I hear an army



Hurgando entre las cosas de Joyce encontré dos poemas. Después decidí investigar más y más y me dí cuenta de que, en cuanto a su poética, existen pocas opiniones encontradas. La crítica, lejos de ser unánime, es tan dispar que encontrar consenso literario en este autor es, como mínimo, una proeza. 

Así que otra vez recurrí al buenazo de Borges, para poder anclar en un sitio más o menos seguro. El juicio de Borges sobre Joyce es positivo, y sin fisuras. De su conferencia de 1960 en la Universidad Nacional de La Plata sobre el Ulises se desprende que para él Joyce fue un gran poeta:

Joyce empezó escribiendo poemas, estos poemas son realmente extraordinarios. Es una lástima que quien tomó significativamente el nombre de Dedalus, (Dédalo en la mitología) se dedicara a construir laberintos, a construir vastos laberintos en los que él mismo se perdió y en los que sus lectores también se pierden.
(Jorge Luis Borges)

Parece que para el maestro de Palermo, Joyce supo encontrar la mezcla alquímica correcta entre melancolía y desesperación, lo cual no es poco, si pensamos en la mala poesía que se lee hoy, y que muchas veces contiene, por supuesto en malas proporciones, estos mismos elementos. 

El poeta Juan V. Blanco escribe que tal vez el motivo de que la poesía de Joyce esté lejos de imponerse de manera inmediata en el lector sea que sus poemas suelen estar tan encarnados en la lengua y la cultura británicas, que muchas veces es difícil dar el salto desde la aprobación técnica de las traducciones, o desde el placer de la erudición de las notas, al escalofrío inmediato, primitivo, que puede provocarnos la poesía.

El sueño, ese desamparo de imágenes inconexas y simultáneas que, según algunos psicólogos, la mente racional ordena en sucesivas para prestar coherencia, gobierna gran parte de la obra de este autor. Joyce se movía en el mundo de los sueños y su escritura quiso ser un reflejo. Joyce quiso expresar; porque convengamos que soñar es facil, quizá lo realmente dificil, la verdadera empresa titánica sea descifrar el mensaje encriptado que en sus imágenes suele tejer el inconsciente. 

Así, para jorge Luis Borges, James Joyce significó la aventura misma oponiéndose al orden, un talento "verbal". Naturalismo y Simbolismo, dos escuelas opuestas, se fusionaron en él de manera singular y virtuosa. I hear an army alberga, sorprendentemente, la posibilidad de ser un poema de amor; un ejército de dioses que surge del mar, el rumor de un sueño inquieto, los últimos momentos de ese naufragio resplandeciente de símbolos y la transición hacia la vigilia de un hombre enamorado.


Escucho un ejército

        Escucho un ejército que a la carga va contra la tierra,
           y el tronar de los caballos que la embisten, con espuma en las rodillas.
        Arrogantes, en negras armaduras, detrás de ellos en pie están,
           desdeñando las riendas, blandiendo sus látigos, los aurigas.

        Claman hacia la noche su grito de guerra:
           yo gimo dormido cuando desde tan lejos escucho la risa turbulenta.
        Hienden la penumbra de los sueños, cegadora llama,
           sonando, resonando contra el corazón como contra un yunque.

        Vienen triunfantes, agitando sus largas y verdes cabelleras:
           salen del mar, corren gritando por la orilla.
        Mi corazón, ¿no eres sabio, acaso, que así desesperas?
           Amor, amor, mi amor, ¿por qué me has dejado tan solo?

James Joyce (1882 - 1941)



I hear an army

I hear an army charging upon the land,   
  And the thunder of horses plunging, foam about their knees:   
Arrogant, in black armour, behind them stand,   
  Disdaining the reins, with fluttering whips, the charioteers.   
   
They cry unto the night their battle-name:        
  I moan in sleep when I hear afar their whirling laughter.   
They cleave the gloom of dreams, a blinding flame,   
  Clanging, clanging upon the heart as upon an anvil.   
   
They come shaking in triumph their long, green hair:   
  They come out of the sea and run shouting by the shore. 
My heart, have you no wisdom thus to despair?   
  My love, my love, my love, why have you left me alone?

James Joyce (1882 - 1941)

Otro pintor de la vida moderna


...para forjar en la fragua de mi espíritu la consciencia no creada de la raza.
(James Joyce)


Sobre James Joyce escribió el poeta estadounidense Ezra Pound


Joyce contribuye con su literatura a la dignificación artística de la vida mediocre. Es un gran retratista de vidas pequeñas.

Así, Dublineses se publicó en 1914 después de algunas vicisitudes editoriales. En un principio contó con la agrupación de doce relatos, aunque posteriormente fueron quince. Constituye, y así intentó hacerlo su autor, una representación realista -aunque a veces burlona- de la vida de los habitantes de clase media y baja de la ciudad de Dublin, Irlanda, justo antes de la independencia del país. 

Es evidente que Joyce intentaba mantenerse, al menos en esta época de su vida, completamente al margen de la sociedad que decidió retratar en su libro. Una sociedad dormida, sometida a la dictadura simultánea del Imperio Británico y de la iglesia católica. La voz de los márgenes es siempre la más interesante de todas, así que desde muy joven Joyce se propuso oponerse al orden con una mirada crítica, dejar Irlanda, alejarse de ella; pero se la llevó consigo. Sus armas de trabajo fueron el silencio, el destierro y la astucia. Al menos así lo denunció en su novela  Retrato de un artista adolescente.

Nacido en Irlanda en 1882, el hijo mayor de quince hermanos fue criado en una familia católica y educado por los jesuitas. Ostenta aquí una prosa constante y clara, disímil a la escritura compleja y escandalosa del vilipendiado Ulises. Esta vez la escritura fluye, no se corta, no se fragmenta. Las palabras no pesan tanto, no hay ideas encriptadas en extensos monólogos interiores. Las escenas retratadas son directas, simples, sin rodeos, el pulso es realista, es cierto, pero no están exentas de momentos, como perlas, de elevada belleza poética. 

Jacques Lacan deja claro que en algún momento tendremos que hacernos cargo y aceptar que hemos asignado a Dios una función que es propia solo de los artistas: la creación. Para él James Joyce, como ningún otro, supo ilustrar el psicoanálisis en la escritura. 

Jorge Luis Borges habló de la importancia de leerlo. Dijo en su propia voz, durante una conferencia sobre Ulises, que como los irlandeses desde siempre se saben no ingleses, más allá de todo carácter racial que deseemos asignarles, han estado, han vivido, dentro de una cultura que no les es propia, a la que no deben ninguna lealtad. Eso hizo que aparecieran tantos de estos hombres realmente revolucionarios en las artes. Y entre ellos está, como ya es obvio, el dublinés James Joyce.


La casa de huéspedes

Mrs Mooney era hija de un carnicero. Era mujer que sabía guardarse las cosas, una mujer determinada. Se había casado con el dependiente de su padre y los dos abrieron una carnicería cerca de Spring Gardens. Pero tan pronto como su suegro murió, Mr Mooney empezó a descomponerse. Bebía, saqueaba la caja registradora, incurrió en deudas. No bastaba con obligarlo a hacer promesas, era seguro que días después volvería a las andadas. Por pelear con su mujer ante los clientes y comprar carne mala arruinó el negocio. Una noche persiguió a su mujer con un cuchillo y ésta tuvo que dormir en la casa de un vecino.

Después de aquello se separaron. Ella se fue a ver al cura y consiguió una separación con custodia. No le daba a él ni dinero, ni cuarto, ni comida; así que se vio obligado a enrolarse de alguacil ayudante. Era un borracho menudo, andrajoso y encorvado, con cara ceniza, bigote cano y cejas dibujadas en blanco sobre unos ojitos pelados y venosos; y todo el santo día estaba sentado en la oficina del alguacil, esperando que le asignaran un trabajo. 

Mrs Mooney, que cogió lo que quedaba del negocio de carnes para poner una casa de huéspedes en Hardwicke Street, era una mujerona imponente. Su casa tenía una población flotante compuesta de turistas de Liverpool y de la isla de Man y, ocasionalmente, artistas del music-hall. Su población residente estaba compuesta por empleados del comercio. Gobernaba su casa con astucia y firmeza, sabía cuándo dar crédito, cuándo ser severa y cuándo dejar pasar las cosas. Los residentes jóvenes se referían a ella como La Matrona.

Los clientes jóvenes de Mrs Mooney pagaban quince chelines a la semana por cuarto y comida (cerveza o stout en las comidas excluidos). Compartían gustos y ocupaciones comunes y por esta razón se llevaban muy bien. Discutían entre sí las oportunidades de conocidos y ajenos. Jack Mooney, el hijo de la Matrona, empleado de un comisionista de Fleet Street, tenía reputación de ser un caso perdido. Era dado a usar un lenguaje de barraca: a menudo regresaba a altas horas. Cuando se topaba con sus amigos siempre tenía uno muy bueno que contar y siempre estaba al tanto. Es decir, que sabía el nombre de un caballo seguro o de una artista dudosa. También sabía manejar los puños y cantaba canciones cómicas. 

Los domingos por la noche siempre había reuniones en el recibidor delantero en casa de Mrs Mooney. Los artistas de music-hall cooperaban; y Sheridan tocaba valses, polcas y acompañaba. Polly Mooney, la hija de la Matrona, también cantaba. Así cantaba:

Yo soy pura y santa.
Y tú no te enfades:
Lo que soy, ya sabes.

Polly era una agraciada joven de diecinueve años; tenía el cabello claro y sedoso y una boquita rellena. Sus ojos, grises con una pinta verdosa de través, tenían la costumbre de mirar a lo alto cuando hablaba, lo que le daba un aire de diminuta madonna perversa. Al principio, Mrs Mooney había colocado a su hija de mecanógrafa en las oficinas de un importador de granos, pero como el desprestigiado alguacil auxiliar solía venir un día sí y un día no, pidiendo que le dejaran ver a su hija, la había traído de nuevo para la casa y puesto a hacer labores domésticas. Como Polly era muy despierta, la intención era que se ocupara de los clientes jóvenes. Además, a los jóvenes siempre les gusta saber que hay una muchacha por los alrededores. Polly, es claro, coqueteaba con los jóvenes, pero Mrs Mooney, que se juzgaba astuta, sabía que los hombres no querían más que pasar el rato, ninguno tenía intenciones for­males. 

Las cosas se mantuvieron así un tiempo y ya Mrs Mooney había empezado a pensar en mandar a Polly a trabajar otra vez de mecanógrafa, cuando se dio cuenta de que había algo entre Polly y uno de los inquilinos. Vigiló bien a la pareja y se guardó sus consejos. Polly sabía que la vigilaban, pero todavía el persistente silencio de su madre no daba lugar a malentendidos. No había habido complicidad abierta entre la madre y la hija, ningún entendimiento claro, y aunque la gente en la casa comenzaba a hablar del asunto, Mrs Mooney no intervenía aún. Polly comenzó a comportarse de una manera extraña y era evidente que el joven en cuestión estaba perturbado. Por fin, cuando juzgó llegado el momento oportuno, Mrs Mooney intervino. Ella lidiaba con los problemas morales como lidia el cuchillo con la carne; y en este caso ya se había decidido.

Era una clara mañana de domingo al comienzo de un verano que se prometía caluroso, pero soplaba el fresco. Todas las ventanas de la casa de huéspedes estaban subidas y las cor­tinas de encaje formaban globos airosos sobre la calle bajo las vidrieras alzadas. Las campanas de la iglesia de San Jorge repicaban constantemente y las feligresas, solas o en grupos, atravesaban la diminuta rotonda frente al templo, revelando su propósito tanto por el porte contrito como por el breviario en sus enguantadas manos. 

Había terminado el desayuno en la casa de huéspedes y la mesa del comedor diurno estaba llena de platos en los que se veían manchas amarillas de huevo con gordos y pellejos de bacon. Mrs Mooney se sentó en el sillón de mimbre a vigilar cómo Mary, la criada, recogía las cosas del desayuno.  Obligaba a Mary a reunir las costras y los mendrugos de pan para ayudar al pudín del martes. Cuando la mesa estuvo limpia, las migas reunidas y el azúcar y la mantequilla bajo doble llave, comenzó a reconstruir la entrevista que tuvo la noche anterior con Polly. Las cosas ocurrieron tal y como sospechaba: había sido franca en sus preguntas y Polly había sido franca en sus respuestas.

Las dos se habían sentido algo cortadas, es claro. Ella se hallaba en una situación difícil porque no quiso recibir la noticia de manera muy desdeñosa o que pareciera que lo había tramado todo, y Polly se sintió embarazada no sólo porque para ella alusiones como éstas eran siempre embarazosas, sino también porque no quería que pensaran que en su inocencia astuta ella había adivinado las intenciones de la tolerancia materna.

Mrs Mooney echó una ojeada instintiva al pequeño reloj dorado sobre la chimenea tan pronto como se hizo consciente a través de su recordatorio de que las campanas de la iglesia de San Jorge habían dejado de tocar. Eran las once y diecisiete, tenía tiempo de sobra para arreglar el problema con Mr Doran y después alcanzar la breve de doce en Marlborough Street. Estaba segura de que saldría triunfante. Para empezar, tenía todo el peso de la opinión de su parte: era una madre ultrajada. Le había permitido a él vivir bajo su mismo techo, dando por sentada su hombría de bien, y él había abusado así como así de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años de edad, de manera que no se podía poner su juventud como excusa; tampoco su ignorancia podía ser una excusa, ya que se trataba de un hombre que había corrido mundo. Simplemente se había aprovechado de la juventud y de la inexperiencia de Polly, ello era evidente. El asunto era: ¿Cuáles serían las reparaciones a hacer?

En tales casos había que reparar el honor, primero. Estaba muy bien para el hombre, se podía salir con la suya como si no hubiera pasado nada, después de disfrutar y de darse el gusto, pero la mujer tenía que cargar con el bulto. Algunas madres se sentirían satisfechas de zurcir un parche con dinero, conocía casos así. Pero ella no haría nunca semejante cosa. Para ella una sola reparación podía compensar la pérdida del honor de su hija: el matrimonio.

Contó sus cartas antes de mandar a Mary a que subiera al cuarto de Mr. Doran a decirle que deseaba hablarle. Estaba segura de ganar. Era un joven serio, nada mujeriego o parrandero como los otros. Si se tratara de Sheridan o de Mr Meade o de Bantam Lyons, su tarea sería más difícil. Pensaba que él no podría encarar el escándalo. Los demás huéspedes de la casa conocían aquellas relaciones; algunos habían inventado detalles. Además de que él llevaba trece años empleado en la oficina de un gran importador de vinos, católico él, y la publicidad le costaría tal vez perder su puesto. Mientras que si había acuerdo, todo marcharía bien. Para empezar sabía que él tenía un buen pasar y sospechaba que había puesto algo aparte. Casi y media. Se levantó y se pasó revista en el espejo entero. La decidida expresión de su carota florida la satisfizo y pensó en cuántas madres conocía que no sabían cómo librarse de sus hijas.

Mr. Doran estaba de veras muy nervioso este domingo por la mañana. Había intentado afeitarse dos veces, pero sus manos temblaban tanto que se vio obligado a desistir. Una barba rojiza de tres días le enmarcaba la quijada y cada dos o tres minutos el vaho empañaba sus anteojos tanto que se los tenía que quitar y limpiarlos con un pañuelo. El recuerdo de su confesión la noche anterior le causaba una pena penetrante; el padre le había sacado los detalles más ridículos del desliz y, al final, había agrandado de tal manera su pecado que casi estaba agradecido de que le permitieran la vía de escape de una reparación. El daño ya estaba hecho. ¿Qué podía hacer ahora excepto casarse o darse a la fuga? No podía ampararse en el descaro. Se hablaría del caso y de seguro se iba a enterar su patrón. Dublín es una ciudad tan pequeña, todo el mundo sabe lo de todo el mundo. Sintió que su agitado corazón se le ponía de un salto en la boca, al oír en su imaginación exaltada al viejo Mr. Leonard llamándolo alterado con su voz de lija:

—Mr. Doran haga el favor de venir acá!

¡Todos sus años de servicio perdidos por nada! ¡Toda su habilidad y su diligencia tiradas por la borda! De joven había corrido mundo, claro: se había jactado de ser un libre-pensador y negado la existencia de Dios frente a sus amigos del pub. Pero eso era el pasado y el pasado estaba enterrado… no del todo. Todavía compraba su ejemplar del Reynolds Newspaper todas las semanas, pero cumplía con sus obligaciones religiosas y las cuatro quintas partes del año vivía una vida ordenada. Tenía dinero suficiente para establecerse por su cuenta, no era eso. Pero su familia la despreciaría. Antes que nada estaba el desprestigio del padre y luego la casa de huéspedes de la madre, que empezaba a tener su fama. Se le ocurrió que lo habían atrapado. Podía imaginarse a sus amigos co­mentando el asunto a carcajadas. En realidad, ella era un poco vulgar; a veces decía “o séase” o “me han escribido”. Pero, ¿qué importancia tenía la gramática si la quería de veras? No podía decidir si debía amarla o despreciarla por lo que hizo. Claro que él también tuvo su parte. Su instinto lo compelía a mantenerse libre, a no casarse. Se decía: el que se casa, se desgracia.

Estando sentado inerme en un lado de la cama en mangas de camisa, tocó Polly suavemente a la puerta y entró. Se lo contó todo; cómo se lo había confesado todo a su madre y dijo que su madre iba a hablar con él esa misma mañana. Lloraba y le echó los brazos al cuello, diciendo:

—¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué será de mí ahora?

Le juró que se mataría.
El la animó débilmente, diciéndole que no llorara, que no tuviera miedo, que todo se iba a arreglar. Sintió sus pechos agitados a través de la camisa. 
No fue del todo su culpa si pasó lo que pasó. Recordaba bien, con esa curiosa memoria paciente del célibe, las primeras caricias casuales que su vestido, su aliento, sus dedos le hicieron. Luego, una noche ya tarde cuando se desvestía para acostarse ella llamó a la puerta, toda tímida. Quería encender su vela con la de él, ya que la suya se había apagado con una ráfaga. Le tocaba el baño a ella esa noche. Llevaba un amplio peinador de franela estampada, abierto. Sus blancos tobillos relucían por la abertura de las zapatillas felpudas y su sangre vibraba tibia bajo la piel perfumada. Mientras encendía la vela, de sus manos y brazos se levantaba una tenue fragancia.

En las noches en que regresaba muy tarde ella era quien le calentaba la comida. Apenas se daba cuenta de lo que comía con ella junto a él, solos los dos, de noche, en la casa dormida. ¡Y qué considerada! Por la noche, ya fuera fría, húmeda o tormentosa, era seguro que ella le tenía preparado su vasito de ponche. Tal vez pudieran ser felices los dos…
Solían subir a los altos en puntillas juntos, cada uno con su vela, y en el tercer descanso se decían buenas noches a regañadientes. A veces se besaban. Recordaba muy bien sus ojos, la caricia de su mano y el delirio.

Pero el delirio pasa. Repitió su frase en un eco, para aplicársela a sí mismo, ¿Qué será de mí ahora? Ese instinto del célibe le avisó que se contuviera. Pero el mal estaba hecho, hasta su sentido del honor le decía que ese mal exigía una reparación.

Estando sentado con ella en un lado de la cama vino Mary a la puerta a decirle que la señora deseaba verlo en la sala. Se levantó para ponerse el chaleco y el abrigo, más desvalido que nunca. Cuando se hubo vestido se acercó a ella para consolar­la, decirle que todo iría bien, que no temiera. La dejó llorando en la cama, gimiendo por lo bajo: ¡Ay, Dios mío!

Bajando la escalera sus anteojos se empañaron tanto con su vaho, que tuvo que quitárselos y limpiarlos. Hubiera deseado subir hasta el techo y volar a otro país, donde nunca oyera hablar de nuevo de sus líos, y, sin embargo, una fuerza lo empujaba hacia abajo escalón a escalón. Las implacables caras de su patrón y de la matrona observaban su desconcierto. En el último tramo se cruzó con Jack Mooney, que subía de la despensa cargando dos botellas de Bass. Se saludaron con frialdad; y los ojos del tenorio descansaron por un instante o dos en una grosera cara de perro bulldog y en dos brazos cortos y fornidos. Cuando llegó al pie de la escalera miró hacia arriba para ver a Jack vigilándolo desde la puerta del cuarto de desahogo.

De pronto se acordó de la noche en que uno de los artistas del music-hall, un londinense rubio y bajo, hizo una alusión atrevida a Polly. La reunión por poco acaba mal por la violencia de Jack. Todo el mundo trató de calmarlo. El artista, más pálido que de costumbre, sonreía y repetía que no hubo mala intención; pero Jack siguió gritándole que si alguien se atrevía a jugar esa clase de juego con su hermana él le iba a hacer tragar los dientes, de seguro.

Polly permaneció un rato sentada en un lado de la cama, llorando. Luego, se secó los ojos y se acercó al espejo. Mojó la punta de una toalla en la jarra y se refrescó los ojos con agua fría. Se miró de perfil y se ajustó el gancho del pelo encima de la oreja. Luego, volvió a la cama y se sentó para los pies. Miró las almohadas un rato y esa visión despertó en ella amorosas memorias secretas. Descansó la nuca en el frío hierro del barandal y se quedó arrobada. No había ninguna perturbación visible en su cara en ese instante.

Esperó paciente, casi alegre, sin alarma, sus memorias gradualmente dando lugar a esperanzas, a una visión de futuro. Esa visión y esas esperanzas eran tan intrincadas que ya no vio la almohada blanca en que tenía fija la vista ni recordó que esperaba algo.

Finalmente, oyó que su madre la llamaba. Se levantó de un salto y corrió hasta la escalera.

—¡Polly! ¡Polly!
—Sí, mamá.
—Baja, querida. El señor Doran quiere hablar contigo.

En ese momento recordó qué era lo que estaba esperando.

La casa de huéspedes. James Joyce (1882-1941) de Dublineses (1914)

En la sombra de un mirar callado


Daniel Freidemberg escribe que el poeta vive en una constante ligazón entre el universo que lo rodea y su pensamiento. El escritor nombra y vuelve a nombrar. Incluso cuando el dolor perturbe la contemplación y el goce de la belleza, él reelaborará ese dolor para convertirlo. A veces se volverá como un eco lejano, puede tornarse también imperceptible, ser desplazado o estar apenas incorporado en su escritura. 

Hay en la poesía una búsqueda constante de belleza y plenitud, sobre todo si nos afirmamos en la idea de que el tema del poema es el poema. Juanele Ortiz decía que ambicionaba para la poesía "la mayor flexibilidad de movimientos y la mayor amplitud de sentido, sin desmedro del ritmo". 

Rilke se veía a sí mismo como "en la sombra de un mirar callado". Y es justamente ahí donde muchas veces nos quedamos. Afirmaba que captamos el mundo solo en pequeñas dosis y que, frente a una poesía doméstica y domesticada, lo que queda es cambiar la vida. Estamos en un limbo y debemos escuchar lo poco que aun sucede.

Durante una conferencia en el Readcliffe Institute for Independent Study, Denise Levertov plantó en su audiencia una supuesta dialéctica de opuestos para referirse al asunto de la corrección: si el poema surge de una vez y para siempre por obra y gracia de la musa, o bien es el resultado de un trabajo obsesivo del poeta, un trabajo de repetición y elecciones.

Como quiera que sea, la poesía es ese lugar donde la cosa misma adquiere una dimensión de trascendencia. Y en ese juego el escritor lucha con su propia voz, con su propia voluntad de expresión, porque escribir es primero eso: voluntad de expresión.  

...Baudelaire se esfuerza y desespera para parir la más mínima palabra [...]. El arte, para él, es como un duelo en que el artista grita de terror antes de ser vencido.

La filosofía asegura que la vida de Charles Baudelaire fue una verdadera obra de arte, Walter Benjamin y la crítica literaria dejaron claro que con él la poesía inició una emancipación de cualquier función utilitaria o comunicativa, para concentrarse en su propia búsqueda de la belleza. Al igual que Mallarmé, Baudelaire sentía un gran rechazo por la masificación, por el imperio de la razón instrumental, y hasta por la democracia.

Todavía hoy, suele ser raro, hasta imposible, que exista algún tipo de fraternidad entre el poeta y la sociedad. La imagen del poeta "maldito", en riña a muerte con la sociedad se impone como un modelo de sabiduría suprema que no nos dejará jamás. Malditos o no, los buenos escritores suelen recalcar todo aquello que los distancia del mundo. Sin hacer concesiones de ningún tipo.

Así, la poesía se convierte poco a poco en una actitud frente a la existencia, tal vez porque la verdadera apuesta es escribir como se vive, tal vez porque existe la ilusión de que escribiendo desaparece el límite entre el individuo y el mundo, o al menos se vuelve más difuso; tal vez para escapar de la muerte, o de la vulgaridad inmunda de la vida cotidiana; tal vez, simplemente, por una necesidad insoportable de belleza.

El intento de morar en lo cósmico, de hacer de ese elemento patria, es desde todo punto de vista una elección y, como tal, incuestionable. Ahora bien, poder decir, poder hacer algo hermoso con la basura diaria de la vida moderna, como un cangrejo que se sostiene y se nutre con esa misma basura es, sin dudas, una de las máximas formas de arte posibles.

La rosa es sin porqué
(Jorge Luis Borges)

no te perdonarán 


no te perdonarán los labios abiertos

los cuchillos de las palabras
los gritos
cuando quieran callarlas

no te perdonarán

la sencillez de raíz
la pobreza insolente
la cabeza bien alta

no te perdonarán

lo frágil que te habita
la risa franca el agua clara
la ventana abierta de tu mirada

no te perdonarán

el sexo sin tibieza
la pasión sin mordaza
la brisa libre de tus sábanas

no te perdonarán

la sed de río
la búsqueda constante
lo niña lo vulnerable de tus alas

no te perdonarán

no sabes cocinar como tu abuela
limpiar como tu madre tejer como tu tía
no sabes ser la esposa madre novia que deberías

no te perdonarán

no eres dócil
no cabes en un molde
eres inmensa

no necesitas el perdón de nadie


Sandra Flores Ruminot