La intrusa



No se si exista algo tan favorable en la comunicación entre escritores como un pequeño duelo Borges-Borges. Sin puñal. Alguna vez nos enredamos en comentar como se hace para encontrarle título a un texto. Hay cierto consenso en decir que el título está contenido; que hay que dejarlo decantar, estar atentos a esa sutileza y atraparla. Tres veces hablé de este texto después de leerlo, todas las veces lo titulé La cautiva. Acto fallido o asociación de ideas, lo cierto es que sería imposible encontrar un título mejor que el que eligiera su autor. Sin embargo, no estuvo libre de polémicas.

Don Borges publicó este cuento en 1966, en la segunda edición de El Aleph; después fue incluido en El informe de Brodie, en 1970. Antes de comenzar el relato, hace una referencia bíblica: 2 Reyes, I,
262. No obstante, dicha referencia no tendría en apariencia ninguna relación con el contenido del cuento, lo cual generó en el ámbito literario la debida controversia. Se especula con que la referencia correcta sería: 2, Samuel,1,26 (libro segundo de Samuel, verso 26). 

Los críticos aseguran que lo hizo a propósito, con toda la intención de despistar al lector. A un microscopista, aunque sea ciego, se le escaparán pocas cosas o ninguna. En el libro segundo de Samuel, como veremos más abajo, el verso 26 habla en la Biblia del amor de David por Jonatán. Sin embargo, por los años 60 el tema de la homosexualidad era un tabú, se dice que por eso Borges despista con la referencia bíblica incorrecta. La madre del autor era una mujer muy severa y religiosa y cuando él se quedó ciego, era ella la que escribía sus cuentos dictados por él, es probable que no hubiera aceptado que su hijo escribiera un relato sobre homosexuales. Se sabe que fue ella quien sugirió las palabras finales de Cristián en esta historia. 

Unos años después, el director Carlos Hugo Christensen decide comprar a Borges los derechos de este cuento para hacer el film homónimo, pero la exhibición es finalmente prohibida debido a las alusiones que la película hace hacia la homosexualidad. La cosa parece que no termina ahí y en un número de la revista Somos, Christensen defiende su película con una nota titulada: “No a la censura” a lo que Borges responde publicando, en el número 273 de la misma revista, una refutación titulada Sí a la censura

Sea su criatura intrusa o cautiva, despojado de cualquier referencia que se le impute, creo que el cuento merece largamente la lectura.


A la muerte de Jonatán, David compone un cántico en el que llora su fallecimiento y le declara su amor:
¡Jonatán! Por tu muerte estoy herido, por ti lleno de angustia, Jonatán, hermano mío, en extremo querido, más delicioso para mí tu amor que el amor de la mujeres.


(Libro segundo de Samuel, verso 26)

La intrusa
(Jorge Luis Borges)

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos.
Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor. En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho.
Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes. Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la
tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos.
Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele
recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su
pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

Jorge Luis Borges. 1966

The OA y la posibilidad del amor interdimensional



Si tenés pensado ver la serie de Netflix The OA o lo has planificado para más adelante, no leas este post. Más allá de ser víctima de los spoilers contenidos en mis comentarios, podrías estar corriendo el riesgo de enamorarte y no zafar nunca más, aunque sepas como saltar en el tiempo.



Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.

(El poema de los dones-Jorge Luis Borges)


The OA es una serie de ciencia ficción original de Netflix. Se estrenó en 2016 y está protagonizada, escrita y dirigida por la actriz estadounidense Brit MarlingLa acompaña Zal Batmanglij en la dirección, y la producción es de Brad Pitt. Narra la historia de la vida de Nina Azarova/Prairie Johnson. Lo cierto es que la serie apareció sin hacer ruido, no hubo luminarias con las siluetas de los protagonistas, ni anuncios que nos dejaran babeando hasta el día del estreno. 

Tiene un inicio más bien confuso, y hasta ahora el título no tiene una traducción en palabras, tal vez para evitar develar parte del argumento, lo cual ha generado varias especulaciones; pero podemos adelantar —advertencia mediante— algunas posibilidades. Hay quienes dicen que la expresión OA hace referencia al sonido que produce el alma cuando se dispone a abandonar el cuerpo, un zumbido proveniente del pecho, aunque posterior al momento de la declaración de la muerte. También hay quienes aseguran que son las siglas que señalarían a la protagonista como una especie de ángel primigenio. 

Por mi parte, me permito aportar una posibilidad más. Tal vez tenga que ver con algo que el Doctor H.A.P (esto es por las siglas de su nombre), anestesista, arquetipo del científico loco e ideólogo de una serie de experimentos narrados en el nudo de la serie, dice sobre la captación  —y posterior interpretación por medio de un software— de un sonido sibilante, una especie de viento agudo, que todos estaríamos en condiciones de escuchar cuando, después de la muerte y al migrar hacia el cielo, la consciencia residual pasa cerca de las capas de hielo y piedra de los anillos de Saturno.

Especulaciones aparte, The OA plantea básicamente una posibilidad que la física moderna no descarta: la existencia de universos paralelos al nuestro, en planos continuos, y la posibilidad de saltar en ellos. Pero ¿por qué deberían existir planos paralelos al nuestro? 

Fuera de la física cuántica es una ecuación en principio sencilla: cada vez que tomamos una decisión, cada vez que vivimos una situación determinada o que nos ocurre algo, el sendero de tiempo se bifurca en dos, así existirán ambos: el sendero por el que iremos y el otro, normalmente ignorado. Dentro de la física cuántica, la respuesta tiene que ver, básicamente, con que el electrón es capaz de estar en dos lugares al mismo tiempo por cuestiones relacionadas a su velocidad.

Para decirlo de una forma práctica, ese camino que se ha bifurcado, oscuro, inexplorado pero latente, no es ni más ni menos que aquel que hubiésemos transitado de habernos ocurrido la otra opción. La idea no sería tan difícil de seguir si sólo hubiera dos planos, pero tenemos que entender que a lo largo de una vida los caminos se bifurcarán infinitas veces. 

Si hacemos un poco de memoria, nos encontraremos con la expresión de Jorge Luis Borges sobre los senderos que se bifurcan. Esta expresión es utilizada en forma literal por el Doctor H.A.P. en la serie, dando cuenta del grado de alcance de las ideas de Borges en el mundo. Cuestión para nada extraña, si pensamos que el cuento Tlön, Uqbar y Orbis Tertius sirvió como inspiración al escritor Philip Dick para su novela de 1962 El hombre del castillo

Borges fue siempre un microscopista, un desmenuzador de ideas, un enorme lector; sin embargo, con total convicción aseguraba que lo poco que sabía de física se lo había enseñado su padre. No obstante esto, escribió el cuento de los universos paralelos en 1941, mientras que en el año 1971, el físico estadounidence Bryce Dewitt escribió un artículo donde acuña el término "muchos mundos". Se le preguntó si al escribir ese artículo tenía conocimiento de El Jardín de senderos que se bifurcan, contestó que no, que se enteró del cuento un año después, por medio de Lane Hughston, otro físico, perteneciente a la Universidad de Oxford. 

A estas alturas, tal vez deberíamos mencionar que para cierta facción de la física moderna cambiar de plano, en términos prácticos, sería algo así como saltar desde el vagón de un tren en movimiento hacia el vagón de otro tren, también en movimiento, ubicado en la vía contigua. Los físicos gustan esgrimir la idea de que si no está prohibido, es obligatorio. Lo que es equivalente a decir, más o menos, que si el cálculo es posible en el formuleo, en algún momento ocurrirá. 

Pero volviendo a The OA, hay que aceptar que, a pesar de esta trama compleja, el sentimiento que atraviesa toda la línea argumental es el amor. Prairie es una heroína, emocional aunque equilibrada, honesta, valiente y solidaria con sus compañeros. Pero es movida todo el tiempo por el amor que siente; en principio por su padre, asesinado por el voi (la mafia rusa), después por Homer. Nada la detiene hasta que vuelve a encontrarlo una y otra vez porque, si bien no es una regla general, Prairie conserva la memoria entre dimensiones, con lo cual, arrastra su amor por la misma persona por todo el multiverso. Con tantos detalles, no es del todo claro en un principio, pero el amor es el metamensaje. Está presente en todas sus formas; mutuo, cooperativo, perseverante. En definitiva, posible. Aquí, hasta el villano se hace querer. 

La trama principal, debemos decirlo también, se trata de cómo el Doctor H.A.P. durante su ejercicio profesional se obsesiona con la muerte; por eso finalmente selecciona cinco portadores de diferentes dones y a la vez de un mismo don: personas que, una vez fallecidas, han sido capaces de elegir volver; acto seguido los secuestra y los somete a nuevas experiencias cercanas a la muerte para poder saber lo que todos queremos: que hay más allá de esta vida. 

Sin embargo, fuera de los cálculos, el grupo deberá prepararse durante largos años para abrir un portal y hacer un salto interdimensional conjunto, posible a través del aprendizaje de un número finito de movimientos, muy precisos, ejecutados de continuo y con el sentimiento correcto, que le serán otorgados uno a cada uno durante el pasaje por las diferentes muertes y que, en el mejor de los casos, después de tanta fatiga física y mental, será la única posibilidad de escapar del cautiverio de H.A.P.

En temporadas posteriores, The OA llegará a plantear un argumento frecuentado por la literatura, las religiones y la ciencia ficción: la posibilidad de que en cada plano ocupado por cada una de nuestras versiones, las personas que nos rodean sean siempre las mismas; una especie de orden original, estático, que se repetirá sin importar en qué dimensión estemos. 

Si lo pensamos desde esa perspectiva, lo que en realidad sugiere The OA es la imposibilidad de escapar de nuestro destino ya que, según plantea, una configuración fija nos perseguirá en todos los planos; sufrirá variaciones mínimas, es cierto. Algunas cosas cambiarán, pero básicamente serán las mismas. Así, veremos cómo en cada plano los personajes irán mudando de identidad, de roles, de profesiones, hasta de color de cabello pero, pase lo que pase, hagan lo que hagan, tarde o temprano volverán a encontrarse. 

Ficción o realidad, lo cierto es que en general todos vamos por la vida apoyando el dibujito calcado de la infancia para hacerlo encajar con el presente. Aquí tal vez sería oportuno aclarar que, en el caso de Prairie, lo que traerá el dibujo de la infancia será el accidente en el río, y ella intentará salvar a todos cada vez. Por otro lado, podría ser de gran alivio pensar en nuestro propio viaje cósmico, el alma atravesando los anillos de Saturno, sobre todo para los que manejamos seriamente la posibilidad de que después de la muerte no haya absolutamente nada. En este punto toda emoción será correcta.

Ahora bien, en tiempos mentales, de inminente retroceso físico y avance de la razón, The OA es una invitación a conectarse con el cuerpo y su expresión ritual mediante el movimiento. Producto ambicioso si los hay, bajo la consigna de que cuerpo es mente, también ocupa la creencia que a través de nuestra conexión física y emocional con aquellos que amamos todo será siempre posible, incluso burlar el tiempo, incluso reírse de la muerte. 

Quien sabe. Tal vez todo tenga que ver con que el amor no es ni bueno ni malo, sucede, pero para su ejecución depende, fundamentalmente, de las circunstancias. En caso de que el destino no nos acompañe, queda en cada uno ahogarlo, enterrarlo, darle la muerte más digna posible; o vivirlo en plenitud y seguir impulsados hacia adelante por su fuerza. 

Después de todo, si somos fieles a la trama, la dimensión nunca importa tanto como las posibilidades de ejecución.

El espejo de nuestros dioses



La antropóloga argentina Rita Segato hizo un estudio de campo en el corazón de la tradición religiosa afrobrasileña. Para ser más precisos, vivió durante años entre los miembros de los cultos Xangô del Brasil, y plasmó esa experiencia en un capítulo de su libro Las estructuras elementales de la violencia.

Allí nos cuenta que uno de los motivos recurrentes en las representaciones y la organización social de los miembros de este culto es el esfuerzo sistemático por liberar las categorías de parentesco, personalidad, género y sexualidad de las determinaciones biológicas y biogenéticas con las cuales están ligadas en la ideología dominante de la sociedad brasileña, así como desplazar a la institución del matrimonio de la posición central que ocupa en la estructura social, de acuerdo con esa ideología. 

Es interesante analizar el hecho de que uno de los aspectos fundamentales del culto sea la relación de equivalencia que se establece entre sus miembros humanos y el panteón de santos Orixás. Esto es posible sobre la base de las similitudes de comportamiento entre unos y otros. Así, los Orixás hacen las veces de una tipología para clasificar a los individuos según su personalidad. No es descabellado pensar que podamos tener personalidades similares a las de los dioses de cualquier mitología. 

En la ciudad de Recife los Orixás son seis. Entre estos suele escogerse al santo que será adscripto mediante el proceso de iniciación que vincula, de manera ritual y definitiva, a cada nuevo miembro de la comunidad con su "dueño de la cabeza". En la mayoría de los casos también se designa, entre esos mismos seis, a un segundo Orixá (adyuntó) una especie de santo adjunto, como para completar el cuadro de las afinidades espirituales del nuevo hijo de santo. Ahora bien, de los seis santos del culto, tres son masculinos y tres femeninos; y aquí viene lo interesante: la clasificación remite a la psicología, con prescindencia del sexo. 

Los santos hombres —y, por lo tanto, sus hijos e hijas—  se caracterizan por ser más autónomos en la manera de actuar, mientras que los santos mujeres son "dependientes". La "autonomía" (tomemos todo entre prudentes comillas) se señala como una característica de los santos masculinos, aun en el caso de Orixáolufa, el viejo Orixálá, que es sumamente paciente y calmo; su opuesto, la "dependencia", caracteriza a los santos femeninos, incluida Iansã, que tiene un temperamento "caliente" y es voluntariosa, luchadora y agresiva. Aunque la autonomía, entendida como la capacidad de tomar decisiones y resolver problemas sin necesidad de orientación o estimulo externo, sea vista como un rasgo ventajoso, se dice que convierte a las personalidades masculinas en seres a la vez inflexibles y refractarios a las críticas. 

Por otro lado, los hijos e hijas de santos femeninos tienen la debilidad de depender de la aprobación o la dirección de los otros, y en muchos casos esa aprobación constituye el objetivo mismo de sus actos, pero se dice que esto no sólo les permite conseguir ayuda y consejo sino también cooperar y participar en iniciativas conducidas por otros. Esa falta de seguridad desemboca, finalmente, en trabajo comunitario. En el culto, como podemos concluir, hay una intención clara de buscar lo bueno y lo malo de cada rasgo.

Debido a estas ventajas y desventajas de cada uno de los grupos de santos, el pueblo siempre considera mejor tener una combinación de un santo masculino y un santo femenino como dueño de la cabeza y adjunto, respectivamente, o a la inversa. Sea como fuere, se estima que todo miembro tiene siempre una personalidad predominantemente masculina o femenina; la fisonomía de la primera es "áspera", en tanto la segunda muestra rasgos faciales más delicados. Es decir que el carácter estaría expresándose fenotípicamente.

Dentro de cada categoría se habla asimismo de grados relativos de femineidad y masculinidad. Entre los Orixás mujeres, Oxum, la última hija, es considerada como el epítome de lo femenino: un ser sensual, ingenuo, dócil e infantil, deseosa de curar, ayudar y cuidar a los débiles; lemanjá, en cambio, parece un poco menos femenina porque es la Madre. A pesar de sus gestos cariñosos, se muestra menos interesada en darse a los otros o prestarles atención. En general, es más distante y su afabilidad se interpreta simplemente como "buenos modales" o "cortesía" en el trato. A claras luces una mujer de mayor edad que la primera.

En el otro extremo, se describe a Iansã como una mujer masculina, con una personalidad casi andrógina. No ahorra esfuerzos para alcanzar sus objetivos y, en el papel de esposa de Xangô, es su compañera y colaboradora en la guerra, pero no acepta cohabitar con él. Tal vez, si fuera válido establecer un paralelo, podríamos pensar en la Lilith del Génesis. Aun así, si bien Iansã difiere de los otros Orixás femeninos por su temperamento agresivo y la voluntad de vencer, comparte con ellos la disposición de acompañar a Xangô y cooperar con él en la empresa de conquistar la tierra de los males, este detalle pertenece a un célebre mito de Xangô, así como un sentido de identidad definido como femenino.

Por la otra parte, entre los santos hombres, Ogum es considerado como el epítome de la masculinidad, el señor del trabajo y la guerra, un hombre solitario que pertenece a la naturaleza y no se relaciona humanamente con nadie; es tenso, sesudo, serio y objetivo. Cualquier similitud con nuestros contemporáneos es pura construcción patriarcal. Entre estos santos, a Xangô se lo ve como algo menos masculino que Ogum, por su carácter más emocional y afectivo. También tuvo que apelar algunas veces a la protección de su padre, Orixálá, y su madre, lemanjá. Por último, Orixálá, el padre de todos, a pesar de describírselo como muy masculino por su grado de autonomía y la inflexibilidad de sus opiniones, muestra igualmente algunos rasgos comunes a lemanjá y Oxum, entre ellos la suavidad y la ternura; es más paciente y tolerante que Ogum Xangô.

En este contexto, es interesante pensar en los roles. Segato nos cuenta que la familia mítica posee algunos atributos típicos de la familia patriarcal característica de la clase dominante brasileña, mezclados con concepciones claramente no patriarcales; allí todo encuentra una especie de equilibrio. Entre los miembros del culto, la determinación biológica de los roles familiares presupuesta por la ideología patriarcal es sistemáticamente transgredida por el aspecto andrógino de la mujer y la pasividad y la ternura del hombre. 

Hay sabiduría en sostener que el género prescinde del sexo biológico. Somos contradicción y mistura, a pesar de la norma y el orden social.

De todo esto, tal vez lo revolucionario sea que en el culto se estima que los hombres que presentan facetas femeninas y las mujeres que tienen facetas masculinas acumulan una gama más amplia de experiencia y conocimientos, y que son capaces de comprender mucho mejor las necesidades espirituales de sus integrantes. De allí la preferencia por la combinación de un santo masculino y uno femenino en la cabeza de los miembros. 

Dentro del culto, un gran porcentaje de hombres experimenta lo que ellos mismos describen como "dificultad en la identidad sexual", además la homosexualidad entre mujeres no es infrecuente. Se considera a tal punto un hecho cierto que, cuando dos mujeres viven juntas y se ayudan una a la otra, se presume automáticamente que son compañeras sexuales. No obstante esto, a veces ocurre que los mismos integrantes del culto declaran que la homosexualidad es una costumbre indecente y acusan a otras personas de practicarla.

Así es como Segato nos refiere que dos nociones vitales aprendió de su estudio de campo: primero, a no limitarse nunca al nivel del discurso enunciado ni suponer que éste representa de manera lineal la ideología del grupo y segundo, la gran importancia que tiene poder diferenciar la conciencia discursiva de la conciencia práctica. Después de todo, el hombre es un animal que dice una cosa y hace otra.

De alguna manera somos el espejo de nuestros dioses. Las personas de este culto reconocen y aceptan los méritos y las ventajas de seguir y fomentar las normas y los valores imperantes, pero no se consideran alcanzadas por ellos.  Es claramente una posición menos hipócrita que la de la sociedad capitalista. Desde esta perspectiva, no surge culpa, aflicción  ni resentimiento por tener la certeza de "estar errado". 

Contrariamente a lo que se cree, a veces hay en estos grupos humanos un libre pensar, una sabiduría que deberíamos poner todos en práctica; existe para ellos la precaución, la prudencia,
de aclarar que se conocen las reglas, aunque no se juegue con ellas.


Pensar es pensar lo pensado



La psicología moderna, en su ensalada deliciosa de filosofía, religiones comparadas, sociología y antropología, nos asegura que la inteligencia, si bien vital para nuestro desarrollo físico y psíquico, no nos pertenece del todo. En uno de sus textos, el psicólogo vasco, filósofo y hermano de la vida Unai Rivas Campo se pregunta seriamente hasta qué punto somos dueños de nuestros pensamientos. 

Parece que ya está demostrado que la inteligencia tal y como la conocemos no resulta algo natural e innato, sino que debe ser inicialmente contagiada de un grupo a otro grupo de humanos, que a su vez hayan sido previamente contagiados por ella. Después será consolidada por cada individuo. Es algo así como un sistema de conducción que opera desde hace milenios. 

Tal vez por eso, cuando tenemos un hijo, así como cuando tenemos un compañero intelectual con habilidades diferentes a las propias, tales como la música o la literatura, —y conectamos con él, por supuesto con el tiempo nos veremos literalmente expandidos por esa relación, porque la inteligencia se contagia. Lo mismo ocurre, decía, cuando nuestros hijos comienzan a pensar como seres adultos, cuando adquieren el sistema de pensamiento de mayor complejidad que el del niño, en su ingreso a la universidad, por ejemplo, cuando se pone en evidencia la capacidad de pensar sus propios pensamientos.

Sin embargo, nos advierte Campo en su artículo, la mente omnipotente, cada vez más sesgada de la sabiduría elemental del cuerpo, no entiende prácticamente nada de equilibrios. Solo basta mirar un río, los experimentos con energía nuclear, el hambre mundial, o a una persona con ataques de pánico, para darnos cuenta que la inteligencia es capaz de pervertir todo aquello que toca. Adentro o afuera de nosotros, da igual. Como sea, tarde o temprano, ensucia.

Pero volviendo al pensamiento ¿somos o no dueños de lo que pensamos?

Estrictamente no. En realidad nuestros pensamientos son los que surgen del entorno porque hemos sido contaminados, esto es, creemos que pensamos por nosotros mismos pero desde pequeños somos inducidos a pensar dentro de la estructura endogámica a la que pertenecemos y que normalmente se conoce con el nombre de familia. Básicamente, nos alimentamos del intelecto de nuestros padres que ha sido alimentado, a su vez, la mayoría de las veces de forma endogámica también, por el intelecto de nuestros abuelos. Somos nada más y nada menos que construcciones, esto es, una mezcla de costumbres y moral impuestas que perduran en el tiempo.

De hecho, si lo analizamos, concluiremos que la mayor parte de las personas que conocemos no piensan, son pensadas. 

Pero ¿todos somos seres dominados por una serie de ideas auto organizadas ajenas a nuestros intereses y pensadas por otros? No. Pues si bien los pensamientos no son algo propio, lo que sí podemos hacer es apropiarnos de ellos. Apropiarnos y derivar. Parafraseando a Sartre: somos lo que hacemos con lo que han hecho otros de nosotros.

Históricamente la función de los distintos rituales religiosos era la de ejercer dicha apropiación. Cuando todavía hoy un hombre se entrega a Dios —y podemos cambiar si queremos la palabra Dios por Amor, Arte o cualquier etcétera—  lo que en realidad está haciendo es renunciar a la omnipotencia de su ego, de su mente, reencontrándose con su medio natural.

Dios está hoy muy lejos, demasiado. Ha nacido y ha muerto; ya no podemos regresar atrás. Sin embargo, hay otros espejos, así como existen siempre otros caminos. Hacernos cargo, estar atentos, ser libres, aunque más no sea de ese modo, es lo que nos queda. Registrar y conquistar nuestros pensamientos sin dejar de escuchar el cuerpo es ver en el espejo de nuestros dioses. Somos dioses, somos cuerpo, somos capaces de pensar, y de pensar lo pensado. 

Es cuestión de estar atentos a nosotros mismos, aceptar lo que nos pasa adentro, mirarnos desde adentro, tomar decisiones y asumir las consecuencias, despegándonos del pensamiento y las opiniones del entorno. En definitiva, es cuestión de construir una historia que sea propia.

Un viejo y su muerte

ph Leslie Ann O´Dell Fray

Los visibles ejércitos se fueron y solo queda un pobre duelo a cuchillo.
Martín Fierro (Jorge Luis Borges)


No es caprichoso que Isidoro Acevedo, el poema que Jorge Luis Borges incluyera en Cuaderno de San Martín, su libro de 1929, y su relato  El sur, publicado en 1944 e incluido primero en Artificios y después en Ficciones, sean dos textos con la misma estructura básica. Quiero decir, en ambos textos un hombre agonizante se toma la licencia de soñar su muerte. En ese contexto, es fácil comprender por qué Borges renegaba de su pobre existencia, que es también la nuestra. 

Morir como hubiéramos deseado, lejos del espacio físico que sujeta el cuerpo, permanecer en ese último poema ¿quedará ese pensamiento fijado en la memoria para siempre? ¿Nos acompañará durante la eternidad silenciosa? 

El mismo Borges, cuando no tuvo nada más que perder, lejos de toda asepsia y todo protocolo, a la luz difusa de los monitores, viéndose liberado casi por completo de las ataduras físicas, habrá intentado el mayor consuelo que puede regalarse un hombre, decirse a sí mismo los silentes mandatos de su corazón. Seguramente habrá elegido la barbarie.




Monólogo de un viejo con la muerte
(Enrique Lihn)

Y bien, eso era todo.
Aquí tiene la vida, mírese en ella como en un espejo,
empáñela con su último suspiro.
Este es usted de niño, entre otros niños de su edad;
¿se reconocería a simple vista?
Le han pegado en la cara, llora a lágrima viva,
le han pegado en la cara.
Allí está varios años después, con su abuelo
frente al primer cadáver de su vida.
Llora al viejo, parece que lo llora
pero es más bien el miedo a lo desconocido.
El vuelo de una mosca lo distrae.
Y aquí vienen sus vicios, las pequeñas alegrías de un cuerpo
reducido a su mínima expresión,
quince años de carne miserable;
y las virtudes, ciertamente, que luchan
con gestos más vacíos que ellas mismas.
Un gran amor, la perla de su barrio
le roba el corazón alegremente
para jugar con él a la pelota.
El seminario, entonces,
le han pegado en la cara. Usted pone la otra; 
pero Dios dura poco, los tiempos han cambiado
y helo aquí cometiendo una herejía.
Véase en ese trance, eso era todo:
asesinar a un muerto que le grita: no existo.
Existen Marx y el diablo.
Recuerde, ese es usted a los treinta años;
no ha podido casarse
con su mujer, con la mujer de otro.
Vive en un subterráneo, en una cripta
de lo que se le ofrece, sin oficio,
esqueléticamente, como un santo.
De otro mundo viene ciertas noches
a visitarlo el padre de su padre:
—Vuelve sobre tus pasos, hijo mío, renuncia
al paraíso rojo que te chupa la sangre.
Total, si el mundo cambia a cañonazos,
antes que nada morirán los muertos.
Piensa en ti mismo, instala tu pequeño negocio.
Todo empieza por casa.
Mírese bien, es usted ese hombre
que remienda su única camisa
llorando secamente en la penumbra.
Viene de la estación, se ha ido alguien,
pero no era el amor, sólo una enferma
de cierta edad, sin hijos, decidida a olvidarlo
en el momento mismo de ponerse en marcha.
Usted se pone en su lugar. No sufre.
¿Eso era el amor? Y bien, sí, era eso.
Tranquilo. Una mujer de cierta edad. Tranquilo.
Mírela bien, ¿quién era? Ya no la reconoce,
es ella: es la que odia sus calcetines rotos,
la que le exige y le rechaza un hijo,
la que finge dormir cuando usted llega a casa,
la que le espanta el sueño para pedirle cuentas,
la que se ríe de sus libros viejos,
la que le sirve un plato vacío, con sarcasmo,
la que amenaza con entrar de monja,
la que se eclipsa al fin entre la muchedumbre.
Y bien, eso era todo. Véase usted de viejo
entre otros viejos de su edad, sentado
profundamente en una plaza pública.
Agita usted los pies, le tiembla un ojo,
lo evitan las palomas que comen a sus pies
el pan que usted les da para atraérselas.
Nadie lo reconoce, ni usted mismo
se reconoce cuando ve su sombra.
Lo hace llorar una música que nada le recuerda.
Vive de sus olvidos
en el abismo de una vieja casa.
¿Por qué pues no morir tranquilamente?
¿A qué viene todo esto?
Basta, cierre los ojos;
no se agite, tranquilo, basta, basta.
Basta, basta, tranquilo, aquí viene la muerte.

Enrique Lihn de La pieza oscura. 1963. Ed. Universitaria S.A. (Chile)


En el cuerpo civilización y barbarie


Los críticos aseguran que todo escritor se erige en torno a su propio mito, parece que solemos construir una ficción con respecto al origen. Esta construcción, por supuesto, no es ni verdadera ni falsa, no se inscribe en el orden de la información personal sino justamente en el de la ficción; simplemente porque si no ficcionáramos esa experiencia vital estaríamos haciendo un diario íntimo.

En el caso de Jorge Luis Borges, los críticos aseguran que claramente se constituyó como un heredero que ha recibido toda su propiedad y riqueza de dos linajes: el materno, inscripto en la memoria de su madre, por ese lado soldados y estancieros, y el paterno, ubicado en la biblioteca, inscripto en la cultura y la lectura de sus antepasados eruditos. 

Tal vez saboreando el gusto por la poligamia que prodigaba su abuela, Borges nos enseña que la barbarie es el coraje, el cuerpo, la sexualidad, la capacidad de afrontar la muerte; aunque por otro lado encuentre la pureza de la reflexión, la castidad de la letra, la capacidad de pensar despojado del cuerpo físico. Si la obra de Borges no tuviera esa oscilación, si no siguiera ese movimiento serpenteante, no podría haber sido el escritor que fue. El camino en Borges es luz y oscuridad. Si hubiera entendido lo que él mismo escribió probablemente hubiera enloquecido. 

Quizá deberíamos pensar más seguido en el consejo vital de su obra, unir la civilización con la barbarie, porque esa y no otra es la única manera de existir. Me gustaría poder pensar un Borges viviendo como escribió, con esa tensión infinita entre la carne y el alma, esa desesperación constante por obtener un balance, pero no puedo. Me pregunto si realmente habrá mirado las cosas como por dentro, si hubo gritos de impotencia, si ensayó. 


Monólogo de un padre a su hijo de meses
(Enrique Lihn)

Nada se pierde con vivir, ensaya; 
Enrique Lihn

aquí tienes un cuerpo a tu medida. 
Lo hemos hecho en la sombra 
por amor a las artes de la carne 
pero también en serio, pensando en tu visita 
como en un nuevo juego gozoso y doloroso; 
por amor a la vida, por temor a la muerte 
y a la vida, por amor a la muerte 
para ti o para nadie. 

Eres tu cuerpo, tómalo, haznos ver que te gusta 
como a nosotros ese doble regalo 
que te hemos hecho y que nos hemos hecho. 
Cierto, tan sólo un poco 
del vergonzante barro original, la angustia 
y el placer en un grito de impotencia. 
Ni de lejos un pájaro que se abre en la belleza 
del huevo, a plena luz, ligero y jubiloso, 
sólo un hombre: la fiera 
vieja de nacimiento, vencida por las moscas, 
babeante y resoplante. 

Pero vive y verás 
el monstruo que eres con gran benevolencia 
abrir un ojo y otro así de grandes; 
encasquetarse el cielo, 
mirarlo todo como por adentro, 
preguntarle a las cosas por sus nombres 
reír con lo que ríe, llorar con lo que llora, 
tiranizar a gatos y conejos. 

Nada se pierde con vivir, tenemos 
todo el tiempo del tiempo por delante 
para ser el vacío que somos en el fondo. 
Y la niñez, escucha: 
no hay loco más feliz que un niño cuerdo 
ni acierta el sabio como un niño loco. 
Todo lo que vivimos lo vivimos 
ya a los diez años más intensamente; 
los deseos entonces 
se dormían los unos en los otros. 
Venía el sueño a cada instante, el sueño 
que restablece en todo el perfecto desorden 
a rescatarte de tu cuerpo y tu alma; 
allí en ese castillo movedizo 
eras el rey, la reina, tus secuaces, 
el bufón que se ríe de sí mismo, 
los pájaros, las fieras melodiosas. 
Para hacer el amor, allí estaba tu madre 
y el amor era el beso de otro mundo en la frente, 
con que se reanima a los enfermos, 
una lectura a media voz, la nostalgia 
de nadie y nada que nos da la música. 

Pero pasan los años por los años 
y he aquí que eres ya un adolescente. 
Bajas del monte como Zaratustra 
a luchar por el hombre contra el hombre: 
grave misión que nadie te encomienda; 
en tu familia inspiras desconfianza, 
hablas de Dios en un tono sarcástico, 
llegas a casa al otro día, muerto. 
Se dice que enamoras a una vieja, 
te han visto dando saltos en el aire, 
prolongas tus estudios con estudios 
de los que se resiente tu cabeza. 
No hay alegría que te alegre tanto 
como caer de golpe en la tristeza 
ni dolor que te duela tan a fondo 
como el placer de vivir sin objeto. 
Grave edad, hay algunos que se matan 
porque no pueden soportar la muerte, 
quienes se entregan a una causa injusta 
en su sed sanguinaria de justicia. 
Los que más bajo caen son los grandes, 
a los pequeños les perdemos el rumbo. 
En el amor se traicionan todos: 
el amor es el padre de sus vicios. 
Si una mujer se enternece contigo 
le exigirás te siga hasta la tumba, 
que abandone en el acto a sus parientes, 
que instale en otra parte su negocio. 

Pero llega el momento fatalmente 
en que tu juventud te da la espalda 
y por primera vez su rostro inolvidable en tanto huye de ti que la persigues 
a salto de ojo, inmóvil, en una silla negra. 
Ha llegado el momento de hacer algo 
parece que te dice todo el mundo 
y tú dices que sí con la cabeza. 
En plena decadencia metafísica 
caminas ahora con una libretita de direcciones en la mano, 
impecablemente vestido, con la modestia de un hombre joven que se abre paso en la vida 
dispuesto a todo. 
El esquema que te hiciste de las cosas hace aire y se hunde en el cielo dejándolas a todas en su sitio. 
De un tiempo a esta parte te mueves entre ellas como un pez en el agua. 
Vives de lo que ganas, ganas lo que mereces, mereces lo que vives; 
has entrado en vereda con tu cruz a la espalda. 
Hay que felicitarte: 
eres, por fin, un hombre entre los hombres. 

Y así llegas a viejo 
como quien vuelve a su país de origen 
después de un breve viaje interminable 
corto de revivir, largo de relatar 
te espera en ti la muerte, tu esqueleto 
con los brazos abiertos, pero tú la rechazas 
por un instante, quieres 
mirarte larga y sucesivamente 
en el espejo que se pone opaco. 
Apoyado en lejanos transeúntes 
vas y vienes de negro, al trote, conversando 
contigo mismo a gritos, como un pájaro. 
No hay tiempo que perder, eres el último 
de tu generación en apagar el sol 
y convertirte en polvo. 

No hay tiempo que perder en este mundo 
embellecido por su fin tan próximo. 
Se te ve en todas partes dando vueltas 
en torno a cualquier cosa como en éxtasis. 
De tus salidas a la calle vuelves 
con los bolsillos llenos de tesoros absurdos: 
guijarros, florecillas. 
Hasta que un día ya no puedes luchar 
a muerte con la muerte y te entregas a ella 
a un sueño sin salida, más blanco cada vez 
sonriendo, sollozando como un niño de pecho. 

Nada se pierde con vivir, ensaya: 
aquí tienes un cuerpo a tu medida, 
lo hemos hecho en la sombra 
por amor a las artes de la carne 
pero también en serio, pensando en tu visita 
para ti o para nadie. 

Enrique Lihn de La pieza oscura. 1963. Ed. Universitaria S.A (Chile)