Un zumbido sin rumbo


No se puede vivir así…

Esta expresión parece nuestra, argentina. Sin embargo, es del filósofo coreano Byung-Chul Han. Han vive en Alemania desde hace años, pero observa el mundo, y se observa a sí mismo. Pertenece a su libro El aroma del tiempo, que fue publicado en 2009. En él, Han sostiene que la vida, incluso en su representación más cotidiana, debería adoptar, con suma urgencia, hoy mismo, una forma diferente a la que tiene.

Porque así no va, porque así no se puede vivir.

En sus palabras, el filósofo nos advierte que todos los habitantes de la modernidad (o de la posmodernidad, como prefieran decirlo) todos, pero todos y en todo el mundo, vivimos mal.

¿Vivimos acelerados? No.

Como primera idea, deberíamos tomar consciencia de que somos los dueños del tiempo. Y hacerlo antes de que sea demasiado tarde. Es que para este simpático caballero, la vita activa de nuestro tiempo no significa otra cosa que animal laborans y esto, como es claro, se asocia directamente con el imperativo del trabajo, exigencia que tarde o temprano nos arrebatará lo que tenemos de humano.

Y por desgracia, la hiperkinesia diaria solo logra esconder el problema.

Hoy en día, cualquier amigo que nos crucemos en la calle expresará con orgullo la cantidad de trabajo que tiene, o que hace, la cantidad de actividades que sus hijos desarrollan: escuelas de fútbol, de danzas, tenis, básquet, taekwondo, idiomas, canto y mil etcéteras. En definitiva, nuestro amigo terminará haciendo gala de su falta de tiempo. Es aceptable que le observemos con pena, pero él, muy probablemente no comprenderá el mensaje. 

Han tiene razón: vivimos así.

Entre otras cosas, estamos perdiendo la vita contemplativa, lo que es como decir que estamos perdiendo la mirada, la mirada verdadera, la buena.

Hoy la salud tiene un valor absoluto, no obstante, una vida larga y sana es una vida aburrida. Han considera que por eso el hombre moderno muestra una tendencia cada vez mayor a usar drogas, a comer y a beber demasiado, porque de esta forma, y gracias a la farmacología, en lugar de morir, expiraremos a destiempo, aunque hechos pelota.

Se me ocurre que también serviría que pensáramos la muerte como un FINAL. Nada de transiciones. Pensarla como una transición o no pensarla en absoluto solo servirá para patear la pelota hacia adelante. Tenemos que aceptar hoy que nos vamos a morir tal vez mañana, que la tierra será la misma con o sin nosotros, que el sol saldrá cada mañana. Estemos o no, al universo le será indiferente. Somos nosotros los que nos vamos, aquí nada cambia.

Metido de lleno con el hombre moderno, Han intenta buscar una explicación, una clave, una base para este problema. Al contrario de lo que indica el sentido común, el filósofo asegura que hoy el tiempo no se acelera: se atomiza. Es decir, se resuelve en una sucesión de instantes inconexos, suspendidos, como partículas sin gravedad, consecuencia directa de la falta de narración.

Perder la narración es perder el tiempo lineal, perder la experiencia; es vivir para recibir información, que se acopia y acumula. Unas tras otras, las imágenes y los datos que se nos presentan son tragados como monedas en el juego del sapo. Ni siquiera se digieren.

Ocurre que hoy la comunicación, el pasado, las noticias, los libros están al alcance de la mano, a solo un click de nosotros. Y eso, además de crear en el individuo una ilusión de ausencia de límites lo descorporaliza; es decir, crea en él la ilusión de la falta de cuerpo, lo cual -según Rita Segato- tarde o temprano duplicará la violencia, porque se puede simular no tener los límites impuestos por la materialidad del cuerpo y el cuerpo es siempre el primer otro, la primera experiencia de límite, de incompletitud, de falta. 

Cuando el cuerpo no está, todas las otras formas de alteridad desaparecen, el sujeto deja de ser un sujeto social y aparece la tan vilipendiada fantasía narcisista de completitud, y con ella la negativa a reconocerse castrado. 

Pero además de esto, hoy la disponibilidad de información genera la ilusión de que no hay tierra, ni anclaje, ni arraigo. La información carece de origen, aparece en la pantalla porque vuela, atraviesa continentes, cerebros y cuerpos en el instante mismo del deseo.

La filosofía nos advierte también que cualquier duración que llevamos adelante ya no se comporta como guía. Porque ahora el tiempo solo tiene sentido si progresa hacia metas más o menos inmediatas: irnos de vacaciones, cambiar de trabajo, comprar una casa, tener un auto, terminar una carrera: y para todo eso trabajar más, más y más. En definitiva, perdimos el progreso y la utopía.

Metas, solo metas a corto plazo. De otro modo, sentimos que vivimos sin incentivo. Si el futuro llegara a estar vacío de todo significado no soportaríamos siquiera pensar en él.

Ya no somos capaces de detenernos en el placer del caminar, ni en mirar el camino. Todo tiene que dar frutos, servir para algo, usarse para algo, llegar a alguna parte, o se descarta. Capitalismo puro y aplicado.

Un solo click y una pizza, otro y la compra del supermercado estará en casa, otro más y la medicación recetada llegará a la puerta. Así es como la aceleración logra tener un valor en sí misma, de otro modo no lo tendría. Nos pesa el culo, pero además las esperas hoy se consideran detestables, inútiles. Sin embargo, son las esperas las que nos enfrentan con la angustia. Esa y no otra es la información que ocultamos de nosotros mismos. 

Vivimos así.

Cuando el tiempo histórico, esto es, el tiempo narrativo, se convierte en información, decíamos, se atomiza. Ahí es cuando pierde sentido; si se dispersan los hechos, como partículas suspendidas sin gravedad, el tiempo pierde sostén, tensión narrativa, hilo, y se lleva consigo la posibilidad de la experiencia como tal. 

Correcto. Pero ¿por qué?

Porque vivimos tan aturdidos, tan dependientes, tan desorientados, tan impropios de nosotros, que ninguna vivencia por profunda que pueda ser logra convertirse en experiencia vital.

Joseph Campbell oportunamente decía que ninguna experiencia vital debería quedarse estrictamente en el plano físico, en la zona superficial, pasajera e inmediata, porque toda tradición es un tesoro, la tradición es historia, es tiempo narrativo, arraigo, tierra, sucesión de acontecimientos.

La información no tiene aroma porque la información, como tal, no se relaciona con la historia entre los puntos de un tiempo atomizado, entre esos puntos hay vacío.

Los intervalos de tiempo en los que nada sucede no están destinados al pensamiento, tampoco a la contemplación de las cosas; son considerados aburridos, tiempo muerto o, en su defecto, son amenazas. Amenazas porque donde no sucede nada está la Muerte.

En esos huecos, donde hay tiempo para pensar, donde aparece el ser, la finitud, la futilidad de la vida y con ellas el pensamiento crítico, aparece también la angustia, la melancolía y otra vez: la muerte.

En vez de volvernos zombies, cuando envejecemos, deberíamos volvernos hacia esa vida interior, porque cada historia que está en la psiquis, cada historia que recordamos, que internalizamos como propia, es experiencia, es narración, o sea, tiene aroma.  Decir que tiene aroma es decir que tiene esencia, aplicación a nuestras vidas, porque la conciencia y la energía son lo mismo. Y donde hay consciencia debería haber auténtica energía vital.

Así deberíamos vivir. 

Allí donde hay silencio, donde hay pensamiento, decíamos,  se nos cuela, se agazapa la finitud. Tal vez por eso generalmente estamos haciendo cosas, constantemente hablando o haciendo ruido. Hacemos ruido para no morir de angustia, ruido para no pensar.

Han concluye que el tiempo atomizado, por su condición, nunca logra tener tensión narrativa; para llenar ese vacío de sentido, nos dice, la percepción intentará abastecerse de novedades todo el tiempo.
La narración da aroma al tiempo, sin embargo, hoy, cualquier experiencia que genere un lazo con un futuro próximo pierde importancia o, por lo menos en primera instancia, sufre rechazo.

Erróneamente, asociamos el compromiso con la falta de libertad.

Al vivir acelerados, al sufrir este tiempo que tiene los hechos suspendidos como partículas en el aire, la falta, que intenta llenarse con objetos, agentes farmacológicos e información, paradójicamente, en vez de atenuarse se acentúa. La falta quema, irrita; pues será así más penetrante.

Como decíamos antes, internet, el correo electrónico, generan en el hombre la ilusión de que no hay procedencia, la información es huérfana, los datos carecen de origen, aparecen allí porque han sido “arrojados” a ese espacio; el chat genera además la ilusión de falta total de corporalidad: dos situaciones que contribuyen, a su vez, a la ilusión de ser dioses.

Se necesita cierta lentitud para que un hecho pueda digerirse, internalizarse, hacerse carne, un hecho como una narrativa, como una sucesión de situaciones enmarcadas en un contexto, para que pueda condensarse y cristalizar en la historia de cada uno.

En nuestra cotidianidad, no obstante, perdimos tanto la tensión, el hilo narrativo, que hablamos, decimos, contamos permanentemente las mismas estupideces. Nos volvimos incapaces de seleccionar lo que es importante para decir.

Deberíamos reflexionar a diario que, en este contexto, es preferible callarse. Los viajes en colectivo serían más felices todavía, se los aseguro.

La dilación y también la prisa son dos síntomas claros de la pérdida de narrativa. Al sociólogo inglés Zygmunt Bauman le gustaba decir que el hombre moderno es un peregrino. Sin embargo, Han refuta esta idea asegurando que no es correcta la metáfora, porque un peregrino no conoce progreso en el aquí, un peregrino no tiene el camino seguro. El hombre moderno no hace más que procurárselo, practica una “vida hacia” y, en la medida que puede, tendrá el mundo determinado de antemano, asegurado en el confort.

Para Han el hombre hoy es más bien un soldado, en todo caso, un obrero, porque es un ser masificado, hace lo que todos hacen, desea lo que todos desean, lo que se le “ordena”, porque está normatizado. Él es el amo y el esclavo de sí mismo:

El paso decidido de un hombre que camina es elemental para poder sincronizar o acelerar a gusto. El paso vacilante de la modernidad de nada sirve, con él no llegará a ninguna parte, igual que si estuviera acelerado. Porque el paso vacilante no es el paso del flaneur, este último goza del camino. El paso vacilante es más bien un paso errático, sin rumbo, desorientado.

La diferencia principal entre el hombre moderno y el flaneur es que el hombre moderno no sabe a dónde va. El flaneur pasea, vagabundea, goza el camino. El desorientado, en cambio, carece del paso sosegado del flaneur. Es el sucesor del peregrino, tiene prisa, ajetreo, inquietud, nervios y angustia. En esos seres se ven a la distancia la premura y el desasosiego.

Han establece un paralelo entre el paso vacilante y el zapping, para concluir finalmente que estas dos actitudes indican en el hombre actual la falta de lazo y compromiso con su entorno. También habla del aclamado multitasking, él considera que esta característica en particular es más animal que humana. 

Nos queda el intento de aceptar la angustia, de enfrentar la espera, de volver a la vida contemplativa, a detener la mirada, pero sobre todo deberíamos intentar dejar de andar así, haciendo un zumbido sin rumbo que no marca el paso pero tampoco define ningún tipo de libertad.  

El extranjero



Este artículo contiene opiniones de su autora entrelazadas con pasajes explícitos y determinantes de la trama del libro El extranjero de Albert Camus. Si tenés planeado leer el libro no leas este artículo. 

Al igual que El proceso, del escritor checo Franz Kafka, El extranjero, del argelino Albert Camus tiene implícita una crítica, por demás interesante, a la máscara social, a la justicia del hombre, a la ley del padre, al Dios cristiano. En Camus no todo se trata del absurdo.

El protagonista de esta historia, un hombre joven llamado Meursault, nos hará notar con total lucidez que su abogado, quien en teoría conoce profundamente los elementos que la ley otorga para poder defenderlo, pone en su boca, ante el tribunal de juzgamiento, palabras e ideas que le son ajenas; o por lo menos que no le son propias. Cosas, que el acusado no piensa y que no diría.

Es cierto que por ese entonces ya estará presente en Camus la semilla de El mito de Sísifo, también durante el texto de El extranjero el autor se preguntará por el valor de la vida. Luego, en El mito de Sísifo declarará que lo único verdaderamente importante sobre lo que tendríamos que tomarnos el trabajo de escribir y pensar es el suicidio. En El extranjero, Meursault, una personalidad existencialista pesimista, afirmará que "todos sabemos que la vida no vale la pena de ser vivida". 

Es que para este negado existencialista de pura cepa, lo único que tenemos los hombres es esta vida terrenal. Al menos lo único que tenemos por seguro. Aquí recuerdo una cita de la doctora Esther Díaz: 

Seguro tenemos cuerpo, alma no sabemos.

No tengo dudas de que Camus escribió El extranjero en parte guiado por la impresión que le provocara el hecho de ver morir a otros seres humanos, como usted, como yo, como él mismo, bajo la guillotina. En sus años tempranos, había trabajado como empleado en un juzgado y tuvo la oportunidad de leer varios expedientes judiciales. Es quizás la justicia humana la mayor preocupación de Camus, en todas sus obras la menciona directa o indirectamente. A veces la ridiculiza, la pone en duda, como Kafka

En El extranjero, el autor explica la muerte por decapitación en Francia. Si la cuchilla de la guillotina o el golpe fallaban por algún imprevisto mecánico, la carga se producía nuevamente de inmediato, sin embargo, siempre se corría el riesgo de que, después del primer impacto recibido incompleto, el condenado siguiera aún con vida. 

Como dijimos, Albert Camus tenía, según determina la crítica, una mirada existencial pesimista:


Morir a los treinta o a los setenta importa poco. Todos moriremos

Es probable que en esto haya tenido mucho que ver su enfermedad crónica pulmonar. Camus sufría de tuberculosis y había visto morir a miles a causa de ese mal. Sin embargo, el destino tenía preparada otra cosa para él: falleció en forma repentina, durante un accidente automovilístico, cuando tenía 46 años. A veces pienso con cierto pesar en todo lo que no escribió. 

Sin embargo, su mirada pesimista estaba profundamente comprometida con la acción, de ninguna manera con la pasividad. Su existencialismo no promueve el quietismo ante el absurdo. Aceptar el absurdo, afirma, es la única alternativa al injustificable salto de fe que constituye la base de todas las religiones e incluso del existencialismo, que él mismo no aceptaba completamente.

Desde que uno sabe que va a morir ya no importa cómo ni cuándo

Durante parte de la trama de El extranjero, Albert Camus va dilatando con su gran habilidad creativa la visita del capellán de la prisión, la entrevista ocurrirá como parte de la escena final. De ese modo, el lector queda realmente fascinado con ella. No es una escena más. 

Frente a su propia muerte, frente a la muerte en general, el protagonista tiene una actitud estremecedora. La realidad más difícil de aceptar en todo esto quizá sea el hecho de que una persona muerta deja de interactuar con su entorno. Nos conformaremos con su recuerdo, es cierto, pero no será más que eso: pasado. Un pasado sin posibilidad alguna de actualización, porque la situación de la muerte es -hasta ahora- inevitable. 

Camus desliza en la voz de su protagonista "que una persona muerta no tendría por qué interesarnos más". Es una reflexión cruda, casi nos obliga a empezar por aceptar que cuando estemos muertos se dejará de pensar en nosotros, o se pensará tan solo durante un tiempo. Nadie dice que nuestro entorno no sufrirá la pérdida, sin embargo, el resto será más romanticismo del barato. 

                           No existe idea a la que uno no termine por acostumbrarse. 

Todos estos son pensamientos que Maursault tendrá en su celda, recostado en su camastro, en la segunda parte del libro, después del juicio y la sentencia. Son las ideas que a lo largo de la trama lo convertirán en un extraño, un ser ajeno dentro de su propio entorno, un extranjero entre sus cófrades. 

En ese punto álgido de pensamiento, de profunda reflexión, entrará por fin a escena el capellán. El protagonista, portador de una sinceridad demoledora, modulará con el pobre hombre la hipocresía a su gusto, pero con tanta habilidad que sorprenderá. Normalmente no faltará a la verdad, hará gala de una sinceridad extrema, pero cuando no lo haga, enseguida se confesará en la página. 

  No tengo tiempo ya para volver a Dios. 

Y con esto revelará además de sinceridad, la carencia del autoengaño, la falta de un deseo de soluciones inmediatas.

Me sorprendió encontrar en múltiples reseñas del libro, aunque la mayoría de las veces los autores sean reseñadores no especializados, un juzgamiento, una crítica sobre la personalidad de Meursault hecha de los mismos argumentos que usarán el juez y el procurador en la ficción del libro para condenarlo. 

A lo largo de la historia, el hombre se ha procurado un orden, una justicia sin la cual sería muy difícil vivir en sociedad. Necesitamos de ese orden, es cierto. Lo malo es creer en él, morir por él, como si se tratara de una verdad indiscutible. Y aun así, todavía seguiremos poniendo las más valiosas fichas en la justicia divina, en Dios. "Que todo lo sabe, todo lo ve y todo lo resuelve". Por eso cuando alguien consigue evitar pagar la pena que entendemos le corresponde lo encomendamos y nos encomendamos nosotros mismos a esa justicia. 

Tenemos la culpa grabada en el disco rígido y, como buenos hijos de la culpa, pensamos que Dios nos va a salvar o, en su defecto, a castigar.

¿Es que ama usted esta tierra hasta ese punto? 

Pregunta el capellán frente a la absoluta seguridad del desinterés en Dios. 

Compramos la falsa idea de que estar en plena consciencia de las situaciones terrenales, estar amarrado a una vida plena, placentera, llena de comodidades y compartida con otros viene a ser algo así como "no tener alma" o como mínimo significa "descuidarla". Otra idea implantada por el cristianismo para generar culpa. Sin embargo, se puede hacer el bien sin mirar a quien siendo un ser terrenal, porque ser egoísta nada tiene que ver con creer o no en el alma. 

¿Y qué si esta vida fuera todo lo que tenemos? ¿Y qué si no existen Dios, el alma, el más allá o el Diablo?

¿No deberíamos entonces tratar de vivir acorde a nuestra propia moral, a nuestros propios deseos, sin que eso signifique dañar a otros? Hablo de vivir, de gozar, de tomar decisiones sin pensar en el cielo, el infierno o el purgatorio. ¿No viviríamos acaso cada día como si fuera el único? No es esa una revelación suficiente, un motivo de mayor peso que el alma, el cielo y el infierno juntos?

Desde mi experiencia, he conocido creyentes tóxicos, ventajeros, manipuladores, prejuiciosos e intolerantes, pero sobre todo perjudiciales para su entorno. También conocí ateos muy, muy generosos. No necesitamos un dios enigmático y castigador para ser buenas personas, quizá nos alcance con muchos momentos de intensa duda y reflexión. 

A lo largo de la historia las religiones solo han conseguido que millones de seres humanos sufran, la mayoría son mujeres y eso todavía ocurre.

En el libro, Meursault le pide constantemente al capellán que no le haga perder el tiempo en tonterías. Meursault no cree en Dios y tiene ya poco tiempo para reflexionar.  Esa es su bandera. No hay hipocresía ni auto-engaño en sus palabras. Meursault quiere destinar los pocos momentos que le quedan para pensar en María, en su madre, en sus amigos, en el recuerdo de su hermosa vida terrenal. Meursault quiere vivir sus últimas horas pensando, evocando a sus seres queridos, tratando de entender el sentido de la vida desde su camastro.

—¿Por qué usted me llama Señor y no Padre? —exige saber el capellán. 

—Simplemente porque usted no es mi padre. 

Aparece aquí, en la pregunta del capellán, una expresión clara de la Ley del Padre. La tradición de honrar, porque sí, cualquier autoridad masculina. Dios, el padre, los padres, los jueces, los curas, el presidente, los CEOs, los médicos y otras yerbas. Un juego de jerarquías constante en el que la clave está en ser masculino con alguna etiqueta posible. 

Tribunales terrenales o celestiales, religiones, leyes, normas, buenas costumbres, prácticas adecuadas, relaciones humanas, todo es parte de los mismo, nada escapa.

Extraños seres de alas negras



La única actitud digna
de un hombre superior
es el persistir tenaz
en una actividad
que se reconoce inútil.

(Bernardo Soares)

No debe existir espécimen perteneciente al susanaje que no se escandalice al enterarse que el escritor francés Albert Camus, brillante pensador, esforzado escritor, filósofo y ¿por qué no? hombre libre, una vez compuso un personaje que no derramó ni una sola lágrima en el funeral de su madre.

Para colmo, desde que se casó hasta que se divorció de su primera compañera, tuvo la cifra para nada despreciable de diez amantes y después, cientos de mujeres. Hasta yo me vi sorprendida por esa cifra.

¿Con qué necesidad?  (se preguntarán las integrantes del famoso club)

Tal vez por la innegable necesidad de ser libre, tal vez por el deseo irrefrenable de ser un hombre absurdo, tal vez porque a Camus le faltaba una pizca de hipocresía social, tal vez porque le pintó. Podemos intuir la respuesta, no lo sabremos jamás.

Desde la perspectiva de Camus, un hombre absurdo es un hombre libre, aunque lleve en sus espaldas el peso de ser, al menos durante algunos años de su vida, un empleado gris. Un hombre absurdo es también un hombre alejado de toda convención social; incluso la hipocresía se le resiste.

En 1942 publica su primera novela, L´Éxtranger, traducida algunas veces como El extranjero, pero otras como El extraño. Un texto donde el escepticismo frente a todos y todo recorre en forma permanente la piel de su protagonista: Meursault. En 1967 fue adaptada al cine por Luchino Visconti y después al cómic por el argelino Jacques Ferrandez, a quien tuve la suerte de saludar la semana pasada en una conferencia en la Biblioteca Nacional.

Los críticos aseguran que con esto Camus nos advirtió que un hombre así, profundamente apático, insensible de su existencia y la de otros, incluso insensible de su propia muerte, estaba siendo creado en el mundo. También dicen que predijo el comportamiento del hombre occidental, el individuo posterior a la segunda guerra. 

Yo sospecho que Camus simplemente se burlaba de la máscara de las buenas costumbres. 

Hay quienes han criticado fervientemente el comportamiento del protagonista de El extranjero; su actitud, su desidia, escriben incluso que todo en él les repele. Es que dentro de la ley del padre, una ley que todo lo abarca y todo lo jerarquiza, que normatiza aquello que toca, o lo condena, se considera imperdonable no ser capaz de llorar la muerte de una madre.

Otros consideramos a Meursault simplemente injuzgable, al menos en ese punto.

Camus, por su parte, declaró alguna vez que todo lo que sabía sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol:

Aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida; sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre derecha.

Incuestionable, lúcido, terrenal. Vivo. Perteneció a una familia de agricultores, colonos franceses, quienes solían ser despectivamente llamados "patas negras". Nacido en la Argelia francesa, este hombre absurdo fue muy, pero muy pobre. Su padre falleció como consecuencia de una herida de guerra cuando él cumplía apenas un año de vida, pero los libros llegaron gracias a una beca que el estado destinara especialmente a los hijos huérfanos de los héroes.

Alentado por Louis Germain, su maestro del bachillerato, comienza a leer filosofía. Enfermo de tuberculosis, pobre como una rata, de la nada absoluta al todo, en 1936 Albert Camus se gradúa en la Universidad de Filosofía y Letras. 

También formó parte de la resistencia francesa durante la ocupación alemana. En 1957 recibió el Premio Nobel de Literatura. No soy amiga de los datos biográficos, pero estos me parecieron importantes porque describen la absoluta transformación de un hombre.

El extranjero es la historia de Meursault, decíamos. Muestra cómo ni el amor, ni la amistad, ni el éxito personal, ni ningún otro psicofármaco tienen la suficiente importancia cuando la angustia existencial de este antihéroe inunda su ser; Meursault dejará que la angustia lo atraviese sin usar los anestésicos típicos que todavía hoy se nos proponen como válidos. Por no mencionar los antidepresivos químicos, Dios y los hijos.

(...)
Entonces el juez de instrucción puso el crucifijo bajo mis ojos por sobre la mesa y gritó en forma irracional: Yo soy cristiano, pido a Este el perdón de tus pecados ¿cómo puedes no entender que ha sufrido por tí?
Me di perfecta cuenta de que me tuteaba, pero también estaba harto de mi. Cada vez hacía más y más calor. Como siempre que siento deseos de librarme de alguien a quien apenas escucho, puse cara de aprobación. Con gran sorpresa mía exclamó triunfante: ¿Ves? ¿Ves? ¿No es cierto que crees y que vas a confiar en Él?. Evidentemente dije "no" una vez más. Se dejó caer en el sillón.
(...)

En este tiempo farmacológico, donde nos venden bienestar como resultado de la conformidad y el consumo, tal vez ser un absurdo tenga mucho más que ver con pensar demasiado, usando siempre, en esa empresa empírica, el pensamiento crítico, que con la apatía o el desinterés. 

Un extranjero, una extranjera, puede ser muchas cosas, un individuo extraño, indefinible, callado, apático, o quizás el más amable y emocional de los seres. Lo que jamás podrá ser es un individuo masificado, atado a la norma, a la ley del padre, a las convenciones sociales, o a cualquiera de las “religiones” vacías del hombre moderno. Pongan ahí la palabra que gusten. Un otro que nos interpela, que nos atraviesa y transforma desde su diferencia, nunca desde el discurso hegemónico.

La crítica dice que durante la trama Meursault se transforma en “un extranjero”, un ser odioso, que juzga y remueve los fantasmas de una sociedad angustiada, cuya moral doble, hipócrita, carente de sentido, regula la vida de todos. Una moral que no condena la muerte de millones de seres en manos de un pequeño grupo de miserables pero condena de la misma manera a un hombre que no llora a su madre que a un asesino que mata a sangre fría; una condena que resultará ser la única opción para consumar la búsqueda de la propia existencia. Y eso se parece bastante al concepto del absurdo en El proceso de Franz Kafka.

Cualquier coincidencia, pura realidad.

En el libro, Camus retrata la escena de un asesinato. Lo hace desde el recuerdo de una situación personal, vivida unos años antes con su grupo de amigos en una playa de Argel. En aquel entonces queda impresionado por la dimensión potencial que toman los acontecimientos, una pelea con dos árabes, y la escena del libro decanta, tiempo después, modificada. Meursault finalmente asesina al árabe de cinco disparos en el pecho porque interrumpió su paseo "con el irritante brillo de su cuchillo en los ojos". Esta escena en la realidad no llegó a mayores.

Camus pensaba que el hombre, por su humanidad, se encuentra siempre en una “condición absurda”, que no está exento de cruzarse con todo tipo “situaciones absurdas”. Así lo retrata en su libro de 1947, La peste, donde una epidemia de peste bubónica logra diezmar en unos pocos días gran parte de la población de la ciudad argelina de Orán. 

Así, mientras un grupo de hombres y mujeres religiosos reza pidiendo piedad y perdón a un dios ciego, sordo y mudo, otro grupo de hombres, los médicos zonales, pragmáticos y humanitarios, desarrollan la solidaridad, la contención y todo tipo de estrategias para lograr detener el mal. Sin embargo, la enfermedad, así como viene se va:

Porque el hombre, en última instancia, no tiene control de nada

Aun así, Albert Camus nos deja un pensamiento sobre la verdadera condena, la estupidez humana:

En nuestra sociedad, un hombre que no llora en el funeral de su propia madre corre el peligro de ser sentenciado a muerte.






Reyes desnudos


Protégeme de lo que quiero.
(Jenny Holzer)

En esta época de consumo ilimitado, entender que no todo se puede es una utopía. El mercado y la ciencia quieren, porque necesitan, que entendamos que Ser es Ser igual a todos. O no ser. Así, se elimina toda particularidad de un sujeto, se universaliza, allana, ordena y alisa el comportamiento humano y en ese pulimiento también se va el deseo propio, la singularidad. Cada vez que hacemos lo que todo el mundo hace, cada vez que decidimos lo que la gran mayoría considera correcto, una parte de nosotros es mutilada y muere para siempre.

La filosofía advierte que hoy, si el sujeto no goza de la misma manera que lo hacen todos queda excluido, porque esta época busca colmar la falta ofreciendo consejos para consumir objetos que permitan gozar, induciendo, mediante sutilezas, las pautas de conducta apropiadas para pertenecer, para permanecer dentro de la gran manada, para consumir más de eso que todos consumen. En la era de la Psicopolítica, el sujeto vive convencido de que su deseo es singular, único.

Ya en 1967 Jacques Lacan avistaba que este para todos titánico y universal al que nos vemos sometidos a diario no hace más que producir temibles efectos segregatorios. Es que ser diferente genera miedo, soledad, angustia, malestar, incomodidad, pero sobre todo genera invisibilidad. Y todos sabemos que un sujeto invisible es muy difícil de controlar. Individualizado y sin adoctrinar, será duro el camino hasta encontrar a otros como él. 

Establecer un orden en la vida, rígido o flexible, no importa, procurar una cierta estabilidad, una serenidad que proporcione la paz, no es más que otro comportamiento adquirido, uno de los tantos discursos implantados en el deseo, desde el status quo, para mantenernos lo suficientemente anestesiados y obedientes, con cuerpos dóciles; es decir, fáciles, trabajadores, eficientes, ordenados. 

Y la única resistencia posible es darse cuenta, a patadas en el culo, de que solo somos marionetas.

Durante sus seminarios, Lacan sostuvo con total convicción que en el individuo moderno la felicidad no puede ser más que una sumatoria de momentos aislados -en el caso que los haya- esporádicos, y además breves:

Porque quien quiera que nos creó, no nos ha pensado para ser felices. 

Un argumento interesante que nos confirma, una vez más, que el universo conspira contra nosotros, que estamos equivocados cuando pensamos que la felicidad está siempre en algún otro lugar, que quienes se proclaman "personas felices" no son más que reyes desnudos, necios nadando placenteramente en la sustancia viscosa de su estupidez, ciegos que niegan todo lo que no pueden ver, ignorantes que ocultan eso que no quieren saber de sí mismos.  

Alejada de toda norma, en la profunda oscuridad, donde la luz puede intuirse pero no alcanza, donde se encuentran el mayor caos y el más genuino desorden, habita la verdadera sustancia de cada uno, la que se filtra en los sueños, la que no se negocia, la que nos da forma. 



Espacios comunes

Los fondos abisales tienen
tres niveles de profundidad bajo el piélago
de 200 a 1000 metros el mesopelage
hasta los 4000 metros la zona bastial
o también llamada medianoche
de los 4000 hasta el fondo se llama abismo
o más bien zona abisal
tú me dices
hay una cuarta zona más bajo el fondo.

La zona de medianoche funciona
como un primer atisbo hacia lo desconocido
abriendo una costra en la casa
rasgando el comedor supura
un pasillo cicatrizado
que termina en una esponja
húmeda en el centro
del centro hacia abajo
de las profundidades.

La pieza del padre
un armario donde se guardan
toallas muertas sábanas que nunca se ocuparon
los cadáveres son llevados por la corriente oceánica
hacia el pasillo.

La zona de medianoche es el purgatorio.
A veces el vacío.
A veces los dos.

Los peces se alimentan
de los restos de otros peces no luminosos
de los peces que habitan el piélago
caen del cielo
lunares sin escamas
con sabor a veces
a lo ajeno de un submarino
a veces a petróleo.

Todos somos necrófilos y carroña
en el pasillo de medianoche alcanzamos una vida
que dobla la de los otros peces
la de las esporas
la transparencia no nos deja molestar
comemos polillas y cueritos o uñas rotas
un pedazo de piel que se escapa de tus yemas
cuando tomas una taza de té
demasiado caliente y queda una impresión
de los labios secos de alguna mujer
encerrada entre dos espejos.

Los peces de la zona badal no tocan el sol
pero sí tienen luz y a veces un cachalote gigante
a cierta hora se llena de nosotros
hijos de la bioluminiscencia
agotando nuestro tacto
y nuestra sangre
como masticar una pulsera luminosa
tragar neón y vidrio de un tubo

No conocemos el abismo
pero la presión está bien para nosotros
aquí en el mar
tira un vaso plástico
o uno de cartón roto
y verás cómo se contrae
las familias se contraen
a los niños se les aprietan
los huesos por la presión
nuestros cuerpos de rémoras
reposan tranquilos en el humedal.

Francisca Pérez.

King Kong girls

Piras para Bienalsur*

Necesito alguien que me emparche un poco
y que limpie mi cabeza;
que cocine guisos de madre, postres de abuela
y torres de caramelo.

(Charly García)

Esta enumeración de necesidades es en realidad el comienzo de una canción del músico argentino Charly García. Contiene además una especie de lista con las características que debería tener la mujer que le gusta o, en principio, que estaría necesitando. 

Dice otras sandeces tales como: y que me quiera cuando estoy/cuando me voy, cuando me fui/y que sepa servir el té, besarme después/y echar a reir/ y que conozca las palabras/ que jamás le voy a decir. Es cierto, Charly las quiere todas para él. 

Imagino que algo de este tenor, hombres definiendo la femineidad, una suma de tonterías populares, en apariencia inofensivas (sólo en apariencia), debe haber hervido junto a muchas otras cosas de su vida íntima en el cerebro de Virginie Despentes para generar una escritura provocadora y reactiva:

Queremos ser mujeres decentes. Si la fantasía aparece como un problema impuro y despreciable, lo reprimimos. Nenitas modelo, angelitos del hogar, buenas madres, construidas para el bien del prójimo, pero no para conocer nuestro interior. Estamos formateadas para evitar entrar en contacto con nuestro lado salvaje. Antes que nada, tenemos que adaptarnos a la conveniencia del otro, pensar primero en la satisfacción del otro.

Sí, Virginie Despentes escribe. Escribe y ensaya -sin saberlo- un nuevo manifiesto feminista. Por lo menos eso dicen algunos críticos acerca de su libro de 2006, titulado King Kong théorie. Al que muchos consideran un ícono de la tercera ola del movimiento feminista. 

Esta modernidad y su deseo de etiquetarlo todo le han llamado "postfeminismo". 


Allí, Despentes ha querido ensayar un texto de características autobiográficas. Es un intento por desterrar con argumentos simples el mito de la mujer considerada "socialmente atractiva". Esto es, una mujer capaz de seguir su deseo aunque casualmente haga todo, pero todo, lo que la sociedad y la norma esperan de ella; en pocas palabras, hace todo bien. Encarna de esta manera el modelo actual de la "mujer perfecta". 


¿Perfecta para qué? 


Y como si eso fuera poco, y como también los modelos ideales cambian, ahora la mujer ideal ¡es feminista!. Si bien nadie puede considerar negativo el hecho de que el feminismo se haya instalado en los hogares, en el sentido común y se haya vuelto una especie de "moda", no es suficiente. No podemos quedarnos en eso; es una vulgaridad pulida, superficial. Más propia de la modernidad, que todo lo alisa, allana y simplifica, que del pensamiento crítico. Y Despentes lo supo.


Entonces, se hizo espacio para cuestionar con su escritura algunos de los tabúes clásicos del feminismo blanco liberal, como la infidelidad, la poligamia, la prostitución, la transición de género e incluso la homosexualidad. Porque el feminismo blanco, el feminismo académico, suele creerse incuestionable. 


Sin preámbulos, después se mete de lleno con los hombres; también con ellos. Y con la significativa carga que portamos todos por el solo hecho de tener que representar los estereotipos, de masculinidad, de femineidad:

(...)
Estar acomplejada, he aquí algo femenino. Eclipsada. Escuchar bien lo que te dicen. No brillar por tu inteligencia. Tener la cultura justa como para entender lo que un presumido tiene que contarte. Charlar es femenino. Todo lo que no deja huella. Todo lo doméstico se vuelve a hacer cada día, no lleva nombre. Ni los grandes discursos, ni los grandes libros, ni las grandes cosas. Las cosas pequeñas. Las monadas. Femeninas. Pero beber: viril. Tener amigos: viril. Hacerse el payaso: viril. Ganar mucha pasta: viril. Tener un auto enorme: viril. Comportarse, no importa cómo: viril. 

El libro examina también ciertos aspectos de la realidad que escritores de la talla de Franz Kafka inspeccionaron antes: el vínculo indisoluble que existe entre la ley, el orden y el sistema capitalista. Un sistema que excluye, porque hay los que hacen el mal pero lo llaman progreso.

Tal vez, lo más interesante sea que la autora cuestiona, pone en duda, sobre todo y en todo momento, el permanecer en el lugar de la víctima. Con independencia del género, nos llama a la crítica, al cuestionamiento, que siempre nos sacará del lugar de confort. Allí, donde todo parece estar resuelto es donde deberíamos escarbar. Esto es, no quedarnos ni un instante con lo que es aparente. 

Aunque no puede plantear una estrategia de acción colectiva, por lo menos se mira a sí misma, se anima a la pregunta, nos incita a indagar, nos sugiere considerar otra vez las cosas, reflexionar acerca de cómo y por qué todas las prácticas ilegales coexisten siempre con las prácticas legales casi en un equilibrio caprichoso que las regula. A modo de ejemplo podemos considerar la moral burguesa, que observa con indignación la prostitución que ellos mismos consumen.

Al igual que lo hiciera la antropóloga argentina Rita Segato en varias de sus conferencias, Virginie Despentes hace notar el marcado desierto teórico que nos habita, que habita la actualidad en la que vivimos y a este humano moderno, sobre todo en lo que respecta al feminismo. Las dos autoras coinciden en declarar a esto una estrategia del status quo para mantener nuestros cuerpos aún más dóciles de lo que ya son, más convencidos, disciplinados y familiares, adocenados; eso sí, bien educados en la eficacia y el rendimiento. 

Lo más trágico de todo esto es que las leyes, pero también las normas sociales, las prácticas y las buenas costumbres, no sólo nos dicen qué hacer, sino también cómo y con quién. Día tras día, desde los medios, nos bombardean el sentido común, con canciones, publicidades, comentarios, cine; ideas implantadas, heredadas, impropias. Así es como se asegura el mantenimiento de las "prácticas normales", siempre a salvo de las nuevas miradas críticas generacionales. 

En esto, Despentes como tantos otros evocará el pensamiento de Michael Foucault: la modernidad hablará mucho sobre sexo, todo el tiempo; el sexo ya no será tabú. Sin embargo, nos dirá cómo y con quién hacerlo. 

(...)
Escribo desde la fealdad; para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal cogidas, las incogibles, las histéricas, las tontas. Todas las excluidas de ese gran mercado de las "chicas buenas".

Empiezo por acá para que las cosas queden claras: no me disculpo por nada, no vengo a quejarme. No cambiaría mi lugar por ningún otro. Porque ser Virginie Despentes me parece un asunto muy interesante. 
(...)
Porque el ideal de la mujer blanca, seductora pero no puta, bien casada pero no en las sombras, trabajadora pero no exitosa, para no "aplastar" a su hombre; delgada, pero nunca obsesionada con la alimentación, que parece indefinidamente joven pero nunca se dejaría desfigurar por la cirugía estética; madre realizada, pero no desbordada de pañales y tareas del colegio; buena ama de casa pero nunca sirvienta; cultivada pero menos que el hombre que tiene en casa. Esa mujer blanca, feliz, que nos ponen por delante de los ojos, esa, a la que deberíamos hacer el esfuerzo de parecernos, no me la he encontrado jamás, en ninguna parte. Y es muy posible que no exista. 

Ese estar fuera de concepto, esa sensación de extranjeridad que no nos abandona, además de ser incómoda nos hace invisibles, es cierto. Sin embargo, también nos hace auténticos, únicos, nos permite crecer ejerciendo nuestra singularidad, nuestra voluntad. 

Así nos quieren, así nos cultivan: iguales, normalizados, cuerpos y mentes dóciles, que se repetirán incansablemente hasta que entendamos que todo lo ideal tiene olor a caca, que la perfección es una ilusión; o que, en todo caso, no depende de la norma.


*A cargo de los artistas argentinos Malena Pizano, Hernán Soriano, Laura Códega, Piras es la denominación de una exposición que fue especialmente desarrollada para Bienalsur y el Parque de la Memoria, se remonta a una investigación sobre los orígenes de la figura de la bruja, sus repercusiones en América del Sur y como afecta el presente. En el espacio expositivo se erigen diferentes piras como situaciones diseñadas para provocar el pensamiento crítico y autónomo, y cuestionar el canon reinante de la narrativa.