Ecce homo festivus


Couching y reprogramación emocional, programación neuro-lingüística para que ningún deseo se nos resista, lectura de cartas astrales, meditación con cuencos tibetanos, todo tan en boga que despertaría sospechas hasta en el más ingenuo de los consumidores. La foto pertenece a una escena de la película Magnolia, del director estadounidense Paul Thomas Anderson. Aquí, Tom Cruise nos da algunas claves para lograr la felicidad, metiéndose en la piel de un famoso escritor de libros de autoayuda, libros para "perdedores", según aclara, hombres que quieren conquistar mujeres pero no saben como vencer la timidez. El personaje de Cruise es lo que el ensayista Philippe Muray llamaría la quintaescencia del Homo festivus, imprudente mecenas de la novedad: en apariencia un ser seguro de sí mismo, ingenioso, trabajador, confiable, inteligente, alegre, decidido, y en consecuencia exitoso. Por supuesto, no anda descalzo por la casa, no sale si pronostican tormentas fuertes, no se enamora.

Pensar al hombre del siglo XXI quizá nos ayude a reconocernos en él, a ver mejor qué nos está pasando como especie. Para eso necesitamos, sin dudas y una vez más, de la inestimable ayuda del cine, la filosofía y la poesía. 

Byung Chul Han escribe en La sociedad de la transparencia que en estos tiempos que corren "sería necesario ejercitarse en la actitud de la distancia", mantener por sobre toda otra cosa la singularidad del individuo, aferrarse al pensamiento crítico, aunque nos cueste; porque la distancia y la vergüenza no pueden integrarse en el ciclo acelerado del capital, de la información y de la comunicación. Sería algo así como evitar entregarse voluntariamente, evitar desnudarse exponiéndose a la mirada panóptica. El "cliente transparente", según Han, es el nuevo morador del panóptico digital, donde no existe ninguna comunidad sino tan solo acumulaciones de egos incapaces de una acción común, política; en definitiva, incapaces de un "nosotros". Ya que la transparencia a la que se refiere convierte a las cosas y a los sujetos en elementos funcionales. Una transparencia que nos extirpa la vida privada. En su libro, Han identifica la sociedad de la transparencia con la sociedad positiva, debido a la ausencia de negatividad que comporta, entendida ésta como oscuridad, misterio, ocultación y duda. En palabras de La Pequi, como el mundo compra lo que ve, hay que serlo pero también parecerlo.

La vida, en general, no admite ninguna transparencia ¿por qué estamos entonces todo el tiempo intentando demostrar a quienes nos rodean que somos personas transparentes?

Dueño de una hipertrofia sentimental única, la filosofía nos advierte que este hombre moderno masivisado, aunque también individualista como pocos en la historia de la humanidad, proclama con entusiasmo y devoción: "Seamos felices ahora", un pensamiento New Age, festivo y nihilista, que muchas de las veces va acompañado de un moralismo agresivo (y armado, si es necesario) mientras la felicidad, como imperativo social, lo único que produce es una infantilización generalizada en este gigantesco parque de atracciones del hiperfestivismo donde habitamos. 

En la voz de un demiurgo, esto escribe Fiódor Dostoyevski  en 1880:

Les daremos una felicidad tranquila, resignada,  la felicidad de los seres débiles, tal y como han sido creados. Los obligaremos a trabajar, pero en las horas libres les organizaremos la vida como si fuera un juego de niños, con canciones infantiles y danzas inocentes. Les permitiremos también el pecado ¡son tan débiles e impotentes! y ellos nos amarán como niños a causa de nuestra tolerancia (…) y ya nunca tendrán secretos para nosotros (…), nos obedecerán con alegría.

Cualquier similitud con nuestra realidad actual es pura reflexión de Dostoyevski.

Sin embargo, cuando leo todas estas conclusiones acerca del hombre moderno, las redes sociales, la tecnología, la masividad y la felicidad como nuevo orden social,  también se me viene a la cabeza la voz del poeta bahiense Marcelo Díaz:

El Tato afanaba fasos
en el kiosco de la esquina,
meaba desde el techo a la vereda
y un día se hizo cura.

El Chile se choreó un Mercedes
para ganarse una minita;
fue a parar a Batán
y en un tumulto turbio
lo limpiaron.

Miguel está pelado, pero es buen tipo.

Norma, Laura y Marcela
son maestras, y todas
tienen más de un hijo.

El Cabezón embarazó a la novia y se cagó la vida.

El Topo se volvió abogado y si te ve, no te saluda.

Yo un día regalé
todos mis cassettes de Kiss, 
y ahora los extraño.

El Conejo era Campera Negra.
La vieja le gritaba todo el santo día:
Vas a terminar mal – le gritaba.
Me la veo venir – le gritaba.
Se casó con una gorda 
que lo hizo evangelista.

El Panza transa merca de cuarta y levanta quiniela.
Ya tuvo una entrada en Villa Floresta.
La mujer le mete los cuernos. 

Ricardito es Teniente de Navío y sueña
con un País definitivamente en Orden
y con rapar a todos esos 
negros
vagos 
de mierda.

Claudia se fue a Chile.

Silvina se fue a Santiago del Estero.

El hermano del Mono
se pegó un tiro en la cocina.
Siempre jugaba al fútbol con nosotros; 
era más chico,
pero no se notaba.

Vos un día cruzaste la mano
de izquierda a derecha
en el agua de la sierra.
Escribiste una cosa que no sé.

Yo en la misma que supiste:
un tipo cuidadoso
de no joder
el sueño de nadie.
Kwai Chang Caine caminando
sobre papel de arroz.

(Marcelo Díaz. Las ruinas de Disneylandia)


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