Vendrá la muerte


Vendrá la muerte y tendrá tus ojos,
el vino triste tendrá tus ojos,
la traición también tendrá tus ojos rojos,
el fin de la fantasía tendrá tus ojos.

(Andrés Calamaro)


Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.
(Edgar Allan Poe)


La verdad es que con la tecnología médica CRISPR cas9, probada recientemente por los investigadores genéticos de la ciudad de Filadelfia, la muerte como concepto parecería estar cada vez más lejos. Somos capaces de identificar, aislar y extraer el genoma del HIV de las células humanas infectadas, lo que es decir que ya podemos pensar en editar un ADN enfermo y reescribirlo. 

Diseñar cuerpos con huesos más resistentes, por ejemplo, curar la osteogénesis imperfecta, la poliquistosis sistémica, el cáncer, o la esclerosis múltiple puede parecer una verdadera utopía, sin embargo, es un hecho próximo, concreto, además de estar cercano en el tiempo.

Y eso tal vez sea lo más cerca que estaremos de la inmortalidad.

Hace doscientos cincuenta años, los integrantes del movimiento romántico sostuvieron que a ellos la muerte venía a salvarlos, a rescatarlos de una vida de mierda. No es absurdo pensar que si se vive de tormento en tormento, enfermo, triste, sin amante, sin dinero y sin Netflix, será factible desear la muerte. 

Sin embargo, parece que no era tan grave. Más que desear la muerte -que dicho sea de paso nada tiene de romántica- estos escritores solo coqueteaban con su idea, los excitaba ese aura dolorosa y siniestra, sus consecuencias, esa atmósfera sofocante de la tumba. 

El arte es un recurso, como una manera de conjurar el miedo que la muerte provoca; pero además, quizás para escapar de la linealidad de la vida cotidiana, muchos se tomaron el trabajo de pensar cómo sería vivir después de la muerte. 

Fantasmas, vampiros, resucitados, almas en pena. Esta literatura ocurrió principalmente entre el final de la religión y el inicio del psicoanálisis.

Así, la mayoría de los escritores ha ignorado el aspecto biológico de la muerte para directamente imaginar como serían las cosas para los recién salidos de la tumba. Aquí no podré resistir la tentación de hablar de los buenos mozos de los vampiros de Anne Rice, cuyas enemistades y trifulcas tenían mucho más que ver con las aventuras de un grupo de burgueses bipolares, caprichosos, enamoradizos, de conversación entretenida e intelecto más bien elevado, más con discusiones filosóficas existenciales que con la roída realidad de las catacumbas en los cementerios hediondos de París, lugares que, por cierto, les causaba a todos ellos un terror descomunal.

Por eso, los vampiros de Rice no se acercaban nunca a la muerte. Ni por joda. Siempre que podían huían hacia la luz, hacia los cuerpos cálidos y blandos, hacia el amor. Durante noches eternas, estos héroes byronianos, al tiempo que divagaban acaloradamente sobre Caravaggio y Baudelaire, deseaban la compañía humana más que cualquier otra cosa en el mundo, aunque eso les causara algunos problemas. Buscaban paz para sus almitas atormentadas, pero lo hacían en los bares atestados, en las ciudades más cosmopolitas. 

Y no es cierto que lo de Rice fuera solo entretenimiento barato para adolescentes aburridos. Patrañas de lector superficial. 

Los personajes de Anne Rice son la definición moderna de la metáfora que siempre ha representado el vampiro. Aristócratas perfumados, asesinos despiadados o andrajosos odiadores seriales, los vampiros simbolizan lo extraño, lo anormal, lo diferente, lo salvaje, antisocial y desterrado que se esconde muy dentro de cada uno de nosotros; sus mentes inmortales encarnan las posibilidades de la transformación humana, sus almas de la deformidad. 

Rice humanizó a esos monstruos, los americanizó y les dio una nueva vida lejos de la Europa natal. Así logró dotarlos de una mitología propia, nunca tan poderosa como la de los padres de la literatura gótica, pero con todos esos elementos reescribió su historia. No es extraño que, frente a la linealidad de la vida moderna, la literatura gótica tenga todavía tantos adeptos en el mundo. 

Es que para los románticos lo romántico no es la muerte biológica, sino el acto de imaginar cómo sería.

Todos queremos saber qué hay más allá. Así que es válido querer meter la nariz en esa lectura apasionante, leer a estos románticos sin remedio. Como es el caso de Poe, por ejemplo.

Edgar Allan Poe escribió mucho sobre la muerte. Quizá más de lo que hubiéramos deseado, considerando las posibilidades de su intelecto. Sus mujeres eran bellas y virtuosas, criaturas excelsas, dóciles, amorosas, pero todas terminaron prolijamente muertas; en general, languidecían con inexplicable lentitud, aquejadas por alguna enfermedad misteriosa y brutal.

No conforme con eso, una vez fallecidas, Poe las hacía resucitar con su pluma soberbia, tal vez para degustar el placer de volver a matarlas, tal vez para conjurar en la escritura cada vez que pudiera la muerte de todas las mujeres que había amado, su esposa, su madre, su madre adoptiva. 

En estos términos, no es un hecho aislado que Poe estuviera obsesionado con la muerte. A Poe, la muerte, le ganaba siempre. Pero más allá de eso ¿a quién puede importarle que la escritura sea un ejercicio de catarsis o de ficción pura si de cualquier manera existe el placer estético?

Para el lector esa sigue siendo una cuestión secundaria. Dolor mediante o no, este dantesco personaje nacido en Boston en 1809 manejó el asunto de la muerte como ningún otro hasta ahora.

Así, literalmente, en una de su ficciones, un relato llamado La máscara de la muerte roja, se adelantó nada menos que 134 años al inicio del Ébola, un virus hemorrágico-hemolítico, agudo, mortífero, implacable, que normalmente alcanza una letalidad del noventa por ciento. Se documentó por primera vez en el año 1976, en la República Democrática del Congo, entre las zonas de Zaire y Sudán en forma simultánea, y aun hoy no existe tratamiento específico, ni cura ni vacuna.

...
Desde hacía tiempo la Muerte Roja devastaba la comarca. Ninguna pestilencia había sido tan fatal ni tan abominable. Su encarnadura era la sangre: el rojo y el horror de la sangre. Se sufrían dolores agudos, mareos repentinos y un desangramiento profuso por los poros, hasta dar con la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo de una víctima, y particularmente sobre su rostro, eran los sellos que la segregaban de toda ayuda y de la piedad de sus congéneres.
...

Tal vez inspirado por la epidemia de peste bubónica que asoló Europa a partir del año 1328, tal vez dominado por un profundo sentimiento de odio hacia la burguesía indiferente de su propio tiempo, tal vez porque simplemente se le ocurrió, Poe escribió este relato en 1842.

Si el relato tiene realmente moraleja o no, no lo sé. Tendientes como somos a buscarle un sentido a todo, puede pensarse que la historia es una alegoría sobre los inútiles intentos del hombre -ese que todo lo puede y al final no puede nada- para manejar la muerte, incluida la literatura, incluida la manipulación de su propio genomaLa muerte siempre llega de una u otra manera, y tiene una moral que le es propia.

Para recrear las ideas de Poe, diremos que la muerte ya está instalada entre nosotros. Sigilosa y callada nos observa. Nadie ha logrado hasta aquí ponerle una verdadera mano encima, nadie ha podido detenerla, continúa su camino sin obstáculos, entra, a pesar de todos los cuidados y precauciones que tomemos. Negarla solo resta emoción a nuestras vidas.



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