Vendrá la muerte


Vendrá la muerte y tendrá tus ojos,
el vino triste tendrá tus ojos,
la traición también tendrá tus ojos rojos,
el fin de la fantasía tendrá tus ojos.

(Andrés Calamaro)


Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.
(Edgar Allan Poe)


La verdad es que con la tecnología médica CRISPR cas9, probada recientemente por los investigadores genéticos de la ciudad de Filadelfia, la muerte como concepto parecería estar cada vez más lejos. Somos capaces de identificar, aislar y extraer el genoma del HIV de las células humanas infectadas, lo que es decir que ya podemos pensar en editar un ADN enfermo y reescribirlo. 

Diseñar cuerpos con huesos más resistentes, por ejemplo, curar la osteogénesis imperfecta, la poliquistosis sistémica, el cáncer, o la esclerosis múltiple puede parecer una verdadera utopía, sin embargo, es un hecho próximo, concreto, además de estar cercano en el tiempo.

Y eso tal vez sea lo más cerca que estaremos de la inmortalidad.

Hace doscientos cincuenta años, los integrantes del movimiento romántico sostuvieron que a ellos la muerte venía a salvarlos, a rescatarlos de una vida de mierda. No es absurdo pensar que si se vive de tormento en tormento, enfermo, triste, sin amante, sin dinero y sin Netflix, será factible desear la muerte. 

Sin embargo, parece que no era tan grave. Más que desear la muerte -que dicho sea de paso nada tiene de romántica- estos escritores solo coqueteaban con su idea, los excitaba ese aura dolorosa y siniestra, sus consecuencias, esa atmósfera sofocante de la tumba. 

El arte es un recurso, como una manera de conjurar el miedo que la muerte provoca; pero además, quizás para escapar de la linealidad de la vida cotidiana, muchos se tomaron el trabajo de pensar cómo sería vivir después de la muerte. 

Fantasmas, vampiros, resucitados, almas en pena. Esta literatura ocurrió principalmente entre el final de la religión y el inicio del psicoanálisis.

Así, la mayoría de los escritores ha ignorado el aspecto biológico de la muerte para directamente imaginar como serían las cosas para los recién salidos de la tumba. Aquí no podré resistir la tentación de hablar de los buenos mozos de los vampiros de Anne Rice, cuyas enemistades y trifulcas tenían mucho más que ver con las aventuras de un grupo de burgueses bipolares, caprichosos, enamoradizos, de conversación entretenida e intelecto más bien elevado, más con discusiones filosóficas existenciales que con la roída realidad de las catacumbas en los cementerios hediondos de París, lugares que, por cierto, les causaba a todos ellos un terror descomunal.

Por eso, los vampiros de Rice no se acercaban nunca a la muerte. Ni por joda. Siempre que podían huían hacia la luz, hacia los cuerpos cálidos y blandos, hacia el amor. Durante noches eternas, estos héroes byronianos, al tiempo que divagaban acaloradamente sobre Caravaggio y Baudelaire, deseaban la compañía humana más que cualquier otra cosa en el mundo, aunque eso les causara algunos problemas. Buscaban paz para sus almitas atormentadas, pero lo hacían en los bares atestados, en las ciudades más cosmopolitas. 

Y no es cierto que lo de Rice fuera solo entretenimiento barato para adolescentes aburridos. Patrañas de lector superficial. 

Los personajes de Anne Rice son la definición moderna de la metáfora que siempre ha representado el vampiro. Aristócratas perfumados, asesinos despiadados o andrajosos odiadores seriales, los vampiros simbolizan lo extraño, lo anormal, lo diferente, lo salvaje, antisocial y desterrado que se esconde muy dentro de cada uno de nosotros; sus mentes inmortales encarnan las posibilidades de la transformación humana, sus almas de la deformidad. 

Rice humanizó a esos monstruos, los americanizó y les dio una nueva vida lejos de la Europa natal. Así logró dotarlos de una mitología propia, nunca tan poderosa como la de los padres de la literatura gótica, pero con todos esos elementos reescribió su historia. No es extraño que, frente a la linealidad de la vida moderna, la literatura gótica tenga todavía tantos adeptos en el mundo. 

Es que para los románticos lo romántico no es la muerte biológica, sino el acto de imaginar cómo sería.

Todos queremos saber qué hay más allá. Así que es válido querer meter la nariz en esa lectura apasionante, leer a estos románticos sin remedio. Como es el caso de Poe, por ejemplo.

Edgar Allan Poe escribió mucho sobre la muerte. Quizá más de lo que hubiéramos deseado, considerando las posibilidades de su intelecto. Sus mujeres eran bellas y virtuosas, criaturas excelsas, dóciles, amorosas, pero todas terminaron prolijamente muertas; en general, languidecían con inexplicable lentitud, aquejadas por alguna enfermedad misteriosa y brutal.

No conforme con eso, una vez fallecidas, Poe las hacía resucitar con su pluma soberbia, tal vez para degustar el placer de volver a matarlas, tal vez para conjurar en la escritura cada vez que pudiera la muerte de todas las mujeres que había amado, su esposa, su madre, su madre adoptiva. 

En estos términos, no es un hecho aislado que Poe estuviera obsesionado con la muerte. A Poe, la muerte, le ganaba siempre. Pero más allá de eso ¿a quién puede importarle que la escritura sea un ejercicio de catarsis o de ficción pura si de cualquier manera existe el placer estético?

Para el lector esa sigue siendo una cuestión secundaria. Dolor mediante o no, este dantesco personaje nacido en Boston en 1809 manejó el asunto de la muerte como ningún otro hasta ahora.

Así, literalmente, en una de su ficciones, un relato llamado La máscara de la muerte roja, se adelantó nada menos que 134 años al inicio del Ébola, un virus hemorrágico-hemolítico, agudo, mortífero, implacable, que normalmente alcanza una letalidad del noventa por ciento. Se documentó por primera vez en el año 1976, en la República Democrática del Congo, entre las zonas de Zaire y Sudán en forma simultánea, y aun hoy no existe tratamiento específico, ni cura ni vacuna.

...
Desde hacía tiempo la Muerte Roja devastaba la comarca. Ninguna pestilencia había sido tan fatal ni tan abominable. Su encarnadura era la sangre: el rojo y el horror de la sangre. Se sufrían dolores agudos, mareos repentinos y un desangramiento profuso por los poros, hasta dar con la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo de una víctima, y particularmente sobre su rostro, eran los sellos que la segregaban de toda ayuda y de la piedad de sus congéneres.
...

Tal vez inspirado por la epidemia de peste bubónica que asoló Europa a partir del año 1328, tal vez dominado por un profundo sentimiento de odio hacia la burguesía indiferente de su propio tiempo, tal vez porque simplemente se le ocurrió, Poe escribió este relato en 1842.

Si el relato tiene realmente moraleja o no, no lo sé. Tendientes como somos a buscarle un sentido a todo, puede pensarse que la historia es una alegoría sobre los inútiles intentos del hombre -ese que todo lo puede y al final no puede nada- para manejar la muerte, incluida la literatura, incluida la manipulación de su propio genomaLa muerte siempre llega de una u otra manera, y tiene una moral que le es propia.

Para recrear las ideas de Poe, diremos que la muerte ya está instalada entre nosotros. Sigilosa y callada nos observa. Nadie ha logrado hasta aquí ponerle una verdadera mano encima, nadie ha podido detenerla, continúa su camino sin obstáculos, entra, a pesar de todos los cuidados y precauciones que tomemos. Negarla solo resta emoción a nuestras vidas.



Los sitios imposibles


Lutereau y Esborraz piensan juntos, se confabulan, escriben con mordaz empirismo acerca de la intelectualización, un padecimiento de estos tiempos, y uno de los males característicos de esta, nuestra Sociedad de la transparencia. Porque todo aquello que se despoje de su singularidad se volverá transparente; por eso la tan anhelada transparencia no hará más que contribuir al infierno de lo igual. 

Todo lo que haga sombra será borrado.

La intelectualización es un concepto psicoanalítico que se refiere al desarrollo y utilización de mecanismos de defensa; allí el sujeto usará su razonamiento para evitar la confrontación con un conflicto inconsciente y va a bloquear de este modo el estrés emocional asociado que podría provocarle dejar fluir la cosa. 

Según las palabras de la analista suiza Marie Louise von Franz, la ilusión delirante de que estamos en paz y que todos los conflictos están afuera de uno mismo se tiene que terminar, las cosas hay que mirarlas desde adentro, aceptar la angustia, la guerra, preguntarse sin mentirse, dejar la comodidad. Todavía no comprendemos muy bien lo que es el inconsciente, pero ya lo sofocamos con estrategias bien pulidas, con psicofármacos de todo tipo. 

Queremos gobernar el «mysterium» a como dé lugar.

Suena hasta lógico intentar evadir la tortura del fuego propio, porque cuando el flujo y la intensidad de los procesos psicológicos aumentan, uno se asa, se asa en lo que uno es. Según Von Franz, podría decirse que uno se cocina en sus propios jugos. Es estar vivo en la tumba. Y quedarse a ver qué pasa en vez de escapar es tan, pero tan incómodo. 

Arde mirarse en el espejo de la reina mala.

Mediante el uso excesivo de ideas, previamente conformadas y enlazadas, este sujeto moderno, el sujeto sujeto (a la norma, al lenguaje, a dios, a la metafísica de dios, al padre, al dinero, a las costumbres y/o mil etcéteras) eludirá los sentimientos difíciles de aceptar, evitará cocinarse en sus propios jugos.​ Eso implicará de algún modo apartarse de sí mismo, apartarse emocionalmente, hacerse el boludo.  

Pero, como siempre, habrá un precio que pagar.

La psicología apuesta sus fichas a que la intelectualización se reconoce porque suele apoyarse en la desmentida: quien habla desde esa verdad propia, autoinfligida, no quiere poner el cuerpo ni dejarse tocar por el conflicto, le alcanza con ese goce moral y repulsivo que es explicar cómo deben ser las cosas, como si fuésemos átomos, como si fuésemos planetas solitarios de una galaxia remota, porque las explicaciones además de ser barreras nos transforman en cosas. Esa es la piedrita en el zapato, ser «cosa».

Y ese es el giro actual de la intelectualización, resolver pensando, decidir qué está bien y qué está mal sin poner mucho el cuerpo o lo que es peor, poniéndolo para defenderse del deseo del otro. Esa intelectualización defensiva, sin embargo, es en realidad un obstáculo para vivir el conflicto, para dejarlo atrás.

Suena muy loco, lo sé, pero desde la psicología arengan diciendo que ser independiente no significa no depender, significa depender del Deseo, dejarnos atravesar por él, permitirle que nos una a-lo-que-sea. En definitiva: nos invitan gentilmente a estar a la altura.

En eso, la poesía, siempre un paso adelante.


El tiro del final

Hay un día en que las cosas son un hondo precipicio
conozco el rostro húmedo y las manos que nunca me abandonan
la noche que se abre
como un pueblo de alondras disperso en la tormenta.

Yo he escuchado a mi amor desde lejos en una lengua extraña
mientras la nostalgia murmuraba sus frases de curiosa hechicera
ella alargaba sus caricias en las ventanas del insomnio
como una huésped cuya mano asolaba el relámpago.
Porque ella no era el día
y tampoco era el ángel sediento de palabras
mi propia voz la nombra como a una desterrada
desabrigada madre, de pechos dulcemente vacíos.

Más allá de la noche donde se enciende la ternura
más allá de la calle donde el viento deshace la forma de los pasos
sé que hay un país nuevo, cansado de las sombras.
Una música fija
un tiempo de colores intensos como dioses desnudos.
Pero mi corazón sigue clavado para siempre en los sitios imposibles.

Elizabeth Azcona Cranwell (1933-2004)

Manual de perdedores radio


El sábado 21 de septiembre estuve de visita en Manual de perdedores, el programa de radio de Raúl Haurat & company. 




De ese memorable día dejo el linK :

                                                                      AQUÍ

La arrogancia masculina, esa invitación al silencio






Una mujer divertida y honesta es un antídoto indiscutible para el mansplaining. 

Como la abeja a la miel, fui a ver qué significaba esa palabra. 

Parece que el término mansplaining reúne las palabras man (hombre) y explaining (explicar), en alusión al acto en el que un hombre explica algo a una mujer. El término es atribuido a la escritora estadounidense Rebecca Solnit. Ella sostiene que un hombre que explica algo a una mujer lo hace siempre con cierta soberbia, tal vez una condescendencia mal disimulada, paternalmente, porque, con independencia de cuánto sepa sobre el tema, va a asumir que sabe más que ella. 

El concepto, sin embargo, alcanza su mayor expresión en aquellas situaciones específicas en las que un hombre sabe poco y se enfrenta a una mujer que es experta en un tema, algo que, para la arrogancia masculina, suele ser irrelevante. Solnit escribe que, incluso en ese caso, él tendrá siempre algo que explicar y eso es lo único que le importará.

Rebecca Solnit escribió un primer ensayo titulado Los hombres me explican cosas para contar esta situación, lo hizo en base a una experiencia personal. Es el ensayo inicial de su libro homónimo (Men explain things to me), que intenta un recorrido exhaustivo por las distintas formas de violencia que todavía hoy ejercen los hombres sobre las mujeres, desde el mansplaining, una forma particular de microviolencia, hasta la violación. 

El libro está conformado por nueve ensayos escritos entre 2008 y 2014. Allí, la autora se propone indagar la cuestión del poder y su relación con el género; desde la política, pasando por el arte, hasta su presencia invisible en la vida urbana y doméstica. 

Una vida doméstica que, según afirmara Rita Segato en varias de sus conferencias, nada tiene que ver con la domesticidad vincular que las mujeres poseemos naturalmente, sino más bien con una domesticidad impuesta que, coptada durante años y años de patriarcado, ha sido restringida únicamente a la vida privada intrafamiliar. 

El monopolio de todo lo que se pretende político ocurre desde hace siglos y es hoy. Está entre nosotros todavía ese sujeto universal enunciador de valores, formulador de verdades, en resumen: el portador de la ley. Un hombre blanco, de clase media, escolarizado y heterosexual que se lleva puesto todo lo diverso. Es un sujeto que venía construyendo su historia como un hombre minúsculo, comunal, un hombre en minúscula (h), que habitaba un mundo plural, doméstico y realmente vincular, pero que al pasar a la modernidad se transformó en el centro del universo. 

Muchas de nosotras hemos reconocido en este ensayo una experiencia común que hasta ahora no habíamos podido expresar con las palabras justas. Solnit escribe en su libro que los hombres normalmente utilizan en forma transitiva tres posiciones bastante bien definidas: nos enseñan, nos ignoran, o desvalorizan nuestra palabra. Si una idea femenina realmente llegara a impresionarlos, simplemente la robarán. Y negarlo no podrá conducirnos a nada bueno, porque la única forma de curar es compartirlo, dar a ver. 


Los hombres me explican cosas

Aún no sé por qué Sally y yo nos molestamos en ir a aquella fiesta en una pista forestal en la cima de Aspen. Todo el mundo era mayor que nosotras y distinguidamente aburrido; suficientemente mayores como para que nosotras, ya con cuarenta y tantos, pasásemos como las jovencitas de la velada. La casa era fantástica –si te gustan los chaléts estilo Ralph Lauren—: una cabaña a más de 2.700 metros de altura, burdamente lujosa, llena de cornamentas de alce, un montón de kilims y una estufa de leña. Nos disponíamos a marchar cuando nuestro anfitrión nos dijo: «No, quedensé un poco más para que pueda hablar con ustedes». Era un hombre físicamente imponente, que había amasado mucho dinero.

Nos hizo esperar mientras que el resto de los invitados se sumergía en la noche veraniega, después nos sentó alrededor de una mesa de auténtica madera veteada y me dijo: —¿Así que…? He oído que has escrito un par de libros.

—Varios, de hecho —repliqué.

Lo dijo de la misma manera que animas al hijo de siete años de tu amiga a que te describa sus clases de flauta: —Y ¿de qué tratan?».

Para ser exactos trataban sobre diferentes cosas, los seis o siete que, hasta entonces, había publicado, pero comencé a hablar solo del más reciente en aquel día de verano de 2003, River of Shadows: Edward Muybridge and the Technological Wild West, mi libro sobre la aniquilación del tiempo y el espacio y la industrialización de la vida cotidiana.

Me cortó rápidamente en cuanto mencioné a Muybridge: —Y, ¿has oído hablar acerca de ese libro realmente importante sobre Muybridge que ha salido este año?

Tan inmersa estaba dentro del papel de ingenua que se me había asignado que estaba más que dispuesta a aceptar la posibilidad de que se hubiese publicado, al mismo tiempo que el mío, otro libro sobre exactamente el mismo tema y que de alguna manera se me hubiese pasado. Él ya había empezado a hablarme de ese libro realmente importante, con esa mirada petulante que tan bien reconozco en los hombres cuando pontifican, con los ojos fijos en el lejano y desvaído horizonte de su propia autoridad.

Llegados a este punto, dejenmé decir que mi vida está bien salpicada de hombres maravillosos, con una larga ristra de editores que me han escuchado, animado y publicado desde que era joven; con un hermano más joven, infinitamente generoso, con espléndidos amigos de los cuales puede decirse —como el clérigo de los Cuentos de Canterbury que aún recuerdo de las clases del señor Pelen sobre Chaucer— «disfrutaba estudiando y enseñando». Aun así, también están esos otros hombres. Así que el señor Muy Importante continuaba hablando con suficiencia acerca de este libro que yo debería conocer cuando Sally le interrumpió para decirle: «Ese es su libro». Bueno, o intentó interrumpirle.

Pero él continuó con lo suyo. Sally tuvo que decir «Ese es su libro» tres o cuatro veces hasta que él finalmente le hizo caso. Y entonces, como si estuviésemos en una novela del siglo XIX, se puso lívido. El que yo fuese de hecho la autora de un libro muy importante, que resultó que ni siquiera había leído, sino que había leído sobre él en el New York Times Book Review unos meses antes, desbarató las categorías bien definidas en las que su mundo estaba compartimentado y se quedó sorprendentemente enmudecido por un segundo, antes de empezar a pontificar de nuevo. 

Como somos mujeres, esperamos educadamente a estar fuera del alcance del oído de nadie antes de romper a reír, y no hemos dejado de hacerlo desde entonces.

Me gustan los incidentes de este tipo, cuando fuerzas que normalmente son tan escurridizas y difíciles de señalar serpentean resbalando fuera de la hierba y se vuelven tan obvias como, por ejemplo, una anaconda que se hubiese tragado una vaca o la mierda de un elefante en la alfombra.

La resbaladiza pendiente del silenciamiento

Sí, claro que hay personas de ambos géneros que aparecen de repente en cualquier evento con teorías conspirativas o para pontificar cosas irrelevantes, pero la total confianza en sí mismos que tienen para polemizar los totalmente ignorantes está, según mi experiencia, sesgada por el género. Los hombres me explican cosas, a mí y a otras mujeres, independientemente de que sepan o no de qué están hablando. Algunos hombres.

Todas las mujeres saben de qué les estoy hablando. Es la arrogancia lo que hace las cosas más difícil, en ocasiones, para cualquier mujer en cualquier campo; es la que mantiene a las mujeres alejadas de expresar lo que piensan y de ser escuchadas cuando se atreven a hacerlo; la arrogancia sumerge en el silencio a las mujeres jóvenes indicándoles, de la misma manera que lo hace el acoso callejero, que este no es su mundo. Es la que nos educa en la inseguridad y en la autolimitación, de la misma manera que ejercita el infundado exceso de confianza de los hombres.

No me sorprendería si parte de la trayectoria política norteamericana desde 2001 estuviera marcada por, digamos, la incapacidad de escuchar a Coleen Rowley, la mujer del FBI que lanzó los primeros avisos acerca de Al Qaeda, y desde luego está influida por la administración Bush, a la cual no se le podía decir nada, ni siquiera el hecho de que Irak no tenía vínculos con Al Qaeda ni armas de destrucción masiva, ni el que la guerra no iba a ser «pan comido» (ni siquiera los expertos varones pudieron penetrar en la fortaleza de dicha petulancia).

Puede que la arrogancia tuviera algo que ver con la guerra, pero este síndrome es una guerra a la que se enfrentan casi todas las mujeres cada día, una guerra también contra ellas mismas, una creencia en su superfluidad, una invitación al silencio, una guerra de la cual una buena carrera como escritora (con un montón de investigaciones y estudios correctamente desarrollados) no me ha librado totalmente. Al fin y al cabo, hubo un momento en el que estaba más que dispuesta a dejar que el señor Muy Importante y su altiva confianza en sí mismo derribasen mis más precarias certezas.

No olvidemos que poseo mucha más seguridad acerca de mi derecho a pensar y a hablar que la mayor parte de las mujeres, y que he aprendido que cierta cantidad de dudas sobre las propias posibilidades suponen una buena herramienta para corregir, comprender, escuchar y progresar, aunque demasiadas pueden ser paralizantes y la total confianza en uno mismo produce idiotas arrogantes. Existe un feliz punto intermedio entre estos dos polos opuestos a los que los géneros se han visto empujados, un cálido e intermedio ecuador de intercambio que debería ser el punto de encuentro de todos nosotros.

Versiones más extremas de nuestra situación existen, por ejemplo, en aquellos países de Oriente Próximo en los que el testimonio de la mujer no tiene validez alguna: una mujer no puede declarar que ha sido violada sin un hombre testigo que contradiga al hombre violador; algo que raramente sucede.

La credibilidad es una herramienta de supervivencia. Cuando yo era muy joven y justo empezaba a entender de qué iba el feminismo y por qué era necesario, tuve un novio cuyo tío era físico nuclear. Unas Navidades, este relataba —como si fuese un tema divertido y liviano— cómo la mujer de un vecino de su zona residencial de adinerados había salido corriendo de casa, desnuda, en medio de la noche, gritando que su marido quería matarla. «¿Cómo supiste que no estaba intentando matarla?», le pregunté. Él explicó, pacientemente, que eran respetables personas de clase media. Y por eso el que «su marido intentase asesinarla», simplemente, no era una explicación plausible para que ella abandonase la casa gritando que su esposo estaba intentando matarla. Por otro lado, ella estaba loca...

Incluso obtener una orden de restricción de acercamiento —una herramienta legal relativamente nueva— requiere tener la credibilidad de convencer a un juzgado de que determinado tipo es una amenaza, y después conseguir que los policías la hagan cumplir. De todas maneras esas órdenes de restricción no funcionan. La violencia es una manera de silenciar a las personas, de negarles la voz y la credibilidad, de afirmar tu derecho a controlarlas sobre su derecho a existir. En este país, unas tres mujeres son asesinadas cada día por sus esposos o exesposos. En los Estados Unidos, es una de las principales causas de muerte de mujeres embarazadas. El eje central en la lucha del feminismo para que se catalogasen como delitos la violación, la violación durante una cita, violación marital, violencia doméstica y el acoso sexual laboral ha sido la necesidad de hacer creíbles y audibles a las mujeres.

Tiendo a creer que las mujeres adquirieron el estatus de seres humanos cuando se empezó a tomar este tipo de actos seriamente, cuando los grandes asuntos fueron abordados jurídicamente a partir de mediados de los setenta; bastante tarde, más o menos cuando yo nací. Para cualquiera que quiera discutir sobre si la intimidación sexual en el lugar de trabajo no es un asunto de vida o muerte, recordemos a la cabo del cuerpo de marines Maria Lauterbach, de veinte años de edad, que fue aparentemente asesinada por su colega de rango superior una noche de invierno cuando ella estaba esperando para testificar que él la había violado. Estaba embarazada. Los restos quemados de su cuerpo se encontraron entre las cenizas de una fogata en su patio trasero.

Decirle a alguien, categóricamente, que él sabe de lo que está hablando y ella no, aunque sea durante una pequeña parte de la conversación, hace perpetua la fealdad de este mundo y retiene su luz. Tras la aparición de mi libro Wanderlust, en el 2000, me di cuenta de que era más capaz de defender mis propias percepciones e interpretaciones. 

Durante aquella temporada, en dos ocasiones recriminé el comportamiento de un hombre, solo para que se me dijera que las cosas no habían sucedido para nada tal y como yo las contaba, que estaba siendo subjetiva, que deliraba, estaba alterada, era deshonesta; en resumen: era mujer.

Durante la mayor parte de mi vida, habría dudado de mí misma y retrocedido. El tener respaldo público como escritora me ayudó a permanecer en mi lugar, pero pocas mujeres obtienen este apoyo, y probablemente ahí fuera, a millones de mujeres se les están diciendo, en este planeta de siete mil millones de personas, que no son testigos fiables de sus propias vidas, que la verdad no es algo que les pertenezca, ni ahora ni nunca. Esto va más allá del Hombres Que Explican Cosas, pero forma parte del mismo archipiélago de arrogancia.

Y aun así, los hombres me explican cosas. Ningún hombre se ha disculpado nunca por explicarme erróneamente cosas que yo sabía y ellos no. Todavía no, pero según las tablas actuariales, puede que aún me queden otros cuarenta y tantos años de vida, más o menos, así que podría suceder. Pero no esperaré sentada a que suceda.

Las mujeres luchan en dos frentes.

Unos cuantos años después del idiota de Aspen, estaba en Berlín dando una charla cuando el escritor marxista Tariq Ali me invitó a una cena que incluía a un escritor, a un traductor y a tres mujeres un poco más jóvenes que yo que permanecieron con deferencia y casi totalmente en silencio a lo largo de la cena. Tariq estuvo magnífico. Tal vez el traductor estaba molesto porque yo hubiese insistido en mantener un papel modesto en la conversación, pero cuando comenté algo acerca de cómo el Movimiento de Mujeres por la Paz (el extraordinario y escasamente conocido grupo antinuclear y antibélico fundado en 1961) ayudó a acabar con la caza de brujas anticomunista del Comité de Actividades Antiamericanas, HUAC [en sus siglas en inglés], el señor Muy Importante II me miró con desagrado. El HUAC, insistió, no existía a principios de los sesenta y, de todas formas, ningún grupo de mujeres tuvo esa importancia en la caída del HUAC. Su desprecio fue tan devastador, su confianza en sí mismo tan agresiva, que discutir con él suponía un temible ejercicio de futilidad y una invitación a más insultos.

Creo que para entonces había escrito nueve libros, incluyendo uno que bebía de los documentos originales del grupo y de las entrevistas a una de las miembros clave del Movimiento de Mujeres por la Paz. Pero los hombres que explican cosas aún asumen que soy, en una obscena metáfora fecundadora, un recipiente vacío que debe ser rellenado con su sabiduría y conocimiento. Un freudiano diría que ellos saben qué es lo que ellos poseen y a mí me falta, pero la inteligencia no está situada en la entrepierna, ni siquiera si puedes escribir una de las largas y melifluas frases musicales de Virginia Woolf acerca de la sutil subyugación de las mujeres con tu pajarito. De regreso a mi habitación en el hotel, investigué un poco en la red y encontré que Eric Bentley, en su historia definitiva sobre el Comité de Actividades Antiamericanas, le reconoce al Movimiento de Mujeres por la Paz el «haber asestado el golpe definitivo en la toma de la Bastilla de la HUAC», a principios de los sesenta.

Así que comencé un ensayo (sobre Janet Jacobs, Betty Friedan y Rachel Carson) para el Nation, con esta mención, en parte como reconocimiento a uno de los hombres más desagradables que me han explicado cosas: tío, si estás leyendo esto, eres un forúnculo en la cara de la humanidad y un obstáculo para la civilización. Avergüénzate.

La batalla contra los Hombres Que Explican Cosas ha pisoteado a muchas mujeres: a las de mi generación, las de la próxima generación que tan desesperadamente necesitamos, aquí y en Pakistán y en Bolivia y en Java, por no hablar de las mujeres que estuvieron antes que yo y que no eran admitidas en el laboratorio o en la biblioteca o en la conversación o en la revolución o, incluso, en la categoría llamada humana.

Después de todo, el Movimiento de Mujeres por la Paz fue fundado por mujeres que estaban cansadas de hacer café y mecanografiar y de no tener ningún tipo de voz ni papel en la toma de decisiones en el movimiento antinuclear de los años cincuenta. La mayor parte de las mujeres luchan en dos frentes en las guerras: uno que depende de cuál sea el motivo en discusión y otro por el simple derecho a hablar, a tener ideas, a que se reconozca que están en posesión de hechos y verdades, a tener valor, a ser un ser humano. Las cosas han mejorado, pero esta guerra no acabará durante mi vida. Aún lucho en ella, obviamente por mí, pero también por esas mujeres más jóvenes que tienen algo que decir, con la esperanza de que puedan decirlo.

Epílogo

Una noche de marzo de 2008, tras la cena, empecé a bromear, como había hecho muchas veces en otros momentos, acerca de escribir un ensayo titulado Los hombres me explican cosas. Cada escritor posee una cuadra de ideas que nunca participarán en ninguna carrera, y yo he estado cabalgando este poni por diversión de vez en cuando. Mi anfitriona, la brillante teórica y activista Marina Sitrin, insistió en que debía escribirlo porque había gente como su joven hermana Sam que necesitaba leer algo así. Las jóvenes, dijo, necesitaban saber que ser minusvaloradas no era algo que fuese resultado de sus propios defectos secretos; sino que era algo que venía de las viejas guerras de género, y que nos había sucedido a la mayor parte de las que somos mujeres en algún momento u otro de nuestra vida.

Lo escribí de una tirada durante las primeras horas de la mañana siguiente. Cuando algo encaja por sí mismo tan rápido, queda claro que de alguna manera se ha estado componiendo solo en algún lugar desconocido del cerebro durante largo tiempo. Ese algo quería ser escrito; impaciente por salir a la pista de carreras, echó a galopar desaforadamente en cuanto me senté delante del ordenador. Como en aquellos tiempos Marina dormía hasta más tarde que yo, se lo serví de desayuno y más tarde el mismo día se lo envié a Tom Engelhardt de TomDispatch, que poco tiempo después lo publicaba en formato digital. Se empezó a difundir rápidamente, tal y como lo hacen los ensayos que se cuelgan en la página de Tom, y no ha dejado de circular, de ser reenviado, compartido y comentado. Nada de lo que he hecho ha circulado de esta manera.

Tocó la fibra sensible. Y puso de los nervios a varios.

Algunos hombres replicaron que los hombres que explican cosas a las mujeres realmente no eran un fenómeno de género. Normalmente, a esto las mujeres respondían señalando que, al insistir en su derecho a desestimar las experiencias que las mujeres afirmaban tener, estos hombres estaban consiguiendo explicar las cosas tal y como dije que lo hacían a veces. (Para que quede constancia, creo que las mujeres han explicado las cosas de manera paternalista a algunos hombres. Pero esto no es indicativo de la masiva diferenciación de poder que adquiere formas mucho más siniestras, así como tampoco del amplio patrón de cómo funciona el género en nuestra sociedad).

Algunos hombres lo entendieron y aceptaron. Esto, después de todo, se escribía en la era en la que el feminismo se había transformado en una presencia más significativa, y ser feminista era más divertido que nunca. En TomDispatch en 2008, recibí un correo electrónico de un hombre mayor de Indianápolis. Me escribía para decirme que «él nunca había sido injusto profesional o personalmente con una mujer» y me reprendía por no salir por ahí con «chicos más normales o al menos hacer un poco los deberes primero». Después me dio algunos consejos acerca de cómo vivir mi vida y habló acerca de mis «sentimientos de inferioridad». Él pensaba que ser tratada con condescendencia era una experiencia que la mujer elegía tener, o que podría haber elegido no tener; así que toda la culpa era mía.

Surgió una página web llamada «Los hombres académicos me explican cosas», y cientos de mujeres universitarias compartieron sus experiencias de cómo habían sido tratadas condescendientemente, minusvaloradas, ignoradas y demás. Al poco de aquello se acuñó el término mansplaining, y en ocasiones se me atribuyó su creación. En realidad, yo no tuve nada que ver con ello, aunque mi ensayo, junto con todos los hombres que corporeizaron la idea, aparentemente lo inspiró. Tengo mis dudas acerca del uso de esta palabra y yo misma no la utilizo demasiado; me parece que va demasiado en la idea de que los hombres son así inherentemente, más que en la idea de que algunos hombres explican cosas que no deberían y no escuchan cosas que debiesen. Si no ha quedado claro hasta ahora, me encanta cuando la gente me explica cosas que saben y en las que yo estoy interesada pero aún no sé; es cuando me explican cosas que sé y ellos no cuando la conversación se tuerce. En 2012, el término mansplained —una de las palabras del año del New York Times— se utilizaba en las principales publicaciones políticas.

Por desgracia, si esto sucedió así fue porque encajaba perfectamente con los sucesos de su tiempo. Tom Dispatch reeditó Men Explain Things en agosto de 2012, y fortuitamente, y más o menos simultáneamente, el congresista Todd Akin (de los republicanos de Misuri) lanzó su infame declaración de que no necesitamos que las mujeres violadas puedan abortar porque «si es una violación legítima, el cuerpo femenino tiene maneras de evitarlo». La temporada electoral estuvo sazonada por las locas afirmaciones en defensa de la violación y las totalmente absurdas declaraciones de hombres conservadores. Y también estuvo aderezada con feministas que mostraban por qué el feminismo es necesario y por qué estos tipos dan miedo. Fue bonito ser una de las voces de estas conversaciones; el artículo que había escrito tuvo un gran resurgimiento.

Fibras sensibles, nervios: en el momento de escribir estas líneas sus efectos aún están vivos. El objetivo del ensayo nunca fue decir que creo estar notablemente oprimida, sino el hecho de que este tipo de conversaciones son la cuña que abre el espacio a los hombres y a la vez lo limita a las mujeres; limita el espacio para hablar, para ser escuchadas, para tener derechos, para participar, para ser respetadas, para ser seres humanos libres y completos. Estas conversaciones son una de las maneras en las que, en una conversación educada, se expresa el poder —el mismo poder que existe en los discursos políticamente incorrectos o en los actos de intimidación y violencia física y, muy a menudo, en la misma manera en la que se organiza el mundo—, y que silencia, borra y aniquila a las mujeres como iguales, como participantes, como seres humanos con derechos, y demasiado a menudo como seres vivos.

La batalla de las mujeres por ser tratadas como seres humanos con derecho a la vida, a la libertad y en su búsqueda de participación en la arena política y cultural continúa, y algunas veces es una batalla bastante desalentadora. Me sorprendí a mí misma cuando me di cuenta de que al escribir este ensayo comencé hablando de un incidente gracioso y acabé hablando de violación y asesinato. Esto me ayudó a ver de forma más nítida el hilo conductor que liga las pequeñas miserias sociales con el silenciamiento violento y las muertes violentas. Creo que comprenderíamos mejor el alcance de la misoginia y la violencia contra las mujeres si tomásemos el abuso de poder como un todo y dejásemos de tratar la violencia doméstica aislada de la violación, el asesinato, el acoso y la intimidación en las redes, en casa, en el lugar de trabajo y en las aulas; si se toma todo en conjunto, el patrón se ve claramente.

Tener derecho a mostrarse y a hablar es básico para la supervivencia, la dignidad y la libertad. Estoy agradecida de que, tras un momento temprano de mi vida en el que fui silenciada, haya podido desarrollar una voz, circunstancias que me unirán para siempre a los derechos de aquellos que no la tienen, a los que son silenciados.

Rebecca Solnit. De: Los hombres me explican cosas, 2014. (Ed. Capitán Swing).

Sueños de un nadador

Smeared (Alyssa Monks)
                                                                                                     



Tal es nuestro posible conocimiento: un anhelo
susurrando en las hojas secas, una horrible
tristeza en una tarde de nuestro tiempo.

(Joaquín Gianuzzi)


Es claro que los sueños no se dejan manipular. Los sueños son, en cierto modo, la voz de la naturaleza que hay en nosotros. El psiquiatra suizo Carl Gustav Jung descubrió que, al dormir, a través de los sueños, las personas despiertan hacia quienes son realmente. Dura conclusión ¿cierto? 

A Marie Louise Von Franz, máxima autoridad de la psicología analítica mundial, promotora de su obra, en principio discípula, después investigadora, y a Carl Jung, no les alcanzó con una mirada romántica de los sueños, ambos construyeron toda una teoría científica al respecto, una teoría científica analítica que, como todas, también es relato, pero está escrita por expertos. 

Con férrea convicción, quiero decir, una convicción suficiente como para iniciar gran cantidad de investigaciones, poner tiempo, conocimiento y dinero, para después escribir algunos libros, ambos sostuvieron que lo mejor que puede hacer un ser humano, casi como una deuda inexpugnable consigo mismo, es prestarle atención a sus sueños. 

Los sueños nos muestran como encontrar sentido en nuestras vidas, 
como cumplir nuestro destino.

Von Franz sueña, pero también escribe. Deja apuntado que mucha gente tiene el ingenuo prejuicio de que los sueños expresan nuestros deseos conscientes, los que llamamos"propios", los que pensamos en la vigilia, los proyectos, los planes. Sin embargo, cuanto más decidimos alejarnos del autoengaño, más nos convencemos de que muchas, muchas veces, los sueños nos dirán cosas que no queremos oír sobre nosotros mismos.

Los sueños tienen la intención de informar y de instruir, los sueños hablan, muestran. Un mecanismo similar al dejar ver implícito en la poesía. Suelen, en cambio, estar libres de las ataduras del autor, de las manipulaciones propias de la consciencia; escriben y reescriben solos, nos dicen quiénes somos, lo que queremos, e incluso, por supuesto, todo aquello que despiertos, cobardes como somos, jamás nos atreveríamos a aceptar.

Por eso es saludable prestar mucha atención a los sueños. Dentro de ellos, nuestros secretos más íntimos estarán como en las manos de un gran amigo; uno de esos que, respetando las restricciones propias de esos secretos, cada tanto nos dará un buen tirón de orejas.



El nadador ha pulido
su artesanía de joven felino
para corresponder
a los principios míticos del agua.
La coreografía empieza desde un punto
aéreo, elastizado,
donde el filo del trampolín revela
la soledad de una energía
concentrada en suspenso y en el cielo.

El conjunto se afina hasta crear
una mínima carne liberada
de carga emocional. Ahora solo basta
el pulmón feliz. Suelta su amarra
la tensionada fibra, se desprende, salta
y en rápida parábola
entra como un cuchillo en un reinado lento.

El agua vibra al sol como estrellada.
Convertida en mujer
con un baile en su seno se incorpora
una segunda alegría. El huésped cae
y largamente se demora abajo
como probando
la impune gracia de permanecer
para siempre en la azul profundidad,
palpando sus opciones
y sus posibles sueños venideros.

Pero aquí vuelve, sacudiendo un resto
de ensoñación goteada
a su estado mortal, con paso herido,
al triste error, vacilando
entre rígidos objetos aplastados
y su cuadrado peso.

Joaquín Gianuzzi (1924 - 2004). De Violín obligado

Ruleta Rusa


Muchas veces los escritores logramos mirar el mundo desde nuestro margen del río. Después de algunos intentos, eso sí. Esto es, generalmente, aunque no siempre, a contrapelo de los hábitos y del consenso del sentido común, fuera del pensamiento hegemónico. 

Evitamos por eso la mirada social contagiosa y masivizante que adocena, porque sostiene y procura individuos mentalmente sedados, algo así como zombies; intentamos evitar el lugar común en la escritura, pero también en la vida. 

Salir de un comportamiento que ha sido heredado generación tras generación no es tarea fácil, pero su práctica suele hacer un ruido que incomoda adentro. Si no es así, significa que estamos dormidos. Nos quedamos dormidos viendo la película que nos mostraron. 

Que vivamos en armonía quieren, en armonía y sin pathos. Anestesiados, el deseo normalizado en "cosas buenas", en una supuesta "tolerancia". Transparentes a nosotros mismos, individualistas, dueños de una vida plena, sin síntomas, sin angustia, sorteando la opacidad; en definitiva: quieren que vivamos sin inconsciente. Nos quieren completos, tranquilos, callados, para poder seguir produciendo. 

Pero una sociedad sin angustia es un lugar peligroso para vivir.

Sólo se puede pensar mirando alrededor, desentramando el misterio que habitamos. De otro modo, el pensamiento se tornará individualista, yoico; va a proponer un goce autista, que excluirá al otro propagando indefinidamente la ilusión neurótica de tenerlo todo claro. La idea de comunidad es mirarnos siempre a nosotros entre nosotros, como una práctica identitaria pura, más relacionada con tener los dos pies sobre la tierra que con el deseo de criticar.

Así, muchas veces nos veremos las caras con los "dueños de la verdad", esos fundamentalistas que no levantan el culo de la silla del bar, los moralistas, los que cooperan concienzuda y dócilmente con el status quo; por pensamiento heredado, por temor al des-orden, por conformismo, por conveniencia, quién sabe y a quién puede importarle sus motivos de mierda si lo que promueven es un pensamiento socialmente correcto. 

Nadie pensó nunca la revolución siendo funcional al sistema. 

Por eso, desde la escritura lo que intentamos es hacer ver. En definitiva, proponemos meter siempre el dedo en la llaga.


Fragmento 180

El Gordo vuelve de un viaje de trabajo, es verano. Después de dormir un día completo se despierta con renovadas fuerzas. Es un fin de semana, se levanta y va a hacer compras, trae dinero, así que llena la casa de provisiones: alimentos caros que Elizabeth no puede comprar cuando él no está. Después del almuerzo Elizabeth trae la frutera. Los niños miran sorprendidos, está repleta de unos frutos desconocidos parecidos al tomate pero de color naranja. El Gordo pela los caquis y los coloca en los platos de los hijos. El mayor lo prueba primero, esconde su asco y hace un gesto de estar disfrutando su sabor. Sus hermanas lo imitan, apenas tragan un bocado muestran su desagrado y miran al hermano mayor con bronca mientras que éste se ríe y las señala. Ninguno de los tres tolera ese sabor. Nadia piensa que parecen podridos, madurados excesivamente y que además dejan en la boca una sensación áspera y molesta, como su familia. 

El Gordo les insiste para que los coman pero ellos se niegan. Le brillan los ojos cuando les propone que si se comen dos caquis cada uno les va a comprar un helado de los grandes. Nadia
recuerda la cara de asco de los tres, el desagrado de complacer a su padre a costa de tragarse algo que parece podrido. Por más que intenta, el premio se le diluye en la memoria. Pero los caquis no, por eso los busca en el mercado, como si fuera de vida o muerte conseguirlos. Llega a la cocina, los pone sobre la mesa y los observa por un buen rato. Cuando se levanta va directo a la alacena, saca una lata de leche condensada, harina, azúcar negra. Abre la heladera, busca los huevos, la manteca y algo más. Una hora después la tarta de caqui y mango se enfría en la mesada. Nadia la observa preguntándose si pudo transformar el material en algo diferente. Si, a pesar de tanto trabajo, será capaz de probar un bocado.

Alejandra Adissi. De Ruleta Rusa (novela inédita).

Desacatadas


A a mi querida Soledad Hessel

El camino de las mujeres ya tiene setenta años de pensamiento, de estantes en librerías, de bibliotecas gigantescas. En definitiva, de reflexión feminista. Rita Segato, fiel testigo de esta época, gigantesca pensadora, pero mejor conversadora, asegura que el pensamiento feminista es un pensamiento denso, sofisticado y muy difícil de interpretar. La antropología de género, la historia y la psicología se prestan, por esto mismo, a una interpretación superficial y poco conveniente, pero no debe ser así. No puede ser así. Nos dice Segato:

El control sobre el cuerpo de las mujeres es un castigo.

Y escribe en alguna parte que para detener todas las formas de violencia, desde las más sutiles hasta las criminales, para enfrentar esas máscaras horrendas que usa la agresión de género, es indispensable comprender como piensa un agresor. Porque si no entendemos como se estructura ese pensamiento será muy difícil desarmar este juego infame que nos afecta a TODOS, será imposible empezar a soñar siquiera con cambiar las cosas. 

Sin pensar no se puede actuar: verdad. Si no hay pensamiento crítico no encontraremos soluciones. 

En primer término deberíamos mencionar algo que se habla poco en los debates. Deberíamos mencionar que existe un tipo de agresión que es la explotación. Esto es, una persona pasiva que, en apariencia sin violencia, se las ingenia para explotar a otra. Generalmente, en estos casos, la explotación se hace "por amor"y ese es uno de los motivos por los que suele pasar desapercibida. 

Pero es violencia.

El agresor de género está siempre, siempre, pero siempre, castigando un desacato. Está constantemente atento a eso. Para él la figura de la mujer, pero también la de las personas homosexuales y transgénero debe ser "corregida". En definitiva, es la posición femenina que no se ajusta a la norma lo que debe ser castigado.

A estas alturas deberíamos aclarar que la posición masculina es aquella que por toda defensa entiende el ataque, desune, no se acerca, no conversa, no se entrega al diálogo, no vinculariza. La armadura es masculina, la vincularidad, femenina. Y hablo de vincularse en comunidad, familia no vale. Recordemos que el patriarcado sostiene con orgullo el secreto familiar y una vincularidad idéntica, como las mafias. 


Pero ¿qué desacata la posición femenina cuando desacata? 

Desacata la posición masculina, y en ese desacato la debilita. Entendamos que esto no nos pasa en forma consciente, la agresión es el resultado de una trama compleja de procesos inconscientes, se manifiesta en una relación, eso es real, pero es el resultado final de un proceso complejo y doloroso que sufre el agresor. 

A Segato le gusta decir que el agresor es un ser previamente emasculado, suena horrible, lo se. Es decir, el agresor siempre tiene una historia previa poco feliz; ha sufrido, aunque no lo admita. Humillaciones, frustraciones, ansiedad, y su agresión no es más que un intento de mejorar su imagen, una restitución de sí mismo; intenta recuperar una potencia perdida. 

Segato también advierte que potencia y masculinidad, en este contexto puntual que abordamos, son sinónimos. Cuanto más débil sea un individuo, más se ensañará con la posición femenina y más alto levantará la bandera del control. 

Así, todo aquello que desacate su potencia masculina deberá ser disciplinado, por eso desde el feminismo suele escucharse que el agresor de género es un ser moralizador. Un moralizador que en su intento se pasa de los límites.

Recordemos que un agresor no está jugando a nada, tiene un pensamiento complejo, lo que hace no lo hace por placer, lo que hace no lo hace feliz. En este espacio la idea no es acusar a los hombres sino poner en tablas el problema, ver. Un agresor es un ser cuya frustración lo ha llevado tristemente por el camino de la violencia. Por eso, tal vez la única esperanza que tiene es darse cuenta.

Algunas facciones del feminismo sostienen que el punitivismo no tiene sentido pleno. Eso es un debate en sí mismo. El agresor es un disciplinador que considera, que inconscientemente asume para un otro, un castigo. Así, Segato nos propone debatir sin permitir que el sufrimiento femenino sea utilizado para recrudecer las penas en las cárceles. Simplemente porque antes de castigarlo hay que tratar de evitarlo.

Tenemos que entender que un agresor se percibe a sí mismo como alguien que va a imponer un orden de respeto a la figura masculina, a la virilidad. Mediante esos castigos que ejecuta, grandes o pequeños -no importa, porque el origen es el mismo- el agresor recompondrá su imagen, su potencia, la dignidad alguna vez perdida. Generalmente ocurre que cuanto más severa ha sido esa emasculación, esas humillaciones, más severo será el castigo que ejecutará él sobre su/s víctima/s. 

Cuando un agresor disciplina, lo que busca es controlar la relación. Lo más complejo quizás sea aceptar, comprender cabalmente, que esta tensión relacional presente en cada una de las relaciones humanas tiene que ver estrictamente con la cuestión del poder. 

Quien desea el poder es porque no lo tiene, debe tomarlo de la otra parte, debe apropiárselo, y la mejor manera de obtenerlo es debilitando a la otra parte, a como de lugar. En estas relaciones, el que tiene el control es el más débil. Y quiero decir que estas relaciones son todas las relaciones. Nadie escapa de la violencia antes de darse cuenta. 

Cuando hablamos de violencia de género tenemos por costumbre pensar en violaciones, en agresión física, en asesinatos, pero la violación aquí es solo la punta de un iceberg. Un iceberg que, completo, simboliza una práctica violadora generalizada y constante, que corre sigilosa entre los individuos de una sociedad. 

Para que una agresión grave ocurra bajo la forma de un crimen tipificable ante la ley, debieron haberse dado antes infinidad de otras situaciones; a veces años de violencia no tipificable son necesarios para gestar la agresión final. 

Estas violencias son formas de la vida cotidiana. No son crímenes, no. Son el aire patriarcal que respiramos cada minuto de nuestras vidas, y la única manera de vencerlas es cambiar nuestra forma de ser con el otro, modificando el comportamiento. 

La violencia se mueve en forma difusa todos los días, se dispersa, se expande, como una niebla tóxica habita entre nosotros, y lo hace en todos los ámbitos posibles. No nos deja verla. Ese es su mayor poder. 

En palabras de Segato, nuestro país, Argentina, es un país de lealtades muy cerradas, también de una conflictividad histórica muy particular. Hay en nuestra sociedad una pedagogía constante. Y es contra el desacato. No será desde el estado que se transforme la sociedad, es el camino que escoja la sociedad lo que transformará el estado.


Así, hay en nuestras relaciones cotidianas una infinidad de violaciones que no son crímenes pero que están ahí, latiendo. La muerte por asesinato de nuestras mujeres es el final de un ciclo de violencias evitables. 

Nos acercamos a la verdad con mucha timidez, algunos preferiremos mirar de frente, con ojos bien abiertos, otros seguirán eligiendo la ceguera. Sin embargo, miremos hacia donde miremos habrá dolor y el único camino posible es entender. 

Entendernos, como la mejor forma de sanar.