El lugar del deseo


                                Cuando digo lo que digo, es porque me ha vencido lo que digo.                         (Antonio Porchia)

*


Un hombre gris avanza por la calle de niebla.
No lo sospecha nadie, es un cuerpo vacío.
Vacío como pampa, como mar, como viento,
desiertos tan amargos bajo un cielo implacable.

Es el tiempo pasado, y sus alas ahora
entre las sombras encuentran una pálida fuerza;
es el remordimiento, que de noche, dudando,
en secreto aproxima su sombra descuidada.

(Luis Cernuda)


En este mundo moderno, ahora ya cansado, atravesado por una bruma grasienta y un aire pestilente, herido por cambios de velocidad vertiginosa, por industrias, comida rápida y agentes de bolsa; repleto de mercados de objetos, de normas, de códigos sociales, la mitología evoca una libertad contemplativa, detenida en la sombra, capaz de arrastrarnos a los orígenes mismos con una ráfaga apenas.

Pero una vez, aquella fuerza creadora y antigua, esa fuerza maravillosa que la sociedad hoy ignora o desmiente, existió. Existió en toda su belleza y originalidad; agitada por vientos furiosos, por mares de seres gigantescos. 

Escribió Carlos Chernov que la belleza es esa propiedad de las cosas que nos hace amarlas, sin embargo, la idea de tiempo gravita con su mágico influjo sobre todo lo bello para desmentirlo. Si lo bello envejece tendrán entonces que cambiar los ojos, la mirada.

Ahora, en medio de un contexto de aparente completitud y superación, sólo permanece el recuerdo. En cada esquina nos acecha un ladrón que nos susurra promesas de felicidad, de vida plena; esa y no otra es su amenaza, evoca todo lo que de liso, pulido y transparente tiene el mundo. 

Pero sin dudas el mejor lugar para permanecer es entre espacios, el sitio que los alemanes figurativamente llamaron Zwischenraum, una zona intersticial de la existencia, un huequito incómodo, ese desgarro en la trama del mundo que nos contiene. Allí anida el mito.

Es el lugar del deseo, y existe para no morir, deshilachado, inasible y palpable, indestructible. Nos marca un momento de trascendencia, una intuición, una trama, algo por venir. Y se esfuma.


Estado de alerta


De pronto comprendemos: estamos en la vida
y un duro sol golpea nuestra capa de mitos
hay modos que nos cercan, hambres que nos reintegran nuestro ser
culpas como vigías que reclaman un gesto.

Existe esta conciencia sin espacio 
que se pone a buscarse entre designios
y se estira en el tiempo para oírse la voz
para no sucumbir en la demencia de sólo presentirse.
Es que no ha fabricado su raíz con el cuerpo
han pasado sobre ella personajes que esgrimen el amor
inconstancias cerradas, conmociones,
los vientos de la tierra no se abren a su sed.

Y duele haber deseado tantas cosas que luego desdeñamos.
Jóvenes y terribles, ya le hemos dado mucho a la primavera,
a la tarde, a la lluvia, al brusco aliento del amante.
Nos parte en dos el tiempo con su dureza ajena
la mitad de nosotros se sumerge en la vida
y el otro rostro huye maldiciendo su imagen.

Entonces asomamos la cara
por entre besos y costumbres húmedas
para saber si es cierto que hay una voz que rompe el infinito
con rayos de esperanza.

Pero no hay voz, tan sólo un cielo hendido
por máquinas que tuercen la vertical del mundo
es difícil el sol
aunque adoremos su caliente tensión en nuestras manos.

Se nos sigue apretando de tanto Dios y muerte
a pesar del espacio
del fiel aprendizaje.

Y somos de la vida
aunque la vida queme y nos desdoble,
somos la suelta sed de las palabras.

Depuración del tiempo
sombra que gira en medio de las cosas
y un buen día el candor que renace, la esperanza del mundo.

Es el día en que osamos asistir al silencio
con el fervor del alba
y mirar la caída del tiempo en el vacío
con la misma mirada con que asimos el vuelo de los pájaros.


Elizabeth Azcona Cranwell (1933 - 2004)  De Los riesgos y el vacío, 1962.


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