El sueño de Venus

Omar Ortíz (Oleo sobre tela)

La palabra psicotrópico proviene de las voces griegas ψυχή (mente) y τρέπω (tornar, volver, cambiar). De acuerdo con esta etimología, podemos concluir que una sustancia psicotrópica debe ser aquella que tenga la capacidad de actuar sobre el sistema nervioso central y provocar cambios en la percepción, el ánimo, la conciencia y el comportamiento.

No es novedoso decir que en la Antigüedad todo aquello que la naturaleza ofrecía era utilizado para alimentación y subsistencia, así como para curación de males físicos y como ofrendas en algunos rituales, esto es, para obtener la gracia de los dioses. De hecho, no existe una base más rica para nuestra farmacología actual que la del Gran Reino, quiero decir, el reino vegetal. 

Los principios activos contenidos en las especies vegetales actúan en el organismo como agentes de restitución de la salud, pero además de esos beneficios también pueden tener lo que denominamos en la jerga "efectos centrales". Estos efectos eran bien conocidos en la Antigüedad bajo el nombre de efectos enteogénicos, cuyo significado tiene que ver con la sensación de "tener a Dios dentro”, es decir, efectos relacionados con las alucinaciones, incluso facilitadores de la experiencia mística.

Así, por su alto contenido en alcaloides, la Amapola se destaca desde tiempos inmemoriales. Esto se conoce desde hace tanto tiempo, que los efectos de la Amapola silvestre (Papaver rhoeas) son citados en las tablillas sumerias y en algunos de los textos asirios. Originalmente proviene de Asia, Europa y África aunque después del descubrimiento rápidamente saltó a América. 

Por lo tanto, la amapola gozó siempre de cierta popularidad debido a sus efectos y a su facilidad de crecimiento. De otra especie derivada, la Adormidera, amapola real o Papaver somniferum, se extrae el opio, que contiene más de veinte alcaloides diferentes, aunque con estructura químico-molecular muy similar (de hecho, de allí deriva su potencial de acción) entre los cuales se encuentran la papaverina, la codeína, la morfina y sus derivados menores. 

Se sabe que en esta especie los alcaloides están en mayor proporción en los pétalos y en menor medida en el tallo. De hecho, el láudano, la gran panacea del alquimista suizo Paracelso, no es otra cosa que un extracto alcohólico de opio, es decir, una preparación farmacéutica del mismo, que contenía también azafrán, vino blanco y otras sustancias. Su uso medicinal produjo gran cantidad de adictos y de muertes, tanto accidentales como intencionales.

En 1860, el poeta francés Charles Baudelaire escribe Los paraísos artificiales, un ensayo en el que narra su experiencia con las drogas, una por una, incluidos el hachís y el opio y, según su propia voz, esas dos son las drogas más eficientes para crear el ideal artificial. Es probable que el deseo de escribir el libro surgiera en una de sus visitas al último piso del hotel donde vivía. Allí, Baudelaire tenía por costumbre asistir a las reuniones del Club des Haschischins, un salón por el que pasaban todos los escritores que desearan abrir las puertas de la percepción.

Con el hachís y el láudano, escritores de la talla de Teophile Gautier, Victor Hugo y Honoré de Balzac buscaban mejorar la creatividad, previa generación de un estado más elevado de consciencia. En esas reuniones se consumía hachís por vía oral y en forma de dawamesk, una especie de mermelada hecha a base de hachís, almizcle, canela, pistacho y azúcar.

Pero mucho más atrás en la historia, los poetas latinos Virgilio (70a.c-19 a.c) y Ovidio (43 a.c.-17d.c.) dan cuenta en sus textos del peligro que la amapola suponía para la agricultura. Virgilio la relaciona en varias ocasiones con las aguas del mítico Río Leteo, popularmente conocido como el Río del Infierno, que tiene un efecto muy singular: hace olvidar, a quienes beben estas aguas, su vida anterior. 

Ovidio, en cambio, quizá más mundano, menciona la amapola en un contexto mucho más interesante: para garantizar a las mujeres el éxito en las primeras citas, ya que en justa disolución es capaz de provocar una sensación mixta de euforia, tranquilidad y bienestar. Así, el poeta romano pone de manifiesto el poder de la Adormidera para drogar tanto a hombres como a dioses; sabe que las flores, disueltas en un medio líquido, tienen propiedades soporíferas. Los romanos aseguraban que Venus, la diosa del amor, la belleza y la fertilidad, probada hechicera, gustaba usar este tipo de brebajes.


En 1895, el escultor y pintor inglés Lord Frederic Leighton compuso Flaming June, también conocido como El sol ardiente de Junio, una obra pictórica en la que puede verse retratada a una mujer, en apariencia dormida, vestida con una túnica clásica de un atrevido color naranja. Ella descansa hecha un ovillo sobre un banco de mármol. Es pleno verano junto al mar y el sol de junio está al poniente. El cuadro alude al sueño de Venus, un argumento general, el único hecho cierto, tan general que es conocido en el arte como Las figuras durmientes de Venus, llamadas así en forma colectiva. Podría parecer que esta Venus transmite una placidez demoledora, sin embargo, para los espectadores de la época, la carga erótica de la imagen fue considerada demasiado elevada. 

Más allá de cualquier especulación, nunca sabremos con quien soñaba Venus. 

Plinio el Viejo, uno de los padres de nuestra bienamada botánica, expone en su Historia Natural (Naturalis historia) todo aquello que le resultó de interés y utilidad para la vida del hombre. En el libro transmite una valiosa información y algunas curiosidades del mundo biológico, pero también valiosas conclusiones a las que llega mediante la observación, ya con cierto cientificismo. 

Tal vez lo sorprendente es que su estudio sobre cada especie vegetal sea tan detallado y exhaustivo. Sin dudas, Plinio buscaba dejar un testimonio verdadero sobre los efectos de las plantas. Por ejemplo, sobre la adormidera expresa que tiene un profundo efecto soporífero, lo que supone una solución posible para el insomnio, aunque advierte que en dosis más elevadas podría provocar la muerte. 

Después de todo, los motivos del arte nunca son caprichosos. Así, en las noches de tormenta, desde la oscuridad más remota de los tiempos antiguos hasta la transparencia austera de nuestros días, la voz infame del viento susurra una súplica atribuida a Venus:

Puedo perdonarte todo, menos que permanezcas aún en mis sueños.





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