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Muchas veces los recuerdos del amor o la pasión son el motor de la escritura, pero “ser escritor” es insostenible porque la vida está en otra parte. Así que de entrada escribe uno para vengarse, porque escribir es la otra vida. Todo el mundo lo hace, aunque después haya un proceso detrás que nos pierde y nos aleja de ese objetivo pueril, como sea, el móvil más poderoso y habitual para escribir es el arreglo de cuentas.
Marguerite Duras
Sin embargo, al escribir no es el escritor quien progresa, progresa la libertad. Tal vez por eso suele decirse que leemos con el alma. Lo que sí es cierto, al menos, es que leemos con la subjetividad, y que leer a Marguerite Duras suele dejar secuelas. Su obra es como un sueño, una anarquía deliciosa, pletórica de imágenes que evocan sensaciones, que marcan en nosotros, sus lectores, huellas inconexas, erráticas o, más bien, nómadas, que son las mejores de todas.
Quiero decir, y esto es absolutamente personal, durante años quedaron en mi mente vestigios de esas imágenes leídas, creadas en sus textos, recreadas en el pensamiento. Construcciones poderosas, por cierto: la foto de una escena, dos líneas de un diálogo amoroso, la postal de una ciudad en ruinas, una teta. Es que tal vez lo más rico, lo más poderoso de un texto sea que empieza en el autor pero indefectiblemente termina en cada lector.
La verdad es que hoy la realidad cotidiana tiende a convertirse en pesadilla. Hablamos de la luz de la modernidad, pero donde debería haber luz, paradógicamente, todo es penumbra, consumo, actividad económica, acreedores, proveedores, clientes, el absurdo. En sus calles abarrotadas, en la marea muerta de las caras, siempre las mismas caras miserables, poco inteligentes, opacas está la esencia de la monotonía y la vulgaridad. Por eso, tan lejos de todos, y tan cerca sin embargo, cuando escribimos, cuando leemos, cuando suena una canción, solo estamos tratando de salir a respirar:
[...]
Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinticinco años mi rostro emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí. No sé si a todo el mundo le ocurre lo mismo, nunca lo he preguntado. Creo que me han hablado de ese empujón del tiempo que a veces nos alcanza al transponer los años más jóvenes, más gloriosos de la vida.
Ese envejecimiento fue brutal. Vi cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que existía entre ellos, cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste, la boca más definitiva, cómo grababa la frente con grietas profundas.
[...] Con frecuencia me han dicho que la causa era el sol, un sol demasiado intenso durante la infancia. Pero no lo he creído. También me han dicho que era el ensimismamiento en el que la miseria sume a los niños. Pero no, no es eso.
Los niños-viejos del hambre endémica, sí, pero nosotros no, no teníamos hambre; nosotros éramos niños blancos, nosotros teníamos vergüenza, nosotros vendíamos nuestros muebles, pero no teníamos hambre, nosotros teníamos un criado y comíamos, a veces, es cierto, porquerías, zancudos, caimanes, pero esas porquerías estaban cocinadas por un criado y servidas por él y a veces incluso no las queríamos, nos permitíamos el lujo de no querer comer.
Algo sucedió cuando tenía dieciocho años que motivó que ese rostro fuera como es. Debió de suceder por la noche. Tenía miedo de mí, tenía miedo de Dios. Cuando amanecía, tenía menos miedo y menos grave me parecía la muerte. Pero el miedo no me abandonaba. Quería matar a mi hermano mayor, quería matarlo, llegar a vencerlo una vez, una sola vez, y verlo morir. Para quitar de adelante de mi madre el objeto de su amor, para castigarla por quererlo tanto y mal, y sobre todo para salvar a mi hermano el pequeño, mi niño, de esa vida llena del hermano mayor, plantada encima de la suya, de ese velo negro que ocultaba el día, de la ley por él representada, por él dictada, por él, un ser humano; una ley animal, que a cada instante de cada día sembraba miedo, miedo que una vez alcanzó su corazón y lo mató.
[...]
Ya estoy advertida. Sé algo. Sé que no son los vestidos lo que hace a las mujeres más o menos hermosas, ni los tratamientos de belleza, ni el precio de los cosméticos, ni la rareza, ni el valor de los adornos. Sé que el problema de la belleza está en otra parte. No sé dónde. Sólo sé que no está donde las mujeres creen. Miro a las mujeres por las calles de Saigón, en los puestos de la selva. Las hay muy hermosas, muy blancas, prestan gran cuidado a su belleza, aquí, sobre todo en los puestos de la selva. No hacen nada, sólo se reservan, se reservan para Europa, los amantes, las vacaciones en Italia, los largos permisos de seis meses, cada tres años, durante los que podrán por fin hablar de lo que sucede, de esta existencia colonial tan particular, del servicio de esta gente, de los criados, tan perfectos, de la vegetación, de los bailes, de estas quintas blancas, tan grandes como para perderse, donde viven los funcionarios durante sus destinos remotos.
Ellas esperan. Se visten para nada. Se contemplan. En la penumbra de esas quintas se contemplan para más tarde, creen vivir en una novela, ya tienen los amplios roperos llenos de vestidos con los que no saben qué hacer; han sido coleccionados como el tiempo, una larga sucesión de días de espera. Algunas se vuelven locas. Algunas son abandonadas por una joven criada que se calla. Abandonadas. Se oye cómo la palabra las alcanza, el ruido que hace, el ruido de la bofetada.
Algunas se matan.
Ese faltar de las mujeres a sí mismas ejercido por ellas siempre lo considero un error.
[...]
(Tengo) quince años y medio. El cuerpo es delgado, casi enclenque, los senos son aún de niña, maquillada de rosa pálido y de rojo. Y además esa vestimenta que podría provocar la risa pero de la que nadie se ríe. Sé perfectamente que todo está ahí. Todo está ahí y nada ha ocurrido aún, lo veo en los ojos, todo está ya en los ojos. Quiero escribir. Se lo he dicho a mi madre: lo que quiero hacer es escribir. La primera vez, ninguna respuesta. Y luego ella pregunta: ¿escribir qué? Digo: libros, novelas. Dice con dureza: después de las oposiciones de matemáticas, si quieres, escribe, eso no me importa. Está en contra, escribir no tiene mérito para ella, no es un trabajo, es un cuento —más tarde me dirá: una fantasía infantil.
Marguerite Duras. L´Amant. Ed: Les Éditions de Minuit (Francia- 1984)
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