El mundo de las Diosas


Todo lo que me recuerda a ella me atraviesa como una lanza
(John Keats)

Uno de los temas favoritos del profesor Joseph Campbell fue la transformación y la resistencia de los poderes simbólicos arquetípicos de lo divino femenino. Aunque llevemos ya más de dos mil años de tradiciones patriarcales monoteístas intentando excluirlos y, aunque todavía estén prácticamente en las sombras, muchos arquetipos que han rodeado a las mujeres siguen hoy intactos. Campbell pensaba que el gran problema de la mujer contemporánea es que, a ese respecto, no encuentra guía. 

Los arquetipos femeninos están ahí, pero Campbell nos dejó dicho que aún no hemos logrado internalizarlos:

Cuando meditamos sobre determinada deidad estamos meditando sobre los poderes de nuestro propio espíritu y también de nuestra psique, así como sobre los poderes que se sitúan afuera.

Si bien las mujeres ya estamos lejos de la tradicional esclavitud en el hogar, la realidad es que además de la Virgen María, ubicada fuera de esa trinidad patriarcal que muchos insisten en venerar, no estaríamos contando con modelos femeninos claros, identificables, capaces de guiarnos a la hora de meter la nariz (y la cola) en la gran cantidad de espacios que el mundo tiene reservados exclusivamente a los hombres. 

Lo paradójico de todo esto reside en que los orígenes del mito de la Virgen María en realidad se remontan a una tradición religiosa Madre-hijo muy antigua, proveniente del Mar Egeo, en la que podemos encontrar el mito más grande de Egipto (Isis y su hijo Horus) y que la Diosa Madre no era una deidad dulce y consoladora, porque la agricultura no se experimentaba como una ocupación pacífica y contemplativa. Era una batalla constante, una lucha desesperada contra la esterilidad, la sequía, el hambre y las violentas fuerzas de la naturaleza.

Algunos antropólogos han considerado que la prehistoria fue, sin ninguna duda, el mundo de las Diosas; es claro que fue antes de que las invasiones patriarcales destruyeran y revocaran el poder femenino en las culturas matrifocales, cuando el poder natural y sobrenatural estaba en manos de la mujer. El escritor Robert Graves compartía esta visión de la historia y lo dejó claro en un texto de complejo entramado, su libro La diosa blanca. Incluso Sigmund Freud tuvo que aceptar que la concepción social histórica originaria fue la transmisión materna, desplazada posteriormente por la paterna.

Una mirada por cierto muy occidental de la hechos asegura que una sociedad puede erigirse solo en torno a dos polos de un eje, dos y solo dos. Así, o bien será masculina, lo que es decir, apolínea, racional, científica, instrumental, imperialista, belicosa, autoritaria, progresista, lógica y cuadriculada; o bien será su "opuesto": femenina, comprensiva, dionisíaca, poética, intuitiva, igualitaria, autocontenida, estática.

¿Entonces lo opuesto de hombre es mujer? ¿En serio somos dos polos autoexcluyentes?

Esta mirada tan estrecha está acompañada por la hipótesis psicológica de la introyección de los opuestos, que sugiere que la psiquis humana está compuesta de dos principios, opuestos y complementarios: lo masculino y lo femenino, el anima y el ánimus, los arquetipos de Carl Jung. Según Jung, son principios trascendentales y eternos, es decir, comunes a todos nosotros.

Según su experiencia clínica, Jung afirmaba que estos arquetipos generalmente afloran en los sueños: los varones refieren encontrar una anciana de cabellera desordenada y mirada penetrante, a veces una niña que llora y otras una mujer deseable y voluptuosa; las mujeres, en cambio, soñamos con un hombre alto, oscuro y amenazante, o con un hombre seductor, cuyo rasgo más inquietante quizás sea que -en general- no podremos reconocerlo, ya que no es alguien de nuestro entorno sino un producto de la psiquis, aunque puede ser un anciano -también desconocido- que en el sueño normalmente nos guía o nos aconseja.

Sin embargo, toda esta teoría de los "polos opuestos" también es una prolija construcción, porque todo lo planteamos en términos binarios, así es como el binario forma parte del mandato. Esta estructura es la que la filósofa feminista Judith Butler se empeña en desarmar.

Graves decidió apoyar su obra en los mitos y en el mundo de la Diosa. Creía en ella. En La diosa blanca refiere que los mitos cayeron en el desprestigio y en el posterior olvido por culpa de Sócrates y sus discípulos, porque los mitos lo asustaban y prefirió darles la espalda para pensar científicamente. También refiere en sus textos que la Diosa tiene por norma encarnarse; así, por anastomosis nos entregará una visión un tanto idealizada de la mujer:
...
es la diosa quien escoge a su consorte, pero no a la inversa; ella se dejará amar, aunque no ame; recibe pero no se entrega. Y una vez que ha hecho su elección, el afortunado, más bien el desgraciado, estará condenado a seguirla, real o imaginariamente, durante el resto de su vida.
...
Algunos críticos coinciden en que para Graves la Diosa sólo cabe en la carne de una mujer intensamente erótica, una que pueda manejar a su antojo su atractivo sexual; en definitiva, que pueda apagar y encender su “luz de luciérnaga" a gusto. Esta definición probablemente tenga mucho más que ver con los gustos y la vida personal del autor que con la visión arcaica de la Diosa.

Después de todo, tanto la Diosa como la poesía se encarnarán en quien se les canta. Y no creo que le miren las caderas. Graves sabía que negar los mitos es vivir en la razón pura, sostener la transparencia. Y si hay transparencia no habrá poesía. 

De lo que sí no hay dudas es que Graves logró anticiparse al renacimiento contemporáneo del paganismo. Es cierto también que no hubiera visto con buenos ojos la transformación que este ha sufrido en manos del sistema mercantilista actual, que todo lo invade y todo lo equipara: budismo zen, brujería wicca, cartas astrales, meditación trascendental, ovnis, cuencos tibetanos, sesiones de espiritismo y en el mismo lodo todos manoseaos.

Quizás apoyada en las visiones de Graves, la literatura contemporánea también hurgó en la necesidad de volver al matriarcado, y para eso hizo encarnar a la Diosa. Un ejemplo es la novela La reina de los condenados, de la escritora estadounidense Anne Rice, publicada en 1988. 

Allí nos narra el despertar de la reina Akasha de Kemet, nacida en Uruk, sacerdotisa del culto a Innana, aunque para entonces una suerte de encarnación de Lilith, y literalmente, madre ancestral de todos los vampiros, quien sale de su letargo de milenios con la idea de diezmar la población humana masculina. 

En la novela, Akasha es el primer vampiro en la historia de la humanidad desde que en las arenas del Egipto antiguo fuera habitada por el espíritu de Amel: una entidad sedienta de sangre, invocada a modo de venganza por Mahareth y Mekaré, dos brujas nacidas en el Valle de Monte Carmel, actualmente norte de Israel. 

Aunque aburrida del mundo, durmiendo con un ojo abierto durante milenios, Akasha despierta en 1985 y, antes de que se le retiren las prerrogativas, asesina a su consorte y se dispone a llevar a cabo el genocidio mediante el uso de la ignición selectiva. Vaya poder.

La idea es que al final del plan un grupo seleccionado y escaso de hombres (escasísimo, en realidad) sea mantenido en cautiverio con el único objetivo de utilizarlo para reproducción y trabajos pesados. Que en 1985 el planeta esté infectado de vampiros es lo de menos, el problema real, para la Reina Akasha, es el género masculino. 


Ya es hora de poner en duda la visión eurocéntrica de la historia, no existe ninguna razón de peso por la cual debamos creer que las sociedades matriarcales fueron sumisas e improductivas, las patriarcales, en cambio, imperialistas y violentas como rasgo general, moldearon las actitudes del resto. El mito no existe a modo de adoctrinamiento de la conducta humana, tampoco existen los opuestos como tales, los polos son construcciones que hemos aceptado con el paso del tiempo. 

El equilibrio entre la razón y la pasión es posible en cada uno de nosotros, sin recurrir al binomio patriarcal que esgrime la noción de un género siempre como subsidiario del otro.

Joseph Campbell decía que ninguna experiencia vital del ser humano debería quedarse estrictamente en el plano físico, que toda tradición es un tesoro, y que cuando envejecemos deberíamos volvernos hacia la vida interior. Cada historia que está en la psiquis, cada historia que recordamos, tiene aplicación a nuestras propias vidas, porque la conciencia y la energía son lo mismo. Donde hay consciencia habrá auténtica energía vital. En cada arquetipo nuestros dioses nos hablan, pero sus voces vienen desde muy adentro nuestro. Así que hombres y mujeres tenemos que abrir juntos las puertas del pasado para poder entender lo que ocurre hoy, para poder empezar el camino hacia el futuro. 

Realmente no importa de quién fue inicialmente el poder, importa mucho más lograr el equilibrio.


1 comentario:

  1. Interesante artículo, Rose Blacke. Sin duda los arquetipos nos marcan, sobre todo, a nivel inconsciente. Las religiones han ido adaptando esos mitos que las precedían para que su nuevo mensaje calara con más facilidad. En el caso de los roles Mujer-Hombre de una manera que torticera y que sin duda a supuesto un lastre para el avance de eso que conocemos como civilización. Saludos!

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