos a la vez; me cuesta respirar y el pecho se inflama más
con cada paso. Mis pulmones son alas, el corazón se expande.
El cielo
se envilece y tiembla. Un estallido, después sus ecos. La luna parece haberse cubierto
un poco más, levanto los ojos para verla de nuevo y siento el golpe de las
primeras gotas en la frente. Enormes y dispersas repican sobre mí, sobre el
agua del río. Quisiera detener el tiempo.
Ya llueve, aun así me acuesto
sobre el césped de la orilla. No quiero volver. Veo mi cuerpo desnudo, lechoso
y fantasmal bajo la lluvia. El pelo pegado a la espalda, los muslos tensos, los
pies ateridos.
Una luz amarilla y difusa se enciende en la
ventana de la casa del sastre y la sombra inquieta de su hijo mayor rebota
contra las paredes. El único ser, de todos en el pueblo, capaz de velar mi
desnudez.
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