Martín Fierro (Jorge Luis Borges)
No es caprichoso que Isidoro Acevedo, el poema que Jorge Luis Borges incluyera en Cuaderno de San Martín, su libro de 1929, y su relato El sur, publicado en 1944 e incluido primero en Artificios y después en Ficciones, sean dos textos con la misma estructura básica. Quiero decir, en ambos textos un hombre agonizante se toma la licencia de soñar su muerte. En ese contexto, es fácil comprender por qué Borges renegaba de su pobre existencia, que es también la nuestra.
Morir como hubiéramos deseado, lejos del espacio físico que sujeta el cuerpo, permanecer en ese último poema ¿quedará ese pensamiento fijado en la memoria para siempre? ¿Nos acompañará durante la eternidad silenciosa?
El mismo Borges, cuando no tuvo nada más que perder, lejos de toda asepsia y todo protocolo, a la luz difusa de los monitores, viéndose liberado casi por completo de las ataduras físicas, habrá intentado el mayor consuelo que puede regalarse un hombre, decirse a sí mismo los silentes mandatos de su corazón. Seguramente habrá elegido la barbarie.
Monólogo de un viejo con la muerte
(Enrique Lihn)Y bien, eso era todo.
Aquí tiene la vida, mírese en ella como en un espejo,
empáñela con su último suspiro.
Este es usted de niño, entre otros niños de su edad;
¿se reconocería a simple vista?
Le han pegado en la cara, llora a lágrima viva,
le han pegado en la cara.
Allí está varios años después, con su abuelo
frente al primer cadáver de su vida.
Llora al viejo, parece que lo llora
pero es más bien el miedo a lo desconocido.
El vuelo de una mosca lo distrae.
Y aquí vienen sus vicios, las pequeñas alegrías de un cuerpo
reducido a su mínima expresión,
quince años de carne miserable;
y las virtudes, ciertamente, que luchan
con gestos más vacíos que ellas mismas.
Un gran amor, la perla de su barrio
le roba el corazón alegremente
para jugar con él a la pelota.
El seminario, entonces,
le han pegado en la cara. Usted pone la otra;
pero Dios dura poco, los tiempos han cambiado
y helo aquí cometiendo una herejía.
Véase en ese trance, eso era todo:
asesinar a un muerto que le grita: no existo.
Existen Marx y el diablo.
Recuerde, ese es usted a los treinta años;
no ha podido casarse
con su mujer, con la mujer de otro.
Vive en un subterráneo, en una cripta
de lo que se le ofrece, sin oficio,
esqueléticamente, como un santo.
De otro mundo viene ciertas noches
a visitarlo el padre de su padre:
—Vuelve sobre tus pasos, hijo mío, renuncia
al paraíso rojo que te chupa la sangre.
Total, si el mundo cambia a cañonazos,
antes que nada morirán los muertos.
Piensa en ti mismo, instala tu pequeño negocio.
Todo empieza por casa.—
Mírese bien, es usted ese hombre
que remienda su única camisa
llorando secamente en la penumbra.
Viene de la estación, se ha ido alguien,
pero no era el amor, sólo una enferma
de cierta edad, sin hijos, decidida a olvidarlo
en el momento mismo de ponerse en marcha.
Usted se pone en su lugar. No sufre.
¿Eso era el amor? Y bien, sí, era eso.
Tranquilo. Una mujer de cierta edad. Tranquilo.
Mírela bien, ¿quién era? Ya no la reconoce,
es ella: es la que odia sus calcetines rotos,
la que le exige y le rechaza un hijo,
la que finge dormir cuando usted llega a casa,
la que le espanta el sueño para pedirle cuentas,
la que se ríe de sus libros viejos,
la que le sirve un plato vacío, con sarcasmo,
la que amenaza con entrar de monja,
la que se eclipsa al fin entre la muchedumbre.
Y bien, eso era todo. Véase usted de viejo
entre otros viejos de su edad, sentado
profundamente en una plaza pública.
Agita usted los pies, le tiembla un ojo,
lo evitan las palomas que comen a sus pies
el pan que usted les da para atraérselas.
Nadie lo reconoce, ni usted mismo
se reconoce cuando ve su sombra.
Lo hace llorar una música que nada le recuerda.
Vive de sus olvidos
en el abismo de una vieja casa.
¿Por qué pues no morir tranquilamente?
¿A qué viene todo esto?
Basta, cierre los ojos;
no se agite, tranquilo, basta, basta.
Basta, basta, tranquilo, aquí viene la muerte.
Enrique Lihn de La pieza oscura. 1963. Ed. Universitaria S.A. (Chile)
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