Un zumbido sin rumbo


No se puede vivir así…

Esta expresión parece nuestra, argentina. Sin embargo, es del filósofo coreano Byung-Chul Han. Han vive en Alemania desde hace años, pero observa el mundo, y se observa a sí mismo. Pertenece a su libro El aroma del tiempo, que fue publicado en 2009. En él, Han sostiene que la vida, incluso en su representación más cotidiana, debería adoptar, con suma urgencia, hoy mismo, una forma diferente a la que tiene.

Porque así no va, porque así no se puede vivir.

En sus palabras, el filósofo nos advierte que todos los habitantes de la modernidad (o de la posmodernidad, como prefieran decirlo) todos, pero todos y en todo el mundo, vivimos mal.

¿Vivimos acelerados? No.

Como primera idea, deberíamos tomar consciencia de que somos los dueños del tiempo. Y hacerlo antes de que sea demasiado tarde. Es que para este simpático caballero, la vita activa de nuestro tiempo no significa otra cosa que animal laborans y esto, como es claro, se asocia directamente con el imperativo del trabajo, exigencia que tarde o temprano nos arrebatará lo que tenemos de humano.

Y por desgracia, la hiperkinesia diaria solo logra esconder el problema.

Hoy en día, cualquier amigo que nos crucemos en la calle expresará con orgullo la cantidad de trabajo que tiene, o que hace, la cantidad de actividades que sus hijos desarrollan: escuelas de fútbol, de danzas, tenis, básquet, taekwondo, idiomas, canto y mil etcéteras. En definitiva, nuestro amigo terminará haciendo gala de su falta de tiempo. Es aceptable que le observemos con pena, pero él, muy probablemente no comprenderá el mensaje. 

Han tiene razón: vivimos así.

Entre otras cosas, estamos perdiendo la vita contemplativa, lo que es como decir que estamos perdiendo la mirada, la mirada verdadera, la buena.

Hoy la salud tiene un valor absoluto, no obstante, una vida larga y sana es una vida aburrida. Han considera que por eso el hombre moderno muestra una tendencia cada vez mayor a usar drogas, a comer y a beber demasiado, porque de esta forma, y gracias a la farmacología, en lugar de morir, expiraremos a destiempo, aunque hechos pelota.

Se me ocurre que también serviría que pensáramos la muerte como un FINAL. Nada de transiciones. Pensarla como una transición o no pensarla en absoluto solo servirá para patear la pelota hacia adelante. Tenemos que aceptar hoy que nos vamos a morir tal vez mañana, que la tierra será la misma con o sin nosotros, que el sol saldrá cada mañana. Estemos o no, al universo le será indiferente. Somos nosotros los que nos vamos, aquí nada cambia.

Metido de lleno con el hombre moderno, Han intenta buscar una explicación, una clave, una base para este problema. Al contrario de lo que indica el sentido común, el filósofo asegura que hoy el tiempo no se acelera: se atomiza. Es decir, se resuelve en una sucesión de instantes inconexos, suspendidos, como partículas sin gravedad, consecuencia directa de la falta de narración.

Perder la narración es perder el tiempo lineal, perder la experiencia; es vivir para recibir información, que se acopia y acumula. Unas tras otras, las imágenes y los datos que se nos presentan son tragados como monedas en el juego del sapo. Ni siquiera se digieren.

Ocurre que hoy la comunicación, el pasado, las noticias, los libros están al alcance de la mano, a solo un click de nosotros. Y eso, además de crear en el individuo una ilusión de ausencia de límites lo descorporaliza; es decir, crea en él la ilusión de la falta de cuerpo, lo cual -según Rita Segato- tarde o temprano duplicará la violencia, porque se puede simular no tener los límites impuestos por la materialidad del cuerpo y el cuerpo es siempre el primer otro, la primera experiencia de límite, de incompletitud, de falta. 

Cuando el cuerpo no está, todas las otras formas de alteridad desaparecen, el sujeto deja de ser un sujeto social y aparece la tan vilipendiada fantasía narcisista de completitud, y con ella la negativa a reconocerse castrado. 

Pero además de esto, hoy la disponibilidad de información genera la ilusión de que no hay tierra, ni anclaje, ni arraigo. La información carece de origen, aparece en la pantalla porque vuela, atraviesa continentes, cerebros y cuerpos en el instante mismo del deseo.

La filosofía nos advierte también que cualquier duración que llevamos adelante ya no se comporta como guía. Porque ahora el tiempo solo tiene sentido si progresa hacia metas más o menos inmediatas: irnos de vacaciones, cambiar de trabajo, comprar una casa, tener un auto, terminar una carrera: y para todo eso trabajar más, más y más. En definitiva, perdimos el progreso y la utopía.

Metas, solo metas a corto plazo. De otro modo, sentimos que vivimos sin incentivo. Si el futuro llegara a estar vacío de todo significado no soportaríamos siquiera pensar en él.

Ya no somos capaces de detenernos en el placer del caminar, ni en mirar el camino. Todo tiene que dar frutos, servir para algo, usarse para algo, llegar a alguna parte, o se descarta. Capitalismo puro y aplicado.

Un solo click y una pizza, otro y la compra del supermercado estará en casa, otro más y la medicación recetada llegará a la puerta. Así es como la aceleración logra tener un valor en sí misma, de otro modo no lo tendría. Nos pesa el culo, pero además las esperas hoy se consideran detestables, inútiles. Sin embargo, son las esperas las que nos enfrentan con la angustia. Esa y no otra es la información que ocultamos de nosotros mismos. 

Vivimos así.

Cuando el tiempo histórico, esto es, el tiempo narrativo, se convierte en información, decíamos, se atomiza. Ahí es cuando pierde sentido; si se dispersan los hechos, como partículas suspendidas sin gravedad, el tiempo pierde sostén, tensión narrativa, hilo, y se lleva consigo la posibilidad de la experiencia como tal. 

Correcto. Pero ¿por qué?

Porque vivimos tan aturdidos, tan dependientes, tan desorientados, tan impropios de nosotros, que ninguna vivencia por profunda que pueda ser logra convertirse en experiencia vital.

Joseph Campbell oportunamente decía que ninguna experiencia vital debería quedarse estrictamente en el plano físico, en la zona superficial, pasajera e inmediata, porque toda tradición es un tesoro, la tradición es historia, es tiempo narrativo, arraigo, tierra, sucesión de acontecimientos.

La información no tiene aroma porque la información, como tal, no se relaciona con la historia entre los puntos de un tiempo atomizado, entre esos puntos hay vacío.

Los intervalos de tiempo en los que nada sucede no están destinados al pensamiento, tampoco a la contemplación de las cosas; son considerados aburridos, tiempo muerto o, en su defecto, son amenazas. Amenazas porque donde no sucede nada está la Muerte.

En esos huecos, donde hay tiempo para pensar, donde aparece el ser, la finitud, la futilidad de la vida y con ellas el pensamiento crítico, aparece también la angustia, la melancolía y otra vez: la muerte.

En vez de volvernos zombies, cuando envejecemos, deberíamos volvernos hacia esa vida interior, porque cada historia que está en la psiquis, cada historia que recordamos, que internalizamos como propia, es experiencia, es narración, o sea, tiene aroma.  Decir que tiene aroma es decir que tiene esencia, aplicación a nuestras vidas, porque la conciencia y la energía son lo mismo. Y donde hay consciencia debería haber auténtica energía vital.

Así deberíamos vivir. 

Allí donde hay silencio, donde hay pensamiento, decíamos,  se nos cuela, se agazapa la finitud. Tal vez por eso generalmente estamos haciendo cosas, constantemente hablando o haciendo ruido. Hacemos ruido para no morir de angustia, ruido para no pensar.

Han concluye que el tiempo atomizado, por su condición, nunca logra tener tensión narrativa; para llenar ese vacío de sentido, nos dice, la percepción intentará abastecerse de novedades todo el tiempo.
La narración da aroma al tiempo, sin embargo, hoy, cualquier experiencia que genere un lazo con un futuro próximo pierde importancia o, por lo menos en primera instancia, sufre rechazo.

Erróneamente, asociamos el compromiso con la falta de libertad.

Al vivir acelerados, al sufrir este tiempo que tiene los hechos suspendidos como partículas en el aire, la falta, que intenta llenarse con objetos, agentes farmacológicos e información, paradójicamente, en vez de atenuarse se acentúa. La falta quema, irrita; pues será así más penetrante.

Como decíamos antes, internet, el correo electrónico, generan en el hombre la ilusión de que no hay procedencia, la información es huérfana, los datos carecen de origen, aparecen allí porque han sido “arrojados” a ese espacio; el chat genera además la ilusión de falta total de corporalidad: dos situaciones que contribuyen, a su vez, a la ilusión de ser dioses.

Se necesita cierta lentitud para que un hecho pueda digerirse, internalizarse, hacerse carne, un hecho como una narrativa, como una sucesión de situaciones enmarcadas en un contexto, para que pueda condensarse y cristalizar en la historia de cada uno.

En nuestra cotidianidad, no obstante, perdimos tanto la tensión, el hilo narrativo, que hablamos, decimos, contamos permanentemente las mismas estupideces. Nos volvimos incapaces de seleccionar lo que es importante para decir.

Deberíamos reflexionar a diario que, en este contexto, es preferible callarse. Los viajes en colectivo serían más felices todavía, se los aseguro.

La dilación y también la prisa son dos síntomas claros de la pérdida de narrativa. Al sociólogo inglés Zygmunt Bauman le gustaba decir que el hombre moderno es un peregrino. Sin embargo, Han refuta esta idea asegurando que no es correcta la metáfora, porque un peregrino no conoce progreso en el aquí, un peregrino no tiene el camino seguro. El hombre moderno no hace más que procurárselo, practica una “vida hacia” y, en la medida que puede, tendrá el mundo determinado de antemano, asegurado en el confort.

Para Han el hombre hoy es más bien un soldado, en todo caso, un obrero, porque es un ser masificado, hace lo que todos hacen, desea lo que todos desean, lo que se le “ordena”, porque está normatizado. Él es el amo y el esclavo de sí mismo:

El paso decidido de un hombre que camina es elemental para poder sincronizar o acelerar a gusto. El paso vacilante de la modernidad de nada sirve, con él no llegará a ninguna parte, igual que si estuviera acelerado. Porque el paso vacilante no es el paso del flaneur, este último goza del camino. El paso vacilante es más bien un paso errático, sin rumbo, desorientado.

La diferencia principal entre el hombre moderno y el flaneur es que el hombre moderno no sabe a dónde va. El flaneur pasea, vagabundea, goza el camino. El desorientado, en cambio, carece del paso sosegado del flaneur. Es el sucesor del peregrino, tiene prisa, ajetreo, inquietud, nervios y angustia. En esos seres se ven a la distancia la premura y el desasosiego.

Han establece un paralelo entre el paso vacilante y el zapping, para concluir finalmente que estas dos actitudes indican en el hombre actual la falta de lazo y compromiso con su entorno. También habla del aclamado multitasking, él considera que esta característica en particular es más animal que humana. 

Nos queda el intento de aceptar la angustia, de enfrentar la espera, de volver a la vida contemplativa, a detener la mirada, pero sobre todo deberíamos intentar dejar de andar así, haciendo un zumbido sin rumbo que no marca el paso pero tampoco define ningún tipo de libertad.  

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