Leona

Lilith by Benjamin Lacombe

María Mascheroni escribe que hablar de una cura, pensar en ella, nos hermana con cierta atmósfera conocida por todas. De algún modo, quien verdaderamente ha vivido entiende. Pensar en curarse nos devuelve a la pérdida, al dolor, a la herida cansada y sangrante, al amor difícil, a veces excesivo, a veces innecesario, pero siempre propio. Eso forma parte del misterio, no se puede compartir. 

En definitiva, pensar en curarse nos trae la crueldad con que sentimos el mundo. Aunque no siempre sea así, aunque algunas veces logremos salir a respirar, es cruel su flujo cambiante, son crueles sus modos, y siempre operan sobre nuestros cuerpos con violencia. Emparentadas con todo lo que vive, no hay manera de remediar en el pensamiento y en el corazón lo que ocurre en el mundo. 

Nadie niega que corramos como lobos, lo que digo es que, aún así, el mundo es un lugar hostil. Es como si en vez de haber nacido para movernos y transmutar hacia lo bello, hubiésemos nacido con un ancla cuyo peso se nos hace imposible. Quizá es cierto: el universo conspira contra nosotros, pero las mujeres sabemos que la única opción es sanar. 


Leona
(Claudia Masin)

Las mujeres enfrentamos en la niñez un pozo
Claudia Masin
profundísimo, parecido a los cráteres que deja un bombardeo,
e indefectiblemente caemos desde una altura
que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna
sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido,
que no hubo tal caída, que todas las mujeres exageran.
Lleva una vida completa poder decir: esto ha pasado,
fui dañada, acá está la prueba, los huesos rotos,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia.
Muy temprano el miedo es rociado como un veneno
sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas,
en nada necesarias, capaces de comerse en pocos días
la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aun así, siempre quedan
algunos brotes vivos, porque quien combate a esas plantas
que se van en vicio, después de un tiempo ya tiene suficiente,
de puro saciado se retira del campo baldío y a veces
les perdona la vida y se va antes
de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas,
las casas convertidas en una armazón de palos
y hierros podridos, que aun restauradas nunca podrían
volver a ser las mismas. La compasión, claro, es otra cosa:
no se trata de saquear una tierra con tal ferocidad
que lo que queda, de tan malogrado, ya no sirve
ni como alimento ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando
lo que no suele llegar: la compañía del hermano
que no tenga terror a lo desconocido, a lo sensible.
No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese que elija caer junto a nosotras,
desobedeciendo la ley que establece
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo
para marcar a fuego la espalda de la hermana,
la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño,
ella a sufrirlo y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
que incendia la casa del amo y se fuga
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto
y el hermano lo sufre, tan malherido
como la mujer a la que él debería lastimar.
El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera
justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la muerte,
y supo que formar parte de la especie dominante
es ser como una fiera que ha caído
en una trampa de metal que destroza lentamente
cada músculo, cada ligamento,
para que sea más fácil desangrarse que poder escapar.

Claudia Masin de: La cura, 2016. Hilos Editora.

El mundo de las Diosas


Todo lo que me recuerda a ella me atraviesa como una lanza
(John Keats)

Uno de los temas favoritos del profesor Joseph Campbell fue la transformación y la resistencia de los poderes simbólicos arquetípicos de lo divino femenino. Aunque llevemos ya más de dos mil años de tradiciones patriarcales monoteístas intentando excluirlos y, aunque todavía estén prácticamente en las sombras, muchos arquetipos que han rodeado a las mujeres siguen hoy intactos. Campbell pensaba que el gran problema de la mujer contemporánea es que, a ese respecto, no encuentra guía. 

Los arquetipos femeninos están ahí, pero Campbell nos dejó dicho que aún no hemos logrado internalizarlos:

Cuando meditamos sobre determinada deidad estamos meditando sobre los poderes de nuestro propio espíritu y también de nuestra psique, así como sobre los poderes que se sitúan afuera.

Si bien las mujeres ya estamos lejos de la tradicional esclavitud en el hogar, la realidad es que además de la Virgen María, ubicada fuera de esa trinidad patriarcal que muchos insisten en venerar, no estaríamos contando con modelos femeninos claros, identificables, capaces de guiarnos a la hora de meter la nariz (y la cola) en la gran cantidad de espacios que el mundo tiene reservados exclusivamente a los hombres. 

Lo paradójico de todo esto reside en que los orígenes del mito de la Virgen María en realidad se remontan a una tradición religiosa Madre-hijo muy antigua, proveniente del Mar Egeo, en la que podemos encontrar el mito más grande de Egipto (Isis y su hijo Horus) y que la Diosa Madre no era una deidad dulce y consoladora, porque la agricultura no se experimentaba como una ocupación pacífica y contemplativa. Era una batalla constante, una lucha desesperada contra la esterilidad, la sequía, el hambre y las violentas fuerzas de la naturaleza.

Algunos antropólogos han considerado que la prehistoria fue, sin ninguna duda, el mundo de las Diosas; es claro que fue antes de que las invasiones patriarcales destruyeran y revocaran el poder femenino en las culturas matrifocales, cuando el poder natural y sobrenatural estaba en manos de la mujer. El escritor Robert Graves compartía esta visión de la historia y lo dejó claro en un texto de complejo entramado, su libro La diosa blanca. Incluso Sigmund Freud tuvo que aceptar que la concepción social histórica originaria fue la transmisión materna, desplazada posteriormente por la paterna.

Una mirada por cierto muy occidental de la hechos asegura que una sociedad puede erigirse solo en torno a dos polos de un eje, dos y solo dos. Así, o bien será masculina, lo que es decir, apolínea, racional, científica, instrumental, imperialista, belicosa, autoritaria, progresista, lógica y cuadriculada; o bien será su "opuesto": femenina, comprensiva, dionisíaca, poética, intuitiva, igualitaria, autocontenida, estática.

¿Entonces lo opuesto de hombre es mujer? ¿En serio somos dos polos autoexcluyentes?

Esta mirada tan estrecha está acompañada por la hipótesis psicológica de la introyección de los opuestos, que sugiere que la psiquis humana está compuesta de dos principios, opuestos y complementarios: lo masculino y lo femenino, el anima y el ánimus, los arquetipos de Carl Jung. Según Jung, son principios trascendentales y eternos, es decir, comunes a todos nosotros.

Según su experiencia clínica, Jung afirmaba que estos arquetipos generalmente afloran en los sueños: los varones refieren encontrar una anciana de cabellera desordenada y mirada penetrante, a veces una niña que llora y otras una mujer deseable y voluptuosa; las mujeres, en cambio, soñamos con un hombre alto, oscuro y amenazante, o con un hombre seductor, cuyo rasgo más inquietante quizás sea que -en general- no podremos reconocerlo, ya que no es alguien de nuestro entorno sino un producto de la psiquis, aunque puede ser un anciano -también desconocido- que en el sueño normalmente nos guía o nos aconseja.

Sin embargo, toda esta teoría de los "polos opuestos" también es una prolija construcción, porque todo lo planteamos en términos binarios, así es como el binario forma parte del mandato. Esta estructura es la que la filósofa feminista Judith Butler se empeña en desarmar.

Graves decidió apoyar su obra en los mitos y en el mundo de la Diosa. Creía en ella. En La diosa blanca refiere que los mitos cayeron en el desprestigio y en el posterior olvido por culpa de Sócrates y sus discípulos, porque los mitos lo asustaban y prefirió darles la espalda para pensar científicamente. También refiere en sus textos que la Diosa tiene por norma encarnarse; así, por anastomosis nos entregará una visión un tanto idealizada de la mujer:
...
es la diosa quien escoge a su consorte, pero no a la inversa; ella se dejará amar, aunque no ame; recibe pero no se entrega. Y una vez que ha hecho su elección, el afortunado, más bien el desgraciado, estará condenado a seguirla, real o imaginariamente, durante el resto de su vida.
...
Algunos críticos coinciden en que para Graves la Diosa sólo cabe en la carne de una mujer intensamente erótica, una que pueda manejar a su antojo su atractivo sexual; en definitiva, que pueda apagar y encender su “luz de luciérnaga" a gusto. Esta definición probablemente tenga mucho más que ver con los gustos y la vida personal del autor que con la visión arcaica de la Diosa.

Después de todo, tanto la Diosa como la poesía se encarnarán en quien se les canta. Y no creo que le miren las caderas. Graves sabía que negar los mitos es vivir en la razón pura, sostener la transparencia. Y si hay transparencia no habrá poesía. 

De lo que sí no hay dudas es que Graves logró anticiparse al renacimiento contemporáneo del paganismo. Es cierto también que no hubiera visto con buenos ojos la transformación que este ha sufrido en manos del sistema mercantilista actual, que todo lo invade y todo lo equipara: budismo zen, brujería wicca, cartas astrales, meditación trascendental, ovnis, cuencos tibetanos, sesiones de espiritismo y en el mismo lodo todos manoseaos.

Quizás apoyada en las visiones de Graves, la literatura contemporánea también hurgó en la necesidad de volver al matriarcado, y para eso hizo encarnar a la Diosa. Un ejemplo es la novela La reina de los condenados, de la escritora estadounidense Anne Rice, publicada en 1988. 

Allí nos narra el despertar de la reina Akasha de Kemet, nacida en Uruk, sacerdotisa del culto a Innana, aunque para entonces una suerte de encarnación de Lilith, y literalmente, madre ancestral de todos los vampiros, quien sale de su letargo de milenios con la idea de diezmar la población humana masculina. 

En la novela, Akasha es el primer vampiro en la historia de la humanidad desde que en las arenas del Egipto antiguo fuera habitada por el espíritu de Amel: una entidad sedienta de sangre, invocada a modo de venganza por Mahareth y Mekaré, dos brujas nacidas en el Valle de Monte Carmel, actualmente norte de Israel. 

Aunque aburrida del mundo, durmiendo con un ojo abierto durante milenios, Akasha despierta en 1985 y, antes de que se le retiren las prerrogativas, asesina a su consorte y se dispone a llevar a cabo el genocidio mediante el uso de la ignición selectiva. Vaya poder.

La idea es que al final del plan un grupo seleccionado y escaso de hombres (escasísimo, en realidad) sea mantenido en cautiverio con el único objetivo de utilizarlo para reproducción y trabajos pesados. Que en 1985 el planeta esté infectado de vampiros es lo de menos, el problema real, para la Reina Akasha, es el género masculino. 


Ya es hora de poner en duda la visión eurocéntrica de la historia, no existe ninguna razón de peso por la cual debamos creer que las sociedades matriarcales fueron sumisas e improductivas, las patriarcales, en cambio, imperialistas y violentas como rasgo general, moldearon las actitudes del resto. El mito no existe a modo de adoctrinamiento de la conducta humana, tampoco existen los opuestos como tales, los polos son construcciones que hemos aceptado con el paso del tiempo. 

El equilibrio entre la razón y la pasión es posible en cada uno de nosotros, sin recurrir al binomio patriarcal que esgrime la noción de un género siempre como subsidiario del otro.

Joseph Campbell decía que ninguna experiencia vital del ser humano debería quedarse estrictamente en el plano físico, que toda tradición es un tesoro, y que cuando envejecemos deberíamos volvernos hacia la vida interior. Cada historia que está en la psiquis, cada historia que recordamos, tiene aplicación a nuestras propias vidas, porque la conciencia y la energía son lo mismo. Donde hay consciencia habrá auténtica energía vital. En cada arquetipo nuestros dioses nos hablan, pero sus voces vienen desde muy adentro nuestro. Así que hombres y mujeres tenemos que abrir juntos las puertas del pasado para poder entender lo que ocurre hoy, para poder empezar el camino hacia el futuro. 

Realmente no importa de quién fue inicialmente el poder, importa mucho más lograr el equilibrio.


Esbozo de algunas serpientes





En su ensayo El otro sexo José Vidal nos describe que allá por su florecimiento el teatro inglés hizo del travestismo una necesidad, porque por esos días a las mujeres no les estaba permitido trabajar en los elencos, con lo cual, el oficio se restringía únicamente a los varones, quienes debían encarnar todos los roles. Lo mismo pasaba en otros países europeos en los que a la mujer, recluida siempre en el hogar, no se le permitía participar de la vida pública y las actividades sociales. 

Fue recién cerca de 1629 que comenzó a incluirse actrices en los escenarios. Parece absurdo el hecho de que se aceptara el personaje femenino pero no a la mujer misma, pero esta restricción, presente en todos los ámbitos de la vida, obedecía a la creencia de que una maldición pesaba sobre la mujer, situación que se extiende a lo largo de la historia y llega hasta nuestros tiempos. En definitiva, otra creencia absurda que se ha normalizado, como tantas.

Sin embargo, esta superstición parece haber estado inicialmente más fundada en el temor que en la crueldad. El miedo se basó siempre en la creencia, por cierto muy extendida en el mundo, de que las mujeres somos vehículo propicio para todo tipo de demonios

Tanto la Eva del Génesis como la legendaria Lilith de las leyendas mesopotámicas muestran con claridad la concepción judeocristiana, ya que pintan a la mujer como una conspiradora y aliada del diablo, encontramos esto en muchas otras tradiciones y cultos. No es caprichoso que la mirada de la hermosa y terrorífica Medusa petrifique, que su sangre porte la ambigüedad farmacológica del veneno que cura, que la serpientes estén ubicadas justamente en su cabeza.

El horror que esta idea provoca sienta la bases para toda crueldad y para las infinitas formas de control, persecución y supresión de las libertades femeninas que hemos encontrado a lo largo del tiempo, en todas partes del mundo. 

Desde la noche de los tiempos, la feminidad estuvo asociada a los instintos, a la oscuridad, a la sexualidad ignota. En definitiva, a lo no dicho, eso capaz de introducirnos en el misterio; y si de simbología del diablo hablamos, hablaremos también de serpientes. Sería imposible que el arte fuera ajeno a todo esto ya que, como podemos intuir, sus motivos difícilmente sean caprichosos. 

Por esas cosas de la extraña lógica masculina, en 1862 el escritor francés Gustave Flaubert dejó atrás el tema de Madame Bovary que lo tenía atormentado y comenzó a trazar los lineamientos de una historia compleja de sangre y acción, una novela histórica a la que decidió llamar por el nombre de su heroína y protagonistaSalammbó, encarnación de la Astarté fenicia.


...
Cuando ella apareció palidecieron todas las antorchas. Entre los diamantes de su collar resplandecía la piel de su pecho en los sitios que lo llevaba desnudo; dejaba, al pasar, como el olor de un templo, y de su ser emanaba algo que era más suave que el vino, más terrible que la muerte.
...

Y entonces Salammbó se configuró de forma inmediata en la sociedad francesa de mediados de siglo XIX como un ejemplo paradigmático de la fuerza femenina, destructora y sanadora, la oscura convergencia de Eros y Thánatos que subyace en todas las pasiones humanas.

Los críticos dicen que los grandes poetas mantienen un tono vital a lo largo de toda su obra, también a lo largo del tiempo. Alcanza con que un demonio guíe sus pasos para que corran seducidos detrás de él sin poder alcanzarlo jamás. De eso se trata la poesía, de eso se trata la literatura.

Feminidad sagrada, o simple combinación de mujeres hermosas, lo cierto es que Flaubert y muchos otros escribieron sobre ello. Tal vez por el arte mismo, tal vez como una manera de conjurar el temor reverencial al misterio de la feminidad o simplemente por el gusto de escandalizar a todo burgués amodorrado en la comodidad de su esposa y su sillón favorito.

Consagrada hechicera, heredera de Lilith, de la mítica Eva, de la poderosa reina Cleopatra y de las pitonisas de Delfos, Salammbó también desarrollará una relación empática con una primorosa serpiente de anillos negros atigrados:

...
Salammbó la enroscó en su cintura, bajo sus brazos, entre sus rodillas; entonces, tomándola por las mandíbulas acercó la pequeña cabeza triangular al borde de sus dientes y, con ojos entrecerrados, se inclinó bajo los rayos de luna. La blanca luz parecía envolverla en una niebla de plata, la huella de sus pasos húmedos brillaba en las losas, las estrellas palpitaban en la profundidad del agua. La serpiente apretó a su alrededor sus anillos jaspeados con parches negros y dorados. Salammbó jadeaba bajo este peso, demasiado para ella, su espalda se inclinó, se sintió morir; la serpiente daba unos golpecitos amables en uno de sus muslos con la punta de la cola. Entonces, cuando terminó la música, se dejó caer.
...
Gustave Flaubert

Quizá los egipcios no estuvieron tan errados en sus apreciaciones y la asociación mujer-serpiente no sea completamente caprichosa. Después de todo, hay algo cierto en pensar que estamos aquí para romper el orden cósmico. 

Esbozo de una serpiente (fragmento)
(Paul Válery)

Sorprendí a Eva cierto día

en el alba del pensamiento.
Paul Valéry

Su boca entreabierta bebía
polen de ideas en el viento.
Se ofrecía perfecta y pura
la desnudez de su cintura
al hombre, al Sol, como un trofeo,
y su alma recién creada
vacilaba desorientada
en los umbrales del deseo.

¡Al verte por primera vez

cómo admiré tu forma nueva!
¡Qué plenitud de placidez
de toda ti fluía, Eva!
Todo hacia ti se convertía,
toda alma se enternecía
al aire suave de tus suspiros.
¡Hasta yo misma me enternecí!
¡Sentimiento indigno de mí,
la engendradora de vampiros!

Paul Válery (1871-1945) Del libro El cementerio marino


Ciclo




Aceptar lo femenino es dejarse arrastrar por lo femenino, romper con toda ferocidad interior para que  desaparezca la angustia. Dominar el temor, aceptar la oscuridad como la acepta el camino. Mirar dentro de ella. Hay un saber del cuerpo que es inasible, pero está ahí, en el misterio, esa sustancia infinita de la que también está hecho el poema. Confiar en los impulsos, siempre extraños e indomables, dejarse capturar por ellos, sin saber de antemano qué vendrá. Aceptar la eficacia parcial del pensamiento y la razón, admitir que no siempre tienen capacidad de mando. Abrir el espacio para la improvisación intrínseca del juego. Ser muchos otros en uno mismo.


Ciclo
(Catpower)

Llevo años abrazada a la idea del silencio
a la soledad de una ciudad abarrotada.
Estos días he alargado la mano para que la música sonase más alta
y entre medias, el viento zarandeaba las hojas de los árboles
su vaivén me recordaba el sonido de un cuerpo
sobre otro cuerpo
el desenlace de un orgasmo.

Pero la ausencia se deshace
la hoja toca el suelo cerrando su ciclo inevitable.
Tendría que ser así un cuerpo descompuesto,
dejarse estrechar por la tierra,
sucumbir a no ser más que un espectro.

La vida nace desde lo lejos y lucha para que la mire
buscando despertar la duda,
haciendo de sirena junto al marinero
qué tienes tras de ti que no sea veneno
una vela al final del camino
                                               -quizás-
mueves tu cuerpo que parece ir hacia atrás
y mientras te disipas sin llegar a alzar vuelo
la luz se hace mas tenue
menos luz
y el camino se rinde a la oscuridad.

Catpower

enlace al poema recitado 

Vínculo a su blog

Creación, goce y un poema

luna negra
Venus 
madre de mis sombras
engendradora de vampiros 
reina de la noche
danos la paz



Hay un sitio extraño, al margen de las palabras, pero no sin ellas, que resulta ser el Otro, tanto para la mujer como para el varón, y que podemos llamar la Mujer, con mayúscula. La Mujer deviene el Otro sexo, como un espacio, una dimensión distinta, en donde habita un goce diferente al del hombre. El goce de la Mujer es lo imposible, imposible en el sentido de lo que no termina de hacer registro, que no se inscribe en el discurso común y que sin embargo, resulta determinante para la conducta, el pensamiento y los afectos. Este lugar, el de la Mujer, indica un vacío, es por eso que es difícil representarlo.
José Vidal

El goce femenino es capaz de conducirnos a la aniquilación. Va sin rumbo establecido, por territorios misteriosos, asociado al secreto, a lo sagrado, existe en el ámbito de la intuición pura, no está localizado, no tiene amarras. Es una entidad compleja, desordenada, que habita en nosotros con su poder devastador. 

La psicología a esto aporta que existe la certeza del peligro. El goce no es una inocencia, hay la intuición de que al pasar los límites de la sujeción y el control algo terrible se libera, y son enormes las precauciones, las prohibiciones y prescripciones destinadas a ponerle freno, a limitarlo, a defenderse de su influjo y a impedir su emergencia, con la convicción de que su desencadenamiento no conduce más que a la perdición.

Aunque es cierto que el franqueamiento de los diques que contienen el goce puede atravesarse en forma voluntaria o accidental, las pasiones (al igual que la mujer) todavía guardan un borde común con aquello que es preciso dominar, doblegar, reducir, en fin, educar, por lo menos según el discurso dominante, es decir, falocéntrico.

La religión cristiana, al contrario del budismo y de otras religiones orientales, intentó fundar un mundo libre de contradicciones, integrado en un todo. Es lo que Lacan describe como la lógica del todo, fundada en el padre. Pero, afortunadamente, más allá del padre, resta este territorio todavía inexplorado.

Ahí está, fuera de toda transparencia. Aunque no sea transitado de la misma forma por todos los individuos de la especie.

Así, aunque en este tema las mujeres guardamos silencio, son inabarcables los mundos, las experiencias y formas de vida que se abren paso, y que construimos a partir de este principio aniquilador, con el único propósito de intentar contener el descarrilamiento. En definitiva, con el propósito de evitar que nos engulla.

No perdamos de vista que el goce solo es posible porque tenemos cuerpo, de hecho ocurre en esa dimensión. También la fantasía, el deseo, el ideal, intervienen, pero el soporte, la sede y el lugar del goce, es el cuerpo. Y la relación con el cuerpo es casi siempre complicada.

Según la psicología, la anorexia, la obesidad mórbida, la locura en todas sus formas, la prostitución, el alcoholismo, el asesinato, la drogadicción y toda forma de destrucción física, son algunos de los nombres que toma este territorio prohibido que va más allá de las fronteras. Lacan, por ejemplo, daba cuenta de esta situación afirmando que el goce femenino no regulado indefectiblemente devolverá estrago y devastación.

Sin embargo, hay otro camino posible. Porque si bien temida, la existencia intuida de ese más allá, que se hace palpable en la contingencia y en lo incalculable, genera a su vez infinitas posibilidades de las que el arte se ha servido y de las que aún podemos esperar formas inéditas.

Todo buen análisis aspira a poner en evidencia el goce femenino. Con su método de llevar al sujeto más allá de los significantes del padre, es ejemplo de ese avance hacia los confines de la ley, es la búsqueda de una manera de hacer con el goce formas que no desemboquen en la aniquilación sino que, por el contrario, abran todas las dimensiones posibles y las dejen al servicio del propio sujeto. 

Miller dice que algunas mujeres dan testimonio constante de ser no-todas, que en muchos lugares encontramos indicios de que existen esas fuerzas, pero que no siempre son negativas, sino que resultan facilitadoras de una libertad y de una creación también ilimitadas.

Hay un sitio extraño, puede intuirse en el palpitar en la garganta ante la proximidad de otro cuerpo, en el temblor de la piel durante el nado nocturno, en la humedad de la mirada al contemplar el ocaso, un sitio imposible de describir.

y a veces se convierte en poesía.

un poema de La ronda del hambre
(Emilia Pequeño Roessler)

sinuosos los caminos
por los que es arrastrado en el deseo
de sus labios
solo oscuridad
una sonrisa más siniestra que la piedad de Dios
entre todas las palabras que no dijo
estaba la palabra amor
contenida entre los dientes
solo para mí
la soberana del amurallado de su voluntad
la que habita su hambre
como una leona amarrada

él es un hombre que se viste de silencio
aspira sobre mi ombligo
la decadencia de su matonaje
la sombra de todos mis contornos en interminables rayas
blancas fulgurantes
y se va

dejándome sedienta de sus manos
las caderas como manillas claveteadas
este miedo es solo parte del delirio de su amor
en un beso doloroso
saluda cada esquina de mi pellejo curtido
jalándose
mi vida con su boca

dime padre me decía
pero mi lengua no sabía qué era eso
desconocía todas las palabras
que se me iban descubriendo en ese instante
como torrentes bajando por sus garras sucias
perdóname
yo gritaba
perdóname
yo gemía
entre arañazos salvajes
había un mar de besos muertos
boca abajo
dime padre
me decías


Emilia P. Roessler (Santiago de Chile, 1997). Del poemario: La ronda del hambre.

Mares


Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo.

Jorge Luis Borges. Sobre la ceguera.

Quizá la vida no se trate de cambiar de rumbo, quizá se trate más bien de caminar de otra manera, después de todo es la lucidez lo que no nos deja permanecer demasiado tiempo en la inocencia. Seguramente no tener a dónde ir resignificará el viaje, solo así será posible consentir este mareo, este viraje constante en la perspectiva de las cosas. 

Mares
Gabriela Yocco

No soy Odiseo. No regreso a Ítaca. Miro la espesura del mar sin esperanzas, sin prisa.

En la fábula que yo he creado, alguien me espera en alguna orilla ciertamente lejana. Un fantasma de hielo y ceniza que cambia a mi antojo. Alrededor de mí recogen sogas, esparcen sebo, cruje la madera.

Pero sé que no regreso a isla alguna, que carezco de patria. Que jamás partí de ninguna costa y que nadie hablará de mis hazañas.

Me inclina a veces la decisión del viento. Giro, varea mi vela, acuden sirenas temblorosas sin canto. Conocer los viejos ensalmos es a veces útil cuando arrecian de tal modo las olas.

No soy Odiseo, mas he estado en el Hades y he regresado. Guardo de recuerdo estas marcas de fuego que me acompañarán hasta que el fuego también me devore. Y un sabor a azufre que nunca cede.

Hoy la mirada se licua. Hoy me pesa no regresar ni tener dónde. Pero cada ser lleva el destino escrito en esa implacable telaraña en la palma de las manos.

Entonces perfecciono este simulacro, ajusto la túnica que me aplana los pechos y les grito a los marinos.

Hoy la farsa debe ser casi perfecta.

Se me juegan en ella todos los naufragios y el azote sin piedad de Poseidón.

Mares. Gabriela Yocco

La pedagogía de la masculinidad



Sobre observarse a sí mismo

El hombre posee defensas muy buenas contra sí mismo, contra los espionajes y asedios por parte de sí, y normalmente no capta de sí mismo más que las obras externas. La verdadera fortaleza le resulta inaccesible, incluso invisible, a menos que los amigos y enemigos no actúen como unos traidores y consigan que entre en ella por un pasadizo secreto.


Frederick Nietzsche
Humano demasiado humano (491)
en el blog de Elevi Maublanch
(http://elevimaublanch.blogspot.com/)


Y el que esté libre de cobardías, ya saben, que arroje la primera piedra. 
La antropóloga argentina Rita Segato escribió un libro que se llama La guerra contra las mujeres, donde nos propone poner la violencia contra las mujeres como eje central para entender el presente. Allí desmenuzó el concepto de pedagogía de la masculinidad:

...mientras no causemos una grieta definitiva en el cristal duro que ha estabilizado desde el principio de los tiempos la prehistoria patriarcal de la humanidad, ningún cambio relevante en la estructura de la sociedad será posible. Siempre, la "pedagogía masculina" y su "mandato" se transforman en una pedagogía de la crueldad. Porque el pacto y el mandato de masculinidad, si no legitima, definitivamente ampara y encubre todas las formas de dominación y abuso contra las mujeres...

Es que para lograr cualquier cambio primero será necesario aceptar que toda relación de un hombre con una mujer será una conquista y, como toda conquista, será violadora y expropiante: la relación hombre-mujer no es una relación igualitaria, por lo menos al principio; así, en cada relación, más allá de la índole, por supuesto, las mujeres tendremos que hacernos del espacio propio y el respeto, merecerlos, luchar por ellos como si no fueran derechos, porque el machismo se ha impuesto en el sentido común. 

Es algo difícil de aceptar, es cierto, ya que tenemos la costumbre de ser blandos al juzgarnos, queremos creernos progres, pensarnos buenos y tolerantes, pero eso también es una máscara, y en esta regla general de la humanidad, los hombres no son la excepción. 

La antropología y la psicología social aseguran que el machismo sigue grabado en el sentido común. Desde las maniobras sutiles y las estrategias imperceptibles de ejercicio del poder en lo cotidiano, hábiles manipulaciones con las que intentan imponer sus razones, deseos o intereses, de uso reiterado aun en varones considerados“normales”, es decir, aquellos que desde el discurso social no podrían ser llamados violentos, abusadores o especialmente controladores o machistas, hasta los femicidios masivos perpetrados ya no como daño colateral de la guerra sino como eje principal de la misma.

Como en los tiempos que corren el machismo tiene ya muy mala prensa, los más negadores esgrimen argumentos (temibles) a su favor; cosas tales como "si fuera machista no lavaría los platos, no cocinaría o no lavaría la ropa" están en boca de la mayoría de los hombres, discurso de una autocomplacencia pocas veces vista. 

Todos entendemos que es un tiempo de persecución y condena bastante incómodo; quizá por eso los más sagaces deciden intentar ser parte; escuchan, logran reproducir los argumentos feministas con bastante precisión, aunque después los borren con las acciones. Eliminar los espacios de intimidad con la mujer, no tener tiempo para hablar y eludir temas personales de relevancia son acciones normalizadoras, formas de intento de control de las reglas de una relación a través de la distancia, para lograr que la mujer se acomode a sus deseos.

Estas actitudes son las que generan en la psicología analítica y en activistas feministas de la talla de Rita Segato, sino una absoluta certeza de falsedad, por lo menos una seria sospecha. Así, el feminismo masculino (valga el oxímoron) sigue siendo una utopía y suele presentarse como una más de las máscaras del machismo, la peor de ellas.

Cuando le preguntaron a Rita Segato qué debería hacerse para detener esta guerra entre los géneros, ella respondió que la única solución sería desmontar el mandato de la masculinidad, con la colaboración de los hombres, porque es la pedagogía de la masculinidad lo que hace posible esta guerra y sin una paz de género no podrá haber paz de ninguna índole. 

Y no habrá paz mientras todo lo que digan sea borrado con actitudes normalizadoras sobre el cuerpo femenino; acciones que difícilmente se hablan, porque forman parte del código interno de cada relación, un lenguaje intersticial y cobarde, que se impone con una indiferencia demoledora, porque la cobardía nunca habla claro y directo

Siempre me pregunto por qué no logramos hablar con los hombres de la misma manera que hablamos con nuestras amigas, por qué no intentamos juntos ese nuevo lenguaje necesario, un lenguaje que debería estar basado en la cortesía resultante del reconocimiento del otro como legítimo otro. 

¿Por qué cuando decimos algo que les disgusta optan por retraerse, mirarnos de reojo, atacarnos o simplemente se alejan? 

Porque, como advirtiera Virginia Woolf en su ensayo, hay una cólera, un rencor subterráneo: en la vida real no nos consideran un otro legítimo, un otro que opina y siente, capaz de discutir de igual a igual.

Todos entendemos que la modernidad es una gran máquina de producir anomalías en la comunicación, pero ¿porqué esa supremacía? ¿por qué hace generaciones y generaciones que se repiten en ellos los mismos mecanismos de regulación y control? 

Segato asegura que es porque desde el colonialismo, hay en toda nuestra estructura relacional, una pedagogía de la crueldad que fue imponiéndose a sí misma a la vez que fue imponiendo otra estructura: la psicopática, dueña de una pulsión que no es vincular sino instrumental, que llama cosa a la naturaleza, al cuerpo y a las personas. Así, en este tipo de comunicación los mensajes, aunque sean mudos, se vuelven inteligibles solamente para quien se adentró previamente en el código: elegirnos una falda, destruir los espacios de intimidad, ignorar un mensaje u optar por el silencio como método de control.

La sociología nos dice que la historia de las mujeres, sin embargo, no es así; ha puesto su acento en el arraigo y en las relaciones de cercanía. Según Luciano Lutereau, los varones siempre son endogámicos, la exogamia sólo es femenina.  Por eso Segato nos invita en su libro a recuperar ese estilo femenino de hacer política en el espacio vincular, de contacto corporal estrecho, menos protocolar, arrinconado y abandonado cuando se impone el imperio de la esfera pública:

Lo de las mujeres se trata definitivamente de otra manera de hacer política, una política de los vínculos, una "gestión vincular", de cercanías, y no de distancias protocolares y de abstracción burocrática.

porque toda cercanía física implica un movimiento, y es un llamado a regresar al cuerpo; en cambio, la neurosis masculina por el control es todo lo contrario. La pedagogía masculina es, en definitiva, un coto al cuerpo, al movimiento, a la acción de las mujeres. 

¿y por qué en una relación, sea o no de amor, soportamos las normas o el ajuste que nos hacen? 

Porque no es cierto que estas relaciones se construyan de a dos, los hombres han moldeado desde el principio, a gusto y según lo dicta su propio deseo, las normas vigentes. Ellos son los normalizadores, nos quieren decir qué sentir y cómo sentir.

¿por qué soportamos, entonces, sin hablar, ese morbo, esa violencia que contiene la puesta "en orden" de lo que sentimos? 

No hablamos por miedo. Miedo al silencio, miedo porque no nos estaba permitido hablar, y porque la falta se castigaba con más silencio, aún más silencio. Así que aceptamos los límites, sin más.

Y aún así, tarde o temprano, aunque hiciéramos todo bien, nuestras relaciones llegaron al abuso. 

Mientras el feminismo poco a poco logra colocar su bandera en cada parte de la esfera pública social, en la captura privada de nuestras relaciones sigue cometiéndose el mismo atropello, la misma desvalorización sistemática y muda contra nosotras. 

Por eso es necesario reconocer la herida por la cual cada una de nosotras decidió acercarse al feminismo.

La psicología dice que los hombres niegan, pero que de tantas balas, alguna que otra logra entrar y es entonces cuando, aunque nieguen, reflexionan y cambian. Ahora, lo que nosotras tenemos que cambiar con urgencia es esa vocación ancestral, siempre quemante en las entrañas, de estar al servicio de los tiempos, las normas y el amor de los hombres.


La mujer invisible



—Madre, soy transparente.

—No. Hay quienes toman de los otros lo que necesitan, cuando lo necesitan y se van. Es muy poco lo que hace que podamos vernos los unos a los otros.