Adriana y el Duende



Adriana creía en los duendes. A pesar de no poder verlos, de chiquita entablaba intrincadas conversaciones con ellos. Incluso les puso nombres. Al principio su mamá se conformó pensando que Adriana creaba esos seres en su imaginación a manera de defensa; como amigos invisibles. Pero después la mandó al psicólogo. A veces se armaban verdaderas discusiones teológicas en la casa de Adriana. En ellas, Adriana oficiaba de árbitro para que los duendes no se agarraran a piñas. El médico dijo que, como Adriana era tan corta de vista, hacía muy bien el papel de árbitro y que había que conservar la calma hasta que Adriana creciera. Con eso la mamá se quedó más tranquila. Adriana creció y aprendió a disimular, dejó de hablar de los duendes. Pero los duendes eran traviesos y bastante hinchapelotas. Le hablaban siempre en la cola del banco, en el cine o en la sala de espera del ginecólogo. Cuando querían llamar la atención hacían cosas tan insólitas como cortarle la luz, el cable o detener el ascensor en cualquier piso, las puertas se abrían pesadas y lentas, volviendo a cerrarse sin que nadie subiera; incluso en primavera hacían volar las cortinas de seda del comedor cuando las ventanas estaban abiertas o hacían cambiar la luz del semáforo justo cuando ella iba a cruzar la calle; de vez en cuando hacían desaparecer algunos de los objetos de su casa y los devolvían después en los lugares más insólitos. Una vez llegaron incluso a poner el celular en el lavarropas y el mate en la heladera. Con los años Adriana se interesó por la historia y orígenes de los duendes y entonces ellos aprendieron a hacerle compañía silenciosa. Leyó que, junto con la inmigración, muchos Gnomos y Duendes europeos habían venido a América y entonces Adriana empezó a Soñar con conocer a uno. Revistas especializadas decían que cuando los duendes se humanizan, suelen tomar un aspecto de lo más incómodo: tienen unas piernas muy cortas y arqueadas, torsos fornidos y una panza más bien redonda y prominente. Con esos rasgos se los reconoce fácilmente y se logra diferenciarlos del resto de los seres humanos. No falla. Una vez viniendo del Oftalmólogo, Adriana vio un duende en la parada del 60, así que con falso disimulo se subió al colectivo, se le arrimó despacito y le preguntó de qué parte de Europa venía. El enano al principio la miró con cautela, desconfiando seriamente de su suerte de seductor, pero después de conversar un rato con ella terminó convencido de que la chica estaba loca y se bajó en la parada siguiente.

Esa noche una Adriana desilusionada y cohibida se bajó del 60 decidida a poner en práctica las más infalibles técnicas de atracción de los enanos. Algo había leído y en el kiosco de diarios y revistas de la vuelta, compró al otro día todos los libros que encontró sobre el tema. Así fue como -a falta de un jardín verdadero- un día enterró tres monedas doradas en un potus del balcón. Después pobló con helechos y palmeras pequeñas todo su departamento, porque en los libros decía que esas eran las plantas preferidas de los duendes. Cuando el gran día llegó la encontró regando ese mismo potus, donde estaban enterradas las monedas. Su pequeño y anhelado duende por fin apareció y la observaba escondido entre las coloridas petunias del jardín de la vecina. Pensó que  sus vecinos también conocían el antiguo ritual de atracción con las monedas y lo habían puesto en práctica para atraer al pequeño. Sorprendida y absorta con su imagen, se quedó mirándolo un rato desde el balcón. Tratando de enfocar toda su energía mental para atraer a su pequeño, que la miraba impávido desde el otro lado de la calle. En un rapto de valentía incluso se animó a saludarlo. La vecina que andaba por ahí se dio por aludida y respondió al saludo con un gesto de la mano. Creyó que era para ella. Había caído ya la tarde y la vecina salía todos los días a esa hora a regar las plantas. Después de responder a su saludo encendió los regadores sin prestar la más mínima atención al pequeño espíritu que la acechaba entre las coloridas flores de su jardín. Adriana, más inquieta y desdichada que nunca, se vio más tarde forzada a entrar porque salió al jardín la pavota de la perra y empezó a ladrarle en un rapto de histeria, como viendo al mismísimo demonio. Primero le ladró un rato al agua, después al duende y por último a ella. Una vez adentro Adriana rogaba que el duende no se asustara, que no desapareciera, que no interpretara mal los hechos ocurridos, que no intuyera malas intenciones en ella. Por primera vez había logrado un contacto visual con su duende y deseaba conservarlo costara lo que costara. Así pasaron las horas, hasta que se hizo de noche y Adriana no salió más. Era inútil tratar de buscarlo en la insondable oscuridad de ese jardín. Por las dudas, dejó la ventana de su pieza abierta toda la noche, por si el duende se decidía a subir. Mientras entraba en la inconsciencia del sueño recordó una vieja lectura donde decía que, como energía intangible del universo, los duendes sólo pueden ser vistos por aquellos seres de corazón puro y se durmió más tranquila. Al otro día lo primero que hizo fue correr al balcón; se preocupó enseguida por la ausencia del pequeño pero después lo vio. Estaba un poquito más atrás. Más atrás y del otro lado, más cerca del garaje escondido entre los rosales esperando el momento para saludarla otra vez. Estaba prodigándole un saludo ameno, con su mano levantada, tal como el día anterior, con su gorrito rojo y sus pantalones de color celeste.

Adriana esperaba el momento de la materialización del encuentro, se soñaba a sí misma hablando con su duende. Cara a cara, frente a frente. Y después con práctica, con energía positiva –como decían los libros- poder ver a los otros, a todos sus amigos y establecer verdaderas tertulias, como antes. Como cuando era chiquita y sus compañeros del colegio la tildaban de loca, de delirante. Adriana sabía ahora el motivo por el cual  ninguno de ellos podía ver a sus duendes. Sin dudas, sus corazones eran impuros, como el de la vecina, como el de su madre, como el de tantos otros que no los veían y no hablaban con ellos. Sí. La Esperanza había vuelto a su vida, se sentía más plena y más dichosa que nunca junto a sus pequeños amigos. Nuevos senderos se abrían y ahora solo restaba esperar las siguientes apariciones.

Menos mal que Adriana se distrajo un rato la mañana siguiente. Escuchaba la radio mientras desayunaba en la cocina y no vio que el vecino, al salir de su casa, con su Peugeot deportivo, reventaba al enano de Jardín que su esposa ponía todos los días en un lugar diferente, esparciendo cruelmente por todo el césped su pequeña alma de yeso.


  Karina Rodríguez

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