El lugar del deseo


                                Cuando digo lo que digo, es porque me ha vencido lo que digo.                         (Antonio Porchia)

*


Un hombre gris avanza por la calle de niebla.
No lo sospecha nadie, es un cuerpo vacío.
Vacío como pampa, como mar, como viento,
desiertos tan amargos bajo un cielo implacable.

Es el tiempo pasado, y sus alas ahora
entre las sombras encuentran una pálida fuerza;
es el remordimiento, que de noche, dudando,
en secreto aproxima su sombra descuidada.

(Luis Cernuda)


En este mundo moderno, ahora ya cansado, atravesado por una bruma grasienta y un aire pestilente, herido por cambios de velocidad vertiginosa, por industrias, comida rápida y agentes de bolsa; repleto de mercados de objetos, de normas, de códigos sociales, la mitología evoca una libertad contemplativa, detenida en la sombra, capaz de arrastrarnos a los orígenes mismos con una ráfaga apenas.

Pero una vez, aquella fuerza creadora y antigua, esa fuerza maravillosa que la sociedad hoy ignora o desmiente, existió. Existió en toda su belleza y originalidad; agitada por vientos furiosos, por mares de seres gigantescos. 

Escribió Carlos Chernov que la belleza es esa propiedad de las cosas que nos hace amarlas, sin embargo, la idea de tiempo gravita con su mágico influjo sobre todo lo bello para desmentirlo. Si lo bello envejece tendrán entonces que cambiar los ojos, la mirada.

Ahora, en medio de un contexto de aparente completitud y superación, sólo permanece el recuerdo. En cada esquina nos acecha un ladrón que nos susurra promesas de felicidad, de vida plena; esa y no otra es su amenaza, evoca todo lo que de liso, pulido y transparente tiene el mundo. 

Pero sin dudas el mejor lugar para permanecer es entre espacios, el sitio que los alemanes figurativamente llamaron Zwischenraum, una zona intersticial de la existencia, un huequito incómodo, ese desgarro en la trama del mundo que nos contiene. Allí anida el mito.

Es el lugar del deseo, y existe para no morir, deshilachado, inasible y palpable, indestructible. Nos marca un momento de trascendencia, una intuición, una trama, algo por venir. Y se esfuma.


Estado de alerta


De pronto comprendemos: estamos en la vida
y un duro sol golpea nuestra capa de mitos
hay modos que nos cercan, hambres que nos reintegran nuestro ser
culpas como vigías que reclaman un gesto.

Existe esta conciencia sin espacio 
que se pone a buscarse entre designios
y se estira en el tiempo para oírse la voz
para no sucumbir en la demencia de sólo presentirse.
Es que no ha fabricado su raíz con el cuerpo
han pasado sobre ella personajes que esgrimen el amor
inconstancias cerradas, conmociones,
los vientos de la tierra no se abren a su sed.

Y duele haber deseado tantas cosas que luego desdeñamos.
Jóvenes y terribles, ya le hemos dado mucho a la primavera,
a la tarde, a la lluvia, al brusco aliento del amante.
Nos parte en dos el tiempo con su dureza ajena
la mitad de nosotros se sumerge en la vida
y el otro rostro huye maldiciendo su imagen.

Entonces asomamos la cara
por entre besos y costumbres húmedas
para saber si es cierto que hay una voz que rompe el infinito
con rayos de esperanza.

Pero no hay voz, tan sólo un cielo hendido
por máquinas que tuercen la vertical del mundo
es difícil el sol
aunque adoremos su caliente tensión en nuestras manos.

Se nos sigue apretando de tanto Dios y muerte
a pesar del espacio
del fiel aprendizaje.

Y somos de la vida
aunque la vida queme y nos desdoble,
somos la suelta sed de las palabras.

Depuración del tiempo
sombra que gira en medio de las cosas
y un buen día el candor que renace, la esperanza del mundo.

Es el día en que osamos asistir al silencio
con el fervor del alba
y mirar la caída del tiempo en el vacío
con la misma mirada con que asimos el vuelo de los pájaros.


Elizabeth Azcona Cranwell (1933 - 2004)  De Los riesgos y el vacío, 1962.


Un vapor que sube desde el abismo

                                             

Visita Interiorem Terrae Rectificando Invenies Operae Lapidem

En un estudio preliminar sobre la poesía de Horacio Castillo, el escritor Pablo Anadón rescata esta fórmula, principalmente conocida entre los alquimistas, que parece proponernos un consejo: descender a las entrañas de la tierra y encontrar los procedimientos adecuados para obtener la piedra pura de la obra. Como un minero.

Sin embargo, este descenso se refiere a meterse nada menos que en los abismos de la propia interioridad, siguiendo un aroma percibido desde la superficie. Ir tras el aroma, tras eso que viene, porque solo en los abismos han de extraerse mediante destilaciones, rectificaciones y/o transmutaciones las experiencias personales que fueron maceradas y almacenadas a lo largo del tiempo. 

Solo de allí ha de venir la imagen nueva, reveladora. 

En el poeta, estas visiones se manifiestan mediante estímulos que provocan una extrema atención, un estado de alerta. El escritor platense gustaba llamarle a eso "el estado crepuscular", una sucesión de momentos donde la consciencia se encuentra consigo misma para objetivar lo inefable. Entonces solo resta concentrarse, agudizar el oído, entregarse y entrar. Hay que ser capaz de discernir eso que se quiere hablar. 

Así nacen las imágenes de la poesía, visiones ya desprendidas del ojo del escritor, que deberán formarse impersonales; muchas oníricas, es cierto, aunque algunas veces en la nada absoluta y otras durante las desintegraciones que preceden al sueño. Como sea, hay que seguir el consejo de Castillo, desangrarse dócilmente.

No es necesario atarse a un árbol.
Hay que abrir los oídos, preparar la visión,
inhalar el vapor que sube del abismo.
Entonces aparece bajo la noche azul,
ensaya su escorzo contra los astros
y clava el canto en nuestra carne
que se desangra dócilmente hacia la oscuridad.
Una vez a cada hombre es dado este prodigio.

(Horacio Castillo)


La canción de amor de Alfred Prufrock

Vamos, tú y yo,
a la hora en que la tarde se extiende sobre el cielo
cual paciente adormecido sobre la mesa por el éter:
vamos a través de ciertas calles casi solitarias,
refugios bulliciosos
de noches de desvelo en hoteluchos para pernoctar
y de mesones con el piso cubierto de aserrín y conchas de ostra,
calles que acechan como un debate tedioso
de intención insidiosa
que desemboca en un interrogante abrumador...
Ay, no preguntes: «¿De qué me hablas?»
Vamos más bien a hacer nuestra visita.

En el salón las señoras van y vienen
hablan de Miguel Ángel.

La neblina amarilla que se rasca la espalda sobre las ventanas,
el humo amarillo que frota el hocico sobre las ventanas,
lamió con su lengua las esquinas del ocaso,
se deslizó por la terraza, pegó un salto repentino,
y viendo que era una tarde lánguida de octubre,
dio una vuelta a la casa y se acostó a dormir.

Ya habrá tiempo. Ya lo habrá.
Para el humo amarillo que se arrastra por las calles
rascándose sobre las ventanas.
Ya habrá tiempo. Ya lo habrá.
Para preparar un rostro que encuentre los rostros que enfrentamos.
Ya habrá tiempo para matar, para crear,
y tiempo para todas las obras y los días de nuestras manos
que elevan las preguntas y las dejan caer sobre tu plato;
tiempo para ti y tiempo para mí,
tiempo bastante para mil indecisiones,
y para mil visiones y otras tantas revisiones,
antes de la hora de compartir el pan tostado y el té.

En el salón las señoras van y vienen
hablan de Miguel Ángel.

Ya habrá tiempo. Ya lo habrá.
Para preguntarnos: ¿Me atreveré yo acaso? ¿Me atreveré?
Tiempo para dar la vuelta y bajar por la escalera
con una coronilla calva en medio de mi cabellera.
Ellos dirán: «¡Ay, cómo se le cae el pelo!»
Mi saco, el cuello que apoya firmemente mi barbilla,
mi corbata, opulenta aunque modesta y bien asegurada
por un sencillo prendedor.
(Ellos dirán: «¡Ay, cuán flacos tiene los brazos y las piernas!)
¿Me aventuro acaso 
a perturbar el universo?
En un minuto hay tiempo suficiente
para decisiones y revisiones que un minuto rectifica.

Pues ya los he conocido, los he conocido a todos:
conocido las tardes, las mañanas, los ocasos;
he medido mi vida con cucharitas de café,
conozco aquellas voces que fallecen en un salto mortal
bajo la música que llega desde el rincón lejano del salón
                  Entonces, ¿cómo he de presumir?

Pues he conocido ya los ojos, conocido a todos,
los ojos que nos sellan en una mirada formulada
estando yo ya formulado, en un alfiler esparrancado;
bien clavado retorciéndome sobre la pared.
¿Cómo comenzar entonces
a escupir las colillas de mis costumbres y mis días?
                  Entonces, ¿cómo he de presumir?

Pues he conocido ya los brazos, conocido a todos,
brazos de pulseras adornados, níveos y desnudos
(mas al fulgor de la lámpara cubiertos de leve vello de oro).
¿Será el perfume de un vestido
lo que me hace divagar así?
Brazos sobre una mesa reclinados o envueltos en los
pliegues de un mantón.
                 Entonces ¿habré de presumir?
               ¿Y cómo he de comenzar acaso?

Diré tal vez: he paseado por callejuelas al ocaso
y he visto el humo que sube de las pipas
de hombres solitarios en mangas de camisa, reclinados 
sobre las ventanas.

Hubiera preferido ser un par de recias tenazas 
que corren en el silencio de terrazas oceánicas

¡Y la tarde, la incipiente noche, duerme sosegadamente!
Acariciada por unos dedos largos,
dormida, exhausta... o haciéndose la enferma
sobre el suelo extendida, junto a ti, junto a mí.
¿Tendré fuerza bastante después del té y los helados y las tortas,
para forzar la culminación de nuestro instante?
Aunque he gemido y he ayunado, he gemido y he rezado,
aunque he visto mi cabeza (algo ya calva) portada en una
fuente,
yo no soy un profeta -y ello en realidad no importa
demasiado-
he visto mi grandeza titubear en un instante,
he presenciado al Lacayo Eterno, con mi abrigo en sus
manos, reírse con desprecio,
y al fin de cuentas, sentí miedo.

Hubiera valido la pena, al fin de cuentas,
después de las tazas, la mermelada, el té,
entre las porcelanas, en medio de nuestra charla baladí,
hubiera valido la pena
morder con sonrisas la materia,
enrollar en una bola al universo
para arrojarla hacia algún interrogante abrumador.
Poder decir: «Soy Lázaro que regresa de la muerte
para revelarlo todo, y así lo voy a hacer»...
Y si al poner en una almohada la cabeza, una dijera:
               «No. No fue esto lo que quise decir.
                 No lo fue. De ninguna manera».

Hubiera valido la pena, al fin de cuentas,
sí hubiera valido la pena,
después de los ocasos, las zaguanes, las callejuelas
salpicadas, después de las novelas, de las tazas de té y de las faldas
arrastradas por los pisos.
¿Después de todo esto y algo más?
Me es imposible decir justamente lo que siento.
Mas cual linterna mágica que proyecta diseños de nervios
sobre la pantalla,
hubiera valido la pena, si al colocar un almohadón o
arrancar una bufanda,
volviendo la mirada a la ventana, una hubiese confesado:
             «No. No fue esto lo que quise decir.
               No lo fue. De ninguna manera».

No. No soy el príncipe Hamlet. Ni he debido serlo;
más bien uno de sus cortesanos acudientes, alguien capaz
de integrar un cortejo, dar comienzo a un par de escenas,
asesorar al príncipe; en síntesis, fácil instrumento,
deferente, presto siempre a servir,
político, cauto y asaz meticuloso.
A veces, en realidad, casi ridículo.
A veces tonto de capirote.

Me vence la vejez. Me vence la vejez.
Luciré el pantalón con la manga al revés.

¿Me peinaré hacia atrás? ¿Me arriesgo a comer melocotones?
Me pondré pantalones de franela blanca
y me iré a pasear a lo largo de la playa.
He oído allí cómo entre ellas se cantan las sirenas.

Mas no creo que me vayan a cantar a mí.

Las he visto nadando mar adentro sobre las crestas de la marejada,
peinando las cabelleras níveas que va formando el oleaje
cuando de blanco y negro el viento encrespa el océano.
Nos hemos demorado demasiado en las cámaras del mar,
junto a ondinas adornadas con algaseojas y castañas,
hasta que voces humanas nos despiertan, y hayamos perecido ahogados.

T.S. Eliot. (1888 - 1965) La canción de amor de Alfred Prufrock



Love song of Alfred Prufrock 


S’io credesse che mia risposta fosse
A persona che mai tornasse al mondo,
Questa fiamma staria senza piu scosse.
Ma percioche giammai di questo fondo
Non torno vivo alcun, s’i’odo il vero,
Senza tema d’infamia ti rispondo.

Let us go then, you and I,
When the evening is spread out against the sky
Like a patient etherized upon a table;
Let us go, through certain half-deserted streets,
The muttering retreats
Of restless nights in one-night cheap hotels
And sawdust restaurants with oyster-shells:
Streets that follow like a tedious argument
Of insidious intent
To lead you to an overwhelming question ...
Oh, do not ask, “What is it?”
Let us go and make our visit.

In the room the women come and go
Talking of Michelangelo.

The yellow fog that rubs its back upon the window-panes,
The yellow smoke that rubs its muzzle on the window-panes,
Licked its tongue into the corners of the evening,
Lingered upon the pools that stand in drains,
Let fall upon its back the soot that falls from chimneys,
Slipped by the terrace, made a sudden leap,
And seeing that it was a soft October night,
Curled once about the house, and fell asleep.

And indeed there will be time
For the yellow smoke that slides along the street,
Rubbing its back upon the window-panes;
There will be time, there will be time
To prepare a face to meet the faces that you meet;
There will be time to murder and create,
And time for all the works and days of hands
That lift and drop a question on your plate;
Time for you and time for me,
And time yet for a hundred indecisions,
And for a hundred visions and revisions,
Before the taking of a toast and tea.

In the room the women come and go
Talking of Michelangelo.

And indeed there will be time
To wonder, “Do I dare?” and, “Do I dare?”
Time to turn back and descend the stair,
With a bald spot in the middle of my hair —
(They will say: “How his hair is growing thin!”)
My morning coat, my collar mounting firmly to the chin,
My necktie rich and modest, but asserted by a simple pin —
(They will say: “But how his arms and legs are thin!”)
Do I dare
Disturb the universe?
In a minute there is time
For decisions and revisions which a minute will reverse.

For I have known them all already, known them all:
Have known the evenings, mornings, afternoons,
I have measured out my life with coffee spoons;
I know the voices dying with a dying fall
Beneath the music from a farther room.
               So how should I presume?

And I have known the eyes already, known them all—
The eyes that fix you in a formulated phrase,
And when I am formulated, sprawling on a pin,
When I am pinned and wriggling on the wall,
Then how should I begin
To spit out all the butt-ends of my days and ways?
               And how should I presume?

And I have known the arms already, known them all—
Arms that are braceleted and white and bare
(But in the lamplight, downed with light brown hair!)
Is it perfume from a dress
That makes me so digress?
Arms that lie along a table, or wrap about a shawl.
               And should I then presume?
               And how should I begin?

Shall I say, I have gone at dusk through narrow streets
And watched the smoke that rises from the pipes
Of lonely men in shirt-sleeves, leaning out of windows? ...

I should have been a pair of ragged claws
Scuttling across the floors of silent seas.

And the afternoon, the evening, sleeps so peacefully!
Smoothed by long fingers,
Asleep ... tired ... or it malingers,
Stretched on the floor, here beside you and me.
Should I, after tea and cakes and ices,
Have the strength to force the moment to its crisis?
But though I have wept and fasted, wept and prayed,
Though I have seen my head (grown slightly bald) brought in upon a platter,
I am no prophet — and here’s no great matter;
I have seen the moment of my greatness flicker,
And I have seen the eternal Footman hold my coat, and snicker,
And in short, I was afraid.

And would it have been worth it, after all,
After the cups, the marmalade, the tea,
Among the porcelain, among some talk of you and me,
Would it have been worth while,
To have bitten off the matter with a smile,
To have squeezed the universe into a ball
To roll it towards some overwhelming question,
To say: “I am Lazarus, come from the dead,
Come back to tell you all, I shall tell you all”—
If one, settling a pillow by her head
               Should say: “That is not what I meant at all;
               That is not it, at all.”

And would it have been worth it, after all,
Would it have been worth while,
After the sunsets and the dooryards and the sprinkled streets,
After the novels, after the teacups, after the skirts that trail along the floor—
And this, and so much more?—
It is impossible to say just what I mean!
But as if a magic lantern threw the nerves in patterns on a screen:
Would it have been worth while
If one, settling a pillow or throwing off a shawl,
And turning toward the window, should say:
               “That is not it at all,
               That is not what I meant, at all.”

No! I am not Prince Hamlet, nor was meant to be;
Am an attendant lord, one that will do
To swell a progress, start a scene or two,
Advise the prince; no doubt, an easy tool,
Deferential, glad to be of use,
Politic, cautious, and meticulous;
Full of high sentence, but a bit obtuse;
At times, indeed, almost ridiculous—
Almost, at times, the Fool.

I grow old ... I grow old ...
I shall wear the bottoms of my trousers rolled.

Shall I part my hair behind?   Do I dare to eat a peach?
I shall wear white flannel trousers, and walk upon the beach.
I have heard the mermaids singing, each to each.

I do not think that they will sing to me.

I have seen them riding seaward on the waves
Combing the white hair of the waves blown back
When the wind blows the water white and black.
We have lingered in the chambers of the sea
By sea-girls wreathed with seaweed red and brown
Till human voices wake us, and we drown.

T.S. Eliot (1888 - 1965)

The love song of Alfred Prufrock interpretado por Jeremy Irons:


El origen de la violencia


Si lográramos vencer el terror,
si nos quedáramos, podríamos recuperar algo
perdido hace tiempo. La dicha más plena es una dicha física
y debería producirse sólo una vez,
antes de que conozcamos las palabras. Su regreso es siempre
un instante de gracia que nos devuelve el amor con el que un día
la materialidad del mundo nos ha tocado.

Claudia Masin. La plenitud


Cada uno se cuenta a sí mismo la historia que quiere. Sin embargo, nadie que tenga los pies bien puestos sobre esta tierra occidental debería negar lo que el capitalismo nos ha hecho, al ser humano en general, pero sobre todo a las mujeres como género. Aunque si seguimos el criterio filosófico de la pregunta constante, ese que se emplea para modificar las respuestas aceptadas por el sentido común, para escarbar en aquello que no se toca porque es obvio, intuiremos también que no podemos quedarnos en eso nada más. 

Parece que para buscar culpables habrá que ir mucho mas atrás todavía, meter las manos en la mierda hasta el fondo, preguntarse qué pasa con el fundamento histórico religioso, el verdadero productor de cultura. Sabemos que el cristianismo tiene casi como una meta histórica la negación de la carne, el desprecio hacia las cualidades sensibles y sexuadas. Es más, si lo pensamos seriamente descubriremos que para occidente no existe la carne. Hay cuerpo, que en la moral religiosa es el infierno mismo, y hay alma. Nada más. 

La culpa, desglose de la moral cristiana inscripta en la psiquis desde tiempos inmemoriales, no solo reniega del cuerpo sino que lo castiga, lo ataca de formas variadas, poniendo por delante la razón, sólo para mencionar un ejemplo concreto. 

León Rozitchner fue un pensador argentino, escritor, filósofo y psicoanalista contemporáneo, falleció en 2011, pero antes escribió un libro llamado La cosa y la cruz donde denuncia sin prudencia alguna que el hecho de que la virgen María aparezca como único arquetipo religioso femenino, es decir, como modelo de veneración, y que lo haga nada menos que gestando un niño sin sexualidad y sin placer es el atentado más insidioso, la aberración más profunda y la afrenta más horrenda que pueda imaginarse contra el género femenino. Y forma parte del imaginario cristiano. Algo en lo que se detendría también el mitólogo estadounidense Joseph Campbell. 

Lo aceptemos o no, la construcción cultural religiosa estuvo siempre ahí, desde la infancia, horadando la consciencia pero también el inconsciente de cada uno de nosotros, manejando la moral, la vida diaria. Porque la costumbre muchas veces opera en el individuo con mayor eficacia que la norma o las leyes. 

Creo que estas fueron las primeras ideas que me atraparon de su pensamiento. Conocí a León Rozitchner a través de la voz de su amigo Horacio González, allá por el año 2014, cuando todavía era director de la Biblioteca Nacional. Su entorno cultural replicaba sus ideas con pasión, me mostraba un pensador contemporáneo ineludible, honesto, malhadado y cabrón; un crítico severo, eternamente enemistado con el canon filosófico académico. Según Rozitchner, le debemos al capitalismo y al desarrollo ampliado del capital financiero final, al cual hemos llegado, el hecho de que absolutamente todas las cualidades humanas se hayan convertido en mercancías y eso a su vez es el resultado de esa descualificación increíble del cuerpo que está en el origen del cristianismo y que ha permitido que toda esta materialidad del cuerpo sea cuantificada. Así, la riqueza aparece como mera acumulación simbólica, abstracta, y en su límite extremo puramente cuantificada y matematizada. 

Occidente es cristiano y no es casualidad que todo el desarrollo del capitalismo se haya dado sobre el fondo de este desprecio de lo sensual y lo sensible, por lo tanto de lo materno-femenino. El resultado inevitable de esta teoría es que, inmersos en el patriarcado como vivimos todavía, la operación cultural anti mater es una constante. Rozitchner lo observaba, lo veía en todas partes. 

En alguna de sus conferencias manifestó que el origen del problema también radicaría en que la única forma de pasar al predominio de la razón es excluir lo materno, de otra manera sería imposible. La posición masculina racional excluye este aspecto cuando debería integrarlo; así, todo lo que feminiza al sujeto es rechazado de plano. 

En relación con este desarrollo teórico que vincula capitalismo y cristianismo, Rozitchner determinó con argumentos sólidos la importancia de las teorías de Sigmund Freud en la cultura. Para él, la teoría de La Ley del Padre de Freud encontró el origen de la violencia en el sujeto, porque puso en claro que el complejo de Edipo que inicialmente se desarrolla en el niño no es una cuestión imaginaria sino una lucha dramática y profunda en la psiquis del sujeto, mediante la cual deberá, en lo posible, asesinar al padre e incorporarlo a sí mismo no sin una cuota de violencia pura. En definitiva, hacerle al padre lo que padre, en esa lucha por el amor de la madre, intenta hacerle a él: castrarlo. 

Para Freud el complejo de Edipo constituye un acontecimiento básico sobre el cual se apoyará posteriormente y se reorganizará el fundamento del sujeto. Allí se asentará el esquema sobre el cual después el individuo dará sentido a toda su vida. Edipo es el primero de los ritos, es a partir del cual el hombre entrará a ser un sujeto social. 

Ahora, Rozitchner asegura que en el judaísmo, como el dios es externo y nadie puede ocupar su lugar ni hablar en su nombre, el lugar de lo materno en el esquematismo edípico freudiano permanece aunque esté reprimido. Así, las diosas maternas femeninas tienen grandes posibilidades de despertar para oponerse a la ley, al poder patriarcal. En el cristianismo occidental, sin embargo, la historia es otra: 

Cuando pasamos al cristianismo la corporeidad de la madre es sustituida por la imagen de la madre virgen, impoluta, que no conoció hombre, madre asexuada, doliente y fría en su maternalismo piadoso y triste, sin padre inseminador. 

El cristianismo trata de establecer un corte radical entre lo materno infantil arcaico y lo imaginario materno que la religión le proporciona con esa figura modelo de la virgen. Y eso va unido al hecho de que el padre engendrador desaparece para dejar su lugar al Dios-Padre.

En el cristianismo el padre real no corta ni pincha. Ese Dios que podría hacerlo es, desde la teología, un Dios abstracto del cual sólo el Hijo da testimonio. Pero para demostrar que es hijo de Dios, y está situado en lo eterno, puede ir al muere purgando todos nuestros pecados. Y por uno nos salvamos todos. 

Freud dice que hay un progreso religioso en este tránsito del Padre judío al Hijo cristiano: por fin el hijo asumiría la culpa histórica de haber asesinado al padre. Frente a esta asunción al fin alcanzada la religión judía se convierte en un fósil y Freud vería aquí aparecer la ratificación de su propio mito teórico sobre el asesinato primordial. Pero no lo dice muy en serio, porque también señala un retorno a la idolatría pagana en el catolicismo. Hay que leer sus dos introducciones a "El hombre Moisés y la religión monoteista" para saber qué pensaba del cristianismo católico durante el nazismo.

Para el judaísmo y para Freud, en cambio, aún en la religión, el padre está presente siempre, transformado en divinidad. Su estela terrenal está soberanamente ampliada en la figura de Yehová. Es una concepción antropomórfica la que allí se revela. Yehová se paseaba tomando fresco, por la tarde, en el Eden. Yehová tenía amantes, aunque fueran dos ciudades, ya que las condena en términos amorosos. Jehova reconoce que lo han hecho cornudo: sus dos ciudades amantes le han sido infieles y se han convertido en prostitutas. Entonces siempre hay una figura que gira alrededor de lo femenino. Y la mujer está siempre presente, como algo temido pero al mismo tiempo muy deseado. 

La sombra femenina ha caído sobre la religión patriarcal. La figura que se les adosa a los pueblos o a las sectas judías que se manifiestan en contra de la ley de Yehová, es la de la prostituta, la degradación a la que fueron reducidas las diosas madres judías, las Diosas del Cielo, por ejemplo, que fueron vencidas en el comienzo mismo de la narración del Génesis. Pero la mujer extiende sus alas concupiscentes sobre toda la Biblia. 

Rozitchner defiende así la posición privilegiada que la mujer ocupa en el judaísmo frente a la que ocupa en el cristianismo. Asegura que Freud construye para sus teorías una madre judía, en cambio Lacan construye una cristiana, porque la estructura y la subjetividad acompañan al individuo en todos los aspectos de su vida, es inevitable. En el judaísmo la madre es temida, sí, pero también es querida, como lo son las diosas arcaicas en los mitos antiguos. Hay un tránsito de una modalidad de relación con la madre a la mujer. Y de ahí viene el poder que tienen las madres y las mujeres en la cultura judía: la mujer tenía derecho al divorcio, a separar su herencia y también a otras cosas mas divertidas. 

En cambio para Lacan, y por tanto para todo el lacanismo, la madre es devoradora, es el cocodrilo que acecha con su deseo y hay que ponerle una piedra en la boca para impedir que la cierre y se trague al niño. Esto está presente en todos los lacanianos, y viene a su vez del cristianismo: hay una disminución del valor de lo materno, de la madre en sí misma, se intenta negar esa sensibilidad y lo aterrador de lo materno: la necesidad de la castración que lo separa al hijo. Los lacanianos no describen algo dramático y temido cuando hablan de castración: imploran por su advenimiento para salvarse de la locura. Pero el vacío es un lleno que queda inscripto en el cuerpo. 

Para comprender todo este razonamiento, Rozitchner menciona como un hecho capital que Lacan perteneció largo tiempo a un ámbito religioso muy estrecho, su hermano era sacerdote, él mismo formaba parte de la comunidad católica como laico. Para el filósofo argentino, esto tuvo que haber influido en la base de su teoría, porque esas vivencias religiosas dejan huellas muy profundas. 

En el judaísmo hay un reconocimiento del goce femenino, que no existe en el cristianismo occidental, porque la madre fue desplazada por la figura de la santa virgen. Así, el capitalismo y el cristianismo conforman entre los dos un aparato formidable de dominación social, de normativización, de sujeción del individuo. 

Para Rozitchner además Freud solo nominó los complejos, nos inscribió en ellos; mediante la observación empírica fue a poner en evidencia algo que ya ocurría, estableciendo un marco teórico a ese empirismo, pero la verdadera dominación es previa y fue determinada por la religión: 

Cuando el cristianismo llega y dice que hemos pecado por haber deseado la mujer del prójimo la represión está ubicada en el lugar mismo donde surge el deseo. En tu propia interioridad ya aparece la prohibición de poder imaginar lo deseado. Porque el sólo imaginar desde tus ganas ya es cometer el pecado. Al hecho imaginario se lo hace equivalente al hecho real. Esa ley está marcada en el corazón. 

Para Rozitchner la producción económica no puede ser motivo suficiente para explicar el surgimiento del capitalismo, porque para que ese surgimiento fuera posible antes debió haber existido algún dispositivo que operarse directamente sobre la subjetividad del individuo, una preparación previa subjetiva, como condición necesaria, sobre el desprecio radical por el cuerpo, así es como, finalmente, toda violencia patriarcal tiene su origen en el dispositivo mítico cristiano. 

En el mito cristiano fundante, María -aunque abnegada, obediente, sumisa, buena- quedará relegada a la función de madre del dios, permanecerá fuera de la triada sagrada, lo femenino realmente no contará en este mito, será subsidiario de la masculinidad sagrada. Padre, hijo y espíritu santo no son más que un triángulo psicótico, delirante, que pone en relieve la ausencia de lo carnal, porque sus tres componentes estarán eternamente elevados a la infinitud sin cuerpo.

Todo cobra sentido, filosofía contemporánea mediante, después de mucho andar, de mucho pensar, después de mucho leer, tal vez podamos aproximarnos lentamente a la respuesta de por qué todo arquetipo femenino de mujer deseante, de mujer sexuada, pensante, contradictoria, crítica, en definitiva, de mujer viva, ha sido históricamente concebido como un ser malvado.