El castigo de Eco


[...] Ahora soy yo el que debe hablar.  Aunque sea con su lenguaje será un comienzo, un paso hacia el silencio, hacia el final de esta locura, la de tener que hablar y no poder, salvo de cosas que no me conciernen, que no cuentan, y en las que no creo; de las que ellos me llenan para impedirme decir quién soy, dónde estoy, para impedirme hacer lo que tengo que hacer.

(Samuel Beckett. El innombrable)

Samuel Beckett no creía en el lenguaje, lo creía incapaz de crear un orden, mucho menos de darle claridad al absurdo de este mundo. Desconfiaba de su eficiencia para nombrar. Pero también creía que en él habitaba la única arma para la búsqueda, interminable por cierto, de algún tipo de sentido en la realidad.

Hay que abrir agujeros, uno tras otro, hasta que lo que acecha detrás, sea algo o sea nada, comience a exudar y filtrarse.

El lenguaje está en crisis permanente, y el tiempo es un cretino miserable. Según la crítica, esos y no otros son los puntos principales de su obra. El pesimismo en Beckett es, a lo sumo, su efecto colateral.

Habitamos bajo un velo que debería ser desgarrado con desesperación, al menos hasta encontrar algo, tal vez la nada, pero escarbar; porque el lenguaje nos fue dado y porque, además de ser una imposición ancestral, es un medio que se interpone entre nosotros y el mundo y sus cosas.

El lenguaje nos obliga a decir bajo sus reglas, que han sido impuestas por otros. Así que es allí donde el acto poético puede transformarse en un acto de resistencia pura. Si no no es poesía. 

Ahora bien, para Beckett, resistir el paso del tiempo, con un lenguaje que ha perdido tanto significado y tanta eficacia, es una utopía. Hoy la realidad está invadida de lenguaje que, al producirse en exceso, se vacía de significado.

Hablamos demasiado. De hecho, cualquier imbécil lo hace, mucho y mal. Para descubrir este fenómeno tan singular y violento, le basta a uno un largo viaje en bus, o en colectivo. Comunicación vacía, gente por doquier, hablando por teléfono a los gritos. Porque la consigna es clara: hablar boludeces, pero sin límite de tiempo; un torrente de palabras absurdas, sin sentido, superficiales. 

Hablamos sin tener nada para decir, hablamos porque es gratis. 

Así estamos, invadidos por un ruido constante. Y al igual que le ocurriera a la Eco mitológica, habitamos lugares donde se vuelve imposible decir lo que se tiene que decir:

asilo debajo de mis huellas todo este día
sus sordas comilonas mientras la carne cae
rompiendo sin temor ni viento favorable
guantílopes del sentido y el sin sentido transcurren
tomados por los gusanos, por lo que en verdad son.

(Echo´s bones. Samuel Beckett)

Así como su amor por Narciso, la voz de Eco se convirtió en espectral simulación de las voces de los otros, y humillada, y avergonzada se escondió durante años y años en una cueva solitaria, allí su cuerpo también ensombreció y comenzó a deteriorarse hasta que finalmente murió; entonces solo quedaron sus huesos, testigos únicos de la incapacidad de decir, heridos aún por el castigo de Hera, por el dolor del rechazo. 

...Y al final solo su voz y sus huesos quedan, [...] el sonido es lo que vive en ella.

(Ovidio. Metamorfosis)

Para los escritores, para los poetas, el verdadero desafío, el único que merece la pena, consiste entonces en atravesar esa zona, en ir más allá del castigo de Eco.


qué haría yo sin este mundo sin 
rostro sin preguntas 
donde ser no dura ni un instante 
donde cada instante 
gira en el vacío en el olvido 
de haber sido cuerpo y sombra,
sin esta ola donde al final
se confunden.

qué haría yo sin este silencio 
abismo de rumores 
jadeando furioso hacia la salvación 
hacia el amor ,
sin este cielo que se eleva
sobre el polvo de sus lastres.

qué haría yo 
haría como ayer como hoy 
mirando por mi rendija si no estoy solo 
para errar para alejarme de toda vida, 
sin voz entre las voces
en un espacio falso
encerradas conmigo.

Samuel Beckett (1906- 1989) 

Traducción al castellano de Rafael Pérez Gay

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