Ars moriendi

Enciende los candiles que los brujos
piensan en volver
a nublarnos el camino. 
Estamos en la tierra de todos, en la vida.
Sobre el pasado y sobre el futuro,
ruina sobre ruinas.

(Charly García)

Hace tiempo que escuchamos a la filosofía hablar acerca del retorno a lo religioso, sobre todo después de algunos siglos en que la religión se las ingenió para convertirse en superchería. Y no es para menos, porque el mundo de la modernidad es, básicamente, un mundo de ciencia. 

Bien, la ciencia moderna ya ha logrado separar el engañoso genoma vírico del humano con una eficacia del cien por ciento, pero todavía no pudo hacer nada para resolver el asunto de la muerte. Ahora, cuando la ciencia no alcanza, cuando la ciencia comienza a mostrar sus propia debilidad, sus propias limitaciones, es cuando la mente occidental entra en crisis, es cuando la religión retorna como discurso y el relato religioso se incorpora otra vez para dar alivio. 

Entonces, ese impulso religioso, esa fuerza de búsqueda, ese tratar de entender habilita la pregunta. La pregunta incontestable. 

Desde tiempos inmemoriales la idea misma de la muerte nos produce terror. Eso no es novedad, sobre todo si la muerte anda cerca. Y la costumbre de ataviarla con guirnaldas de flores, describirla con palabras bellas, hacerle poemas, construirle una casa, incluso sumarle el recurso irreprochable de la vida eterna, apenas sirve para maquillarla. A veces sentimos que nada puede convencernos de esa bondad. Al menos conmigo no funciona, falta algo. 

Tal vez todo se trate de tolerar la falta. Tal vez se trate de que en la muerte no hay bondad posible. 


La literatura antigua no pudo ser indiferente a un asunto tan humano, y ha intentado formas para cortarle el paso a la muerte; demorarla, aunque más no sea, algunas veces mediante palabras mágicas, otras con ideas tan complejas como interesantes. 


Cada uno de los que ha llegado antes de ti ha partido. Tú no podrás quedarte más tiempo del que te corresponde.                   
                                                                                                                                      (Bardo Thödol)

Cualquier intento de burlarse de ella, de chicanearla, también es vano, es cierto; a lo largo de la historia los recursos han sido escasos, casi inocentes, tanto que hoy, en esta era tecnológica y materialista, nos parecen apenas un juego de niños; sin embargo, también es cierto que otras veces la idea humana de la muerte logró transformarse en textos profundos, psicológicos, de una belleza única:


El Libro de los muertos (Book of the dead), por ejemplo; traducido también como El libro de la emergencia hacia la luzes el nombre moderno de un texto funerario perteneciente al Antiguo Egipto. Se utilizó desde el inicio del imperio nuevo (circa 1550 a.c), pero en realidad algunos de sus fragmentos vienen desde el imperio antiguo. Consiste en una serie de rituales mágicos, destinados a acompañar al difunto en su viaje. Este grupo de textos encuentra su origen en los llamados Textos de las Pirámides, una escritura sagrada y compleja, que se grababa en las paredes de la cámara funeraria de cada faraón, dentro de las pirámides, y estaba pensada para su uso exclusivo. Además de conocer y practicar complejas técnicas de embalsamamiento, los egipcios se llevaban a la tumba la comida, la bebida, los elementos de higiene personal, la vestimenta, los sirvientes, las mascotas, y hasta las embarcaciones, como para asegurarse el mejor viaje posible:

No me descompondré, ni me pudriré, ni me corromperé. No me devorarán los gusanos. Seguiré siendo yo. Viviré, prosperaré, resucitaré en paz. 

Book of the dead (Chapter CLIV)



También en Asia el Budismo ha concebido formas, esquemas e imágenes que distan de la manera occidental. De cierto modo, se nos ofrece aquí una alternativa al materialismo filosófico, porque para el budismo la muerte no es sino una ocasión, en ningún caso representa un fracaso:


El Bardo Thödol, también conocido como El Libro Tibetano de los Muertos, es una reunión de textos pertenecientes al budismo tántrico del Tíbet. Como los budistas creen en la transmigración, que a su vez viene del hinduismo, el propósito de este libro será iluminar al fallecido, incluso al moribundo, durante todo el período intermedio -llamado Bardo- hasta su  nuevo nacimiento. La idea principal es encontrar libertad entre la confusión y el miedo que son tan propios de la muerte. Es interesante que el libro nos aclare que, de haber fallado en el reconocimiento de las deidades pacíficas, simples proyecciones de nuestra mente, estas se transformarán entonces en violentas y aterradoras, pero que aún serán proyecciones propias.

Ahora las deidades guerreras bebedoras de sangre aparecerán, sus cuerpos son de un rojo oscuro o un azul intenso, con tres cabezas, seis brazos, y cuatro piernas bien extendidas. Sus nueve ojos se fijarán en los tuyos con expresión furiosa. Ellas sostienen cráneos humanos llenos de sangre y rugen como el trueno. Estarán acompañadas de otros, un séquito de seres iguales a ellas, de muchos colores, que llenarán todo el espacio. No tengas miedo, no estés confundido. Reconócelos como una proyección de tu propia mente. 

El budismo fue llevado al Tíbet y los Himalayas hace mil trescientos años por el Santo Indio Padmasambabba. Es a él a quien se atribuye la escritura de este libro. Durante el ritual funerario, el lama debe recitar las instancias del Bardo Thödol, o bien al oído del moribundo, o ya en presencia del cadáver, durante 49 días. Esa recitación en su fluir permitirá a la consciencia ir retirándose del mundo material. 


En la actualidad, el lama también debe conjeturar, mediante complejos cálculos astrológicos, qué día dentro de ese período deberá llevarse a cabo la cremación del difunto. Y seguirá recitando hasta cumplir el tiempo ritual. Sin embargo, el budismo nos advierte que si el operador de los ritos no es un lama versado en el tantrismo, el Bardo se convertirá en un libro hermético. 

En occidente, su extensa difusión se debe a movimientos filosóficos como la Teosofía, dirigido por la escritora rusa Helena Blavatsky. El Bardo también supo despertar las energías, la curiosidad y un profundo interés en el psicólogo suizo Carl Jung, interés que después reflejara en un libro propio: Los siete sermones a los muertos. 


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Desde su primera edición, el Bardo Thödol fue mi compañero constante, y no sólo le debo muchas ideas y descubrimientos estimulantes, sino también muchas intuiciones fundamentales. A diferencia del Libro Egipcio de los Muertos, que siempre nos incita a decir demasiado o demasiado poco, el Bardo Thödol nos ofrece una filosofía inteligible dirigida más bien a los seres humanos que a los dioses o los salvajes primitivos. Su filosofía contiene la quintaesencia de la crítica psicológica budista; y como tal puede decirse que es de una superioridad sin parangón. No solo las deidades “iracundas” sino también las “pacíficas” se conciben como proyecciones sangsáricas de la psyché humana, idea que al europeo ilustrado le parece demasiado evidente, porque le recuerda sus propias simplificaciones banales. Pero aunque el europeo pueda explicar fácilmente estas deidades como proyecciones, sería enteramente incapaz de postularlas al mismo tiempo como reales. El Bardo Thödol  puede hacer eso porque, en algunas de sus premisas metafísicas más esenciales, deja en desventaja tanto al europeo ilustrado como al que no lo es.
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En su conferencia sobre La poesía, Jorge Luis Borges dejó escrito que para él la belleza siempre fue una sensación física, algo que sentimos con todo el cuerpo. No es el resultado de un juicio, de una idea, no llegamos a ella por medio de reglas; sentimos la belleza o no la sentimos. 

Así recordé un fragmento, esta vez de ficción contemporánea, que me persigue desde la primera vez que lo leí. Fue escrito por el argentino Manuel Mujica Lainez, en el año 1982, pertenece a su libro El escarabajo, que tiene numerosas reediciones. Un fragmento sobre la eternidad y la muerte, de una belleza única:

Al fin logré verlos, y hoy pienso que lo debí al hecho de que los dedos de Khamuas se demorasen sobre mí, en la despedida. Fue aquel el regalo póstumo del mago, mi benefactor. Los percibí al comienzo, imprecisos, como siluetas de humo, oscilantes en la negrura, que paulatinamente, gradualmente, se definieron y concretaron, adoptando primero un tono azuloso, que también asimila esa experiencia a la que en el mar conozco ahora, y que después, con desazonante lentitud fueron adquiriendo unos matices más y más vivos, sin abandonar nunca la coloración diluida, descaecida, que se atribuye a los espectros. Se presentaban de pronto, como si anduvieran de tumba en tumba, en los valles de la muerte, donde los distintos hipogeos reproducían sus imágenes y desfilaban, ligeros como soplos, de una cámara a la otra, hasta desembocar en la del sarcófago de rosado granito, donde de pie, pálida, translúcida, los aguardaba Nefertari. La reina se incorporaba al numeroso cortejo y daban la vuelta a la habitación, hasta perderse, rumbo a las restantes etapas de su viaje fantasmal. Era entonces cuando me rozaban. Ni una vez se detuvo Nefertari; ni una vez me habló, aunque sentí, al pasar, la levedad de su diestra querida. Se iban, abandonándome. Se iba la Reina, en medio de los dioses abigarrados, de cuerpos masculinos o femeninos y diversas cabezas: la humana, la del chacal, la de la vaca con el disco solar entre los cuernos, la del ibis, la del carnero, la de la leona, la del hipopótamo, la del gavilán, la del cocodrilo, la del gato, la de la rana y el babuino y el fénix y el pájaro y el escorpión y, por supuesto, la del escarabajo Khepri, que quizás acentuaba su presión al tocarme.  Se iban, mezclados, desordenados, pero casi sin rumores,  recortando suavemente un instante sus sombras sobre las paredes desde las cuales los acechaban otros dioses pintados, entre ellos estaba, inmensa, la Vaca engualdrapada, celeste madre del sol, que se meneaba con majestuoso ritmo. Al esfumarse, se intensificaban mi soledad, mi quietud y mi alta noche.  


Me dedicaba a vigilar, maravillado y despechado, hasta que a la larga me adormecía: quedaba así, como bajo un sueño hipnótico, tal vez durante meses, y al improviso, cuando ya imaginaba que para siempre la había perdido, la fabulosa comitiva tornaba a surgir, precedida por tenues susurros, y se repetía la escena de la Reina atenta, la Reina con su blanca túnica de ceremonia y un redondo vaso de vino en cada mano, la Reina que se sumaba a los dioses caminantes, a quienes probablemente se agregarían las demás reinas y los reyes sepultados en ambos valles, para cumplir el bisbisante recorrido de la necrópolis.  Aquí, lo único que hay es tiempo. 


Manuel Mujica Lainez. El escarabajo. Ed: Sudamericana. 2009