El tema del padre

Uno a uno bajo el silencio de la luna (Diego Perrota). Acrílico sobre tela*


-Pero Padre, si Dios no existe...¿por qué creemos en una mentira?
  -Porque preferimos una mentira antes que sufrir...                          
               

(Dark. Capítulo X: Alfa and Omega)

La standapista argentina Natalia Carulias solía bromear en sus shows con la autoridad del padre. Aseguraba que ella misma había decidido tener un hijo por el sólo hecho de que, siendo padres, frente a cualquier “¿por  qué?” que se nos cruce, podremos responder “porque yo lo digo”. Lo que en principio puede parecernos una estupidez es la base de la teoría de Sigmund Freud en su libro de 1913 Tótem y tabú.

El proceso es una novela inacabada del escritor checo Franz Kafka. Fue publicada en forma póstuma por su mejor amigo, el escritor Max Brod, en 1925. Es la historia de Josef K., acusado y condenado por un delito que él mismo no llegaría a conocer jamás. 

Y créanme que esa es la idea. 

Una mañana, este funcionario público es detenido en la pensión donde se aloja sin que las autoridades encargadas de llevárselo le informen el motivo del arresto. Se abrirá así un largo proceso judicial en su contra, cuya lógica escapará en todo momento a la comprensión del acusado. El tribunal encargado de su juzgamiento tampoco comunicará los motivos del proceso, por supuesto. 

Sin embargo, a pesar del desconocimiento total de su crimen, Josef K se verá constantemente asediado por la culpa. Habiéndose declarado inocente en cada etapa del proceso, y tras la infructuosa acción de un abogado, será condenado a muerte y finalmente será ejecutado. Estas son las palabras que cierran su absurda historia: 

Al final, dejaron a K. en una posición que ni siquiera era la mejor de las que habían conseguido. Luego, uno de los caballeros se desabrochó la levita y sacó de una vaina que llevaba colgada en el cinturón unido al chaleco, un cuchillo de carnicero largo, estrecho y afilado por ambos lados, lo levantó y comprobó el filo a la luz. De nuevo comenzaron las repugnantes cortesías, uno le pasaba el cuchillo al otro por encima de K., éste se lo devolvía otra vez por encima de K. Ahora K. sabía exactamente que su deber era tomar él mismo el cuchillo y clavárselo a sí mismo. Pero no lo hizo, giró su cuello, aún libre, y simplemente miró a su alrededor. 

No podía probar del todo su eficacia, no podía quitar el trabajo a las autoridades, la responsabilidad de aquel último error la tenía quien le había negado el resto de las fuerzas necesarias para ello. Su mirada recayó luego en el último piso de la casa que lindaba con la cantera. Del mismo modo en que palpita una luz, así se abrieron de par en par los cristales de una de las ventanas; una persona, débil y delgada por la distancia y la altura, se inclinó de golpe hacia delante y extendió los brazos aún más hacia delante. 

¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Una buena persona? ¿Uno que tomaba parte en ello? ¿Uno que quería ayudar? ¿Era uno solo? ¿Eran todos? ¿Era aún una ayuda? ¿Había objeciones que habían olvidado? Seguro que había algunas. Sin duda la lógica es inconmovible, pero no se resiste a una persona que quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez? ¿Dónde el alto tribunal hasta el que no había podido llegar jamás? Luego levantó la mano y extendió los dedos para poder ver.

Pero las manos de uno de los caballeros se posaban ya sobre su garganta, mientras el otro clavaba el cuchillo hasta lo más hondo del corazón y lo hacía girar dentro de él dos veces. Con los ojos vidriosos, K. vio todavía cómo los caballeros, mejilla contra mejilla, observaban el desenlace, el acto final, ante su rostro. ‘¡Como un perro!’, dijo. Era como si la vergüenza hubiera de sobrevivirle.

Con absoluta meticulosidad burocrática, Josef  K perderá la vida sin saber cómo ni por qué. Una condena a muerte, igual que en la realidad hubo millones. Nunca pronunciadas, nunca escritas, ni siquiera consideradas, de la mano de horribles marionetas que cumplían su función maquinalmente. Es que los estados son la historia del patriarcado, los estados tienen el ADN de los hombres.

Y así, como único gesto de resistencia, Josef K morirá con la vergüenza a cuestas, en la mirada. La vergüenza que le produce el orden que rige el mundo, la vergüenza de ser, él mismo, miembro obediente de un sistema de normas hecho por hombres, a pesar de ser su víctima. 

Esto es, para Franz Kafka, ni más ni menos que la Función del Padre: autoridad y castigo. Es que para el autor checo, todo hombre estará desde que nace hasta que muere bajo persecución. Es cierto que las raíces de esta idea podrían provenir del judaísmo, pero también de cualquier otra religión que conocemos, también de cualquier autoridad.

Kafka pondrá siempre el acento en la autoridad, en la ley suprema, en lo sagrado, en la presencia de un tribunal, en la instancia del juicio, porque para él todos esos son aspectos de una ley, genérica, que tarde o temprano, inevitablemente, nos llevará a sentirnos perseguidos; la infinita cantidad de prescripciones, de asepsias que, desde esa misma ley, sea cual fuere, la de la familia, la de la religión, la de las normas, incluso la de las costumbres, nos son indicadas diariamente, las tácitas y las otras, y nos oprimen. 


Por eso, aunque hagamos todo bien, todos vamos a estar sumisos y silentes frente a un tribunal que no podremos evadir, pero tampoco entender ni influir. Porque para Kafka estamos en constante libertad condicional. Y la eficacia del poder es tanta, tan extrema y absoluta, que a pesar de todo esto aún nos permite creer que somos libres, vivir en la ilusión de la libertad. Y si no, intentemos movernos del conjunto de normas que han sido pensadas prolijamente para cada uno, a ver qué pasa, a ver cómo nos va.

Algunos filósofos han hablado de la actitud de completa sumisión de K. frente a ese poder oculto que lo procesa sin razón. Hannah Arendt, por ejemplo, escribió en un ensayo que los únicos dos aspectos humanos que explicarían esa sumisión son: la necesidad del orden del que forma parte el individuo y la culpa que se adueña de la víctima de esa necesidad: 

El poder de la máquina que atrapa y destruye a K. reside en la apariencia de necesidad, una apariencia que se hace real gracias a la fascinación de los seres humanos por la necesidad. La máquina se pone en marcha porque los hombres consideran la necesidad como un principio supremo, y porque su automatismo, sólo interrumpido por la arbitrariedad humana, es tomado por símbolo de la necesidad. La máquina se mantiene en funcionamiento gracias a las mentiras que justifican la necesidad, de modo que, consecuentemente, un hombre que se niegue a someterse a ese «orden del mundo», a esa maquinaria, se convierte a ojos de todos en un criminal contra una especie de orden divino. 
Esa sumisión se alcanza cuando el hombre deja de preguntarse por la culpabilidad y la inocencia, y pasa a desempeñar resueltamente el papel ordenado por el poder arbitrario en el juego de la necesidad. En el caso de El proceso, la sumisión no se consigue por medios violentos, sino mediante el creciente sentimiento de culpa que la acusación vacía e injustificada produce en el acusado K. Este sentimiento, por supuesto, se fundamenta en la conciencia de que, al fin y al cabo, “ningún ser humano está libre de culpa”. 
De la perpetuación de la mentira que hay detrás de todo se encarga la “maligna máquina burocrática”, en la que Joseph K. se ve “atrapado”, mientras una evolución interna desencadenada por la culpa lo va educando, transformando y conformando “hasta hacerlo capaz de encajar en el papel que le han impuesto y de desempeñarse mal que bien en el mundo de la necesidad, la injusticia y la mentira".

Los críticos afirman que Franz Kafka universalizó su dolor en la escritura, su dolor físico, su enfermedad; pero no solo nos dio a conocer un padecimiento emocional, fue extremadamente selecto y personal en sus ideas, en la delicada construcción de sus personajes, para lograr transmitirnos la situación concreta que condicionó todo su arte, la cuestión que lo hizo ser quien fue; porque si hubo algo que Kafka transmitió fue la disputa con el padre. 

En su escritura, Kafka no sólo establece la disputa con su propio padre, Hermann Kafka, sino la disputa con el padre. El Padre como modelo, esa figura gigantesca y monstruosa que aplasta, que arranca el corazón y lo devora, ese hombre familiar y despótico, el que indica y marca el tiempo; en definitiva: el dueño de la ley. Tal vez por esto muchos críticos afirman también que su Carta al padre no es una simple pieza de ficción.

Hace ya algunos años que el psicoanálisis ha decidido alimentarse de los escritores, entre ellos de Franz Kafka. Su escritura ha sido utilizada como modelo, analizada en exceso, pero lo que verdaderamente está en juego en ella es algo mucho mayor que lo que se acostumbra a comentar, algo mucho más viejo, más profundo, potente y universal que un simple Complejo de Edipo; lo que está en juego en Kafka es la relación con el padre, claro que sí, con su padre, pero también con todos los otros padres, con los dueños y directores del orden y la ley, y  también con el padre universal, con Dios. 

Es que un universo tan paternalista como el nuestro, un universo donde cada cosa debe regirse por la ley del padre, será siempre un universo del aplastamiento, del mandato como norma. Siempre habrá en él una relación de supremacía, una dialéctica del amo y el esclavo, una diferenciación de fuerzas, una disputa por el poder: la misma que venimos sintiendo en los cuerpos desde siglos atrás las mujeres. 

En un universo así el débil será siempre el culpable. En un universo así el único espacio de resistencia que nos va quedando es cuestionar, criticar, atravesar, en todo momento, cualquier intento de ejercicio de autoridad.

Vale la pena conocer la escritura, las ideas de Kafka. Vale la pena también enfrentarse, aunque más no sea, al tema del padre.


Cumpleaños 
(Joaquín Giannuzzi)

He cerrado la puerta de mi padre.
Finalmente lo supe, al amanecer
de este cumpleaños en que te sobrevivo.

Pero aún con la difícil respiración
al borde de la cama y sombrías
opciones por delante, puedo entender
que tú y todos los muertos han perdido
y que vivir es el único prestigio que cubre la tierra.
Entonces, todo lo que es está bien.

Por alguna razón me incorporo; jadeando,
vacío tu rostro hacia la pesada oscuridad
y tengo tu misma manera de torcer la boca
al paso de la puntada por el pecho anginoso. 

Joaquín Gianuzzi (1924-2004) de Violín obligado 1984

*Diego Perrotta es un artista plástico argentino. El cuadro ganó recientemente el PREMIO FUNDACIÓN FORTABAT PINTURA 2019. Estará en exhibición desde el 15 de agosto hasta el 22 de septiembre.

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