Rara avis

 


La delicia y el perfume de mi vida es la memoria 
de esas horas
en que encontré y retuve el placer tal y como lo deseaba.
Delicias y perfumes de mi vida, para mi que odié
los goces y los amores rutinarios.

Constantino Kavafis. Voluptuosidad. 1917.

El río es el Mekong. Una niña. Una niña vestida ridículamente. Con sombrero, con zapatos gastados. Una niña que se asoma a la vida como se asoma al río, como se asoma al cuerpo: con intuición, con soltura. Detrás de ella se acurruca una mujer. Es una mujer pequeña, alcohólica, desteñida.

Talentosa y disidente, Marguerite Duras (1914-1996) escribe pero no siempre hay sintaxis. No necesariamente. En ella no hay orden ligado, hay una escena que se cuenta varias veces a lo largo del tiempo; es decir, en varios libros. Y en cada vez, lo que cambia es la mirada. En cada vez profundiza y discrepa. A veces cuenta más. Tal vez por eso va con ella la indómita sensación de anarquía, porque la prosa se detiene y salta, el ritmo se va. 

La crítica literaria abraza la noción de que Duras conceptualiza la literatura. Duras fragmenta. Al cambiar el enfoque de cada escena, espiraliza sus historias. No hay principio, no hay fin, hay continuum. Duras habilita las lecturas otras, las que se salen de la crítica encorsetada. Sigue los movimientos del arte contemporáneo, posibilita una escritura abierta, que se repara a medida que avanza la investigación, las nuevas teorías literarias. 

En sus propias palabras vueltas hacia ella: Duras encuentra para los amantes un lugar otro, un lugar protector, de pura inmensidad, un rincón inviolable. Una patria lejana, estática, de infancia, que los preserva de toda corrupción, de todo conocimiento ajeno a ella; que los protege de las calamidades propias de la edad adulta, de la muerte, del dinero, de la tristeza de las noches, de la oscuridad de la monotonía y la rutina, de la soledad de la miseria, tanto la del amor como la del deseo. 

Atravesada por el incesto y la triangulación, desde el principio, Duras fue un enigma, un pájaro raro. Se permitió dudar de la supremacía blanca, del poder, del amor, de la heterosexualidad. Miró con ojos de ensueño las ideologías, no les creyó. Se atrevió a plantear la ambigüedad de los lazos familiares, a mostrar la familia como una célula tortuosa y destructiva, pero aún así su gran tema fue la escritura. Y nunca sabremos con algún grado de certeza si su obra fue ficción pura, autoficción o biografía rigurosa. 


[...]De la limusina negra acaba de salir otro hombre. No es igual que el del libro, es otro chino de Manchuria. Es un poco distinto: es más robusto que él, tiene menos miedo que él, más audacia. Tiene más belleza, más salud. Es más «de cine» que el del libro. Y también se muestra menos tímido que él ante la niña. 

Ella, en cambio, sigue siendo la del libro, bajita, delgada, atrevida, difícil de captar su sentido, difícil de decir quién es, menos guapa de lo que parece, pobre, hija de pobres, de antepasados pobres, granjeros, zapateros, primera en francés siempre en todas partes y odiando Francia, inconsolable del país natal y de la infancia, escupiendo la carne roja de los steaks occidentales, enamorada de los hombres débiles, sexual como aún no ha encontrado a otra. Loca por leer, por ver, insolente, libre. 

Él es un chino. Un chino alto. Tiene la piel blanca de los chinos del norte. Es muy elegante. Lleva un traje de tela de seda cruda y los zapatos ingleses color caoba de los jóvenes banqueros de Saigón. 

Él la mira. 

Se miran. Se sonríen. Él se acerca. 

Fuma un 555. Ella es muy joven. Hay algo de temor en su mano que tiembla, aunque apenas, cuando él le ofrece un cigarrillo. 

—¿Fuma? 

La niña hace una señal: No. 

—Perdóneme... Es tan inesperado encontrarla aquí... Usted no se da cuenta... 

La niña no contesta. No sonríe. Lo mira. Feroz sería la palabra para decir esa mirada. Insolente. Descarada es la palabra de la madre: «No se mira así a la gente». Se diría que no oye bien lo que él le dice. Mira el traje, el coche. Alrededor de él, el perfume del agua de colonia europea con, más lejano, el del opio y la seda, del bómbice de seda, del ámbar de la seda, del ámbar de la piel. Ella lo mira todo. Al chófer, el coche y, una vez más, le mira a él, al chino. La infancia parece en su mirada de una curiosidad desplazada, siempre sorprendente, insaciable. El la mira mirar todas esas novedades que transporta aquel día el transbordador. 


Marguerite Duras. El amante de la China del Norte (Fragmento). 
L'Amant de la Chine du Nord. 1991. Editorial Gallimard



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