Flores del bien





Charles Baudelaire escribió que el poeta pelea contra sí mismo. Inclinado sobre su mesa de trabajo penetra una hoja de papel con la misma mirada que un momento atrás dedicaba a las cosas, a los objetos; esgrime su lápiz, su pluma, su pincel, lo que sea, pero escurre la pluma en su camisa, diligente, violento, activo -dice- como si temiese que se le escaparan las palabras; un luchador solitario que recibe él mismo sus golpes. 

Cierto es que la mayor parte de las veces viene algo concreto: un verso que proviene de un aroma, un ruido, una música o una sensación. Acto seguido desaparece, y las putas palabras se esfuman. Entiéndase: no se piensa un "argumento", no corre una película. Aparece algo que, difuso, entreverado, se acerca sutil, como un sabor en la boca; casi nos deja acariciarlo en toda su compleja dimensión y las pu-tas-pa-la-bras se es-ca-pan. 

Algo que estuvo, que tomó forma y tomamos conocimiento, pero antes de lograr aprehenderlo, antes de entender cómo, se fue. Sobre todo en el confuso despertar, es decir en el momento previo, pero también justo antes de perder la consciencia. Algo que, cuando lo agarramos, va al laboratorio o al taller, como prefieran. Tal vez sea una cuestión de concentración, no lo sé, lo que sí se es que el poema es elusivo; está hecho de agua, arena, viento.

A lo largo de todos estos años, la crítica analizó con destreza la escritura poemática de Baudelaire, nos brindó los ensayos, las teorías de la escritura; concluyó que el principio fundamental de sus poemas en prosa es el accidente, el azar, cuestión que años después pudo emparentarse con el ready-made de Marcel Duchamp. Frente a una poesía moderna despejada de toda rima, puede decirse que el azar es el ritmo del poema. 

En su escritura Baudelaire borra el yo, y de algún modo ha separado la palabra lírica -el yo lírico del poema- de la persona empírica. En pocas palabras, lo que quiso, frente a cualquier otra cosa, fue plasmar el malestar no propio, sino de la época. Baudelaire toma una voz poética que apela a transmitir lo que siente el hombre moderno.  Mallarmé también fue partidario de esta misma política, suprimir al autor en favor de la escritura.

La poesía ya no está en el autor, como los románticos la hicieron, la poesía es creación pura. Construye un sujeto nuevo donde el autor encaja, tal vez, y a veces va a parar de pura carambola. En su ensayo sobre Baudelaire, Rodrigo Zubieta utiliza una imagen, tomada a su vez de otra ensayista, que me parece muy apropiada. 

Zubieta nos habla del poeta, del escritor moderno, como un cartonero; un tipo que recicla porciones, imágenes, flashes de la vida moderna, elementos que quedaron impregnados dentro de la temible velocidad de la ciudad pero que nadie más ve o, en todo caso, que a nadie importan. El escritor toma ese descarte, esa insignificancia, ese residuo de mierda para hacer algo con él. 

El poeta ofrece un panorama que cada lector interpreta libremente según su propia subjetividad, de acuerdo al contexto histórico y emocional que lo tiene atrapado. La poesía no es más que la asimilación de palabras ajenas, es un refrito eterno que no sirve para nada. Por eso lo que realmente importa es que esté, que se escriba y no quién la escriba. 

Sin embargo, Joyelle McSweeney escribió un artículo para la Universidad de Notre Dame sobre el libro Historial de las violetas, que pertenece a la poeta uruguaya Marosa di Giorgio. En su análisis, McSweeney descubre que di Giorgio exime a su propia poesía de la linealidad, la simetría, el bienestar y la fuerza masculinas, para dar lugar a una poética distinta, una poética del caos, lo monstruoso, la sexualidad, la sobrefecundación y el hermafroditismo. 

En definitiva, el estudio revela que existe en di Giorgio una poética de lo femenino, entre cuyos versos hay espacio para las criaturas débiles y la ecología, en claro contraste con la presencia de una masculinidad siempre amenazante: dioses astados, hombres lobo, curas y cuervos vienen a devorar, a llevárselo todo. Entonces hay en Marosa una autorreferencialidad latente, un poder de nombrarse, de leerse y de transformarse a sí misma.

Tal vez sin proponérselo, la autora obtiene de su poder poético una posición política. Que en mi parecer se encuentra en las antípodas de la inocencia de la infancia.

XXXI

Las estrellas ardían un poco lilas, un poco funerarias, como si se les hubiese caído la envoltura brillante, el papel de colores; y rugía, remotamente, el cañaveral de los muertos. Pero, era una hermosa tardecita, era abril. La asamblea había tenido lugar en la cueva; pero, ya estábamos bajo el membrillar. El jefe dio las últimas instrucciones. No podía haber fracaso. Cada uno pensó en su casa, allí cerca en cada huerto; era la hermosa hora, la del humo, la de los cirios rojos, cuando cada abuela taconea dulcemente en torno al pastel de manzanas. Todavía éramos casi niños; algunos de nosotros teníamos novia y era la hora de ir a visitarla; algunas de nosotras teníamos novio y era la hora de que nos viniesen a ver. Así, sentimos nostalgia, miedo y también, una gran audacia. 

Empezamos a reptar; cerca, lejos, pasaba algún amo de los huertos, con una pequeña carga de manzanas, un jarrón de leche. Aparecieron los gladiolos, como un mar de espumas, de cisnes, se
les sentía el aroma a azúcar, a azahar; en parte, hubo que segarlos, nos diezmaban. Cerca del linde, la reunión se realizó otra vez, rápidamente. La casa apareció de súbito, las puertas de par en par. Nos encaramábamos, nos escondíamos. Ella taconeó dulcemente; se le veían los cirios, las manzanas; se asomó, tal vez, ya, con un temblor, un frío presentimiento. Alguno de nosotros no pudo reprimir un pequeño grito de ansiedad, un silbo como de víbora.

Y las estrellas cayeron al silencio, los gladiolos brillaron como nunca.

Marosa di Giorgio (1932-2004) de Historial de las violetas, 1965.




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