El extranjero



Este artículo contiene opiniones de su autora entrelazadas con pasajes explícitos y determinantes de la trama del libro El extranjero de Albert Camus. Si tenés planeado leer el libro no leas este artículo. 

Al igual que El proceso, del escritor checo Franz Kafka, El extranjero, del argelino Albert Camus tiene implícita una crítica, por demás interesante, a la máscara social, a la justicia del hombre, a la ley del padre, al Dios cristiano. En Camus no todo se trata del absurdo.

El protagonista de esta historia, un hombre joven llamado Meursault, nos hará notar con total lucidez que su abogado, quien en teoría conoce profundamente los elementos que la ley otorga para poder defenderlo, pone en su boca, ante el tribunal de juzgamiento, palabras e ideas que le son ajenas; o por lo menos que no le son propias. Cosas, que el acusado no piensa y que no diría.

Es cierto que por ese entonces ya estará presente en Camus la semilla de El mito de Sísifo, también durante el texto de El extranjero el autor se preguntará por el valor de la vida. Luego, en El mito de Sísifo declarará que lo único verdaderamente importante sobre lo que tendríamos que tomarnos el trabajo de escribir y pensar es el suicidio. En El extranjero, Meursault, una personalidad existencialista pesimista, afirmará que "todos sabemos que la vida no vale la pena de ser vivida". 

Es que para este negado existencialista de pura cepa, lo único que tenemos los hombres es esta vida terrenal. Al menos lo único que tenemos por seguro. Aquí recuerdo una cita de la doctora Esther Díaz: 

Seguro tenemos cuerpo, alma no sabemos.

No tengo dudas de que Camus escribió El extranjero en parte guiado por la impresión que le provocara el hecho de ver morir a otros seres humanos, como usted, como yo, como él mismo, bajo la guillotina. En sus años tempranos, había trabajado como empleado en un juzgado y tuvo la oportunidad de leer varios expedientes judiciales. Es quizás la justicia humana la mayor preocupación de Camus, en todas sus obras la menciona directa o indirectamente. A veces la ridiculiza, la pone en duda, como Kafka

En El extranjero, el autor explica la muerte por decapitación en Francia. Si la cuchilla de la guillotina o el golpe fallaban por algún imprevisto mecánico, la carga se producía nuevamente de inmediato, sin embargo, siempre se corría el riesgo de que, después del primer impacto recibido incompleto, el condenado siguiera aún con vida. 

Como dijimos, Albert Camus tenía, según determina la crítica, una mirada existencial pesimista:


Morir a los treinta o a los setenta importa poco. Todos moriremos

Es probable que en esto haya tenido mucho que ver su enfermedad crónica pulmonar. Camus sufría de tuberculosis y había visto morir a miles a causa de ese mal. Sin embargo, el destino tenía preparada otra cosa para él: falleció en forma repentina, durante un accidente automovilístico, cuando tenía 46 años. A veces pienso con cierto pesar en todo lo que no escribió. 

Sin embargo, su mirada pesimista estaba profundamente comprometida con la acción, de ninguna manera con la pasividad. Su existencialismo no promueve el quietismo ante el absurdo. Aceptar el absurdo, afirma, es la única alternativa al injustificable salto de fe que constituye la base de todas las religiones e incluso del existencialismo, que él mismo no aceptaba completamente.

Desde que uno sabe que va a morir ya no importa cómo ni cuándo

Durante parte de la trama de El extranjero, Albert Camus va dilatando con su gran habilidad creativa la visita del capellán de la prisión, la entrevista ocurrirá como parte de la escena final. De ese modo, el lector queda realmente fascinado con ella. No es una escena más. 

Frente a su propia muerte, frente a la muerte en general, el protagonista tiene una actitud estremecedora. La realidad más difícil de aceptar en todo esto quizá sea el hecho de que una persona muerta deja de interactuar con su entorno. Nos conformaremos con su recuerdo, es cierto, pero no será más que eso: pasado. Un pasado sin posibilidad alguna de actualización, porque la situación de la muerte es -hasta ahora- inevitable. 

Camus desliza en la voz de su protagonista "que una persona muerta no tendría por qué interesarnos más". Es una reflexión cruda, casi nos obliga a empezar por aceptar que cuando estemos muertos se dejará de pensar en nosotros, o se pensará tan solo durante un tiempo. Nadie dice que nuestro entorno no sufrirá la pérdida, sin embargo, el resto será más romanticismo del barato. 

                           No existe idea a la que uno no termine por acostumbrarse. 

Todos estos son pensamientos que Maursault tendrá en su celda, recostado en su camastro, en la segunda parte del libro, después del juicio y la sentencia. Son las ideas que a lo largo de la trama lo convertirán en un extraño, un ser ajeno dentro de su propio entorno, un extranjero entre sus cófrades. 

En ese punto álgido de pensamiento, de profunda reflexión, entrará por fin a escena el capellán. El protagonista, portador de una sinceridad demoledora, modulará con el pobre hombre la hipocresía a su gusto, pero con tanta habilidad que sorprenderá. Normalmente no faltará a la verdad, hará gala de una sinceridad extrema, pero cuando no lo haga, enseguida se confesará en la página. 

  No tengo tiempo ya para volver a Dios. 

Y con esto revelará además de sinceridad, la carencia del autoengaño, la falta de un deseo de soluciones inmediatas.

Me sorprendió encontrar en múltiples reseñas del libro, aunque la mayoría de las veces los autores sean reseñadores no especializados, un juzgamiento, una crítica sobre la personalidad de Meursault hecha de los mismos argumentos que usarán el juez y el procurador en la ficción del libro para condenarlo. 

A lo largo de la historia, el hombre se ha procurado un orden, una justicia sin la cual sería muy difícil vivir en sociedad. Necesitamos de ese orden, es cierto. Lo malo es creer en él, morir por él, como si se tratara de una verdad indiscutible. Y aun así, todavía seguiremos poniendo las más valiosas fichas en la justicia divina, en Dios. "Que todo lo sabe, todo lo ve y todo lo resuelve". Por eso cuando alguien consigue evitar pagar la pena que entendemos le corresponde lo encomendamos y nos encomendamos nosotros mismos a esa justicia. 

Tenemos la culpa grabada en el disco rígido y, como buenos hijos de la culpa, pensamos que Dios nos va a salvar o, en su defecto, a castigar.

¿Es que ama usted esta tierra hasta ese punto? 

Pregunta el capellán frente a la absoluta seguridad del desinterés en Dios. 

Compramos la falsa idea de que estar en plena consciencia de las situaciones terrenales, estar amarrado a una vida plena, placentera, llena de comodidades y compartida con otros viene a ser algo así como "no tener alma" o como mínimo significa "descuidarla". Otra idea implantada por el cristianismo para generar culpa. Sin embargo, se puede hacer el bien sin mirar a quien siendo un ser terrenal, porque ser egoísta nada tiene que ver con creer o no en el alma. 

¿Y qué si esta vida fuera todo lo que tenemos? ¿Y qué si no existen Dios, el alma, el más allá o el Diablo?

¿No deberíamos entonces tratar de vivir acorde a nuestra propia moral, a nuestros propios deseos, sin que eso signifique dañar a otros? Hablo de vivir, de gozar, de tomar decisiones sin pensar en el cielo, el infierno o el purgatorio. ¿No viviríamos acaso cada día como si fuera el único? No es esa una revelación suficiente, un motivo de mayor peso que el alma, el cielo y el infierno juntos?

Desde mi experiencia, he conocido creyentes tóxicos, ventajeros, manipuladores, prejuiciosos e intolerantes, pero sobre todo perjudiciales para su entorno. También conocí ateos muy, muy generosos. No necesitamos un dios enigmático y castigador para ser buenas personas, quizá nos alcance con muchos momentos de intensa duda y reflexión. 

A lo largo de la historia las religiones solo han conseguido que millones de seres humanos sufran, la mayoría son mujeres y eso todavía ocurre.

En el libro, Meursault le pide constantemente al capellán que no le haga perder el tiempo en tonterías. Meursault no cree en Dios y tiene ya poco tiempo para reflexionar.  Esa es su bandera. No hay hipocresía ni auto-engaño en sus palabras. Meursault quiere destinar los pocos momentos que le quedan para pensar en María, en su madre, en sus amigos, en el recuerdo de su hermosa vida terrenal. Meursault quiere vivir sus últimas horas pensando, evocando a sus seres queridos, tratando de entender el sentido de la vida desde su camastro.

—¿Por qué usted me llama Señor y no Padre? —exige saber el capellán. 

—Simplemente porque usted no es mi padre. 

Aparece aquí, en la pregunta del capellán, una expresión clara de la Ley del Padre. La tradición de honrar, porque sí, cualquier autoridad masculina. Dios, el padre, los padres, los jueces, los curas, el presidente, los CEOs, los médicos y otras yerbas. Un juego de jerarquías constante en el que la clave está en ser masculino con alguna etiqueta posible. 

Tribunales terrenales o celestiales, religiones, leyes, normas, buenas costumbres, prácticas adecuadas, relaciones humanas, todo es parte de los mismo, nada escapa.

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