Nolite te bastardes carborundorum

Si tenés pensado ver la serie El cuento de la criada o leer la novela escrita no leas este post. 

CONTIENE SPOILERS. 

💀



El cuerpo es ese punto de vaivén entre las personas y las cosas
 (Roberto Esposito) 


La expresión que da título a este post es en realidad un guiño de la escritora canadiense Margaret Atwood. Viene de una broma de la adolescencia, según cuenta la autora, muy común entre los estudiantes de latín, pero aquí es importante decir que fue utilizada en su novela publicada en 1985 El cuento de la criada.

Tal vez lo más curioso sea que el verso de Atwood es a todas luces imposible, ya que la palabra bastardes es falsa, no es una palabra del latín, sino simplemente una modificación de la palabra bastardos y, al igual que la palabra carborundorum, no existieron aún mucho después de que dicho idioma dejara de enseñarse en las escuelas. 

Sin embargo, tanto Atwood como los creadores de la serie decidieron hacer de esta frase el emblema de la historia de June Osborne, un mensaje de resistencia. 

pero ¿cómo se hace para crear un emblema con palabras que no tienen sentido? 

La respuesta es bastante simple: inventándole una traducción.

<<No permitas que estos bastardos te destruyan>>

La novela original de Margaret Atwood fue escrita entre 1984 y 1985. En los años 90 fue llevada al cine, protagonizada por Natacha Richardson -la hija fallecida de Vanessa Redgrave- y por Robert Duvall. Aunque estuvo basada en esta historia extraordinaria fue un fracaso rotundo. Sin dudas debido a un contexto social poco favorable para acoger la trama y su mensaje principal. 

En 2017 apareció la serie, a cargo de Bruce Miller; esta vez protagonizada por la actriz estadounidense Elizabeth Moss -dueña de una expresividad facial única- y por el inglés Joseph Fiennes, con un éxito hasta hoy atronador. 

Esta última vez el mensaje se encarnó.

La serie no traiciona políticamente a la novela escrita, representa su espíritu. Sin embargo, por una cuestión de extensión sus creadores debieron generar contenidos inexistentes en el texto. Y eso es aceptable, siempre que no traicione el mensaje. En la serie participamos de la construcción de la heroína, cosa que en la novela nunca llegará a suceder. Allí, la protagonista se limita a dar testimonio de su padecer. 

La historia se inicia en los Estados Unidos. Ocurre en un tiempo presente, aunque hay quienes gustan decir que el tiempo utilizado es un protofuturo. El país cursará al mismo tiempo una violenta contaminación ambiental, una profunda crisis ecológica y climática, y una epidemia de infertilidad que será injustamente atribuida a las mujeres.

La serie deja entrever que en principio serían solo dos las personas responsables de este nuevo orden creado, es decir, los iniciadores de esta ideología, por momentos tan parecida al nazismo. Serena y Fred Waterford, una pareja de esposos que, completamente convencidos de estar haciendo el trabajo de Dios, iniciarán una corriente ideológico-religiosa con la idea de purificar a la sociedad de los males modernos. 

Estas ideas, estos principios político-religiosos serán luego debidamente acogidos por la siempre oportunista élite dominante del país, quienes en la novela serán conocidos más tarde como Los Comandantes y Las Esposas, se organizarán castas de hombres y mujeres en pro de restaurar, como dijimos antes, los valores tradicionales perdidos. De esa manera lograrán hacer de la ley religiosa una ley civil.

El país sufrirá una serie de movimientos internos de estos grupos ultra conservadores religiosos, a ello le seguirá un golpe de estado, y a partir de entonces todo el territorio nacional pasará a llamarse Gilead. Comenzará entonces a desarrollarse esta trama distópica en verdad aterradora, en principio sin resistencia alguna, ni de sus habitantes ni del resto de los líderes mundiales.

Sin libertad alguna para elegir, decidir o pensar, los valores y la religión serán dogma y la maternidad el imperativo social. 

Lo cierto es que la propuesta de Atwood haría temblar al dictador más recalcitrante. En Gilead todas las mujeres perderán sus derechos; recordemos que el problema principal es que muy pocas conservan la capacidad reproductiva, con lo cual, esas mujeres serán tomadas como esclavas sexuales, obligadas a reproducirse con los Comandantes para entregar sus hijos a las Esposas.

Estas mujeres fértiles pasarán a pertenecer entonces a la casta de Las Criadas y dentro de los derechos robados estará específicamente el derecho a la identidad. Todas Las Criadas serán obligadas a renunciar a sus nombres de nacimiento, de esta manera June se convertirá en DeFred. 

En este mundo distópico, cada mujer, pero sobre todo cada Criada, será un objeto no ya al servicio de un comandante, señor supremo de la casa, sino de toda la estructura patriarcal de dominación. Y estas últimas no son palabras vaciadas de sentido. Repito: 

                     cada mujer embarazada estará al servicio de toda la estructura de dominación.

Cualquier similitud con la realidad es la pura verdad. 

Otra de las castas femeninas presentes en la historia será la de Las Martas, mujeres infértiles que, excluidas de la elite dominante debido a su condición previa, serán quienes se ocupen de la casa y la comida. Es decir, Las Martas son las sirvientas de las familias de Los Comandantes. 

La tercer casta estará constituía por Las Tías, mujeres mayores, socias del poder entrenadas específicamente para organizar, domesticar, castigar y torturar a Las Criadas. Se ocuparán de educarlas para el ritual sexual llamado la ceremonia, pero sobre todo para la tarea de ser un cuerpo gestante adecuado y saludable.

Vemos que en Atwood las formas de nombrar no son para nada aleatorias. 

Por último estará la casta de Las Esposas, una elite de mujeres cultas, anteriormente líderes intelectuales o económicas, que también han perdido por completo los derechos, pero que aún así pertenecen a la más elevada de las castas. Son las esposas de los comandantes, son quienes han iniciado el cambio social, quienes han renunciado a sus propios derechos de igualdad adquirida, quienes han vuelto voluntariamente "al lugar de las mujeres".  

En Gilead el lugar de las mujeres será la familia. En Gilead ciudadanos libres serán solo los varones pertenecientes a la aristocracia. 

Y en esta heteronormatividad patológica encontraremos también las sexualidades disidentes. En Gilead serán llamados traidores al género. Serán penitentes, obligados a trabajar en las colonias, espacios físicos aislados, destinados a acumular desechos tóxicos de alta radiactividad. La mayoría de estos disidentes tarde o temprano serán encontrados culpables de alguna cosa, y asesinados por el sistema.

Como Atwood pensó en todo, dependiendo de la gravedad de la ofensa hacia Dios, los disidentes de Gilead, los desobedientes de Gilead, morirán lentamente intoxicados limpiando las colonias, o bien serán asesinados en ejecución pública; estos últimos serán colgados de los muros de la Universidad de Harvard.

En cuanto a las Las Criadas desobedientes, como seguirán siendo parte esencial del sistema, llegado el caso serán oportunamente mutiladas o torturadas, pero continuarán cumpliendo su función. Como buena teocracia, en Gilead se manejará la punición pública y el suplicio, el recurso de amenaza social más eficiente. Es decir, se espectacularizará el castigo para mantener a raya a cualquier ciudadano que se sienta tentado a desobedecer las normas. 

Pero como no puede existir poder sin resistencia, en Gilead existirá MayDay.

A pesar de todo, la sororidad presente en la historia desbordará todo el tiempo a sus protagonistas; es así, incluso aunque se encuentre minada por la división de castas; las mujeres se verán desbordadas por ese sentimiento. June y Serena, criada y esposa, serán el ejemplo más claro: se entienden, se aman y se odian. Todo al mismo tiempo.

Tengo que decir además que en la serie el amor tiene una presencia destacada, casi obsesiva. Aparece como elemento disruptivo una y otra vez, bien en forma de sororidad, bien en forma de amor parental, o bien en forma de amor romántico-sexual entre los habitantes más valientes de esta nada. 

Así es como en el medio de todo este quilombo June construye de sí misma, de sus restos, una heroína. Una heroína que duda, se fortalece, se debilita y se convierte una y otra vez, es decir una heroína bendecida con el don de la transición; viva en medio de tanto muerto se enamorará del bello Nick, el chofer del Comandante. Y encontrará unos minutos para reflexionar al respecto:

Vuelvo a Nick una y otra vez. Quiero conocerlo, memorizarlo, para poder vivir después de esto. Debería haber hecho eso con Luke, porque se está esfumando. Día tras día, noche tras noche su imagen se borra y yo cada vez tengo menos fe. Podría decir que estos son actos de rebelión, un enfrentamiento al patriarcado, pero lo cierto es que esas son excusas. Vengo, estoy aquí, porque me siento bien con él.

En una sociedad fundada en el rigor y el orden, donde hombres y mujeres jugarán a ser ciudadanos ejemplares, en una cultura cuya madre arquetípica es la virgen María, June encontrará la manera de ser invencible, de odiar, amar y dudar como y cuando le venga en ganas. 

Flor de disidente ¿no?




The black art


A writer is essentially a spy.
(Anne Sexton)

Los campos de la oscuridad son el lugar 
donde mejor se ve
(Juan José Saer)


La frágil frontera entre los géneros y ese lugar secreto de donde surge la voz que nos habita y se expresa deben ser los espacios más explorados y controversiales rumiados por los escritores. Es cierto que gran parte del hombre es expresión de sí mismo, y que la expresión adopta muchas veces caminos misteriosos; pero es posible que la inquietud, la angustia, el deseo de saber sean el andamio que la sostiene.

La inquietud por sentirnos atrapados en un mundo que nos habita. La angustia por estar gobernados por leyes que no son propias. El deseo de ir más allá de lo aparente, hacia la verdad última. Después está El Tiempo, por supuesto. El tiempo que nos tiene. 

Pero ¿por qué nos golpea una obra de arte? ¿Por qué un cuerpo, una escena, un cuadro, un texto o unas simples formas nos arrancan un suspiro? ¿Por qué la respiración se detiene un instante o el corazón se agita? ¿Son acaso indicios físicos de la presencia de la belleza? ¿Somos todos vulnerables a ella?

Lo cierto es que la belleza es una zona indeterminada, una oscuridad inexplicable. Buceamos en ella, expuestos a su influjo sin entender demasiado de qué va: 

Tengo para mi que la belleza es una sensación física, algo que sentimos con todo el cuerpo. No es el resultado de un juicio, no llegamos a ella por medio de reglas; sentimos la belleza o no la sentimos.

Jorge Luis Borges


Alexandr Blok sostuvo que el poeta crea armonía partiendo del caos. Pushkin, en cambio, gustaba de atribuir al poeta dones proféticos. Cosa que descreo. Lo concreto es que el camino de cada creador está determinado por subjetividades y leyes que carecen de valor para otros artistas, aunque sirvan de guía. 

¿Pero qué búsqueda nos une?

Tarkovski balbuceó algunas respuestas posibles a toda esta confusión. Habló del arte como un anhelo de ideal. En algún punto del libro Esculpir en el tiempo intentó reconciliar arte y ciencia, dos espacios que pueden hoy pensarse como irreconciliables, aunque no tanto si nos remitimos a la alquimia, una de las principales precursoras de las ciencias modernas:

El arte y la ciencia son, por tanto, formas de apropiarse del mundo. Formas de conocimiento del hombre en camino hacia la verdad absoluta. Son dos expresiones del espíritu humano creador: descubrir y crear. Pero hay una diferencia fundamental entre la forma científica y la forma estética de conocer: en el arte, el hombre se apropia de la realidad por sus vivencias subjetivas; en la ciencia, el conocer humano sigue los peldaños de una escalera sin fin en la que siempre habrá conocimientos nuevos enlazados a conceptos anteriores. Es un camino gradual, con ideas que se van sustituyendo unas a otras en secuencias lógicas, por conocimientos que intentan ser objetivos y más detallados. El conocimiento y el descubrimiento artísticos surgen cada vez con una imagen nueva y única del mundo, como un jeroglífico de la verdad absoluta, se presentan como una revelación. 

El escritor argentino Juan José Saer, desmistificador compulsivo del mito de Borges, profesor en la Universidad de Letras de Argentina y de Francia, se acerca en su planteo al interrogante más valioso del poeta: cómo pueden existir estos "signos incomprensibles" que vertidos en el papel son para algunos el canto de las sirenas, la música de las estrellas. 


El arte de narrar

Ahora escucho una voz que no es más que recuerdo. En la
hoja
blanca, el ojo roza la red negra que brilla, por momentos,
como cabellos inmóviles contra la luz que resplandece,
tensa,
al anochecer. Escucho el eco de una palabra que resonó
antes que la palpitación del oído golpeara, y se estremece
la caja roja del corazón simple como un cuchillo. ¿No hay
otra cosa que días atravesados de violencia sutil, detención
abierta hacia momentos más blancos que el fuego? Está el
rumor
del recuerdo de todos que crece —el resonar de pasos
sobre caminos duros como planetas que se entrecruzan en
regiones reales—
con el mismo rumor inaudible de los cuerpos que se abren
y de la lluvia verde que se abre imposible hacia un árbol
glorioso. Nado
en un río incierto que dicen que me lleva del recuerdo a la
voz.

Juan José Saer (1937-2005)

Estatuas y actitudes



Nadie pudo ver que el tiempo
era una herida. Lastima
nacer y no salir con vida

(Charly García)

El director de cine ruso Andréi Tarkovski escribió que el arte nunca exige al hombre una base de formación profesional, en el sentido positivista del término, sino una experiencia espiritual. Porque el arte surge y se desarrolla allí donde hay ese ansia eterna e infatigable de lo espiritual.  

Con respecto al arte moderno, desarrolló una idea interesante. El autor asegura que hemos perdido el verdadero sentido del arte porque, lejos de la búsqueda incansable de belleza, lo que se busca no es más que una forma de autoafirmación. Para Tarkovski hoy la búsqueda del autor es la de su propia singularidad personal dentro de una actividad que es de por sí egocéntrica. Una combinación explosiva. El arte, sin embargo, no confirma esta individualidad, porque en el arte una idea sirve a otra idea y esta a otra y a otra para generar algo más grande. 

En definitiva, el arte nos muestra que siempre existe una manera de hacer comunidad, aun estando dentro de una soledad inexorable.

Así es como a veces leer un cuento es como entrar en un túnel, aventurarse dentro de un hueco inesperado. Una confusión repleta de conexiones de ideas que, como luciérnagas se aparecen y nutren su luz en esa misma oscuridad creciente. Los sitios de la infancia son eso también, túneles desiertos, una red imprevisible de enlaces, el presagio de un territorio imposible, devastado aunque familiar.


Final del juego 

     Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino los días de calor, esperando que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá, con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa fácil.
  
    El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.

    Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final (habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase:

-Acabarán en la calle, estas mal nacidas.

    Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro reino.

    Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos de nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato -que son los componentes del granito- brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo, porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor, estudiándonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río color café con leche.

    Después de esta primera inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en la mala sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de género blanco como había en la casa de las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada contra la pared. Y nos dirigía.

    La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la calle. Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos parecía bastante normal.

    Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían algo -un trapo, una pelota, una rama de sauce- a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho más complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces que inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos horribles.

    Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan bastante rápido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud. Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener práctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos que volvían del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirándonos. En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y rebotó hasta mí. Era un papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: "Muy lindas estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B." Nos pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo gané.. Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. 

   La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la sala que tía Ruth llamaba La Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andábamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables. Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren. Como no podía girar la cabeza la echaba para atrás, juntando los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: "Las tres me gustan mucho. Ariel." Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptábamos un incorporado cualquiera. Se vería que Ariel era muy bien.

   Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos. Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel que al principio no entendimos: "La más linda es la más haragana." Leticia fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era una maravilla lo bien que le sentaba.

     Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o -lo que era peor- que a último momento uno de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba.

    Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y no sabía que él acababa de mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la tarde, toda la noche.

    El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que ella saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa: "Saludo a las tres estatuas muy atentamente. " La firma parecía un garabato aunque se notaba la personalidad. Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos casi mientras guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca.

    Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar, de un lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas cosas.

    A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no quería mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron la mesa. "Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la demos." Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José.

    Al otro día me tocó a mi salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. "Si querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta", le propuse, pero ella decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la Juventud, pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los platos, de repente estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho más que la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después lo vimos llegar por el terraplén, y era más alto de lo que pensábamos y estaba todo de gris.

    Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas muy pensadas. Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qué faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una lástima y que Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él parecían interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los ornamentos y dijo: "Éste lo llevaba Leticia un día", o: "Éste fue para la estatua oriental", con lo que quería decir la princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. El preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras sabíamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un gran placer y que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y antipática de modo que fue mejor que la visita se acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos grises y en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido diciendo: "Hasta siempre", una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan divina y poética. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta pero me dio no sé qué porque ella había cerrado el sobre antes de confiárselo a Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil decírselo porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la dejamos mirando las avispas del limonero.

    Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: "Vas a ver que mañana se acaba el juego." Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubí de tía Ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la única responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mí", agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua más regia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mirándola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé por qué las dos corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo ojos cerrados y grandes lágrimas por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guardábamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus ojos grises.

Julio Cortázar. En Final del juego (1956) Ed: Los presentes.



La música del mar




La expresión poesía narrativa articula en algunos compañeros literatos una franca mueca de horror. Los más ceñudos, como es habitual fruncen el gesto y se muestran un instante confundidos, reacios. Algunos, incluso, aunque prestos a saber, intuyen en esto una especie de broma, de elitismo, o un oxímoron del estilo vacío relleno.

Sin embargo, nada de eso. Quien no tuvo absolutamente ningún problema con el asunto -y además desarrolló una teoría literaria al respecto- fue el poeta italiano Cesare Pavese. Después de años de corrección, básicamente tomó su primer libro y se preguntó cómo carajo había escrito semejante cosa, bajo qué influencias o leyes había logrado este intento de nueva poesía. 

Su poema Los mares del sur (I mari del sud), que de hecho es mi favorito, da inicio al único poemario publicado en vida por el autor: Trabajar cansa (Lavorare stanca). Según la crítica especializada, Pavese estaba por entonces en franco combate literario contra la solemne vacuidad de la cultura fascista que reinaba en Italia en los años 30. 

Existen otros poemas narrativos en su obra, es cierto, pero ninguno capaz de transportarnos con tanta facilidad hacia una colina al atardecer, de retratar con tanta fidelidad el sonido del viento, el olor de la tierra, las luces de la ciudad, la presencia del primo, los pensamientos. 

Es posible que Los mares del sur, tal vez su poema narrativo más logrado, sea entre los escritores el favorito; no obstante, el público general reconoce, recuerda y admira Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, que forma parte de su homónimo libro póstumo de 1951. Del mar, nadie se acuerda. 

Pero con respecto al libro Trabajar cansa, Pavese declaró querer expresar allí algunos hechos que él consideraba esenciales, deseaba que estuviera libre de abstracciones introspectivas; sin caer en la prosa, por supuesto y dejando atrás el lirismo anterior de desahogo y ahondamiento. 

Su intenso conocimiento de los textos clásicos y religiosos lo llevó a intentar reducir a claridad los mitos. No dejó nunca de indagar acerca de la naturaleza más profunda del hecho poético. Que sigue siendo un completo misterio, por supuesto. De allí su poder. 

Ahora bien, tal vez sea un hecho aquel comentario de Ricardo Piglia que sostenía que para que la gloria llegue a un autor será necesario algún rasgo que estimule el patetismo, bien en la obra, bien en su vida. Lo cierto es que hoy sabemos que la gloria ha sido sobrevaluada. Pavese nació en 1908 y se suicidó una noche de 1950, en un hotel de Turín; después de recibir el prestigioso Premio Strega, inmediatamente después de recibir el rechazo tajante de una mujer. 

Antes de todo eso se graduó en letras, específicamente en filología inglesa. Además de escritor, fue maestro, traductor, periodista y editor. Antes de empezar con los clásicos del siglo anterior, tradujo a Hemingway y a Faulkner. Pero fue sobre todo un intelectual antifascista, que sufrió en carne propia los embates del régimen de Benito Mussolini. Estuvo en prisión, confinado en un pueblo de Calabria debido a sus textos.

Quiso exponer sus logros sobre este primer libro, pero también sus problemas y la posible resolución para cada uno de ellos en un ensayo titulado El oficio de poeta. Nos enseña en él que con los años, la idea de poesía se va profundizando gradualmente en el poeta, que la transición hacia la buena poesía no es inmediata ni mucho menos, y que así como poesía no significa escribir cortito y para abajo, poesía narrativa tampoco significa cortar un relato por sus puntos seguidos. 

Su ensayo es además una prédica contra el llamado "lenguaje literario". Existe, según el autor, un lenguaje considerado así, propio, predeterminado, alusivo al poema, alusivo por ser libresco, que en la mayoría de los intentos termina dando un engendro poético espantoso. De algún modo la poesía exige un continuo rehacerse, al menos de algunos de sus principios, porque normalmente el lenguaje considerado "literario" es ya de por sí un cuerpo muerto, estéril, una entidad cristalizada. 

Definitivamente un poema narrativo no es lo mismo que un texto en prosa, pero tampoco es lo mismo que un poema y no es cuestión de tamaño. Pavese nos dice que lo que hay que evitar en el poema narrativo es el típico argumento novelesco, y evitar también desarrollarlo según su naturaleza psicológica, porque en ese caso habremos cedido al objeto. Aunque sea narrativo, en el poema tiene que haber algo caótico, algo que no permita seguir un hilo argumentativo lógico, porque la poesía es a veces un espacio contradictorio, donde la gestación y la destrucción se mezclan, pero además de eso, debe ser irracional. Por lo mismo, no intentaremos esclarecer el fondo.


Los mares del sur

Caminamos una tarde por la falda de un cerro,
silenciosos. En la sombra del tardío crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco,
que se mueve pacato, con su rostro bronceado,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro debió estar muy solo
—un gran hombre entre idiotas o un pobre
loco—
para enseñar a los suyos tanto silencio.

Mi primo habló esta tarde. Me pidió
que subiera con él: desde la cumbre se divisa,
en las noches serenas, el reflejo del distante
faro de Turín. “Tú, que vives en Turín...”
me dijo, “...pero tienes razón. Hay que vivir la
vida
lejos del pueblo: se aprovecha y se goza;
luego, al volver después de cuarenta años, como
yo,
se encuentra todo nuevo. Las Langas no se
pierden”

Todo esto me ha dicho y no habla italiano,
pero emplea lentamente el dialecto que, como
las piedras
de esta misma colina, es tan abrupto
que veinte años de idiomas y océanos distintos
no han podido mellarlo. Y sube la cuesta
con la misma mirada abstraída que he visto, de
niño,
en los campesinos un poco cansados.

Veinte años anduvo viajando por el mundo.
Se fue cuando todavía era yo un niño faldero,
y lo dieron por muerto. Después oí a las mujeres
hablando a veces de él, como en una fábula;
pero los hombres, más reservados, lo olvidaron.

Un invierno, a mi padre ya muerto, le llegó una
tarjeta
con una gran estampilla verdosa con naves en
un puerto
y deseos de buena vendimia. Causó gran
asombro
y el niño más crecido explicó con vehemencia
que el mensaje venía de una isla llamada
Tasmania,
rodeada de un mar más azul y feroces escualos,
en el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió que
en verdad
el primo era pescador de perlas. Y arrancó la
estampilla.
Todos opinaron al respecto, mas coincidieron
en que si no estaba ya muerto, pronto moriría.
Luego todos lo olvidaron y pasó mucho tiempo.

Oh, desde que yo jugaba a los piratas malayos,
cuánto tiempo ha pasado. Y desde la última vez
que bajé a bañarme en un sitio mortal
y en un árbol perseguí a un compañero de
juegos,
quebrando hermosas ramas, y le rompí la cabeza
a un rival y también me golpearon,
cuánta vida ha transcurrido. Otros días, otros
juegos,
otros sacudimientos de la sangre frente a rivales
más huidizos: los pensamientos y los sueños.

La ciudad me ha enseñado temores infinitos:
una multitud, una calle me han hecho temblar;
un pensamiento, a veces, entrevisto en un rostro.
Siento aún en los ojos la luz burlona
de miles de faroles sobre el tropel de pasos.
Entre otros pocos, mi primo regresó
al terminar la guerra. Y tenía dinero.
Los parientes murmuraban: “En un año, cuando
mucho,
se lo come todo y se larga.
Los desesperados mueren así.”

Mi primo tiene un semblante resuelto. Compró
una planta baja
en el pueblo y construyó con cemento un taller
con su flamante bomba al frente, para vender
gasolina;
y sobre el puente, junto a la curva, un gran
letrero.
Luego empleó a un mecánico que le atendía el
negocio
mientras él se paseaba por Las Langas,
fumando.
Entretanto se casó en el pueblo. Eligió a una
muchacha
delgada y rubia, como las extranjeras
que alguna vez encontró por el mundo.
Pero siguió saliendo solo, vestido de blanco,
con las manos a la espalda y el rostro
bronceado;
por la mañana iba a las ferias y con aire
socarrón
compraba caballos. Después me explicó,
al fallarle el proyecto, que su plan
había sido suprimir las bestias del valle
y obligar a la gente a comprarle motores.
“Pero la bestia” decía, “más grande de todas
he sido yo al pensarlo. Debía saber
que aquí bueyes y gentes son una misma raza.”

Hemos caminado más de media hora. La
cumbre está cercana;
aumenta en torno nuestro el murmullo y el
silbar del viento.
Mi primo se detiene de pronto y se vuelve:
“Este año
escribiré en el letrero Santo Síefano
siempre ha sido el primero en las fiestas
en el valle del Belbo, aunque respinguen
los de Canelli.” Y sigue subiendo la cuesta.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve
en lo oscuro;
algunas luces lejanas: granjas, automóviles
que apenas se oyen. Y pienso en la fuerza
que devolvió a este hombre, arrancándolo al mar,
a las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo jamás habla de sus viajes.
Dice parcamente que ha estado en tal o cual sitio
y vuelve a pensar en sus motores.

Sólo un sueño
le ha quedado en la sangre: una vez navegó
como fogonero en un barco pesquero holandés,
El Cetáceo;
vio volar los pesados arpones al sol,
vio huir ballenas entre espumas de sangre,
perseguirlas, lancear sus colas levantadas.
Me lo contó algunas veces.

Pero cuando le digo
que está entre los afortunados que han visto la
aurora
en las islas más hermosas del mundo,
sonríe al recordarlo y responde que el sol
se levantaba cuando el día ya era viejo para
ellos.

Cesare Pavese (1908-1940) de Trabajar cansa (1930)

Flores del bien





Charles Baudelaire escribió que el poeta pelea contra sí mismo. Inclinado sobre su mesa de trabajo penetra una hoja de papel con la misma mirada que un momento atrás dedicaba a las cosas, a los objetos; esgrime su lápiz, su pluma, su pincel, lo que sea, pero escurre la pluma en su camisa, diligente, violento, activo -dice- como si temiese que se le escaparan las palabras; un luchador solitario que recibe él mismo sus golpes. 

Cierto es que la mayor parte de las veces viene algo concreto: un verso que proviene de un aroma, un ruido, una música o una sensación. Acto seguido desaparece, y las putas palabras se esfuman. Entiéndase: no se piensa un "argumento", no corre una película. Aparece algo que, difuso, entreverado, se acerca sutil, como un sabor en la boca; casi nos deja acariciarlo en toda su compleja dimensión y las pu-tas-pa-la-bras se es-ca-pan. 

Algo que estuvo, que tomó forma y tomamos conocimiento, pero antes de lograr aprehenderlo, antes de entender cómo, se fue. Sobre todo en el confuso despertar, es decir en el momento previo, pero también justo antes de perder la consciencia. Algo que, cuando lo agarramos, va al laboratorio o al taller, como prefieran. Tal vez sea una cuestión de concentración, no lo sé, lo que sí se es que el poema es elusivo; está hecho de agua, arena, viento.

A lo largo de todos estos años, la crítica analizó con destreza la escritura poemática de Baudelaire, nos brindó los ensayos, las teorías de la escritura; concluyó que el principio fundamental de sus poemas en prosa es el accidente, el azar, cuestión que años después pudo emparentarse con el ready-made de Marcel Duchamp. Frente a una poesía moderna despejada de toda rima, puede decirse que el azar es el ritmo del poema. 

En su escritura Baudelaire borra el yo, y de algún modo ha separado la palabra lírica -el yo lírico del poema- de la persona empírica. En pocas palabras, lo que quiso, frente a cualquier otra cosa, fue plasmar el malestar no propio, sino de la época. Baudelaire toma una voz poética que apela a transmitir lo que siente el hombre moderno.  Mallarmé también fue partidario de esta misma política, suprimir al autor en favor de la escritura.

La poesía ya no está en el autor, como los románticos la hicieron, la poesía es creación pura. Construye un sujeto nuevo donde el autor encaja, tal vez, y a veces va a parar de pura carambola. En su ensayo sobre Baudelaire, Rodrigo Zubieta utiliza una imagen, tomada a su vez de otra ensayista, que me parece muy apropiada. 

Zubieta nos habla del poeta, del escritor moderno, como un cartonero; un tipo que recicla porciones, imágenes, flashes de la vida moderna, elementos que quedaron impregnados dentro de la temible velocidad de la ciudad pero que nadie más ve o, en todo caso, que a nadie importan. El escritor toma ese descarte, esa insignificancia, ese residuo de mierda para hacer algo con él. 

El poeta ofrece un panorama que cada lector interpreta libremente según su propia subjetividad, de acuerdo al contexto histórico y emocional que lo tiene atrapado. La poesía no es más que la asimilación de palabras ajenas, es un refrito eterno que no sirve para nada. Por eso lo que realmente importa es que esté, que se escriba y no quién la escriba. 

Sin embargo, Joyelle McSweeney escribió un artículo para la Universidad de Notre Dame sobre el libro Historial de las violetas, que pertenece a la poeta uruguaya Marosa di Giorgio. En su análisis, McSweeney descubre que di Giorgio exime a su propia poesía de la linealidad, la simetría, el bienestar y la fuerza masculinas, para dar lugar a una poética distinta, una poética del caos, lo monstruoso, la sexualidad, la sobrefecundación y el hermafroditismo. 

En definitiva, el estudio revela que existe en di Giorgio una poética de lo femenino, entre cuyos versos hay espacio para las criaturas débiles y la ecología, en claro contraste con la presencia de una masculinidad siempre amenazante: dioses astados, hombres lobo, curas y cuervos vienen a devorar, a llevárselo todo. Entonces hay en Marosa una autorreferencialidad latente, un poder de nombrarse, de leerse y de transformarse a sí misma.

Tal vez sin proponérselo, la autora obtiene de su poder poético una posición política. Que en mi parecer se encuentra en las antípodas de la inocencia de la infancia.

XXXI

Las estrellas ardían un poco lilas, un poco funerarias, como si se les hubiese caído la envoltura brillante, el papel de colores; y rugía, remotamente, el cañaveral de los muertos. Pero, era una hermosa tardecita, era abril. La asamblea había tenido lugar en la cueva; pero, ya estábamos bajo el membrillar. El jefe dio las últimas instrucciones. No podía haber fracaso. Cada uno pensó en su casa, allí cerca en cada huerto; era la hermosa hora, la del humo, la de los cirios rojos, cuando cada abuela taconea dulcemente en torno al pastel de manzanas. Todavía éramos casi niños; algunos de nosotros teníamos novia y era la hora de ir a visitarla; algunas de nosotras teníamos novio y era la hora de que nos viniesen a ver. Así, sentimos nostalgia, miedo y también, una gran audacia. 

Empezamos a reptar; cerca, lejos, pasaba algún amo de los huertos, con una pequeña carga de manzanas, un jarrón de leche. Aparecieron los gladiolos, como un mar de espumas, de cisnes, se
les sentía el aroma a azúcar, a azahar; en parte, hubo que segarlos, nos diezmaban. Cerca del linde, la reunión se realizó otra vez, rápidamente. La casa apareció de súbito, las puertas de par en par. Nos encaramábamos, nos escondíamos. Ella taconeó dulcemente; se le veían los cirios, las manzanas; se asomó, tal vez, ya, con un temblor, un frío presentimiento. Alguno de nosotros no pudo reprimir un pequeño grito de ansiedad, un silbo como de víbora.

Y las estrellas cayeron al silencio, los gladiolos brillaron como nunca.

Marosa di Giorgio (1932-2004) de Historial de las violetas, 1965.




Luz que agoniza

             

                                                                                    

A solas con nuestra flor favorita y nuestra locura
vemos que realmente no queda nada sobre qué escribir.
O más bien, es necesario escribir sobre las cosas de siempre,
del mismo modo, repetirlas una y otra vez
para que el amor persista y sea gradualmente diferente.

(John Ashbery)


                                                                             Donde crece el peligro también crece lo que nos salva.



Como una especie de contracultura del éxito y el descarte, con una sabiduría concreta y ácida -que será siempre bienvenida- el italiano Pier Paolo Pasolini escribió que consideraba necesario educar a las generaciones futuras en la cultura del valor de la derrota. Nació en 1922 en Bolonia, una ciudad de políticas de izquierda. Fue asesinado de forma brutal en 1975. 

Director de cine, actor, escritor, periodista y filósofo, su temática fuertemente sexual escandalizó a los italianos durante algún tiempo. Tuvo toda la razón en creer que frente a este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de trepadores sociales implacables que escalan y escalan, algunas veces por el mero hecho de pisar a los demás, frente a esta despreciable antropología pro-ganador que se nos ha metido en el sentido común, es preferible -por mucho- ser un perdedor. 

No quiero imaginar lo que pensaría si viviera hoy. 

La sociedad donde vivimos, el espacio vital donde nos movemos todos los días, da por hecho que el único horizonte posible en el deseo es tener más para vivir mejor, y eso no siempre es de esa manera. No tiene por qué ser así. Quiero decir, tener más no necesariamente implica vivir mejor. Lo más importante tal vez tenga que ver con ser capaces de darnos cuenta, de pensar qué precio vamos a pagar por tener más.

Ahora bien, es cierto que quizá sea esa y no otra la verdadera revolución del arte: la mirada disidente, el pensar desde los márgenes, el detenerse caprichosamente una y otra y otra vez en la contemplación absurda, como un intento, a veces vano, de ralentizar el ritmo salvaje de las ciudades hasta entrever ese latido vivo y reposado que tienen las cosas. 


Luz de gas

Todos pudimos apagar y encender las hogueras
digamos, las luces
los más inconscientes lo hicimos
pero yo pregunto
quién tuvo la valentía de verlas agonizar
y siguió hablando moviéndose
pensando en las celebraciones
sonriendo ante las consecuencias del cambio de estación
la luz que agoniza era una obra que amaba mi madre
en su fantasía del teatro
pero aquí no habrá salvadores
lúcidos detectives jóvenes enamorados
sólo héroes que miran cómo agonizan
y simulan vivir una vida
¿quién la llamó vida?
sin revolución

Juana Bignozzi (1937 - 2015) de Regreso a la patria (1989)

Las poetas visitan a Elizabeth Barrett

@ph Aleksander Rodchenko


A algunos les han quitado las ganas de hablar,
pasan mudos por el amor, aman perros vagabundos
y tienen una piel tan sensible
que nuestros pequeños saludos cotidianos
pueden producirles heridas de muerte.
Nosotros, seres amables e inofensivos,
miramos los gatos enfermos, las mujeres con collares
que pasan por la calle
y sentimos un desamor agradable,
casi suficiente.

(Juana Bignozzi de Mujer de cierto orden)

 

La escritora argentina Juana Bignozzi nació en Buenos Aires en el año 1937, en el seno de una familia anarquista. Fue traductora y poeta. Un año antes de su muerte escribió el libro Las poetas visitan a Andrea del Sarto. En seguida la prensa quiso saber el por qué de ese título tan extraño. 

Desde muy joven, Juana Bignozzi se dedicó a estudiar la pintura. Es ella misma quien atribuye esta afición artística a la falta de vida social durante su adolescencia. Recuerda pasar los domingos dentro del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. 

La prensa se encontró entonces con una muy dispuesta Juana, que les explicó que un día estaba en Florencia, haciendo cola para comprar comida en la única rotisería disponible de la ciudad cuando se anotició -recorrido de sus ojos mediante- que estaba parada justo enfrente a La Casa Guidi, hoy convertida en museo. 

Casa Guidi fue la casa donde Elizabeth Barrett escribió su libro de 1851 Casa Guidi windows, inspirada en la lucha toscana por la libertad, e intentando reflejar en un largo poema la situación política de la que estaba siendo testigo. Fue la casa donde vivió junto a Robert Browning entre 1847, después de que decidieran huir juntos de Inglaterra, y el día de su muerte, en 1861;  la casa donde nació su único hijo, Pen.

Miro y digo "Dios, la Casa Guidi, son los balcones de la Casa Guidi. La casa del poema de Elizabeth". Y cruzo. Ella vive en Florencia, está enterrada ahí; su perro en la Casa Guidi y ella y el hijo en el Cementerio de Florencia. Robert Browning está enterrado en Westminster, en el panteón de los poetas, pero la gran poeta era ella. Entonces pienso y me emociono pensando que seguramente también ella, como yo, iba a ver a Andrea del Sarto, iba a visitarlo a la cercana iglesia de La Anunciata, donde se encuentra la clave de la obra del pintor. 
Y pienso en el poema, el poema de Elizabeth, donde ella menciona que escucha a un chiquito cantar, un niño italiano que pasa junto al paredón de la iglesia; y pienso entonces que ella tendría allí su escritorio, cerca de esas ventanas, que escucha al niño sentada en su lugar de escritura, porque sus balcones dan a la iglesia de la Santa Felicitá. Y compro unas cuantas postales, para mandarle a mis amigas que están en Buenos Aires, pero descubro a tiempo que el escritorio es de Robert Browning así que me pregunto por ella, "¿ella dónde escribía?", me digo. Y le digo a Mirta Rosemberg "no te mandé la postal porque el escritorio no era de ella sino de él. No sé entonces dónde escribía ella". 
Y Mirta, lúcida, me responde "en la cocina, Juana".


Juliet of nations

I herd last night a little child so singing
  ’Neath Casa Guidi windows, by the church,
O bella libertà, O bella!—stringing
  The same words still on notes he went in search
So high for, you concluded the upspringing        
  Of such a nimble bird to sky from perch
Must leave the whole bush in a tremble green,
  And that the heart of Italy must beat,
While such a voice had leave to rise serene
  ’Twixt church and palace of a Florence street:        
A little child, too, who not long had been
  By mother’s finger steadied on his feet,
And still O bella libertà he sang.
Then I thought, musing, of the innumerous
  Sweet songs which still for Italy outrang        
From older singers’ lips who sang not thus
  Exultingly and purely, yet, with pang
Fast sheath’d in music, touch’d the heart of us
  So finely that the pity scarcely pain’d.
I thought how Filicaja led on others,    
  Bewailers for their Italy enchain’d,
And how they call’d her childless among mothers,
  Widow of empires, ay, and scarce refrain’d
Cursing her beauty to her face, as brothers
  Might a sham’d sister’s,—“Had she been less fair        
She were less wretched;”—how, evoking so
  From congregated wrong and heap’d despair
Of men and women writhing under blow,
  Harrow’d and hideous in a filthy lair,
Some personating Image wherein woe        
  Was wrapp’d in beauty from offending much,
They call’d it Cybele, or Niobe,
  Or laid it corpse-like on a bier for such,
Where all the world might drop for Italy
  Those cadenced tears which burn not where they touch,—       
“Juliet of nations, canst thou die as we?
  And was the violet that crown’d thy head
So over-large, though new buds made it rough,
It slipp’d down and across thine eyelids dead,
O sweet, fair Juliet?” Of such songs enough,        
  Too many of such complaints! behold, instead,
Void at Verona, Juliet’s marble trough:
  As void as that is, are all images
Men set between themselves and actual wrong,
  To catch the weight of pity, meet the stress         
Of conscience,—since ’t is easier to gaze long
  On mournful masks and sad effigies
Than on real, live, weak creatures cruch’d by strong.

Elizabeth Barrett (1806-1861) de Ventanas de la Casa Guidi (1851)