una habitación y quinientas libras al año




En 1929, la escritora británica Virginia Woolf decidió poner por escrito, en lo que la crítica considera hoy uno de los ensayos iniciáticos del feminismo, una serie de conferencias suyas, brindadas en 1928, en dos universidades femeninas de inglaterra. El tema central de las conferencias fue La mujer y la ficción; el ensayo sin embargo está escrito en prosa, con narrador ficticio y en su desarrollo contiene tanto mujeres reales como personajes femeninos inventados. 

Para preparar sus conferencias de 1928, Woolf comenzó a estudiar exhaustivamente el material disponible escrito por hombres acerca de las mujeres, encontró pensadores que se hacían preguntas tales como si las mujeres poseíamos alma, o si podría ser posible "educar nuestro carácter luciferino", aunque también encontró a otros, muy pocos, que nos atribuían un carácter divino y una consciencia profundaFinalmente, cansada de leer sobre la inferioridad mental, moral y física de las mujeres, Woolf cerró los libros y se puso a escribir, teniendo en la cabeza una pregunta fundamental:

¿por qué esa cólera subterránea, disfrazada y compleja, mezclada con tantas otras emociones no menos nocivas? ¿por qué los hombres están tan furiosos con las mujeres? 

Aquí un fragmento del ensayo Un cuarto propio. Alejada de romanticismos absurdos sobre la pobreza de un escritor, Woolf nos empuja con pasmosa actualidad a reflexionar acerca de la posición histórica de la mujer en la literatura y la importancia de la intimidad y la solvencia económica.
...
Pensando en todas estas mujeres que habían trabajado año tras año y encontrado difícil reunir dos mil libras y no habían logrado recaudar, como un gran máximo, más que treinta mil, prorrumpimos en ironías sobre la pobreza reprensible de nuestro sexo. ¿Qué habían estado haciendo nuestras madres para no tener bienes que dejarnos? ¿Empolvarse la nariz? ¿Mirar los escaparates? ¿Lucirse al sol en Montecarlo? Había unas fotografías en la repisa de la chimenea. La madre de Mary —si es que la fotografía era de ella— quizás había sido una juerguista en sus horas libres (su marido, un ministro de la Iglesia, le había dado trece hijos), pero  su vida alegre y disipada le había dejado muy pocas huellas de placer en la cara. Era una persona ordinaria: una vieja señora con un chal de cuadros abrochado con un gran camafeo; estaba sentada en una silla de paja e invitaba a un sabueso a mirar hacia la máquina, con la mirada divertida y, sin embargo, cansada de alguien que tiene por seguro que el perro se moverá en cuanto se haya disparado la bombilla. Ahora bien, si hubiera montado un negocio, si se hubiera convertido en fabricante de seda o magnate de la Bolsa, si hubiera dejado dos o trescientas mil libras a Fernham, aquella noche hubiéramos podido estar sentadas confortablemente y el tema de nuestra charla quizás hubiera sido arqueología, botánica, antropología, física, la naturaleza del átomo, matemáticas, astronomía, relatividad o geografía. Si por fortuna Mrs. Seton y su madre y la madre de ésta hubieran aprendido el gran arte de hacer dinero y hubieran dejado su dinero, como sus padres y sus abuelos antes que éstos, para fundar cátedras y auxiliarías, y premios, y becas apropiadas para el uso de su propio sexo, quizás hubiéramos cenado muy aceptablemente allí arriba, un ave y una botellita de vino; quizás hubiéramos esperado, sin una confianza exagerada, disfrutar una vida agradable y honorable transcurrida al amparo de una de las profesiones generosamente financiadas. Quizás en aquel momento hubiéramos estado explorando o escribiendo, vagando por los lugares venerables de la tierra, sentadas en contemplación en los peldaños del Partenón o yendo a una oficina a las diez y volviendo cómodamente a las cuatro y media para escribir un poco de poesía. Ahora bien, si Mrs. Seton y las mujeres como ella se hubieran metido en negocios a la edad de quince años, Mary —éste era el punto flaco del argumento— no hubiera existido. ¿Qué pensaba Mary de esto?, pregunté. Allí entre las cortinas estaba la noche de octubre, con una estrella o dos enganchadas a los árboles amarillentos. ¿Estaba Mary dispuesta a renunciar a la parte que de aquella noche le correspondía y al recuerdo (porque habían sido una familia feliz, aunque numerosa) de los juegos y las peleas allá en Escocia, lugar que nunca cesaba de alabar por lo agradable de su aire y la calidad de sus pasteles, para que de un plumazo le hubieran llovido a Fernham cincuenta mil libras? Porque financiar un colegio requeriría la supresión total de las familias. Hacer una fortuna y tener trece hijos, ningún ser humano hubiera podido aguantarlo. 
Considérense los hechos, dijimos. Primero hay nueve meses antes del nacimiento del niño. Luego nace el niño. Luego se pasan tres o cuatro meses amamantando al niño. Una vez amamantado el niño, se pasan unos cinco años cuando menos jugando con él. No se puede, según parece, dejar corretear a los niños por las calles. Gente que les ha visto vagar en Rusia como pequeños salvajes dice que es un espectáculo poco grato. La gente también dice que la naturaleza humana cobra su forma entre el año y los cinco años. Si Mrs. Seton hubiera estado ocupada haciendo dinero, dije, ¿dónde estaría tu recuerdo de los juegos y las peleas? ¿Qué sabrías de Escocia, y de su aire agradable, y de sus pasteles, y de todo el resto? Pero es inútil hacerte estas preguntas, porque nunca habrías existido. Y también es inútil preguntar qué hubiera ocurrido si Mrs. Seton y su madre y la madre de ésta hubieran amasado grandes riquezas y las hubieran enterrado debajo de los cimientos del colegio y de su biblioteca, porque, en primer lugar, no podían ganar dinero y, en segundo, de haber podido, la ley les denegaba el derecho de poseer el dinero que hubieran ganado. Hace sólo cuarenta y ocho años que Mrs. Seton posee un solo penique propio. Porque en todos los siglos anteriores su dinero hubiera sido propiedad de su marido, consideración que quizás había contribuido a mantener a Mrs. Seton y a sus madres alejadas de la Bolsa. Cada penique que gane, dijéronse, me será quitado y utilizado según las sabias decisiones de mi marido, quizá para fundar una beca o financiar una auxiliaría en Balliol o Kings, de modo que no me interesa demasiado ganar dinero. Mejor que mi marido se encargue de ello.  De todos modos, fuera o no la culpa de la vieja señora del sabueso, no cabía duda de que, por algún motivo, nuestras madres habían administrado sumamente mal sus asuntos. Ni un penique para dedicar a «amenidades»: a perdices y vino, bedeles y céspedes, libros y cigarros puros, bibliotecas y pasatiempos. Levantar paredes desnudas de la desnuda tierra es cuanto habían sabido hacer. Así hablábamos, de pie junto a la ventana, mirando, como tantos millares miran cada noche, los domos y las torres de la famosa ciudad extendida a nuestros pies. Yacía muy hermosa, muy misteriosa bajo el claro de luna otoñal. Las viejas piedras parecían muy blancas y venerables. Uno pensaba en todos los libros juntados allá abajo, en los cuadros de viejos prelados y hombres famosos que colgaban en las habitaciones artesonadas, en las ventanas pintadas que sin duda proyectaban extraños globos y medias lunas en las aceras; en las fuentes y la hierba; y en las habitaciones tranquilas que daban a los patios tranquilos. Y (perdóneseme el pensamiento) pensé también en el admirable fumar y la bebida, y los hondos sillones, y las alfombras agradables; en la urbanidad, la genialidad, la dignidad, que son hijas del lujo, del recogimiento y del espacio. Desde luego nuestras madres no nos habían proporcionado nada por el estilo, nuestras madres que se habían visto negras para reunir treinta mil libras, nuestras madres que habían dado trece hijos a ministros de la Iglesia de St. Andrews. 
...
No siendo historiador, quizá podría uno ir un poco más lejos y decir que las mujeres han ardido como faros en las obras de todos los poetas desde el principio de los tiempos: Clitemnestra, Antígona, Cleopatra, Lady Macbeth, Fedra, Gessida, Rosalinda, Desdémona, la duquesa de Malfi entre los dramaturgos; luego, entre los prosistas, Millamant, Clarisa, Becky Sharp, Ana Karenina, Emma Bovary, Madame de Guermantes. Los nombres acuden en tropel a mi mente y no evocan mujeres que «carecían de personalidad o carácter». En realidad, si la mujer no hubiera existido más que en las obras escritas por los hombres, se la imaginaría uno como una persona importantísima; polifacética: heroica y mezquina, espléndida y sórdida, infinitamente hermosa y horrible a más no poder, tan grande como el hombre, más según algunos. Pero ésta es la mujer de la literatura. En la realidad, la encerraban bajo llave, le pegaban y la zarandeaban por la habitación.
De todo esto emerge un ser muy extraño, mixto. En el terreno de la imaginación, tiene la mayor importancia; en la práctica, es totalmente insignificante.
...
Virginia Woolf

No hay comentarios.:

Publicar un comentario