El mito en el lenguaje

                                                                                                       

El mito se encuentra en la derecha, ahí es esencial, sentencia una revista mexicana de crítica contemporánea. En la nota se hace un análisis sobre el libro Mitologías, del filósofo francés Roland Barthes. 

Urge aclarar que en el libro Barthes no se refiere a las historias relacionadas con las antiguas religiones, con la mitología clásica. Barthes va más allá, habla del mito que creamos a diario en el lenguaje. El mito como un habla, inmerso en el sistema de comunicación cotidiana; el mito como mensaje, sujeto a unas condiciones lingüísticas que lo caracterizan; el mito como repetición incansable, que se expande en un sector social determinado, y que llega a ser un eco gigantesco que se ubica en las antípodas de la realidad. 

Viene a mí una expresión muy popular de nuestros días: 


Los empresarios no roban porque no lo necesitan

El mito se inventa sin cesar. Vivimos haciendo conjeturas de este tipo, que ni siquiera son tales, ya que apenas repetimos un verso escuchado de otros; porque en realidad, el mito siempre tiende al proverbio. No es novedad que controlar lo que pase, incluso en el lenguaje, nos da seguridad. La ideología burguesa invierte ahí sus intereses esenciales: la universalidad de los principios, el rechazo de la explicación. Hay en ello un deseo de ordenar, de darle al mundo una jerarquía inalterable, un deseo de que las cosas "sean como deben ser". Pero lo que hay, sobre todo, es una pérdida de la singularidad del hombre. En el mito hay un querer decir que "las cosas son así porque sí". 

De este modo, Barthes nos asegura que todos los días y en todas partes el Hombre es detenido por los mitos y arrojado a ese prototipo inmóvil que vive en su lugar, que lo asfixia como un inmenso parásito interno y que le traza estrechos límites a su actividad; límites donde le está permitido sufrir un poquito, pero sin agitar el mundo. Esta falsa naturaleza constituye para el hombre una prohibición absoluta de inventarse a sí mismo. Los mitos son una demanda incesante, infatigable, la exigencia insidiosa e inflexible de que todos los hombres se reconozcan en una imagen eterna y situada en el tiempo en que se formó, como si debiera durar para siempre. 

No es necesario decir que estos mitos no son hechos naturales, sino situaciones creadas por el hombre con una intención, con el objetivo concreto de transmitir un mensaje. De ese modo, cualquier objeto, concepto o idea será susceptible de convertirse en mito, siempre que se den las condiciones adecuadas. Y el ejemplo más claro que encontré en la red para echar luz a la afirmación de que el mito de Barthes responde a la idiología pequeñoburguesa, es el caso de una publicación de la Revista francesa Match. Aquí la Doctora Cristina Sánchez Arroyo explica el concepto completo del mito según Barthes:

Bichín entre los negros

La revista Match ofrece la historia de un matrimonio joven de profesores que marcha a África a pintar cuadros llevando consigo a su hijo de meses, Bichín. Esta historia conmovió a la gente cuando la leyó, impresionada por la “valentía” de los padres y del niño, pues está arraigada en el “mito pequeñoburgués del negro”.

El sentido está claro de nuevo, la historia del matrimonio que va con su bebé a África a pintar cuadros. Pero la forma se llena de nuevo con otro concepto, a saber, la valentía del blanco al viajar a tierras hostiles pobladas de negros salvajes y caníbales. ¿Quién se para a pensar en la estupidez de tal empresa teniendo delante una suculenta historia sobre el contraste entre la civilización blanca occidental y la barbarie negra africana? Esta historia satisface las ansias (conscientes o inconscientes) de cuentos sobre el salvajismo de los diferentes, en este caso los negros incivilizados (que se oponen a la imagen del bárbaro domesticado, el otro lugar común de las historias de África). El heroísmo de Bichín está en el constante peligro de ser comido por los negros caníbales, algo que nunca sucede, como si el pequeño niño blanco fuera más poderoso per se que toda la crueldad y el desenfreno del negro tribal. Personifica la lucha entre lo blanco y lo negro, lo puro y lo impuro, el alma y el instinto.

El hecho de que el protagonista de la nota sea este niño inocente hace que la inocencia se traslade al lector, como si pudiera ver la historia a través de los ojos infantiles: África se vuelve un espectáculo, un teatrillo, los negros no son personas sino personajes reducidos a la función de entretener al blanco occidental civilizado con sus extravagantes costumbres, que aparecen como imágenes de una película. El peligro que representan en esta historia es también un peligro teatral, sirve sólo para hablar de ello, para convertir la historia en algo más interesante y asequible a la mentalidad que concibe al negro como inferior al blanco, tanto en su sometimiento como en su libertad salvaje.


Este mito pone de manifiesto la distancia entre el conocimiento y la mitología, entre la ciencia y las representaciones colectivas, que marchan dispares a conveniencia del poder, a quien no le interesa que el conocimiento llegue a la gran masa y por ello alimenta las imágenes estereotipadas y adormecedoras de la conciencia crítica.


El pequeñoburgués -dice Barthes- es un hombre impotente para imaginar lo otro. No puede. Si lo otro se presenta en su vida, el pequeñoburgués se enceguece, lo ignora y lo niega, o bien lo transforma en él mismo, con este mecanismo lo desotra. Sólo asimila lo otro cuando es irreductible y ¿cómo lo hace? Haciendo aparecer una figura de auxilio: lo exótico. Así, lo otro deviene objeto, espectáculo, rareza: relegado a los confines de la humanidad, ya no atenta contra la propia seguridad. 

Es que lo otro es un escándalo que acomete contra la esencia, y no alcanza con fingir tolerancia en las redes, no alcanza con autodefinirse como una persona tolerante y abierta; aunque sea cool decirlo, no alcanza. 

Aceptar la otredad es diluirse en la incertidumbre, demoler la seguridad que este mundo nos exige todos los días, dejar de ser lo que los demás desean para dudar de lo que somos. 

Noviembre 7




El gran cuerpo inocente de mi padre
su pesadez translúcida, la piel 
extensa y pálida humillada por la ciencia médica. 
Enceguecía el verano,
la basura al costado de los rieles pugnaba por manifestarse. 
No hay cuervos en este paisaje.
Cerveza tibia y revista de fútbol.
¿Pasó algo desde aquellos días? 
¿Volví?
Ahora que miro esta planicie del cosmos
es verano otra vez
motores detrás de la luz 
la luz como si para siempre 
como quien avisa es así ¿Es así? 
Soy el que más papel que carne gira
dentro de un cubo ante una ventana.
No estoy en esta escena que creció a su modo,
entre las ruinas de un planeta ocupado.
¿No estoy? Papel o carne, me repito 
arruinados, tratados mal, 
desperdiciados no se a cuenta de qué.
Saliva agolpada en la boca, tensión en los músculos
no el alma, la carne, los gestos que me hace,
fuera de toda razón, de toda belleza en mi fin,
alas rasantes sobre un mediodía plúmbeo,
palabras.

Daniel Freidemberg

Para escuchar al poeta leer este poema hacé click debajo

Ecce homo festivus


Couching y reprogramación emocional, programación neuro-lingüística para que ningún deseo se nos resista, lectura de cartas astrales, meditación con cuencos tibetanos, todo tan en boga que despertaría sospechas hasta en el más ingenuo de los consumidores. La foto pertenece a una escena de la película Magnolia, del director estadounidense Paul Thomas Anderson. Aquí, Tom Cruise nos da algunas claves para lograr la felicidad, metiéndose en la piel de un famoso escritor de libros de autoayuda, libros para "perdedores", según aclara, hombres que quieren conquistar mujeres pero no saben como vencer la timidez. El personaje de Cruise es lo que el ensayista Philippe Muray llamaría la quintaescencia del Homo festivus, imprudente mecenas de la novedad: en apariencia un ser seguro de sí mismo, ingenioso, trabajador, confiable, inteligente, alegre, decidido, y en consecuencia exitoso. Por supuesto, no anda descalzo por la casa, no sale si pronostican tormentas fuertes, no se enamora.

Pensar al hombre del siglo XXI quizá nos ayude a reconocernos en él, a ver mejor qué nos está pasando como especie. Para eso necesitamos, sin dudas y una vez más, de la inestimable ayuda del cine, la filosofía y la poesía. 

Byung Chul Han escribe en La sociedad de la transparencia que en estos tiempos que corren "sería necesario ejercitarse en la actitud de la distancia", mantener por sobre toda otra cosa la singularidad del individuo, aferrarse al pensamiento crítico, aunque nos cueste; porque la distancia y la vergüenza no pueden integrarse en el ciclo acelerado del capital, de la información y de la comunicación. Sería algo así como evitar entregarse voluntariamente, evitar desnudarse exponiéndose a la mirada panóptica. El "cliente transparente", según Han, es el nuevo morador del panóptico digital, donde no existe ninguna comunidad sino tan solo acumulaciones de egos incapaces de una acción común, política; en definitiva, incapaces de un "nosotros". Ya que la transparencia a la que se refiere convierte a las cosas y a los sujetos en elementos funcionales. Una transparencia que nos extirpa la vida privada. En su libro, Han identifica la sociedad de la transparencia con la sociedad positiva, debido a la ausencia de negatividad que comporta, entendida ésta como oscuridad, misterio, ocultación y duda. En palabras de La Pequi, como el mundo compra lo que ve, hay que serlo pero también parecerlo.

La vida, en general, no admite ninguna transparencia ¿por qué estamos entonces todo el tiempo intentando demostrar a quienes nos rodean que somos personas transparentes?

Dueño de una hipertrofia sentimental única, la filosofía nos advierte que este hombre moderno masivisado, aunque también individualista como pocos en la historia de la humanidad, proclama con entusiasmo y devoción: "Seamos felices ahora", un pensamiento New Age, festivo y nihilista, que muchas de las veces va acompañado de un moralismo agresivo (y armado, si es necesario) mientras la felicidad, como imperativo social, lo único que produce es una infantilización generalizada en este gigantesco parque de atracciones del hiperfestivismo donde habitamos. 

En la voz de un demiurgo, esto escribe Fiódor Dostoyevski  en 1880:

Les daremos una felicidad tranquila, resignada,  la felicidad de los seres débiles, tal y como han sido creados. Los obligaremos a trabajar, pero en las horas libres les organizaremos la vida como si fuera un juego de niños, con canciones infantiles y danzas inocentes. Les permitiremos también el pecado ¡son tan débiles e impotentes! y ellos nos amarán como niños a causa de nuestra tolerancia (…) y ya nunca tendrán secretos para nosotros (…), nos obedecerán con alegría.

Cualquier similitud con nuestra realidad actual es pura reflexión de Dostoyevski.

Sin embargo, cuando leo todas estas conclusiones acerca del hombre moderno, las redes sociales, la tecnología, la masividad y la felicidad como nuevo orden social,  también se me viene a la cabeza la voz del poeta bahiense Marcelo Díaz:

El Tato afanaba fasos
en el kiosco de la esquina,
meaba desde el techo a la vereda
y un día se hizo cura.

El Chile se choreó un Mercedes
para ganarse una minita;
fue a parar a Batán
y en un tumulto turbio
lo limpiaron.

Miguel está pelado, pero es buen tipo.

Norma, Laura y Marcela
son maestras, y todas
tienen más de un hijo.

El Cabezón embarazó a la novia y se cagó la vida.

El Topo se volvió abogado y si te ve, no te saluda.

Yo un día regalé
todos mis cassettes de Kiss, 
y ahora los extraño.

El Conejo era Campera Negra.
La vieja le gritaba todo el santo día:
Vas a terminar mal – le gritaba.
Me la veo venir – le gritaba.
Se casó con una gorda 
que lo hizo evangelista.

El Panza transa merca de cuarta y levanta quiniela.
Ya tuvo una entrada en Villa Floresta.
La mujer le mete los cuernos. 

Ricardito es Teniente de Navío y sueña
con un País definitivamente en Orden
y con rapar a todos esos 
negros
vagos 
de mierda.

Claudia se fue a Chile.

Silvina se fue a Santiago del Estero.

El hermano del Mono
se pegó un tiro en la cocina.
Siempre jugaba al fútbol con nosotros; 
era más chico,
pero no se notaba.

Vos un día cruzaste la mano
de izquierda a derecha
en el agua de la sierra.
Escribiste una cosa que no sé.

Yo en la misma que supiste:
un tipo cuidadoso
de no joder
el sueño de nadie.
Kwai Chang Caine caminando
sobre papel de arroz.

(Marcelo Díaz. Las ruinas de Disneylandia)


La máscara que porto


Y si de felicidad hablamos, la antropóloga feminista Rita Segato un día se preguntó por qué las mujeres somos más felices que los hombres. Partiendo de ese supuesto, pensó que la situación se expresa globalmente en el hecho de que en todo latinoamérica no hay un solo país donde los hombres mueran a edades más avanzadas que las mujeres. Es decir, que en la mayoría de los países los hombres mueren más jóvenes. Llegó a una conclusión interesante en la que sostiene que, acorde al mandato de masculinidad que se les ha impuesto desde pequeños, en su entorno familiar, en el entorno social, hay en los hombres una disminución en la capacidad para crear vínculos. Según Segato, que tiene mucha experiencia en estudios de campo con poblaciones masculinas, ellos carecen de esa actitud tan propia de las mujeres de ver a una persona una o dos veces en la vida y establecer con ella un vínculo sinérgico y empático que no solo funciona sino que se sostiene en el tiempo. Lo que sí hay en los hombres es el establecimiento de una especie de "sociedad" que ella denomina "cofradía masculina", pero que tiene más que ver con pertenecer a un grupo determinado, con ser parte de algo. Hoy un hombre, nos dice, para gozar de prestigio masculino frente a su entorno, es obligado a hacer cosas que no quiere hacer y muchas veces no hace lo que tiene ganas, con el agravante de que no siempre es consciente de todo esto.

La psicóloga jungueana Marie Louis Von Franz escribió:

 En el Hombre hay algo estructural heredado que le hace actuar y pensar de cierta manera, y por eso es que a veces no nos aclaramos acerca del origen de un contenido mental determinado. Es cierto que hay una psique que se manifiesta en los sueños de un modo involuntario, no controlado. Nos puede guiar hacia los deseos propios, mostrar lo que insistimos en negar.

Más allá de toda especulación sobre el inconsciente, es definitivo que las mujeres generamos formas vinculares crónicas; establecemos y mantenemos esos vínculos de afecto y de contención sin importar sexo, edad, raza o especie. Los hombres en cambio se comportan con mucha mayor prudencia y arrogancia en sus relaciones vinculares, sobre todo al inicio, como si un ojo omnipotente vigilara esas acciones o una voz interior les dijera cómo deben comportarse; muchas veces adjudicamos esas actitudes al "comportamiento natural del hombre", y muchas otras utilizamos el lema no por prejuicioso menos estúpido de que "los hombres son así" cuando en realidad son, al igual que nosotras, víctimas pasivizadas del mandato. Aquí sería necesario articular el concepto que desarrollara en algunos de sus ensayos el psicólogo José Luis Juresa, sobre la importancia psíquica que tiene la simbología del "padre clavado al madero" en la masculinidad. Metáfora ineludible del deber que tal vez, solo tal vez, nos ayude de aquí en más a pensar, a dicernir algunas viscosidades, algunos empecinamientos imposibles. Mientras tanto, y a pesar de todo, las mujeres seguimos construyendo relaciones.

Simil amor




El psicólogo argentino José Luis Juresa escribió un pequeño ensayo sobre amor, inmunidad y capitalismo. En él articula la idea por demás interesante de que un "similar del amor" habita entre nosotros. Tal como el simil cuero, forma parte del temido entramado capitalista.

Hoy la vida se vacía de erotismo y los sujetos se aplastan por la idealización de la tenencia de los bienes, materiales o no, y de las cualidades sociales. 

Vale decir, en las redes somos la pareja ideal, buenos padres, buenos amigos, hijos ejemplares, hermanos devotos, trabajadores incansables y personas de bien: no hay poema.

También existe una exacerbación de la relación con el propio cuerpo, pero desenganchado del otro; una suerte de abrazo de sí mismo, una especie de autismo social. Sin embargo, todo se trata de tomar aquello del sí mismo que, antes que aislarlo, lo acerca al otro y a la comunidad en la que vive y con la que construye un sentido real para su existencia.

Juresa afirma que en este sistema, en el que estamos metidos todos hasta las narices, el poder se construye por fuera del amor, con lo cual, una debilidad de tipo amoroso es interpretada siempre como una debilidad en el poder que cada sujeto construye, así que al reducirlo al error, se convierte al "fenómeno fallido" en un elemento que se puede manipular, es cierto, pero también corregir. 

"No pierdas tiempo en cosas del amor", nos aconsejan. "El amor debilita la razón", se lee todos los días. Mientras tanto, en este mar de acciones, el dinero sería un objeto a poseer. Parecería que es así, pero la pregunta que deberíamos hacernos es si ese es verdaderamente un deseo propio o ha sido implantado en el individuo que somos. El capitalismo implanta en el individuo muchas de las ideas acerca de lo que debe desear, lo que está bien y lo que está mal desear, a tal punto que lo llevamos normalizado.

El libro de Madame Chatterley, una de las pocas mujeres literarias de principios del siglo XX que se atrevió a desear y a vivir (no solo a imaginar) lo que sentía, fue publicado en 1928 y censurado hasta 1960. D.H Lawrence muestra en principio una mujer recatada y "correcta", a la altura de los ideales de la sociedad, hasta que irrumpe en escena la mítica figura de Pan, el guardián de la vida salvaje; las malas lenguas han dicho que es el propio autor hecho carne (más bien papel y tinta) en el Guardabosques que se convierte en su amante. 

Lawrence tiene un gran mérito por haber escrito esa novela, pero necesitó ajustarse de algún modo a su época y, quizá agobiado por el puritanismo social, justificar las decisiones de la protagonista otorgándole en la ficción un marido lisiado por la guerra, un marido conservador que solo entregaría a su mujer a cambio de un heredero. Razón de fuerza mayor, si las hay. En síntesis: Connie es una heroína, pero Lawrence necesitó obligarla con algunas circunstancias adversas. Sin embargo, para el deseo no hay excusas.

Retomando el asunto del simil amor de Juresa, frente al elemento disruptivo del amor (el amor es caos) el aparato de disciplinamiento, el aparato rectificador, actúa de inmediato como lo harían los anticuerpos, que avanzan sobre todo aquello que es extraño a su naturaleza, o al menos, a su funcionamiento. Idea que ya desarrollara con gran habilidad el filósofo sur-coreano Byung Chul Han. 

El amor, dentro de este marco, es un acontecimiento cada vez más raro, un fenómeno anormal, que si ocurre se corrige, a menos que sus condiciones estén dadas para servir al sistema; y para que el sistema logre digerirlo, para que logre aceptarlo, deberá ser tratado como un objeto de consumo más, para que se entienda: deberá cumplir "ciertas reglas". Vale decir que, como estamos en una época de "dueñidad", el amor deberá tenerse en propiedad, como se tiene un auto, una casa, o un lindo par de zandalias. Un souvenir más en la mesa de luz de la pareja moderna. Eso sí: blanca, heterosexual y clase media. 




La violencia de la positividad




Nos quieren realistas y prácticos, no hay duda. Porque un ente socialmente práctico es productivo, productivo es consumista. Consumidores, masificados e individualistas. Y en lo posible, poco contemplativos. La vita contemplativa presupone una determinada "pedagogía del mirar", que se aleja del consumo.

En su libro La sociedad del cansancio, el filósofo sur-coreano Byung Chul Han obtiene un paralelismo interesante entre Sociedad e Inmunología. Considera que en un sistema dominado por lo idéntico, solo se puede hablar de defensas en sentido figurado; lo idéntico, para la biología molecular, nunca genera anticuerpos, no produce resistencia; solo se rechaza, solo se defiende uno de la otredad, frente a lo extraño. Sólo lo extraño, lo otro, nos amenaza y nos transforma. 

Se impone así una de las formas de violencia contemporánea: la violencia de la positividad, de la sobreabundancia, de la superproducción, que es a su vez la violencia del control y la disuasión. Es que la violencia de la positividad actual no presupone ninguna enemistad, justamente se propaga sobre una sociedad pacífica y permisiva que quiere "conseguir cosas", cualquiera sea el precio. 

Han sostiene que la sociedad disciplinaria de Foucault, como tal, ya no tiene sentido de ser analizada simplemente porque ha mutado, hemos cambiado las unidades de disciplina por gimnasios, aviones, grandes centros comerciales y laboratorios de genética. Ahora somos una sociedad del rendimiento: producir, obtener, lograr, conseguir, encontrar: todos verbos positivos. Hemos dejado atrás incluso el negativismo de ciertas palabras como No poder, proveniente de la prohibición o Deber inherente a la obligación. Ahora, al ser sujetos más que nada rendidores, el verbo modal positivo que se corresponde con el nuevo paradigma es el verbo Poder, sin límites, y su plural afirmativo Yes, we can. A una sociedad disciplinaria la rige el No, su negatividad genera locos y criminales. La sociedad del rendimiento, en cambio, genera depresivos y fracasados. 

Y vaya si la positividad es eficiente, el sujeto de rendimiento es más rápido y más productivo que el sujeto de obediencia. Sin embargo, el poder no anula el deber, el sujeto de rendimiento sigue siendo un sujeto disciplinado. Los psicólogos sociales aseguran que no ha habido ruptura entre deber y poder sino continuidad, y que el individuo moderno depresivo se caracteriza por un único pensamiento: "Nada es posible" se dice a sí mismo. Esa idea en su cabeza solo puede venir de una sociedad que tiene como norma creer que ya "Nada es imposible". Creer que todo es posible genera en este sujeto, cuando no consigue lo que desea, tan solo autoagresión.  De ese modo, la depresión es una enfermedad que sufre una sociedad con exceso de positividad.

Escuché varias opiniones sobre Han, algunas hablaban de una crítica moral excesiva sobre la sociedad actual; sin embargo, no pude dejar de  pensar todo el libro como una gran advertencia, una invitación a ver qué nos pasa aquí y ahora. Y al final me quedé con una frase de Chomsky: 


El intelecto y la disidencia van siempre de la mano.







De conscientes e inconscientes


La psicóloga suiza Marie Louis Von Franz nos advierte en su libro:


La conciencia es esencial para el inconsciente

Creo que todos sabemos que a continuación va a decir algo poderoso. Y ella aclara después: "porque sin la consciencia el inconsciente no puede vivir". La conciencia es, sobre todo, un buen canal de comunicación a través del cual el inconsciente puede fluir siempre que el individuo tenga una actitud doble, paradójica -sigue- entonces el inconsciente puede manifestarse, y se puede (acá viene lo bueno) evitar el endurecimiento de la actitud consciente que va en contra del inconsciente, lo que significa siempre una escisión en la personalidad, incluso en la civilización entera.

Si uno tiene una actitud consciente que está dispuesta a aceptar el opuesto, a aceptar el conflicto y las contradicciones, entonces se puede conectar con el inconsciente.  Eso es lo que siempre deberíamos intentar lograr. Producir una actitud consciente con la cual se pueda mantener abierta la puerta, lo que significa que uno nunca debe estar demasiado seguro de sí mismo ni de que lo que dice sea la única posibilidad; nunca se debe estar demasiado seguro de una decisión. Se ha de tener un ojo y un oído abiertos para lo opuesto, para la otra cosa. Esto no significa debilidad, ni incapacidad de defenderse. Significa actuar de acuerdo con la propia convicción consciente, pero teniendo la humildad de mantener la puerta abierta a riesgo de que a uno le demuestren su error. Esa sería la actitud de una consciencia en contacto viviente con el otro lado, el lado oscuro. Esta sería una actitud flexible frente al error. 

Según Von Franz, la conciencia tiende siempre a ser unilateral y a estar segura de sí misma, y eso va en desmedro del misterio de la vida. Pero la conciencia puede tener la doble actitud, y entonces ilumina el misterio de la vida, en vez de dañarlo. La actitud humilde que mantiene siempre la puerta abierta es la aceptación necesaria del hecho de que uno puede equivocarse, en lo moral, en lo científico, en lo que sea, o de que uno puede saber hasta cierto punto, pero sin estar seguro, y que incluso la mayor de las certidumbres puede no ser más que negativa, o sólo algo verosímil de acuerdo con lo cual actúo. Lo que se requiere es una actitud consciente conectada con la actitud religiosa, prestar siempre humilde y cuidadosa consideración al factor desconocido, o sea, decir: «Creo que esto es lo que corresponde hacer», y seguir atento a cualquier signo que nos advierta que no lo hemos tenido todo en cuenta.

Este mundo casi nos obliga a pensar lo menos posible, a tomar las decisiones correctas; nos quiere adocenados, en serie, acordes, nos pone reglas; la consigna es hacer lo que se debe hacer, y como si eso fuera poco,  estar seguros de eso, a ser seguros de nosotros mismos o por lo menos a mostrarnos frente a otros como si lo fuéramos. La psicología, sin embargo, nos aconseja todo lo contrario, permitir siempre la duda. Es que muchas veces desde el sótano viene la luz.



Receta y prepara



En su libro AlquimiaIntroducción al simbolismo, la psicóloga austriaca Marie Louis Von Franz nos acerca al origen de lo que hoy conocemos como receta médica. Proveniente de antiquísimas tradiciones, este origen se remonta a los médicos brujos africanos; en aquel entonces, por lo general se limitaban a la preparación de filtros de amor, medicinas para asegurar la belleza, aleaciones y cosas semejantes. En principio, todas esas recetas eran guardadas celosamente como secretos, cuyo conocimiento se le permitía solamente a los artesanos del metal y a los médicos brujos, encargados de ejecutar las técnicas de preparación y de guardar el secreto. 

Es probable que durante la civilización egipcia hayan sido transmitidas por cierta clase de sacerdotes que, con el permiso del faraón reinante, tenía el monopolio de la manufactura de aleaciones y medicinas, cuyas recetas debieron de conservar en libros también secretos que eran guardados en los templos. Curioso paralelo con la actividad que desarrollamos hoy en día los farmacéuticos en nuestras oficinas y con nuestros libros recetarios.

En el museo de El Cairo hay actualmente un papiro, rescatado de una excavación, que contiene escritas todas las recetas para embalsamar cadáveres. Las instrucciones para este complicadísimo procedimiento están dadas de manera puramente técnica y química, sin omitir detalle. Se sabe que por entonces este era el secreto de la clase de los Sacerdotes de Anubis, y constituía un conocimiento que sólo se impartía a sacerdotes iniciados. 

La alquimia como técnica se remonta a las más antiguas tradiciones de los médicos brujos africanos, pero todavía hoy se la puede descubrir y en forma más que simple, ya que la actitud psicológica y el secreto en que se apoyan tales procedimientos siguen siendo los mismos.


El simbolismo de la alquimia



Cánticos que resuenan en la noche, 
como sierpes ondeantes de bravura; 
dosel de fina gasa transfiguran 
un solemne ritual, de este poder. 
Rebeldes, pero heroicos fueron siempre, 
aquellos, que, en virtud en aliciente, 
pudieron entregar sin calcular.


Marie Louis Von Franz fue una psicóloga austriaca formada a la sombra -por lo menos en principio- del psiquiatra suizo Carl Gustav Jung. Fue su discípula, pero también una analista incansable de su obra y de sus sueños. Se conocieron en un intento de Jung por conectar con la sangre joven de su época. Un hombre ya envejecido, que propuso a un grupo mixto de alumnos del bachillerato que lo visitaran en su casa para hablar.
Marie refiere que esa noche volvió a casa sintiendo que le llevaría por lo menos diez años asimilar el contenido de todo lo que él había dicho. Después de esa primera vez, él pidió al grupo seguir con las entrevistas, y entonces Marie y Jung forjaron una relación en la que él se dio cuenta de la importancia que ella tendría en su vida y en su obra, una importancia como individuo, como ser pensante.

Y la alquimia finalmente ocurrió.

Amistad con su ánima mediante, Jung tiene que haber sentido en carne propia que hombres y mujeres podemos ser iguales, por lo menos en cuanto a inteligencia y pensamiento. En este acto de reconocimiento Jung entendió algo que, según la misma Marie afirmara después, su amante, el físico teórico Wolfgang Pauli, no pudo: que el reconocimiento del otro es una lucidez, una iluminación, un entendimiento con el cuerpo, un cambio interno que, en este caso, la mujer puede acompañar (a veces a bofetadas, es cierto) pero que no puede operar por sí misma, porque depende pura y exclusivamente de la maduración emocional masculina, y que reconocer a una mujer como par es reconocerlas a todas. Jung no se lo planteó como un problema teórico, porque en una teoría como la de los Arquetipos no se puede concluir si no es en la práctica.

Amigarse con el ánima (o con el ánimus) quizá tenga que ver con dejar de mirar al otro como si fuera un monstruo insensible y frío salido de un cuento, atreverse a asesinar a mamá y papá (simbólicamente, no se emocionen) y aceptar que ese otro no es más que un ser humano al que le cuesta lidiar con algunos rasgos de su personalidad, pero que en realidad no se ha bebido nunca la sangre de nadie. También debe tener que ver con dejar de mirarse a uno mismo como un monstruo horripilante.

Pero volviendo al eje del trabajo de Marie, la cosa es que ella dictó una serie de conferencias que después se convirtieron en un ensayo soberbio, por demás interesante, sobre la Alquimia como símbolo, como Mito Universal, asunto que antes había sido tratado también por Jung, donde hizo un abordaje psicológico-social que deja fuera todo tipo de especulación esotérica. En él nos advierte que la alquimia es, en sí misma, tremendamente oscura y compleja, dio paso a la Ciencias Químicas, tremendamente oscuras y complejas. Sus textos antiguos son muy difíciles de leer, de manera que se necesita un bagaje enorme de conocimiento técnico si quiere uno adentrarse en este campo desde la antigüedad hasta nuestros días. En Alquimia, Marie se refiere por supuesto a la Conjunctio, es decir, la unión de los opuestos, femenino y masculino, consciente e inconsciente.

También intenta demostrar la importancia de la Alquimia como mito, lo hace desde su análisis en las civilizaciones primitivas. Entre otras cosas, nos asegura en su ensayo que, para sobrevivir, toda civilización necesita apoyarse en un "mito vivo". Según su perspectiva, el catolicismo como mito ha sido deficiente, no nos alcanzó y por eso es que prácticamente ha muerto; bien por no incluir lo femenino en cantidad suficiente, bien por contener y reducir lo femenino a lo purificado y sacro, cosa absurda si las hay, representado en la figura de la Virgen María.

La alquimia nos invita a reflexionar que el catolicismo no ha tomado muy enserio la materia, en consecuencia tampoco el cuerpo ni la sexualidad, la ha excluido por completo de sus planes, la ha rebajado al espacio poco propicio de la muerte y ha instaurando la idea de que esta pertenece a los oscuros dominios del diablo. Sin embargo, muy a pesar del catolicismo, algunos de nosotros intentamos descartar lo que nos enseñaron nuestros padres, aceptar que somos hijos de los cuerpos.

Según Von Franz la importancia de la alquimia como Mito radica en que esta es, exactamente, todo aquello que la Iglesia niega, todo aquello que nos enseñaron a negar: la manifestación de los opuestos, la irrupción de la oscuridad, la presencia de la materia. Así, la alquimia contiene las tres características que el catolicismo insiste en negar, eso la convierte en su complemento perfecto, el único capaz de hacerlo renacer.

Creo que a estas alturas no quedan dudas de lo que Dios olvidó contarnos.

La ironía de Dios 💕




La iglesia sostiene que poder amar a otro es en realidad un don que proviene directamente de Dios; un don inefable, aclara, porque no puede (ni debe) ser explicado, aunque sabemos que tiene cualidades excelsas.
También Borges dejó algo dicho respecto de ciertos dones y la ironía de Dios:

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso, yo
que me figuraba el paraíso
bajo la especie de una biblioteca

Algo que, ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y las sombras

Bruja



Deja caer las agujas sobre el regazo. La mecedora se mueve imperceptiblemente. Paula tiene una de esas extrañas impresiones que la acometen de tiempo en tiempo; la necesidad imperiosa de aprehender todo lo que sus sentidos puedan alcanzar en el instante. Trata de ordenar sus inmediatas intuiciones, identificarlas y hacerlas conocimiento: movimiento de la mecedora, dolor en el pie izquierdo, picazón en la raíz del cabello, gusto a canela, canto del canario flauta, luz violeta en la ventana, sombras moradas a ambos lados de la pieza, olor a viejo, a lana, a paquetes de cartas. Apenas ha concluido el análisis cuando la invade una violenta infelicidad, una opresión física como un bolo histérico que le sube a las fauces y le impulsa a correr, a marcharse, a cambiar de vida; cosas a las que una profunda inspiración, cerrar dos segundos los ojos y llamarse a sí misma estúpida bastan para anular fácilmente.
La juventud de Paula ha sido triste y silenciosa, como ocurre en los pueblos a toda muchacha que prefiera la lectura a los paseos por la plaza, desdeñe pretendientes regulares y se someta al espacio de una casa como suficiente dimensión de vida. Por eso, al apartar ahora los claros ojos del tejido —un pull-over gris simplísimo—, se acentúa en su rostro la sombría conformidad del que alcanza la paz a través de moderado razonamiento y no con el alegre desorden de una existencia total. Es una muchacha triste, buena, sola. Tiene veinticinco años, terrores nocturnos, algo de melancolía. Toca Schumann en el piano y a veces Mendelssohn; no canta nunca pero su madre, muerta ya, recordaba antaño haberla oído silbar quedamente cuando tenía quince años, por las tardes.
—Sea como sea —pronuncia Paula—, me gustaría tener aquí unos bombones.
Sonríe ante la fácil y ventajosa sustitución de anhelos; su horrible ansiedad de fuga se ha resumido en un modesto capricho. Pero deja de sonreír como si le arrancaran la risa de la boca: el recuerdo de la mosca se asocia a su deseo, le trae un inquieto temblor a las manos vacantes.
Paula tiene diez años. La lámpara del comedor siembra de rojos destellos su nuca y la corta melena. Por sobre ella —que los siente altísimos, lejanos, imposibles—, sus padres y el viejo tío discuten cuestiones incomprensibles. La negrita sirvienta ha puesto frente a Paula el inapelable plato de sopa. Es preciso comer, antes que la frente de la madre se pliegue con sorprendido disgusto, antes que el padre, a su izquierda, diga: «Paula», y deposite en esa simple nominación una velada suerte de amenazas.
Comer la sopa. No tomarla: comerla. Es espesa, de tibia sémola; ella odia la pasta blanquecina y húmeda. Piensa que si la casualidad trajera una mosca a precipitarse en la inmensa ciénaga amarilla del plato, le permitirían suprimirlo, la salvarían del abominable ritual. Una mosca que cayera en su plato. Nada más que una pequeña, mísera mosca opalina.
Intensamente tiene los ojos puestos en la sopa. Piensa en una mosca, la desea, la espera.
Y entonces la mosca surge en el exacto centro de la sémola. Viscosa y lamentable, arrastrándose unos milímetros antes de sucumbir quemada.
Se llevan el plato y Paula está a salvo. Pero ella jamás confesará la verdad; jamás dirá que no ha visto caer la mosca en la sémola. La ha visto aparecer, que es distinto.
Todavía estremecida por el recuerdo, Paula se pregunta la razón de no haber insistido, alcanzado la seguridad de lo que sospecha. Tiene miedo: ésa es la respuesta. Toda su vida ha tenido miedo. Nadie cree en las brujas, pero si descubren una la matan. Paula ha guardado en el vasto cofre de sus muchos silencios una íntima seguridad; algo le dice que ella puede. Ha dejado irse la infancia entre balbuceos y esperanzas; está viendo pasar su juventud como una tristísima diadema suspendida en el aire por manos vacilantes, deshojándose despacio. Su vida es así; tiene miedo, quisiera comer bombones. Los pull-overs y las mañanitas se amontonan en los armarios; también los manteles finamente diseñados con motivos de Puvis de Chavannes. No ha querido adaptarse al pueblo; Raúl, Atilio González, el pálido René, son testigos de antaño; la quisieron, la buscaron, ella les sonrió al rechazarlos. Los temía como a sí misma.
—Sea como sea, me gustaría tener aquí unos bombones.
Está sola en la casa. El viejo tío juega al billar en el Tokio. Empieza Paula a sentir la tentación, por primera vez intensa hasta darle náuseas. Por qué no, por qué no. Afirma preguntando, pregunta al afirmar. Es ya algo fatal, hay que hacerlo. Y como aquella vez, concentra su deseo en los ojos, proyecta la mirada sobre la mesa baja puesta al lado de la mecedora, toda ella se lanza tras su mirada hasta sentir de sí misma como un vacío, un gran molde hueco que antes ocupara, una evasión total que la desgaja de su ser, la proyecta en voluntad...
Y ve surgir poco a poco la materialización de su deseo. Finas láminas rosadas, reflejos tenues de papel de plata con listas azules y rojas; brillo de mentas, de nueces pulimentadas; oscura concreción del chocolate perfumado. Todo ello transparente, diáfano; el sol que alcanza el borde de la mesa percute en la creciente masa, la llena de translúcidas penetraciones; pero Paula fija todavía más la voluntad en su obra e irrumpe al fin la opacidad triunfante de la materia lograda. El sol es rechazado en cada pulida superficie, las palabras de las envolturas se afirman categóricas; y eso es una fina pirámide de bombones. Praline. Moka. Nougat. Rhum. Kummel. Maroc...
La iglesia es ancha, pegada a la tierra. Las mujeres retardan con charlas su vuelta de misa, apoyando en la sombra espesa de los árboles placeros el deseo de quedarse. Han visto asomar a Paula bellamente vestida de azul, y la contemplan insidiosas en su furtivo camino solitario. El misterio de esa nueva vida las altera, las enajena; apenas puede tolerarse que el misterio resista tanta prolija indagación. El viejo tío ha muerto; Paula vive sola en la casa. Nunca hubo fortuna en la familia; pero ese vestido azul...
Y el anillo; porque han visto el anillo centelleante que a veces, en los intervalos del cine local, se enciende con insolencia cuando Paula, mecánicamente, echa hacia atrás el ala vibrante de su pelo castaño.
Paula reza diariamente en la iglesia del pueblo. Reza por sí, por su horrendo crimen. Reza por haber matado un ser humano.
¿Era un ser humano? Sí lo era, sí lo era. Cómo pudo ella dejarse arrastrar por la tentación, invadir los territorios de lo anormal, desear una figurita animada que le recordara sus muñecas de infancia. El anillo, el vestido azul, todo estaba bien; no había pecado en desearlos. Pero concebir la muñeca viva, pensarla sin renuncia... Aquella medianoche, la figurita se sentó en el borde de la mesa sonriendo con timidez. Tenía pelo negro, pollera roja, corselete blanco; era su muñeca Nené, pero estaba viva. Parecía una niña, y con todo Paula presintió que una terrible madurez informaba ese cuerpo de veinte centímetros de alto. Una mujer, una mujer que su extravío acababa de crear.
Y entonces la mató. Le fue preciso borrar la obra que fatalmente sería descubierta y atraería sobre ella el nombre y el castigo de las brujas. Paula conocía su pueblo; no tuvo valor de huir. Casi nadie huye de los pueblos, y por eso los pueblos triunfan. De noche, cuando la figurita silenciosa y sonriente se durmió sobre un almohadón, Paula la llevó a la cocina, la puso en el horno de gas y abrió la llave.
Estaba enterrada en el patio del limonero. Por ella y por sí misma, la asesina rezaba, diariamente en la iglesia.
Es de tarde, llueve. Vivir es triste en una casa sola. Paula lee poco, apenas toca el piano. Quisiera algo, no sabe qué. Quisiera no tener miedo, evadirse. Piensa en Buenos Aires; acaso en Buenos Aires, donde no la conocen. Acaso en Buenos Aires. Pero su razón le dice que mientras se lleve a sí misma consigo el miedo ahogará su felicidad en todas partes. Quedarse, entonces, y ser pasablemente dichosa. Crearse una dicha hogareña, envolverse en el cumplimiento de mil pequeños deseos, de los caprichos minuciosamente destruidos en su infancia y su juventud. Ahora que ella puede, que lo puede todo. Dueña del mundo, si solamente se animara a...
Pero el miedo y la timidez le cierran la garganta. Bruja, bruja.
Para las brujas, el infierno.
Las mujeres no tienen toda la culpa. Si creen que Paula vende en secreto su cuerpo es porque el origen de tan insólito bienestar les es incomprensible. Está la cuestión de su casa de campo. Las ropas y el auto, la piscina, los perros finos y el abrigo de visón. Pero el amante no habita en el pueblo, eso es seguro; y Paula no se aleja casi nunca de su residencia. ¿Habrá hombres tan poco exigentes?
Ella cosecha las miradas, recoge comentarios por boca de pocos amigos de familia que acuden a veces, con lenguaje libre de preguntas, a beber una taza de té. Sonríe tristemente y dice que no le importa, que es feliz. Sus amigos, antiguos cortejantes convencidos del imposible, comprueban tanta felicidad en la mirada de Paula. Ahora hay como un brillo de fósforo en sus pupilas claras. Cuando vierte el té en las finas tazas su gesto tiene algo de triunfante, contenido por un carácter tímido que se rehuye a sí mismo la ostentación de lo logrado.
A solas, Paula recuerda su labor de demiurgo; la lenta, meticulosa realización de los deseos. El primer problema fue la casa; tener una casa en las afueras del pueblo, con la comodidad que su ocio reclamaba. Buscó el lugar, el ambiente; cerca del camino real, aunque no excesivamente cerca. Tierras altas, aguas sin sal. Creó dinero para adquirir el terreno y estuvo por confiarse a un arquitecto para que le construyera la residencia. Sin embargo la detenía el temor de manejar cuestiones financieras, acrecentar sospechas latentes en todo saludo, más precisamente en los muchos silencios desdeñosos. Una tarde, a solas en su tierra, pensó crear la casa pero tuvo miedo. La vigilaban, la seguían; en los pueblos una casa no brota de la nada. No debe brotar de la nada. Había que acudir al arquitecto, entonces; Paula dudaba, amedrentándose ante cada problema. Irse del pueblo hubiera concluido con todo; eso y ser valiente: los imposibles.
Entonces hizo algo grande: crear, no la casa, sino la construcción de la casa. Aplicándose noche y día, logró que la residencia fuera edificada sin despertar en nadie el temido azoramiento. Creó paso a paso la construcción de su finca, y aunque hubo días en que se preguntó qué harían los obreros al concluirla, tuvo al fin la satisfacción de ver que aquellos hombres se marchaban en silencio, contando su dinero. Entonces entró en su casa, que era verdaderamente hermosa, y se dedicó a amueblarla poco a poco.
Era divertido; tomaba una revista, en busca de un ambiente que la complaciera, elegía el lugar preciso y creaba cosa por cosa esas predilectas imágenes. Tuvo gobelinos; tuvo un tapiz de Teherán; tuvo un cuadro de Guido Reni; tuvo peces chinescos, perros pomerania, una cigüeña. Los pocos amigos que acudían a la casa eran recibidos en habitaciones prolijas, de discreto gusto burgués; Paula los esperaba cordialmente, los llevaba a pasear por la casa y los jardines, mostrándoles los crisantemos y las violetas; y como ella era la discreción misma, los visitantes bebían su té y se marchaban de la residencia sin descubrir nada nuevo.
Integró una biblioteca con volúmenes rosa, tuvo casi todos los discos de Pedro Vargas y algunos de Elvira Ríos; llegó un momento en que ya poco deseaba y su capricho sólo halló ejercicio en alguna golosina, un perfume nuevo, una sazón de pescado. Pero después Paula quiso tener un hombre que la amara, y aunque vaciló largo tiempo entre recibir en su lecho a cualquiera de sus fieles pretendientes o crear un ser que cumpliera en todo sus románticas visiones de antaño, comprendió que no había alternativas y que le era forzoso decidirse por lo último. Un amante del pueblo hubiera preguntado, inquirido hasta descubrir, más allá de la sonrisa, el poder de la bruja. Y entonces hubiera sido el terror, la persecución, la locura.
Creó su hombre. Su hombre la amó. Era bello, fino, se llamaba Esteban, jamás quería salir de la casa: así tenía que ser. Ya enteramente aislada de sus semejantes, Paula negó el té a los amigos y éstos presintieron la regencia de un macho en la casa. Tristes de corazón, se volvieron al pueblo.
Ella recuerda ahora su labor de demiurgo. Es casi de noche; Paula no está triste y sin embargo hay una mano fría que se apoya en su pecho, cubriéndole el hueco entre los senos con una firme opresión. «Estoy cansada», se dice. «He tenido que pensar tanto, que desear tanto...». Comprende, sin palabras, la tremenda fatiga de Dios. También ella necesita su séptimo día para ser enteramente feliz.
Esteban se reclina a su lado, mirándola con hondos ojos negros; le sonríe, un poco como un hijo.
—Paula —murmura.
Ella le acaricia el pelo sin hablar. Es difícil no sentirse maternal con ese muchacho demasiado sensible, desasido de todo lazo humano, íntegramente dado a la tarea de adorarla. Esteban no hace preguntas, parece estar siempre esperando su voz. Es mejor así.
Y de pronto, como una lejana llamada de cuernos, Paula tiene la débil pero distinta sensación de estar enferma, de que se va a morir, de que el séptimo día viene sin aplazo posible.
Cuando los dos médicos retornan al pueblo, es bien poco lo que tienen que decir. Lo mismo al siguiente día. En la tarde del tercero, el automóvil de los médicos rodea la plaza y se detiene ante la cochería principal.
Es entonces que los amigos de Paula deben luchar contra el desatado rencor de todo un pueblo cristiano. Las esposas, las hermanas, los profesores de moral lugareña; hay quienes aspiran a que Paula se corrompa en la soledad de su casa, libre y abandonada como su vida. Lo que se elige en este mundo ha de mantenerse en el otro. Y son pocos, apenas cinco hombres silenciosos, los que acuden por la noche a la residencia para velar el cadáver de la amiga.
Los empleados de la cochería y dos mujeres de la granja vecina han puesto a la muerta en el ataúd y montado la capilla ardiente. Los amigos encuentran, casi sin sorpresa, a Esteban. Lo ven por primera vez, estrechan su mano. Esteban parece no comprender; está sentado en un alto sillón de respaldo calado, a la derecha del cadáver. A intervalos se levanta, va hasta Paula y la besa en la boca; un beso fresco, fuerte, que los amigos contemplan con espanto. El beso de un joven guerrero a su diosa antes de la batalla. Después vuelve Esteban a su asiento y se inmoviliza, mirando por encima del ataúd hacia la pared.
Paula ha muerto al atardecer y es medianoche ya. Los amigos están solos, con ella y Esteban. Afuera hace frío y algunos piensan en el pueblo, en las botellas de agua caliente de los lechos, en los boletines de radio.
En semicírculo miran a Paula que yace sin esfuerzo, como por fin liberada de una carga superior a sus pequeños hombros que han conservado siempre algo de la forma niña. Las larguísimas pestañas vierten una mínima sombra sobre los pómulos grises. Los médicos han dicho que su muerte ha sido lenta pero sin lucha, como una madurez de fruto. Y por los cinco amigos pasa, alternativamente, el mismo tierno y manido pensamiento: «Parece dormida».
¿Por qué entra tanto frío en la habitación? Es repentino, por bocanadas crecientes. Tal vez un frío que nace de adentro, piensan los amigos; suele sentirse en los velatorios. Un poco de coñac... Y cuando uno de ellos mira a Esteban, rígido en su sillón, siente como un horror que repentinamente le crece y le invade el pelo, las manos, la lengua; a través del pecho de Esteban está viendo los calados del respaldo del sillón. Los otros siguen su mirada y lividecen. El frío sube, sube como una marea. Más allá de la puerta cerrada se yergue de pronto la masa espesa del monte de eucaliptos bañado de luna; y ellos comprenden que lo están viendo través de la puerta cerrada. Ahora son las paredes que ceden ante el paisaje del campo, la granja vecina, todo bajo una cruda luz de plenilunio; y Esteban es ya una burbuja de gelatina, bello y lamentable en su sillón que cede como él ante el avance de la nada. Del techo entra un chorro de luz plateada quitando nitidez a los resplandores de la capilla ardiente. Por la suela de los zapatos sienten ahora los cinco amigos filtrarse una humedad de tierra fresca, con césped y tréboles, y cuando se miran, incapaces de pronunciar la primera palabra de la revelación, están ya solos con Paula, con Paula y la capilla ardiente que se levanta desnuda en medio del campo, bajo la luna inevitable.

Julio Cortázar. 1943

Después del almuerzo



Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en mi cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa tarde tenía que llevarlo de paseo.

Lo primero que contesté fue que no, que lo llevara otro, que por favor me dejaran estudiar en mi cuarto. Iba a decirles otras cosas, explicarles por qué no me gustaba tener que salir con él, pero papá dio un paso adelante y se puso a mirarme en esa forma que no puedo resistir, me clava los ojos y yo siento que se me van entrando cada vez más hondo en la cara, hasta que estoy a punto de gritar y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Mamá en esos casos no dice nada y no me mira, pero se queda un poco atrás con las dos manos juntas, y yo le veo el pelo gris que le cae sobre la frente y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Entonces se fueron sin decir nada más y yo empecé a vestirme, con el único consuelo de que iba a estrenar unos zapatos amarillos que brillaban y brillaban.

Cuando salí de mi cuarto eran las dos, y tía Encarnación dijo que podía ir a buscarlo a la pieza del fondo, donde siempre le gusta meterse por la tarde. Tía Encarnación debía darse cuenta de que yo estaba desesperado por tener que salir con él, porque me pasó la mano por la cabeza y después se agachó y me dio un beso en la frente. Sentí que me ponía algo en el bolsillo.

-Para que te compres alguna cosa -me dijo al oído-. Y no te olvides de darle un poco, es preferible.

Yo la besé en la mejilla, más contento, y pasé delante de la puerta de la sala donde estaban papá y mamá jugando a las damas. Creo que les dije hasta luego, alguna cosa así, y después saqué el billete de cinco pesos para alisarlo bien y guardarlo en mi cartera donde ya había otro billete de un peso y monedas.

Lo encontré en un rincón del cuarto, lo agarré lo mejor que pude y salimos por el patio hasta la puerta que daba al jardín de adelante. Una o dos veces sentí la tentación de soltarlo, volver adentro y decirles a papá y mamá que él no quería venir conmigo, pero estaba seguro de que acabarían por traerlo y obligarme a ir con él hasta la puerta de calle. Nunca me habían pedido que lo llevara al centro, era injusto que me lo pidieran porque sabían muy bien que la única vez que me habían obligado a pasearlo por la vereda había ocurrido esa cosa horrible con el gato de los Álvarez. Me parecía estar viendo todavía la cara del vigilante hablando con papá en la puerta, y después papá sirviendo dos vasos de caña, y mamá llorando en su cuarto. Era injusto que me lo pidieran.

Por la mañana había llovido y las veredas de Buenos Aires están cada vez más rotas, apenas se puede andar sin meter los pies en algún charco. Yo hacía lo posible para cruzar por las partes más secas y no mojarme los zapatos nuevos, pero en seguida vi que a él le gustaba meterse en el agua, y tuve que tironear con todas mis fuerzas para obligarlo a ir de mi lado. A pesar de eso consiguió acercarse a un sitio donde había una baldosa un poco más hundida que las otras, y cuando me di cuenta ya estaba completamente empapado y tenía hojas secas por todas partes. Tuve que pararme, limpiarlo, y todo el tiempo sentía que los vecinos estaban mirando desde los jardines, sin decir nada pero mirando. No quiero mentir, en realidad no me importaba tanto que nos miraran (que lo miraran a él, y a mí que lo llevaba de paseo); lo peor era estar ahí parado, con un pañuelo que se iba mojando y llenando de manchas de barro y pedazos de hojas secas, teniendo que sujetarlo al mismo tiempo para que no volviera a acercarse al charco. Además yo estoy acostumbrado a andar por las calles con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando o mascando chicle, o leyendo las historietas mientras con la parte de abajo de los ojos voy adivinando las baldosas de las veredas que conozco perfectamente desde mi casa hasta el tranvía, de modo que sé cuándo paso delante de la casa de la Tita o cuándo voy a llegar a la esquina de Carabobo. Y ahora no podía hacer nada de eso y el pañuelo me empezaba a mojar el forro del bolsillo y sentía la humedad en la pierna, era como para no creer en tanta mala suerte junta.

A esa hora el tranvía viene bastante vacío, y yo rogaba que pudiéramos sentarnos en el mismo asiento, poniéndolo a él del lado de la ventanilla para que molestara menos. No es que se mueva demasiado, pero a la gente le molesta lo mismo y yo comprendo. Por eso me afligí al subir, porque el tranvía estaba casi lleno y no había ningún asiento doble desocupado. El viaje era demasiado largo para quedarnos en la plataforma, el guarda me hubiera mandado que me sentara y lo pusiera en alguna parte; así que lo hice entrar en seguida y lo llevé hasta un asiento del medio donde una señora ocupaba el lado de la ventanilla. Lo mejor hubiera sido sentarse detrás de él para vigilarlo, pero el tranvía estaba lleno y tuve que seguir adelante y sentarme bastante más lejos. Los pasajeros no se fijaban mucho, a esa hora la gente va haciendo la digestión y está medio dormida con los barquinazos del tranvía. Lo malo fue que el guarda se paró al lado del asiento donde yo lo había instalado, golpeando con una moneda en el fierro de la máquina de los boletos, y yo tuve que darme vuelta y hacerle señas de que viniera a cobrarme a mí, mostrándole la plata para que comprendiera que tenía que darme dos boletos, pero el guarda era uno de esos chinazos que están viendo las cosas y no quieren entender, dale con la moneda golpeando contra la máquina. Me tuve que levantar (y ahora dos o tres pasajeros me miraban) y acercarme al otro asiento. «Dos boletos», le dije. Cortó uno, me miró un momento, y después me alcanzó el boleto y miró para abajo, medio de reojo. «Dos, por favor», repetí, seguro de que todo el tranvía ya estaba enterado. El chinazo cortó el otro boleto y me lo dio, iba a decirme algo pero yo le alcancé la plata y me volví en dos trancos a mi asiento, sin mirar para atrás. Lo peor era que a cada momento tenía que darme vuelta para ver si seguía quieto en el asiento de atrás, y con eso iba llamando la atención de algunos pasajeros. Primero decidí que sólo me daría vuelta al pasar cada esquina, pero las cuadras me parecían terriblemente largas y a cada momento tenía miedo de oír alguna exclamación o un grito, como cuando el gato de los Álvarez. Entonces me puse a contar hasta diez, igual que en las peleas, y eso venía a ser más o menos media cuadra. Al llegar a diez me daba vuelta disimuladamente, por ejemplo arreglándome el cuello de la camisa o metiendo la mano en el bolsillo del saco, cualquier cosa que diera la impresión de un tic nervioso o algo así.

Como a las ocho cuadras no sé por qué me pareció que la señora que iba del lado de la ventanilla se iba a bajar. Eso era lo peor, porque le iba a decir algo para que la dejara pasar, y cuando él no se diera cuenta o no quisiera darse cuenta, a lo mejor la señora se enojaba y quería pasar a la fuerza, pero yo sabía lo que iba a ocurrir en ese caso y estaba con los nervios de punta, de manera que empecé a mirar para atrás antes de llegar a cada esquina, y en una de esas me pareció que la señora estaba ya a punto de levantarse, y hubiera jurado que le decía algo porque miraba de su lado y yo creo que movía la boca. Justo en ese momento una vieja gorda se levantó de uno de los asientos cerca del mío y empezó a andar por el pasillo, y yo iba detrás queriendo empujarla, darle una patada en las piernas para que se apurara y me dejara llegar al asiento donde la señora había agarrado una canasta o algo en el suelo y ya se levantaba para salir. Al final creo que la empujé, la oí que protestaba, no sé cómo llegué al lado del asiento y conseguí sacarlo a tiempo para que la señora pudiera bajarse en la esquina. Entonces lo puse contra la ventanilla y me senté a su lado, tan feliz aunque cuatro o cinco idiotas me estuvieran mirando desde los asientos de adelante y desde la plataforma donde a lo mejor el chinazo les había dicho alguna cosa.

Ya andábamos por el Once, y afuera se veía un sol precioso y las calles estaban secas. A esa hora si yo hubiera viajado solo me habría largado del tranvía para seguir a pie hasta el centro, para mí no es nada ir a pie desde el Once a Plaza de Mayo, una vez que me tomé el tiempo le puse justo treinta y dos minutos, claro que corriendo de a ratos y sobre todo al final. Pero ahora en cambio tenía que ocuparme de la ventanilla, que un día alguien había contado que era capaz de abrir de golpe la ventanilla y tirarse afuera, nada más que por el gusto de hacerlo, como tantos otros gustos que nadie se explicaba. Una o dos veces me pareció que estaba a punto de levantar la ventanilla, y tuve que pasar el brazo por detrás y sujetarla por el marco. A lo mejor eran cosas mías, tampoco quiero asegurar que estuviera por levantar la ventanilla y tirarse. Por ejemplo, cuando lo del inspector me olvidé completamente del asunto y sin embargo no se tiró. El inspector era un tipo alto y flaco que apareció por la plataforma delantera y se puso a marcar los boletos con ese aire amable que tienen algunos inspectores. Cuando llegó a mi asiento le alcancé los dos boletos y él marcó uno, miró para abajo, después miró el otro boleto, lo fue a marcar y se quedó con el boleto metido en la ranura de la pinza, y todo el tiempo yo rogaba que lo marcara de una vez y me lo devolviera, me parecía que la gente del tranvía nos estaba mirando cada vez más. Al final lo marcó encogiéndose de hombros, me devolvió los dos boletos, y en la plataforma de atrás oí que alguien soltaba una carcajada, pero naturalmente no quise darme vuelta, volví a pasar el brazo y sujeté la ventanilla, haciendo como que no veía más al inspector y a todos los otros. En Sarmiento y Libertad se empezó a bajar la gente, y cuando llegamos a Florida ya no había casi nadie. Esperé hasta San Martín y lo hice salir por la plataforma delantera, porque no quería pasar al lado del chinazo que a lo mejor me decía alguna cosa.

A mí me gusta mucho la Plaza de Mayo, cuando me hablan del centro pienso en seguida en la Plaza de Mayo. Me gusta por las palomas, por la Casa de Gobierno y porque trae tantos recuerdos de historia, de las bombas que cayeron cuando hubo revolución, y los caudillos que habían dicho que iban a atar sus caballos en la Pirámide. Hay maniseros y tipos que venden cosas, en seguida se encuentra un banco vacío y si uno quiere puede seguir un poco más y al rato llega al puerto y ve los barcos y los guinches. Por eso pensé que lo mejor era llevarlo a la Plaza de Mayo, lejos de los autos y los colectivos, y sentarnos un rato ahí hasta que fuera hora de ir volviendo a casa. Pero cuando bajamos del tranvía y empezamos a andar por San Martín sentí como un mareo, de golpe me daba cuenta de que me había cansado terriblemente, casi una hora de viaje y todo el tiempo teniendo que mirar hacia atrás, hacerme el que no veía que nos estaban mirando, y después el guarda con los boletos, y la señora que se iba a bajar, y el inspector. Me hubiera gustado tanto poder entrar en una lechería y pedir un helado o un vaso de leche, pero estaba seguro de que no iba a poder, que me iba a arrepentir si lo hacía entrar en un local cualquiera donde la gente estaría sentada y tendría más tiempo para mirarnos. En la calle la gente se cruza y cada uno sigue viaje, sobre todo en San Martín que está lleno de bancos y oficinas y todo el mundo anda apurado con portafolios debajo del brazo. Así que seguimos hasta la esquina de Cangallo, y entonces cuando íbamos pasando delante de las vidrieras de Peuser que estaban llenas de tinteros y cosas preciosas, sentí que él no quería seguir, se hacía cada vez más pesado y por más que yo tiraba (tratando de no llamar la atención) casi no podía caminar y al final tuve que pararme delante de la última vidriera, haciéndome el que miraba los juegos de escritorio repujados en cuero. A lo mejor estaba un poco cansado, a lo mejor no era un capricho. Total, estar ahí parados no tenía nada de malo, pero igual no me gustaba porque la gente que pasaba tenía más tiempo para fijarse, y dos o tres veces me di cuenta de que alguien le hacía algún comentario a otro, o se pegaban con el codo para llamarse la atención. Al final no pude más y lo agarré otra vez, haciéndome el que caminaba con naturalidad, pero cada paso me costaba como en esos sueños en que uno tiene unos zapatos que pesan toneladas y apenas puede despegarse del suelo. A la larga conseguí que se le pasara el capricho de quedarse ahí parado, y seguimos por San Martín hasta la esquina de la Plaza de Mayo. Ahora la cosa era cruzar, porque a él no le gusta cruzar una calle. Es capaz de abrir la ventanilla del tranvía y tirarse, pero no le gusta cruzar la calle. Lo malo es que para llegar a la Plaza de Mayo hay que cruzar siempre alguna calle con mucho tráfico, en Cangallo y Bartolomé Mitre no había sido tan difícil, pero ahora yo estaba a punto de renunciar, me pesaba terriblemente en la mano, y dos veces que el tráfico se paró y los que estaban a nuestro lado en el cordón de la vereda empezaron a cruzar la calle, me di cuenta de que no íbamos a poder llegar al otro lado porque se plantaría justo en la mitad, y entonces preferí seguir esperando hasta que se decidiera. Y claro, el del puesto de revistas de la esquina ya estaba mirando cada vez más, y le decía algo a un pibe de mi edad que hacía muecas y le contestaba qué sé yo, y los autos seguían pasando y se paraban y volvían a pasar, y nosotros ahí plantados. En una de esas se iba a acercar el vigilante, eso era lo peor que nos podía suceder porque los vigilantes son muy buenos y por eso meten la pata, se ponen a hacer preguntas, averiguan si uno anda perdido, y de golpe a él le puede dar uno de sus caprichos y yo no sé en lo que termina la cosa. Cuanto más pensaba más me afligía, y al final tuve miedo de veras, casi como ganas de vomitar, lo juro, y en un momento en que paró el tráfico lo agarré bien y cerré los ojos y tiré para adelante doblándome casi en dos, y cuando estuvimos en la Plaza lo solté, seguí dando unos pasos solo, y después volví para atrás y hubiera querido que se muriera, que ya estuviera muerto, o que papá y mamá estuvieran muertos, y yo también al fin y al cabo, que todos estuvieran muertos y enterrados menos tía Encarnación.

Pero esas cosas se pasan en seguida, vimos que había un banco muy lindo completamente vacío, y yo lo sujeté sin tironearlo y fuimos a ponernos en ese banco y a mirar las palomas que por suerte no se dejan acabar como los gatos. Compré manises y caramelos, le fui dando de las dos cosas y estábamos bastante bien con ese sol que hay por la tarde en la Plaza de Mayo y la gente que va de un lado a otro. Yo no sé en qué momento me vino la idea de abandonarlo ahí; lo único que me acuerdo es que estaba pelándole un maní y pensando al mismo tiempo que si me hacía el que iba a tirarles algo a las palomas que andaban más lejos, sería facilísimo dar la vuelta a la pirámide y perderlo de vista. Me parece que en ese momento no pensaba en volver a casa ni en la cara de papá y mamá, porque si lo hubiera pensado no habría hecho esa pavada. Debe ser muy difícil abarcar todo al mismo tiempo como hacen los sabios y los historiadores, yo pensé solamente que lo podía abandonar ahí y andar solo por el centro con las manos en los bolsillos, y comprarme una revista o entrar a tomar un helado en alguna parte antes de volver a casa. Le seguí dando manises un rato pero ya estaba decidido, y en una de esas me hice el que me levantaba para estirar las piernas y vi que no le importaba si seguía a su lado o me iba a darle manises a las palomas. Les empecé a tirar lo que me quedaba, y las palomas me andaban por todos lados, hasta que se me acabó el maní y se cansaron. Desde la otra punta de la plaza apenas se veía el banco; fue cosa de un momento cruzar a la Casa Rosada donde siempre hay dos granaderos de guardia, y por el costado me largué hasta el Paseo Colón, esa calle donde mamá dice que no deben ir los niños solos. Ya por costumbre me daba vuelta a cada momento pero era imposible que me siguiera, lo más que quería estar haciendo sería revolcarse alrededor del banco hasta que se acercara alguna señora de la beneficencia o algún vigilante.

No me acuerdo muy bien de lo que pasó en ese rato en que yo andaba por el Paseo Colón que es una avenida como cualquier otra. En una de esas yo estaba sentado en una vidriera baja de una casa de importaciones y exportaciones, y entonces me empezó a doler el estómago, no como cuando uno tiene que ir en seguida al baño, era más arriba, en el estómago verdadero, como si se me retorciera poco a poco; y yo quería respirar y me costaba, entonces tenía que quedarme quieto y esperar que se pasara el calambre, y delante de mí se veía como una mancha verde y puntitos que bailaban, y la cara de papá, al final era solamente la cara de papá porque yo había cerrado los ojos, me parece, y en medio de la mancha verde estaba la cara de papá. Al rato pude respirar mejor, y unos muchachos me miraron un momento y uno le dijo al otro que yo estaba descompuesto, pero yo moví la cabeza y dije que no era nada, que siempre me daban calambres, pero se me pasaban en seguida. Uno dijo que si yo quería que fuera a buscar un vaso de agua, y el otro me aconsejó que me secara la frente porque estaba sudando. Yo me sonreí y dije que ya estaba bien, y me puse a caminar para que se fueran y me dejaran solo. Era cierto que estaba sudando porque me caía el agua por las cejas y una gota salada me entró en un ojo, y entonces saqué el pañuelo y me lo pasé por la cara y sentí un arañazo en el labio, y cuando miré era una hoja seca pegada en el pañuelo que me había arañado la boca.

No sé cuánto tardé en llegar otra vez a la Plaza de Mayo. A la mitad de la subida me caí, pero volví a levantarme antes que nadie se diera cuenta, y crucé a la carrera entre todos los autos que pasaban por delante de la Casa Rosada. Desde lejos vi que no se había movido del banco, pero seguí corriendo y corriendo hasta llegar al banco, y me tiré como muerto mientras las palomas salían volando asustadas y la gente se daba vuelta con ese aire que toman para mirar a los chicos que corren, como si fuera un pecado. Después de un rato lo limpié un poco y dije que teníamos que volver a casa. Lo dije para oírme yo mismo y sentirme todavía más contento, porque con él lo único que servía era agarrarlo bien y llevarlo, las palabras no las escuchaba o se hacía el que no las escuchaba. Por suerte esta vez no se encaprichó al cruzar las calles, y el tranvía estaba casi vacío al comienzo del recorrido, así que lo puse en el primer asiento y me senté al lado y no me di vuelta ni una sola vez en todo el viaje, ni siquiera al bajarnos: la última cuadra la hicimos muy despacio, él queriendo meterse en los charcos y yo luchando para que pasara por las baldosas secas. Pero no me importaba, no me importaba nada. Pensaba todo el tiempo: «Lo abandoné», lo miraba y pensaba: «Lo abandoné», y aunque no me había olvidado del Paseo Colón me sentía tan bien, casi orgulloso. A lo mejor otra vez… No era fácil, pero a lo mejor… Quién sabe con qué ojos me mirarían papá y mamá cuando me vieran llegar con él de la mano. Claro que estarían contentos de que yo lo hubiera llevado a pasear al centro, los padres siempre están contentos de esas cosas; pero no sé por qué en ese momento se me daba por pensar que también a veces papá y mamá sacaban el pañuelo para secarse, y que también en el pañuelo había una hoja seca que les lastimaba la cara.

Julio Cortázar. En: Final de Juego. Ed. Sudamericana 1964