La música del mar




La expresión poesía narrativa articula en algunos compañeros literatos una franca mueca de horror. Los más ceñudos, como es habitual fruncen el gesto y se muestran un instante confundidos, reacios. Algunos, incluso, aunque prestos a saber, intuyen en esto una especie de broma, de elitismo, o un oxímoron del estilo vacío relleno.

Sin embargo, nada de eso. Quien no tuvo absolutamente ningún problema con el asunto -y además desarrolló una teoría literaria al respecto- fue el poeta italiano Cesare Pavese. Después de años de corrección, básicamente tomó su primer libro y se preguntó cómo carajo había escrito semejante cosa, bajo qué influencias o leyes había logrado este intento de nueva poesía. 

Su poema Los mares del sur (I mari del sud), que de hecho es mi favorito, da inicio al único poemario publicado en vida por el autor: Trabajar cansa (Lavorare stanca). Según la crítica especializada, Pavese estaba por entonces en franco combate literario contra la solemne vacuidad de la cultura fascista que reinaba en Italia en los años 30. 

Existen otros poemas narrativos en su obra, es cierto, pero ninguno capaz de transportarnos con tanta facilidad hacia una colina al atardecer, de retratar con tanta fidelidad el sonido del viento, el olor de la tierra, las luces de la ciudad, la presencia del primo, los pensamientos. 

Es posible que Los mares del sur, tal vez su poema narrativo más logrado, sea entre los escritores el favorito; no obstante, el público general reconoce, recuerda y admira Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, que forma parte de su homónimo libro póstumo de 1951. Del mar, nadie se acuerda. 

Pero con respecto al libro Trabajar cansa, Pavese declaró querer expresar allí algunos hechos que él consideraba esenciales, deseaba que estuviera libre de abstracciones introspectivas; sin caer en la prosa, por supuesto y dejando atrás el lirismo anterior de desahogo y ahondamiento. 

Su intenso conocimiento de los textos clásicos y religiosos lo llevó a intentar reducir a claridad los mitos. No dejó nunca de indagar acerca de la naturaleza más profunda del hecho poético. Que sigue siendo un completo misterio, por supuesto. De allí su poder. 

Ahora bien, tal vez sea un hecho aquel comentario de Ricardo Piglia que sostenía que para que la gloria llegue a un autor será necesario algún rasgo que estimule el patetismo, bien en la obra, bien en su vida. Lo cierto es que hoy sabemos que la gloria ha sido sobrevaluada. Pavese nació en 1908 y se suicidó una noche de 1950, en un hotel de Turín; después de recibir el prestigioso Premio Strega, inmediatamente después de recibir el rechazo tajante de una mujer. 

Antes de todo eso se graduó en letras, específicamente en filología inglesa. Además de escritor, fue maestro, traductor, periodista y editor. Antes de empezar con los clásicos del siglo anterior, tradujo a Hemingway y a Faulkner. Pero fue sobre todo un intelectual antifascista, que sufrió en carne propia los embates del régimen de Benito Mussolini. Estuvo en prisión, confinado en un pueblo de Calabria debido a sus textos.

Quiso exponer sus logros sobre este primer libro, pero también sus problemas y la posible resolución para cada uno de ellos en un ensayo titulado El oficio de poeta. Nos enseña en él que con los años, la idea de poesía se va profundizando gradualmente en el poeta, que la transición hacia la buena poesía no es inmediata ni mucho menos, y que así como poesía no significa escribir cortito y para abajo, poesía narrativa tampoco significa cortar un relato por sus puntos seguidos. 

Su ensayo es además una prédica contra el llamado "lenguaje literario". Existe, según el autor, un lenguaje considerado así, propio, predeterminado, alusivo al poema, alusivo por ser libresco, que en la mayoría de los intentos termina dando un engendro poético espantoso. De algún modo la poesía exige un continuo rehacerse, al menos de algunos de sus principios, porque normalmente el lenguaje considerado "literario" es ya de por sí un cuerpo muerto, estéril, una entidad cristalizada. 

Definitivamente un poema narrativo no es lo mismo que un texto en prosa, pero tampoco es lo mismo que un poema y no es cuestión de tamaño. Pavese nos dice que lo que hay que evitar en el poema narrativo es el típico argumento novelesco, y evitar también desarrollarlo según su naturaleza psicológica, porque en ese caso habremos cedido al objeto. Aunque sea narrativo, en el poema tiene que haber algo caótico, algo que no permita seguir un hilo argumentativo lógico, porque la poesía es a veces un espacio contradictorio, donde la gestación y la destrucción se mezclan, pero además de eso, debe ser irracional. Por lo mismo, no intentaremos esclarecer el fondo.


Los mares del sur

Caminamos una tarde por la falda de un cerro,
silenciosos. En la sombra del tardío crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco,
que se mueve pacato, con su rostro bronceado,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro debió estar muy solo
—un gran hombre entre idiotas o un pobre
loco—
para enseñar a los suyos tanto silencio.

Mi primo habló esta tarde. Me pidió
que subiera con él: desde la cumbre se divisa,
en las noches serenas, el reflejo del distante
faro de Turín. “Tú, que vives en Turín...”
me dijo, “...pero tienes razón. Hay que vivir la
vida
lejos del pueblo: se aprovecha y se goza;
luego, al volver después de cuarenta años, como
yo,
se encuentra todo nuevo. Las Langas no se
pierden”

Todo esto me ha dicho y no habla italiano,
pero emplea lentamente el dialecto que, como
las piedras
de esta misma colina, es tan abrupto
que veinte años de idiomas y océanos distintos
no han podido mellarlo. Y sube la cuesta
con la misma mirada abstraída que he visto, de
niño,
en los campesinos un poco cansados.

Veinte años anduvo viajando por el mundo.
Se fue cuando todavía era yo un niño faldero,
y lo dieron por muerto. Después oí a las mujeres
hablando a veces de él, como en una fábula;
pero los hombres, más reservados, lo olvidaron.

Un invierno, a mi padre ya muerto, le llegó una
tarjeta
con una gran estampilla verdosa con naves en
un puerto
y deseos de buena vendimia. Causó gran
asombro
y el niño más crecido explicó con vehemencia
que el mensaje venía de una isla llamada
Tasmania,
rodeada de un mar más azul y feroces escualos,
en el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió que
en verdad
el primo era pescador de perlas. Y arrancó la
estampilla.
Todos opinaron al respecto, mas coincidieron
en que si no estaba ya muerto, pronto moriría.
Luego todos lo olvidaron y pasó mucho tiempo.

Oh, desde que yo jugaba a los piratas malayos,
cuánto tiempo ha pasado. Y desde la última vez
que bajé a bañarme en un sitio mortal
y en un árbol perseguí a un compañero de
juegos,
quebrando hermosas ramas, y le rompí la cabeza
a un rival y también me golpearon,
cuánta vida ha transcurrido. Otros días, otros
juegos,
otros sacudimientos de la sangre frente a rivales
más huidizos: los pensamientos y los sueños.

La ciudad me ha enseñado temores infinitos:
una multitud, una calle me han hecho temblar;
un pensamiento, a veces, entrevisto en un rostro.
Siento aún en los ojos la luz burlona
de miles de faroles sobre el tropel de pasos.
Entre otros pocos, mi primo regresó
al terminar la guerra. Y tenía dinero.
Los parientes murmuraban: “En un año, cuando
mucho,
se lo come todo y se larga.
Los desesperados mueren así.”

Mi primo tiene un semblante resuelto. Compró
una planta baja
en el pueblo y construyó con cemento un taller
con su flamante bomba al frente, para vender
gasolina;
y sobre el puente, junto a la curva, un gran
letrero.
Luego empleó a un mecánico que le atendía el
negocio
mientras él se paseaba por Las Langas,
fumando.
Entretanto se casó en el pueblo. Eligió a una
muchacha
delgada y rubia, como las extranjeras
que alguna vez encontró por el mundo.
Pero siguió saliendo solo, vestido de blanco,
con las manos a la espalda y el rostro
bronceado;
por la mañana iba a las ferias y con aire
socarrón
compraba caballos. Después me explicó,
al fallarle el proyecto, que su plan
había sido suprimir las bestias del valle
y obligar a la gente a comprarle motores.
“Pero la bestia” decía, “más grande de todas
he sido yo al pensarlo. Debía saber
que aquí bueyes y gentes son una misma raza.”

Hemos caminado más de media hora. La
cumbre está cercana;
aumenta en torno nuestro el murmullo y el
silbar del viento.
Mi primo se detiene de pronto y se vuelve:
“Este año
escribiré en el letrero Santo Síefano
siempre ha sido el primero en las fiestas
en el valle del Belbo, aunque respinguen
los de Canelli.” Y sigue subiendo la cuesta.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve
en lo oscuro;
algunas luces lejanas: granjas, automóviles
que apenas se oyen. Y pienso en la fuerza
que devolvió a este hombre, arrancándolo al mar,
a las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo jamás habla de sus viajes.
Dice parcamente que ha estado en tal o cual sitio
y vuelve a pensar en sus motores.

Sólo un sueño
le ha quedado en la sangre: una vez navegó
como fogonero en un barco pesquero holandés,
El Cetáceo;
vio volar los pesados arpones al sol,
vio huir ballenas entre espumas de sangre,
perseguirlas, lancear sus colas levantadas.
Me lo contó algunas veces.

Pero cuando le digo
que está entre los afortunados que han visto la
aurora
en las islas más hermosas del mundo,
sonríe al recordarlo y responde que el sol
se levantaba cuando el día ya era viejo para
ellos.

Cesare Pavese (1908-1940) de Trabajar cansa (1930)

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