Una mirada fría recorre el mundo y prueba
-no precisa ir muy lejos- las duras realidades
como quien se llevara
amarguísimos frutos a la boca
de zumo negro y venenoso.
La mancha
de la crueldad avanza hora tras hora.
¿Quién va a sentarse afuera, a ver la tarde
mientras ella camina a grandes pasos
y oscurece la tierra?
(Circe Maia de: Breve sol)
El infierno son los otros
(Jean Paul Sartre)
Quienes tienen miedo de problematizar suelen decir que la filosofía solo sirve para complicar las cosas, que la vida es simple tal como es, que no hay que dar tantas vueltas, que no vale la pena enredarse o confundirse de más. Sin embargo, el desafío se trata de poner en duda las verdades aceptadas.
Todas.
Si nos esforzamos por ser accesibles, o más simples, tarde o temprano dejaremos de pensar; siempre que lo que llamemos pensar sea justamente salir del modo común de comprensión y expresión. Nacemos y vivimos en la reiteración. Así, la vida cotidiana es un lugar que deja verdaderamente poco espacio para vivir, pensar y sentir de otra manera.
Hay pensadores que afirman que la sociedad no existe como tal, que apenas nos movemos en grupos humanos; aún así nos invitan a actuar y a pensar en masa. Encima nos quieren sin angustia, sin pensamiento crítico; nos venden falsas felicidades para que podamos aceptar sin chistar y con una sonrisa nuestra posición dentro del gran engranaje, y todavía creemos que elegimos...
Pero si el deseo es ver más allá, si huele mal, si no cierra por ningún lado deberemos enfrentarnos a todo lo aceptado, cuestionar el sentido común.
Nombrar es de algún modo constituir lo que somos, porque lenguaje y pensamiento se entraman y el cuerpo queda atrapado ahí, en el lenguaje; es decir, lo que nombramos se hace carne, se naturaliza. Valéry escribió que solo logramos entendernos con los otros porque no insistimos en las palabras; es decir, nos comunicamos a fuerza de pasar diariamente sobre ellas sin detenernos.
Pero ¿quién inventa una categoría, un lenguaje, un dispositivo? ¿A qué intereses responden esas creaciones? ¿Es real que todo dispositivo esconde una técnica de dominación? ¿Es cierto que genera objetos de devoción que se introducen con el fin de someter? ¿Todo dispositivo materializa y estabiliza el dominio? ¿El lenguaje nombra o el lenguaje ordena las cosas?
Durante su carrera, el filósofo biopolítico italiano Roberto Esposito retomó con prolijidad algunas de las reflexiones principales de Michel Foucault, entre ellas se encuentran las que nos hablan sobre el biopoder y los dispositivos.
Esposito recorre minuciosamente la historia para poder decir que ya desde tiempos remotos la violencia proviene de eso que es común a todos. Es decir, la violencia viene de adentro de cada comunidad humana. Al estudiar el hombre del origen, se dio cuenta de que la violencia es además comunicable, se comunica libremente de un individuo a otro, y lo hace hasta ser parte misma de la comunicación.
Ya que aquello que nos es común engendra por sí mismo un carácter violento, bastará entonces con mirar la historia en profundidad para concluir que la sangre que cimienta los muros de las ciudades fundacionales ha sido siempre sangre de familia, que aún antes de haber sido derramada ata indisolublemente a la víctima y al verdugo. Si nos remontamos aún con más detalle al pasado cronológico de la especie, veremos además que los homicidios históricos son mayormente fratricidios.
En definitiva, aquello que engendra violencia es nada menos que el deseo mimético, el hecho de que todos los hombres de una comunidad dirijan su deseo hacia el mismo lugar, hacia el mismo objeto, no ya por ser sí mismo, sino por ser deseado por todos los demás.
Para Esposito el problema viene de que existe una zona de igualdad inherente, una indiferencia entre los hombres, que genera amenaza; en este contexto puntual, cada hombre es -al menos en potencia- capaz de matar a otro y de ser muerto por otro.
Desde esa perspectiva, es relativamente fácil deducir que todos estamos de algún modo en las manos de otro individuo. Siendo así, la masa está francamente destinada a la autodestrucción. Como en un juego de espejos cruzados, cada uno de nosotros ve en los ojos del otro la agresividad y los defectos propios.
Otra pensadora que escribió sobre el biopoder es la filósofa estadounidense Judith Butler. Con dos libros que son de cabecera, Vida precaria y Cuerpos que importan, Butler introduce en el pensamiento contemporáneo sus conclusiones sobre uno de los temas que más le preocupan: la guerra.
La filósofa hace hincapié principalmente en la distribución diferencial de la vulnerabilidad de los cuerpos, porque la realidad nos muestra todos los días que avanzar sobre ciertas vidas hace que se movilice la justicia, la seguridad e incluso las fuerzas de la guerra, mientras hay otras que no importan tanto.
Decir no alcanza, y ella no duda en criticar y cuestionar las políticas de estado del país donde nació, se formó y aún trabaja. Nos dice que hoy, en este mundo, existen vidas que importan y vidas que no y que eso es fundamentalmente un problema de reconocimiento del otro, porque lo verdaderamente valioso no es reconocernos en la igualdad sino en la diferencia. Poder reconocernos como pares aún en las diferencias:
El problema no es meramente cómo incluir a más personas dentro de las normas ya existentes, el problema es considerar cómo las normas ya existentes asignan reconocimiento de manera diferencial. Qué nuevas normas son posibles y cómo producirlas.
Pero ¿qué pasó entonces con los conceptos que fueron creados para proteger la vida? ¿Qué hay detrás del concepto de Persona, por ejemplo?
La Declaración Universal de los Derechos Humanos data del año 1948. Ahí es donde aparece por primera vez el concepto de persona, ahí la persona pasa a ser del orden de lo sagrado, porta su propia dignidad. Ocurrió después de que la medicina nazi del gran depredador intentara higienizar la raza y pusiera en práctica el ejercicio de biopoder mas aterrorizante de la historia de la humanidad. Y con esto Alemania dejó al descubierto el gran peligro que emana de la biopolítia: que el cuidado, la reproducción y la salud de los ciudadanos quede en manos del poder de los estados.
Setenta años después habitamos un mundo desbordado de hambre, exclusión, enfermedades y muerte, un mundo donde el plano enunciativo es el único efectivo cuando se trata de derechos humanos, el resto no funciona.
Pero aún así el concepto de persona triunfó como concepto.
Un mundo donde lo personal y lo singular se han vuelto indistinguibles, donde absolutamente todo es personalizado y personalizable, como si la sola mención asegurara prestigio, pertenencia, estatus; un mundo carente de singularidades, porque lo singular es todavía rareza, se esconde, se niega o está mal visto; un mundo donde el marketing ha tomado muy buena cuenta de esto, coaching, programación neurolingüista, autoayuda, y tanto hay de marketing en esto, tal es la magia que opera, que el rasgo distintivo del ejemplar humano más ordinario es justamente que se autopercibe raro.
Pero la personalización como moda encierra también su paradoja. Cuanto más se intenta destacar los rasgos inconfundibles de una persona, tanto más se obtiene el efecto opuesto y especular de despersonalización. Tal vez el ejemplo moderno más fiel lo constituya facebook, un espacio propio y personal, autogestionado, abundante en detalles, donde en realidad opera el autoengaño, donde terminamos siendo todos iguales, haciendo todos lo mismo, jugando para estadísticas y números, cosificados, hechos en serie dentro del sistema.
Según Esposito es el concepto de persona el que porta el problema. Así lo expresa en su libro El dispositivo de la persona. Es que en la filosofía todo se trata de rascar donde no hay comezón. Pues bien, parece que el gran paraguas protector que significa para cualquiera de nosotros ser persona, ese que usamos cuando hablamos de derechos humanos, está constantemente excluyendo al intentar incluir.
Persona es una categoría específica del derecho, un dispositivo creado para proteger la vida, con los fines más nobles. Pero como todo dispositivo es también un lugar despótico de dominio, donde no todo aquello del orden de lo viviente, ni siquiera del orden de lo humano, está incluido. Si no no sería necesario diferenciarlo de lo humano.
Persona categoriza y eleva a un estatus superior algunos individuos de la especie, mientras excluye a otros. Hasta hace poco tiempo las mujeres no eramos personas, todavía hoy no lo son los animales, tampoco la carne, el cuerpo viviente que porta el concepto de persona.
¿por qué?
porque para ser persona es necesario tener credenciales que acrediten esa identidad. Para ser persona hay que ganárselo.
¿por qué?
porque ha triunfado el concepto y para pertenecer se tiene que poder dominar lo que de animales tenemos: el instinto, las pulsiones, la carne. La persona humana tiene derechos en cuanto persona, dueña de sí misma y de sus actos. Debe poder someter los aspectos corporales.
¿por qué?
porque nuestra historia está atravesada por tradiciones innegables: el derecho romano, la religión y la filosofía moderna. Tres armas dirigidas contra un solo objetivo: el cuerpo. Y porque el concepto de persona proviene de Prósopon, del griego antiguo: πρόσωπον literalmente: delante de la cara: máscara.
Es decir, proviene de las máscaras del Teatro de la Grecia Antigua, que se utilizaban para personificarse, se colocaban sobre el rostro antes de actuar. Curiosamente poseían ademas un dispositivo de amplificación o per sonare que se utilizaba para amplificar la voz del actor. De allí deriva también la palabra personaje.
Entonces ¿persona es una máscara?
Persona es la máscara que oculta el rostro biológico individual y humano, sirve para darle a ese rostro natural una apariencia menos humana, menos terrestre, más espiritual, si se quiere más heroica, como en el teatro. La máscara no viene a representar una dimensión corpórea sino una zona espiritual, la máscara oculta el cuerpo. El mismo principio gobernaba las antiguas máscaras funerarias: ocultar la putrefacción del cuerpo, resaltando así el aspecto espiritual de los difuntos, la vida eterna.
La religión católica nos ha enseñado a someter nuestros cuerpos, a domarlos, a enseñarles a "resistir la tentación". A aguantarse. Nadie evade su influjo, nadie escapa. Aunque no recemos, aunque no creamos, ellos están ahí, generando cierto "orden", metidos desde hace siglos en la moral, en los sentimientos, en el sentido común.
Nos enseñaron que el alma es quien debe manejar al cuerpo animal, el alma y la razón; que para ganarse un lugar en el cielo tenemos que demostrar una soberanía racional sobre el propio cuerpo, así que al proteger a la persona en realidad estamos protegiendo solamente la máscara. El cuerpo es aplastado, disminuido, domeñado.
No nacemos persona, nos constituimos en ella gracias a los dispositivos creados para tal fin. Foucault afirmaba que el estado, la familia, la escuela, la religión son panópticos diseñados para controlar el comportamiento humano. Durante esa transformación la máscara se afirma, se fusiona con el rostro biológico, hasta que el límite entre ambos desaparece, así es como logra tener incluso mayor entidad que el cuerpo que oculta.
En una de sus conferencias más interesantes, el filósofo argentino Diego Singer nos cuenta que además existe toda una lista de pensadores que exploraron el problema del cuerpo contextualizado de este mismo modo, es decir: como aquello que la persona aplasta. Aparecen nombres como el de Sigmund Freud, Carl Jung, Jacques Lacan, Maurice Blanchot, Simon Weil, Giles Deleuze y Friedrich Nietzsche.
Ya el pensamiento de Nietzsche apuntaba a que el futuro del hombre está en el cuerpo, tal vez no se equivocó. Para él los despreciadores del cuerpo, los líderes de la razón, tarde o temprano mostrarán un cuerpo enfermo. Nietzsche elevaba el valor de la vida hacia el cuerpo. Por eso siempre que podía humillaba el yo, intentaba diezmar la consciencia, desestabilizar el ego -esa construcción monstruosa que nos separa del resto y que está hecha de arena- solo para hacernos reaccionar:
Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría. A los despreciadores del cuerpo quiero decirles unas palabras: su despreciar constituye su apreciar.
Esposito nos dice que el problema es que el dispositivo artificial de la persona tal como está hoy habilita a pasarlo todo a cosa. Es un vaivén donde nunca se es completa y definitivamente persona, porque es una credencial removible, una categorización reversible; allí el cuerpo se mueve entre persona y cosa mientras la máscara lo aplasta. Este es el eje temático central de El cuento de la criada
Sin embargo lo impersonal aparece todo el tiempo entre nosotros, lo impersonal nos excede. Somos hijos de los cuerpos. Tal vez porque no tenemos cuerpo, somos cuerpo. Cuerpo que aflora en cada acto fallido, que se apodera de nosotros en sueños, en actitudes, posturas corporales, chistes, incluso en las enfermedades; cuerpo que irrumpe para mostrarnos quien manda, quien teje los hilos.
Hay verdades que se sienten en el cuerpo, que nos atraviesan aunque sea imposible ponerlas en sonidos; actitudes, miradas, gestos físicos que expresan lo que no pueden las palabras, porque lo que no se dice también está. En definitiva, el cuerpo es una fuerza descomunal, un viejo sabio que sabe la verdad que insistimos en ocultar o negar racionalmente.
Pero ¿qué hacemos ahora? ¿para que sirve pensar en todo esto? ¿cómo huimos de este dispositivo? ¿cómo iniciamos otro camino que incluya más, a los otros, a nosotros, al cuerpo?
Los comentadores de la filosofía dicen que deberíamos intentar una práctica de lo impersonal por fuera del dispositivo. Sacarnos la máscara un rato; ayudaría no dejar que se pegue, al menos. Intentar una práctica diaria que modifique la existencia, en principio como proyecto. Darse cuenta, reafirmar el poder de lo impersonal, devenir animal y habitarlo. Ir hacia lo mínimo. Caminar hacia una biopolítica de la vida, nunca más de la muerte. Porque los poderes mientras tanto desarrollan estrategias para manipular todo lo que de impersonal tenemos.
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