C6-C7


[...] encontrarse, de golpe, una mañana,
con la vida y la muerte tiradas sobre la mesa
como los restos de una comida que nadie, después de una noche larga, levantó.

(Juan José Saer)

Ricardo Zelarayán no creía en los géneros literarios. Ninguna forma impuesta pudo con la convicción de que cada uno de nosotros lleva consigo un río, perenne y subterráneo, que es la poesía. Es decir, para Zelarayán el propio discurso permanente la contiene y todo el tiempo está amenazando con desbordarse; está escondida, agazapada en ese rumor constante, al que domeñamos colocando diques, aunque igual se escuche.

[...]Las fuentes de la poesía están en la infracción constante de la convención que nos vendieron como realidad. En todo lo gratuito, en el amor, en el lenguaje de los chicos, en las conversaciones sin límite de tiempo (¡tómese otro mate!), en las situaciones límite en que los discursos de los otros movilizan enérgicamente el discurso de uno y viceversa.

Tal vez por eso Zelarayán tampoco creía en los poetas, ni en los temas considerados "propios" de la poesía. Nos pensaba vectores, médiums, apenas instrumentos capaces de nombrar recién después de ser hablados por la poesía, observadores seriales, transformadores. Parafraseando a Henry James: por ser consciencias humanas, ya somos portadores de realidades propias. Eso es lo que captura, lo que preserva el arte.

No hay temas, no hay dueños, no hay iluminación, hay la escucha de un rumor detrás del cual algunos corremos como posesos para conocer, para aprehender, para captar, aunque más no sea unos instantes, eso que se nos quiere decir.


llévame de la mano, papá,
a través del tiempo,
que mi necesidad de ser libre
no quede totalmente fuera
del círculo sagrado de la casa
y de la sangre.

Fernando Callero

Entre nosotros hay puntos en común, puntos de fuga. Coincidencias que logran emocionarnos, que se deslizan a través del recuerdo, alcanzan los extremos, excavan el corazón hasta llegar a la sangre, hasta inundar el cuerpo. 

Fernando Callero fue un poeta argentino, nació en Concordia en 1971. Una noche salió con su bicicleta y, de regreso tranquilo hacia su casa, se cayó en un pozo. Estuvo horas allí, sumergido en la oscuridad, con la columna quebrada en dos de sus vértebras cervicales, esperó pacientemente que los primeros rayos de sol trajeran el milagro del rescate. 

El milagro llegó, pero Fernando no volvió a caminar nunca más.

Su historia es la historia de siempre. La experimentación de una felicidad intermitente y superficial que, una vez salpicada de sabiduría, permanece en contraste permanente con un profundo dolor de existir.

No estará en los abultados volúmenes de poesía académica, no será parte del canon. Su voz fue de los márgenes, pequeña, imperfecta, simple. Contra el sistema, contra el egoísmo, contra la estupidez implacable que avanza. Contra el miedo, contra la inercia, contra la época, contra la rutina, contra la manada, contra el poder, suficiente. 

La zona más difícil de dominar es la espalda. A pesar de estar pegada a la columna, el cerebro del hombre está proyectado hacia adelante. Los oídos y la vista apuntan hacia el frente. Esta configuración, más el conocimiento de la muerte, hizo que el hombre se diera vuelta y se enfrentara al mundo como su objeto. Por eso dice Rilke que el animal cuando encuentra la muerte cae hacia atrás, porque su conciencia desconoce el futuro y la degradación final.
[...]
Ayer, el kine me sugirió que me tirara al piso, sobre unas colchonetas. Trajo una pelota fucsia, como de aquaerobic, y comencé por treparme a ella, meciéndome hacia atrás y hacia adelante. Jugué como un gato hasta aflojar la espasticidad y conseguir una pose relajada.  Me erguí y caminé hacia un espejo de piso llevando la pelota delante de mí. La pierna izquierda activó el arrastre desde el psoas de la cadera y comencé a marchar con las manos apoyadas sobre el globo, como una foca amaestrada con su pelota. Luego lo solté y continué hacia el espejo en cuatro patas, gateando con buenos trancos. La cabeza alzada controlaba la evolución en el espejo, viendo cómo funcionaba el frente e imaginando el atrás.


Perfeito

Mi viejo decía perfeito, no perfecto,
y a mí me agarraba un sopor nervioso
y me quería morir. O que se muera.
Después de todo era preferible ser muerto
o huérfano
antes que tener un padre que diga perfeito.
Encima lo decía a cada rato
porque el término había ingresado
a la jerga comercial de la época.
Si lo acompañaba a vender bombachas
a Basavilbaso, prefería quedarme en el auto
escuchando casets, leyendo un Emecé sin tapas
de Niko Kazanzakis
antes que pasar calor en los negocios
escuchando a mi viejo cada dos por tres
decir "perfeito".
Me sonaba brasilero y algo porno,
además de la descalificación que le acarreaba
ese error de dicción
a un hablante correcto de su lengua.
Él no había terminado sexto grado.
A mí me apretaba el cuello una corbata
de bachiller
y a los 12 era un neurótico de la gramática
y de las oraciones.
Entiendo que mi viejo también soportaba
andar con Fray Mamerto Esquiú de acompañante,
pero así son las cosas. Mi historia.
Un viaje en break con el mate estrellándose
contra los vidrios del Renó.
Mamá que saca cuentas, papá en su paraíso
de lycra y notas de pedido.
Los hermanitos atrás
rogando que los dejen juntar de ese campito
un cachorro con sarna.
¿Cuánto suman las facturas, Susana?
  257.000 pesos.
  Perfeito.

Fernando Callero (1971-2020). De Una destrucción muy fina 

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