El incesante retorno del Minotauro



La casa de Asterión es, sin lugar a dudas, el cuento más logrado de Jorge Luis Borges, porque además de la técnica y el mecanismo que contiene, es bello hasta las lágrimas. Es también el cuento más breve de su libro El Aleph. Supo representar muy bien, según el mismo Borges indicara, una de sus principales obsesiones: el tiempo. 

Se cuenta que siendo niño una vez encontró, en la que entonces fuera la casa de su padre, un libro que describía las siete maravillas del mundo. Allí descubrió la figura del laberinto de Creta.

Algunos años después esa obsesión infantil se trasladó a su escritura. Borges pareció haberse dejado impresionar por el símbolo. Se recordaba a sí mismo mirando en forma incansable la imagen del laberinto; incluso siendo un adulto manifestaba la seguridad de que, de haber podido contar con una lupa, hubiera sido capaz de ver al Minotauro en su centro. Así delineó las bases de la idea:

No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro.
No esperes que el rigor de tu camino
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin. Es de hierro tu destino
como tu juez. No aguardes la embestida
del toro que es un hombre y cuya extraña
forma plural da horror a la maraña
de interminable piedra entretejida.
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
en el negro crepúsculo la fiera.
...

Los críticos aseguran que el laberinto, en Borges, es metáfora de otro laberinto, aun más amplio y complejo, aunque también inescrutable: el universo.  ¿Pero no es nuestra verdadera casa, el alma, también un laberinto? ¿Es el tiempo realmente otro ejemplo de lo mismo? 

Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo, acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en un sueño, en las palabras que se llaman filosofía, en la mera y sencilla felicidad. Aquí estamos lejos de ese otro laberinto que marca un destino de hierro, sin centro ni salida. Quizás tengamos que optar por uno de esos dos laberintos, por el absurdo o por el sentido.

Sin embargo, a pesar del innegable retorno del laberinto en su escritura, Asterión, el Minotauro de Borges, es un ser único. El texto, el intelecto de la bestia retratada, son de una belleza indiscutible. Borges esconde al Minotauro. Borges se esconde detrás del Minotauro. Borges nombra. Aunque, como todo cuento suyo, también es un mecanismo. Un mecanismo que va, lentamente, revelando la solución de un acertijo:

Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Por otro lado, sabemos que la historia de Asterión no es caprichosa, es un viejo mito que proviene de Grecia y que comienza con una historia de amor entre la Reina Pasifae (esposa del Rey Minos) y un toro blanco, figura sagrada. 

Cuentan que lo de la Reina fue amor a primera vista, que lo vio salir del mar una mañana soleada, y que sin mediar duda se enamoró de él. Así que Minos encomendó a Dédalo, el arquitecto real, la tardea de crear un sistema mecánico que posibilitara el amor físico entre ambos, con la intención de desestimar la unión y que la reina, de una vez por todas, se dejara de joder. Pobre Minos.

Castigo o buenaventura, de esa unión nació el prestigioso Minotauro, un ser híbrido, mitad hombre, mitad toro, de fuerza descomunal y mirada feroz. El Rey, mal perdedor, esta vez ordenó a Dédalo construir una casa laberíntica, un espacio de confusión y soledad, para encerrar al Minotauro y ocultarlo de los hombres.

Tal vez cansado del mito, tal vez aventurando un retrato del hombre moderno, Borges decidió contar su historia de otra manera. Se preguntó qué pasaría si ese ser no fuera un monstruo sino más bien un solitario; un solitario que juega como un niño, que a veces incluso inventa otros seres para no tener que jugar solo; que se asoma a las calles, al mundo, y lo que encuentra es rechazo o temor, que desprecia a los hombres, porque lo hieren, porque se niega a entender la hipocresía, porque recuerda que su madre fue una reina. 
 ...
Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos. Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos, el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: «Ahora volvemos a la encrucijada anterior» o «Ahora desembocamos en otro patio» o «Bien decía yo que te gustaría la canaleta» o «Ahora verás una cisterna que se llenó de arena» o «Ya verás cómo el sótano se bifurca». A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
...
¿No es la mente nuestro laberinto propio? ¿No somos todos, entonces, un poco monstruos, un poco humanos, un poco laberinto? ¿No estamos tristes, felices, solos, alienados, y algunas veces todo eso al mismo tiempo?

¿Y qué pasaría si Teseo no fuera el héroe que la historia declara? ¿Y si no hubiera venido a salvar a los cretenses sino a redimir al Minotauro, a salvarlo del dolor de la existencia? ¿No es Asterión acaso una metáfora del hombre actual, solitario, encerrado, inmóvil?

Cada nueve años entran a la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o sus voces en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangrente las manos. Donde cayeron quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?


Y Teseo ¿no es una metáfora de Dios? 

Muchas cosas veo en Borges, pero aquí veo la posibilidad de contar la historia esta vez de otra manera, desde el otro lugar; también la imposibilidad de comunicación plena con el otro. 

Somos y no somos, sin dudas. Una parte de cada uno es apariencia. Detrás existe un laberinto, complejo, pedregoso, tal vez reina el caos; allí radica una singularidad que siempre nos vuelve inalcanzables. 

El filósofo Juan Pablo Vázquez escribió que las disputas interiores, esas con las que lidiamos todos los días, las que no manifestamos, las que nos pasan y no contamos, el vacío, ese vértigo inmanente, todo aquello que maquillamos con la positividad de lo cotidiano que no permite la falta, son las más genuinas. Y aunque no lo publiquemos, forman una parte esencial de lo que somos y en parte nos definen. Son los estados que no subimos a nuestros estados sociales. 

En definitiva, esos son los rasgos que conforman el verdadero rostro del minotauro, la refutación de cualquier aspiración a transparencia.

¿No es, acaso, el incesante retorno de esta figura mítica una prueba más de la otredad, esa que negamos?



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