Envés


Te escucho entre lo que nunca muere
(Leda Valladares)
Te amo 
         porque aprendimos 
                           a mirar el árbol 
                                        de la misma manera,
                                        con las mismas palabras.
             (Cristina Domenech)


A veces el amor es una pesadilla, es cierto. No obstante, las historias suelen tener un revés y los mitos no son precisamente la excepción a esta regla. Si hay algo que estas historias sugieren, algo que podemos elegir, es leer más allá de su acción moralizadora. Esto es, tratar de ver la belleza contenida, la metáfora, los acontecimientos desprovistos de juicio. 

Al igual que ocurre con la poesía, los mitos suelen ser interpretables. Se admiten tantas interpretaciones como lectores existan. 

Así es como la historia del Gran Dios Pan no debería estar exenta de matices. 

Entre los escritores, el mito de Pan ha quedado rezagado. Circunscripto al lector erudito, ya no es motivo de discusiones, quizá porque el feminismo avanza, quizá porque está un tanto desactualizado, quizá porque esta vez el protagonismo no le pertenece a una diosa bella y temperamental, sino a una Ninfa. No importa.

Una Ninfa es una criatura de los bosques, una deidad menor, más propia de lugares concretos, manantiales, arroyos, montes, el mar o una arboleda, que del Monte Olimpo. También es cierto que cualquier criatura puede pensarse como uno de los rostros alternativos de La Diosa. Porque los modelos son metáforas y no son excluyentes. Los dioses son polifacéticos, transformistas, juguetones, aunque nos guste pensarlos tan rígidos como son los humanos. 

Las Ninfas solían considerarse espíritus divinos que animaban la naturaleza. En las obras de arte las encontraremos representadas como hermosas mujeres, desnudas o semidesnudas, que aman, cantan, bailan y tributan la naturaleza donde habitan. Se cree que moran en los árboles, en las cimas de las montañas, en los ríos, arroyos, cañadas y grutas. Según el lugar donde habitan se las llamó Nereidas, Oréades o Náyades.​ No envejecen ni mueren.

Por otra parte, en base a su genealogía, hay quienes nominan a Pan como un semidios; en cambio, otros lo mencionan como un dios completo. Lo cierto es que para la mitología su reino estaba entre pastores y rebaños, no en el Olimpo.  En la región Arcadia, territorio central del Peloponeso en la Antigua Grecia, no tuvo grandes santuarios de veneración; sin embargo, este fue el sitio principal del culto. 

En la mitología romana Pan es conocido simplemente como Fauno. Entre mitologías, su representación física suele coincidir en algunos detalles: un par de piernas musculosas, habituadas al salto y la velocidad, un cuerpo mitad hombre mitad animal, pies con pezuñas hendidas y dos cuernos muy simpáticos en la cabeza. 

Fue considerado el dios de la fertilidad y la sexualidad masculinas, probablemente como producto de la fuerte presencia del instinto animal en su actitud, integrándose así este aspecto al de su personalidad iracunda. Según el mito, Pan estaba dotado de una potencia sexual mayor a la de otros dioses y, en un intento de normalización, su actitud y su apetito sexual fueron motivo de atencióntanto entre los dioses como en su propio reino. Por propia decisión o por castigo se convirtió en un completo extranjero del Olimpo, un ser marginal. 

Formaba parte del cortejo del dios Dionisio, con quien se cree tiene cierta similitud de carácter. Vivía en los bosques y las selvas, correteando ovejas (y ninfas, por supuesto). Se lo consideró un dios territorial. Supo ver con malos ojos la presencia de forasteros dentro de sus tierras; hay cierto halo de protección y orden en su actitud severa. Se lo considera responsable de las brisas del amanecer y el atardecer. 

Se dice que vivía en compañía de las ninfas del bosque, en una gruta del Monte Parnaso. Asociado a Dionisio, se le atribuyen dotes de cazador, curandero y músico. Es claro que Pan representa la naturaleza en estado salvaje, le gustaban las fuentes de agua natural y se dice que tenía por costumbre espiar a las mismas mujeres que protegía mientras estas se bañaban en ellas. 

En cuanto a la naturaleza de su carácter mucho se ha dicho, se le considera un ser irascible. En la zona actual de la antigua Arcadia, los lugareños todavía piensan inoportuno molestar al dios a la hora de la siesta, por lo cual evitan a toda costa hacer ruido en esas horas. Todavía le temen.

Se le considera una personalidad capaz de presumir sus pequeñas crueldades y su falta de tacto, se dice que encontraba un sabor placentero en la mentira; aunque quizá fuera esa y no otra su manera de estar en el mundo, de ser reconocido. Tal vez por eso en su mirada se adivina cierta melancolía. 

En los mosaicos romanos, y luego en la pintura renacentista, se lo muestra astuto y misterioso. Rígido, poco dado a la improvisación y la entrega; de sonrisa sardónica. Haciendo honor al mito, sus ojos se revelan libidinosos, su boca esquiva.

Los comentadores sostienen que Pan era capaz de desatar en las bestias un temor primordial, capaz de mover a las manadas; dicen que el pánico le debe su nombre. Algunos dicen que es en realidad un demonio, llamado también El Señor de los Mediodías; que es mencionado por Borges en Elibro de los seres imaginarios. Un demonio primigenio de la tradición hebraica, conocido en el desierto de Judea como Keteh Merirí, cuyo nombre proviene del término mryry, lo que significa amargo, acebo, venenoso. En Judea se cree que Keteh Merirí ataca al mediodía, cuando el sol cae a plomo, y que recorre las mismas regiones que la hermosísima Lilith recorre por las noches.

Entre bambalinas también se comenta que tuvo amores correspondidos con la bella ninfa Pitis, pero que no funcionó; que la Ninfa Siringa se convirtió en viento cuando intentaba huir de sus brazos. Los dueños de las soluciones fáciles gustan creer que Siringa decidió huir simplemente porque Pan le causaba repulsión, que nunca podría amarlo, que pidió ayuda a gritos a sus hermanas, las Náyades, para librarse de él; que fueron ellas, dueñas de cierta magia, quienes la hicieron desaparecer. 

Eso ubica a Siringa en una posición de extrema inocencia. Eso expone la inocencia en algunas mujeres como una cualidad. Es como enaltecer la estupidez. También se dice que, al igual que Lilith, ella eligió usar su propia magia, decidió, se convirtió en viento, y escapó en un momento en que Pan la tenía acorralada. En definitiva, se esfumó de entre sus brazos.

Lo cierto es que, como en todo amor difícil, se cuentan de él muchas cosas: hay quiénes aseguran que ese día la brisa sopló con un rumor singular a través de los bosques, que ejecutaba una música triste; que un instante antes de esfumarse, Siringa, desasida ya de los imposibles brazos de Pan, lloraba; pero que su llanto no era el canto de una niña inocente o caprichosa sino el de una mujer que comprende. Dicen que, ya transformada en viento, en un último susurro de amor, Siringa dijo a Pan: 
pude ver con claridad: 
tu deseo me excluía y ya
no quise  acercarme.

De Pan se dice que ha muerto, que una voz nacida del mar le pidió a un marinero de Egipto que informara a los hombres de su muerte; que durante su vida en los bosques fabricó una corona en homenaje a Pitis y un instrumento de viento, hoy conocido como La flauta de Pan para recordar a Siringa. Lo que es incuestionable es que hay una historia que lo recuerda vivo, salvaje y seductor, pero con el corazón roto.

Sin duda los dioses nos habitan, aunque la mayoría prefiera desoír su mandato.

Una reina en harapos



Lejana al mandato de las mujeres sagradas, aún más lejana a las dudosas heroínas que tiempo atrás nos impusiera el cristianismo, desde la antigüedad, el arquetipo de Venus se consolida como una presencia constante.

Se cree que su mito se origina a partir de otras dos diosas arquetípicas: la griega Afrodita, diosa del amor y la belleza; y la etrusca Turan, diosa de la vegetación, la naturaleza y los jardines. Sin embargo, el poeta Virgilio decide dejar claro en su Eneida que la griega tiene a todas luces una personalidad mucho más sexual y cruel que la romana; aunque esta última conserve todos sus atributos y sus símbolos, entre ellos la manzana de la discordia.

Crease o no, tampoco el querido HP Lovecraft fue ajeno a las inclemencias de la diosa:

En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía vagabundea Némesis, la diosa de la venganza negra e informe, que me conduce a aniquilarme a mí mismo.


Disputas aparte, se me ocurre que no debe existir mujer hermosa, sensible, inteligente y decidida a la cual no le quepa el abrigo de Venus.

Dentro de cada mujer, a su manera se expresa. Tiene tantos rostros como mujeres existen. Aunque muchas veces elija moverse en medio de las sombras, callada y reflexiva camina entre nosotros. Su poderosa figura nos rodea y amorosa nos envuelve. Tal vez por eso los poetas están convencidos de que ella, al igual que muchos otros dioses, aún siguen aquí.

Así lo expresa Fernando Pessoa: 


Los dioses no murieron: lo que murió fue 
nuestra visión de ellos. No se fueron, los dejamos de ver.
O cerramos los ojos o alguna niebla se interpuso 
entre ellos y nosotros.
  

Buscando una forma de representar su belleza, los escultores de la antigüedad no han hecho otra cosa que alabarla y tallarla en la piedra. Y así, convertida en piedra, la diosa se vuelve aún más inalcanzable, al tiempo que se resguarda, para que el rito del asombro y la contemplación sigan presentes. 

Tampoco la literatura antigua pudo resistirse a sus encantos. A veces caprichosa, otras, divertida; siempre en las antípodas de la coleccionista de amantes o la devoradora de hombres que representaran otras figuras antiguas como Salomé o la Reina Cleopatra, tal vez versiones más agresivas, momentos, como intuyera Lovecraft, de la misma diosa. Luz y sombras.

Los dioses están ahí. Y Venus, dueña de una belleza exótica y esquiva, jamás efímera, porque su belleza se transforma, nos observa con la serenidad que el tiempo y su condición divina le conceden. Nos susurra al oído, en sueños nos guía; se expresa en las hojas crujientes, en todo lo vivo, indefenso y vibrante que existe en la naturaleza, en todo lo que crece. 

Solo por eso su voz es verdadera.

Respetuosa del amor y su deseo, desde su cielo cercano nos observa. Después, serena, inabarcable  desciende y nos mira chocar unos con otros, desgarrarnos, pelear, trajinar atareados o demasiado ociosos y cobardes. Y sonríe. 


Los dioses no nos envidian, aunque en silencio nos observan. En esa observación nos descifran, comprenden lo que somos, se humanizan. Así es como permanecen dentro de cada uno de nosotros. El poeta -todo escritor- durante su pericia recibe sus voces y todas las existencias contenidas en ellas. 



Hablo de lo invisible,
las cosas y sus nombres instantáneos
siguen robando huecos al espacio.
Las tazas de la tarde, los cigarrillos, un plato azul
lejos de la abstracción de la dulzura
formas precarias de aferrarse al día.

Llegué hasta aquí en dos caras
-una reina en harapos- 
a defender lo que comprendo apenas
al destierro abrigado de una noche de exilio
y mi violenta aldea de los pájaros
loca por volverse morada en algún hueco corazón.


Elizabeth Azcona Cranwell (1933-2004) Diálogo de la lejanía (fragmento)

Homeostasis

Ph Facundo Floria en El Negril de San Telmo

 Ni tus mejores besos en la nuca (ahí 
donde recojo mis cabellos)
           ni este dolor de muelas pueden 
por el momento 
siquiera postergar la certeza
de una vida agotada, inútil
como un violín sin cuerdas.

(Antonio Cisneros de Drácula de Bram Stoker y otros poemas)

La herida es un fracaso que se manifiesta mientras el otro, el verdadero, permanece oculto detrás de un escenario. Se tapa con el peso del tiempo, queda impune; pero los dos se arrastran juntos a través de los días como las cadenas de un fantasma; no hay optimismo en esto, no habrá ilusión o responsabilidad que lo hagan desaparecer. Es un gusano que roe cimientos interminables, el águila que se nos come el hígado solo para que vuelva a crecer. El tiempo nos conforma.

Nos sabemos movidos por la cobardía, lo único tangible, lo que dio sus frutos. Ahora tendremos que trabajar con los restos. Como el residuo amargo queda en la botella al final del vino, materia inservible, resultado de la descomposición, sin embargo capaz de cambiar el sabor en la boca. 

Eso estará ahí, como la gota que horada la piedra, la certeza de vivir hasta el final con un pensamiento: lo que no hicimos.

... Hubo que inventar un paisaje, aunque quedó la costumbre de pensar que todo puede ser inventado, a contrapelo de los hechos, y no en el arte sino ahí donde el arte se destruye. Se inventa felicidad donde solo hay amargura, un sol donde solo hay derrumbe, una foto dichosa donde solo hay casas bajo el agua. Lo que ocurre nunca sucede. 

Hasta que nos sucede, con solo levantar la vista.

Solo hay un paisaje, y es el horizonte. Vivamos con eso.


(Horacio Fiebelkorn)




La historia podría haber sido distinta, lo que se suponía que iba a suceder
en vez de lo que sucedió. Vivir así,

con la esperanza de poder revisar lo que resultó falso o se volvió ilegible,
no era lo que queríamos. Creer que la historia que buscábamos

habría sido como un día en el oeste, en el que todo 
está incansablemente presente –las montañas que proyectan su larga sombra

sobre el valle donde el viento canta su canción circular
y responden los árboles con un seco batir de hojas–  fue demasiado

ingenuo, es indudable, y poco previsor. Porque pronto las hojas,
luego de ennegrecerse, se caerían, y la nieve que anula

posaría su almohada encima del camino, y nosotros, con palas en las manos,
habríamos de encontrarnos, inclinarnos y limpiar la vereda. ¿Qué más

nos quedaría a esta altura del día sino el deseo de reparar el daño
y comenzar de nuevo, la compasión del sol mientras desaparece?


Mark Strand. De Un viejo se va de la fiesta.





Heaven is a place on earth



Este post contiene spoilers sobre San Junípero, de Black mirror.

When the night falls down
I wait for you and you come around
And the world's alive with the sound
Of kids on the street outside

Pensar en la muerte es, como mínimo, aterrador. A medida que transcurre nuestro tiempo vital, incluso cada vez que la salud se desvanece, lo es más. Son pocas -y bastante raras- las personas capaces de ver en la muerte un alivio al sufrimiento terrenal. En la mayoría de nosotros, esa suele ser una postura tan romántica como engañosa. 

Sin embargo, si aquí y ahora ya existen aplicaciones comandadas a distancia que ingresan en cualquier teléfono celular y burlan el encriptamiento de whatssap, todo esto sin que el usuario se de por enterado, no es tan descabellado considerar que la tecnología nos tiene preparadas algunas sorpresas más para el futuro. 

O, por lo menos, eso es lo que imaginaron Owen Harris y Charlie Brooker cuando crearon la serie de Netflix Black mirror. En general, toda la serie está orientada a pensar los peligros del uso no responsable de la tecnología. El juego es así: ellos nos cuentan lo que podría pasarnos, nosotros reflexionamos e intentamos parar la máquina.

Los autores de Black mirror pensaron un futuro, para nada distante, en el que cada uno podrá elegir adónde ir después de la muerte física. Sería algo tan raro como morirse a la medida del deseo. Si lo del celular nos parece un horror propio de la ciencia ficción y está ocurriendo, imaginemos por un momento que alguien, un técnico o varios de ellos, entren en nuestras mentes para convertirlas en un soporte digital. 

El hecho no tiene que ver con decidir cómo, cuándo o dónde moriremos, situaciones inevitables hasta para la ficción de Black mirror, sino con el lugar donde iremos a pasar nuestros días cuando no tengamos cuerpo. Tampoco es cierto que las opciones abunden, seamos claros; o tal vez sí, abundarán, pero no es lo que plantea la serie. 

En esta ficción se nos propone una elección relativamente simple; simple no por la dificultad sino porque las posibilidades son solo dos: aquí se puede optar por ir a la nada o al complejo vacacional San Junípero, que da nombre al capítulo. Una especie de Miami digitalizado, venido a menos, por cierto, aunque con mucho sol, playas exóticas y hermosas casas de fin de semana. En este contexto tecnológico, la nada es, además de la opción más económica, la opción "natural" o, mejor será decir, la opción que estará normalizada para aquella época.

En esta historia los autores plantean una posibilidad que todos deberíamos estar considerando: que al desaparecer la consciencia desapareceremos por completo. Quizá lo más aterrador de esta creencia, cada vez más popular entre filósofos, escritores y actores porno, sea pensar que la vida es esto y nada más que esto; que aquí termina todo, cuando se acaba se acaba. 

Black mirror no niega el alma, pero parece sostener, al menos en esta historia, que la mente es el Alma y, o por lo menos, que el Alma está encerrada en el cerebro, lo cual reduciría todo el asunto a una cuestión eléctrica. Todos coincidimos en que las emociones, los sentimientos, el pensamiento en general, son sistemas complejos. Sin embargo, no podemos negar que cualquier software avanzado actuaría por imitación, analizando al individuo y, finalmente, usando la probabilidad, por supuesto. Nada que un buen análisis probabilístico no pueda solucionar.

Si lo pensamos desde la perspectiva de sus autores, esto es cuestión de cargar y almacenar datos en un software que sea capaz de imitar el complejo sistema químico-neuronal humano, debiendo sustentarse con algún modo de energía (probablemente la electricidad), y todo el asunto estaría, si no resuelto, al menos encaminado.


San Junípero
Así, los astrólogos de Black mirror jugaron con la posibilidad de crear esta dimensión llamada San Junípero -básicamente otro software manejado por supercomputadoras- donde la consciencia de toda persona capaz de pagar un buen precio es depositada -o insertada- aquí para recrear una vida falsa, aunque feliz, después de la muerte. San Junípero no es otra cosa que un entorno de realidad virtual habitado por desahuciados y personas muertas. 

Suena peor que el asunto de espiar el celular ¿cierto?

Sin embargo, el capítulo se trata de la historia de dos mujeres que se conocen y se enamoran durante sus viajes a esta realidad alternativa. En San Junípero los cuerpos son jóvenes, vitales, están sanos y detenidos en el tiempo. 

El cuerpo físico de Yorkie, no obstante, permanece en estado de coma desde los veinte años, es conectada a esta realidad para estimular su sistema neuronal y darle al mismo la posibilidad de tener un envejecimiento más lento. La otra mujer, Kelly, es una persona de edad muy avanzada que vive en un geriátrico, a quien para detener el avance de su Mal de Alzheimer se le permite conectarse en forma terapéutica, como máximo cinco horas, una vez a la semana. 

Aún con cuerpos virtuales, sus mentes se enamoran y después de atravesar una serie de conflictos emocionales irrelevantes para este post, después de viajar por algunas épocas, siempre dentro de San Junípero, después de volver a encontrarse cada vez, las dos deberán decidir qué hacer con lo que les pasa.

Es válido pensar en San Junípero como una aberración tecnológica. Y en todos nosotros, consciencias vegetales, comprimidos dentro de un botón de acero simulando vivir para siempre, también. Es válido preguntarnos por la ética, por supuesto. Sin embargo, en este contexto puntual, San Junípero también es la otra opción, una alternativa más en que pensar cuando hay que decidir; y cuando hay que decidir, normalmente nos gusta conocer todas las posibilidades, tener opciones. Después de todo ¿quién puede resistirse a la eternidad?



Venus introspectiva

                                                                       
                                                                                     Venus introspectiva. Omar Ortiz (detalle)

La poesía –toda escritura– es la síntesis de un hombre atravesado por situaciones y contextos, que descubre cómo decir lo que no resiste siquiera ser nombrado; que se decide a hablar, a terminar de decir, a hacer un homenaje a las emociones que lo atraviesan, a las personas que ama; y con esto, con escenas mínimas, despojado de los lujos de la lengua, produce sentido, despierta inquietudes. La memoria es un espacio desde donde resistir, un fueguito apenas, en medio de tanta oscuridad. 



Estaciones
(Carlos Battilana)

Cada época tiene la eficacia de un nombre.
Una posesión
un cierto vestigio en la luz
la memoria que sólo recorta
el significado
de unas pocas escenas.

Este argumento parece débil:
los hechos se destrozan con el tiempo
y nada los vuelve
posibles.

Sin embargo
hay
una especie de
música de la memoria
que resiste en su bruma.

El agua
se escucha correr.
Los días se agrupan en alguna parte.

Carlos Battilana de El fin del verano. 1999. Ed. Siesta

La instancia de lo impreciso

El vuelo de Venus (detalle) Omar Ortiz
Si evitáramos toda literalidad, tal vez sería correcto asegurar que Carlos Battilana escribe con el cuerpo; es decir, hace pasar su poesía a través de la experiencia física, más que muchos otros poetas de género masculino. Y es válido, el lenguaje permite esas exquisiteces. Después de todo, dentro de lo impreciso del ser, quizá valdría preguntar qué somos despojados de toda metafísica. 
Dice Battilana:

                                                               Eso
                                                               que tiembla allí,
                                                               asustado 
                                                               en medio de la catástrofe
                                                               y que de repente 
                                                               termina.

Bellesi escribe en un epílogo que este poeta lo que nos enseña es cómo parar el corazón neurótico, cómo ejercer el esfuerzo permanente de la fe; porque la poesía no es huida sino reparación y la reparación se nutre de la persistencia, más que de las obsesiones. La poesía, como el amor, es un acto de fe. 

No hay una iluminación en quien escribe, eso es falso. Doy fe. Por más que el verso baje, abriéndose paso entre la niebla del pensamiento, aparezca y se instale, difuso, hasta tomar forma, el poeta aprende a calibrar con cierta pericia, con cierta precisión, eso que roe adentro —como un gusano lo más valioso del dolor. Hay un trabajo físico y preciso con las palabras, que no deben sobrar nunca. 

En sus poemas, Battilana combina austeridad y ternura; cuando abraza a sus hijos, cuando los ama, cuando habla del bosque, de un diminuto jardín en el patio, de la naturaleza en general. Todas esas escenas salvajes son a la vez mínimas, despojadas de tono elevado. 

Siempre habrá señales que tendrán por toda norma aparecérsenos a medias, sugerirse; y aunque sea válido empezar una búsqueda de comprensión, será en vano. Siempre existirá la certeza de que hay más, de que la mirada y los sentidos fracasan. Entonces la escritura también es un fracaso, no hay iluminación que valga, no se puede decir. Nos movemos por intuición, el resto es ruido.

Aun así, Battilana enuncia lo desconocido vinculado con su aspecto real, aquello despojado de toda metafísica: los cuerpos. Apunta a lo impreciso del universo, lo que no logramos descifrar pero está. Y nos deja ahí, pensando en todo lo que no decimos, suspendidos en el misterio, entre un amor y una fe tan activos, tan presentes, que nos sirven como refugio y sostén.


Alrededores
(Carlos Battilana)

Sabe la maleza algo que yo no

Los árboles conocen un misterio natural
vedado
a todo el lenguaje

Hasta los automóviles 
de la ciudad
advierten el adn del metal. Los materiales
de la casa conocen el origen de la madera
y la raíz del sonido,
el origen de las palabras

...todas las cosas de este mundo,
de estos días
se desentienden, sin embargo, de una cofradía
de seres silenciosos
—aturdida por el tedio
sacudida por el mal—
en busca
de una hora de la tarde
en que muchos trajinan
y dos extraños
despliegan la sensibilidad más honda
y administran sus besos
y deslizan sus cuerpos
rodeados de un misterio módico
que atrae
los tesoros más lujosos
del cuarto
las rosas más pequeñas
así, apenas, susurrándose
cosas imposibles
en una hora de la tarde
en la que casi todos trabajan y trajinan
mientras dos extraños 
allí
en esa hora rara de la tarde
se dan fuerza,
como pueden
se dan amor

Carlos Battilana. De Una mañana boreal, 2018. Ed. Club Hem

Un intercambio de escondites



Acaso ser amada de una manera tan absoluta no fuera un destino tan malo
(Carlos Chernov. Eugenia convertida en obra de arte)


Y si hablamos de Belleza, John Berger escribió que el deseo sexual, cuando es recíproco, lo que origina es un complot entre dos personas que hacen frente al resto de los complots que hay en el mundo. Una conspiración de dos.
El plan es ofrecer al otro un respiro ante el dolor del mundo. Eso es exactamente lo que es. No la felicidad, solamente un descanso físico ante la enorme responsabilidad de los cuerpos hacia el dolor.  
Por eso el deseo anhela proteger al cuerpo amado, protegerlo de la tragedia que encarna, protegerlo de la muerte, conservarlo, eternizarlo en el acto. Y se cree capaz, de hecho.
La conspiración -profundiza Berger- consiste en crear juntos un espacio, un lugar de exención, necesariamente temporal, de la herida incurable de la que es depositaria la carne. Ese lugar es el interior del otro cuerpo. La conspiración consiste en deslizarse al interior del otro, allí donde no se les pueda encontrar. 
El deseo es un intercambio de escondites, hablar de volver al útero es una simplificación vulgar.
Tocar una pierna con una mano de amante, que sea para excitar o para relajar no supone diferencia alguna. El tacto aspira a alcanzar, más allá del fémur, de la tibia o el peroné, el propio corazón de la pierna, y el amante completo espera acompañar ese gesto y habitar en él. 
No hay altruismo en el deseo, es claro. Al principio están implicados dos cuerpos y la exención, siempre y cuando se logre, los protege a ambos. La exención es inevitablemente breve y, sin embargo, lo promete todo. La exención suprime la brevedad y con ella las penas asociadas a la angustia de lo efímero.

Tanto verbo difícil, tanta belleza. Somos definitivamente necios. Tanto es lo que no entendimos, tanto lo que perdimos, tanto lo que duele.


En este 

tiempo
escaso con que cuento
alejado del origen
miro la lluvia
el sauce
sus ramas eléctricas
y remojo con agua
con sangre
aquello
que se ha vuelto
pulida narración
pero que aún
cuenta
con algunos huecos
de donde
extraer
el segundo, los minutos,
estas horas que aquí
están
me rodean.


Si pudiera
Carlos Battilana

acostar
el cuerpo
bajo el agua
haría
que las estrías y los borbotones
arrasaran el barro
el polvo acumulado por años
y disolvieran
el lenguaje
antiguo
las viejas palabras
hasta volverme burbuja
charquito
un poco de agua
en el agua.

Carlos Battilana. De Velocidad Crucero, 2014. Ed: Conejos.

Sonata barcelonesa

                                                                                                                                    A Martha Vidal
Llega un momento en que nosotros, pobres prisioneros, perdemos la noción de esclavitud, la dimensión del estado de esclavitud, y comenzamos a sentirnos tranquilos, seguros, estables. Miramos hacia arriba vemos el cielo, sí. Miramos hacia adelante y las sombras circundantes se convierten en el mundo real. Entonces ya no nos sentimos encerrados sino libres, estamos viviendo una vida cotidiana, común y corriente, una vida "normal". Sin embargo, la cotidianidad con sus objetos, con sus artefactos, con sus placeres simples y sus utilidades es el mejor lugar para huir de la angustia, para huir de lo que somos. Como un fármaco, anestesia nuestra consciencia y hace de la angustia existencial una dolencia más ¿para qué tener que recordar todo el tiempo que vamos a morir? 
Y así, en ese día a día olvidamos nuestra finitud; nos creemos dueños, poderosos amos de la vida, cuando en realidad todo, absolutamente todo, en un minuto puede desvanecerse. La diferencia entre la vida y la muerte no es más que unos instantes. Todo siempre es también nada, incluso nosotros. Recordar que nos vamos a morir, aprender a vivir en esa tensión, es asumir que las cosas pueden ser de otra manera, porque nada es definitivo. Somos para la muerte. Eso angustia, por suerte, y nos devuelve la pregunta por el sentido.

Sonata barcelonesa 
(Aldo Oliva)

Será esta la última lúbrica paloma
de esta siesta que se apaga en mi sangre?
Mundo, sé que estás en mi mano
y me despides,
dulce y fluente, 
como un agua primaria
donde el amor futuro en signos se clausura.
No bajaré hasta el mar;
cuando me invada, 
cuando culmine de soledad y plenitud
las horas que se apagaron en mis ojos,
me veré más allá, 
junto a la paloma de mi sangre,
erguido de esplendor frente a la muerte.

Aldo Oliva (1927-2000)

El discreto sadismo de la burguesía

                                                                                                                      
                                                                                                                             Para Hache


Parece que burgués no se nace, se hace. La personalidad burguesa suele construirse como una acumulación de actitudes despreciables, propias y heredadas, aunque se ejecuten, en apariencia sin reflexionar demasiado, a lo largo de toda una vida. 

En La noción del gasto, el antropólogo francés George Bataille habla sobre el profundo cambio social que generó la industrialización. Allí desmenuza la aparición de la burguesía y la herencia de las oligarquías, y muestra también la nocividad que para la vida representa la obsesión patológica por la racionalidad de la economía productiva y de la utilidad, a la que opone la lógica de lo improductivo, del derroche y el gasto. El ensayo pone en evidencia la actitud burguesa por excelencia de nuestro tiempo, que tiene más que ver con la pérdida de la humanidad, la falta de respeto y el desprecio por el otro que con el poder adquisitivo. Ser un burgués es más una actitud que una condición social.

En tanto clase poseedora de la riqueza, que ha recibido con ella la obligación del gasto funcional, la burguesía moderna se ha caracterizado por la negación de principio que opone a esta obligación. Se distingue de la aristocracia en que no consiente gastar más que para sí, en el interior de ella misma, es decir disimulando sus gastos, cuando es posible, a los ojos de las otras clases. 

Según Bataille existe una continua humillación que la burguesía ejerce sobre las clases populares; una humillación que los pobres sólo pueden devolver a través de la Revolución, ofreciéndose a sí mismos a la destrucción y pidiendo a cambio más destrucción. Pero el triunfo de la burguesía está sellado por su cultura, la cual garantiza que la "vida real" de gasto y pérdida sea sólo permitida "tras las puertas cerradas", en privado, concienzudamente pues, como dijimos, en esto la burguesía se distingue. El resultado es la desaparición de todo lo que era generoso, orgiástico, excesivo, y su sustitución por lo que el autor llama una "mezquindad universal". Así, un burgués de pura cepa será un individuo egoísta y mezquino.

Esta forma particular es debida, en el origen, al desarrollo de su riqueza a la sombra de una clase noble mucho más potente que ella. A estas concepciones humillantes de gasto restringido han respondido las concepciones racionalistas que la burguesía ha desarrollado a partir del siglo XVII y que no tienen otro sentido que una representación del mundo estrictamente económica, en sentido vulgar, en el sentido burgués de la palabra. 

El pequeño burgués mezclado en la clase media actual suele ser una persona miserable, el único esfuerzo que valdrá será el suyo, los demás estarán a su servicio, si es posible gratuitamente, a lo sumo por monedas. Sacará ventaja de todo cuanto pueda, tendrá su trabajo en mayor estima que el de los demás, siempre creerá que gana poco para lo que hace, porque considera que todo lo que hace tiene que tener un precio, en definitiva, piensa que vale más que el resto. Históricamente, el temperamento burgués ha sido sádico y explotador. Bataille lo dijo así:

La aversión al gasto es la razón de ser y la justificación de la burguesía y, al mismo tiempo, de su hipocresía tremenda. Los burgueses han utilizado las prodigalidades de la sociedad feudal como un abuso fundamental y, después de apropiarse del poder, se han creído, gracias a sus hábitos de disimulo, en situación de practicar una dominación aceptable por las clases pobres. Y es justo reconocer que el pueblo es incapaz de odiarlos tanto como a sus antiguos amos, en la medida en que, precisamente, es incapaz de amarlos, pues a los burgueses les es imposible disimular tanto la sordidez de su rostro como su innoble rapacidad, tan horriblemente mezquina que la vida humana queda degradada sólo con su presencia. 

Frente a los burgueses, la conciencia popular se reduce a mantener profundamente el principio del gasto, representando la existencia burguesa como la vergüenza del hombre y como una siniestra anulación. Al oponerse tanto a la esterilidad como al gasto, coherentemente con la razón propia del cálculo, la sociedad burguesa no ha conseguido más que desarrollar la mezquindad universal.  La humanidad ha refundado la civilización exclusivamente sobre el principio de utilidad, encadenándose a un sistema de límites donde todo tiene su precio.

El pensamiento burgués existe todavía hoy. No pasa por tener una linda casa, un buen trabajo o un auto, eso no es más que un prejuicio, una manera superficial de mirar las cosas. El pensamiento burgués tiene raíces profundas y antiguas, que van mucho más allá de su economía, se perpetúa y se expande en una clase media explotadora, ventajera, temerosa del otro. 

En ciertas ocasiones las cosas solo pueden decirse de una única manera, aunque escandalice a la mayoría. Lamborguini supo cómo.

El niño proletario
(Osvaldo Lamborguini)

Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.
Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.
El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado.
En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.
Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.
Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al niño proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.
Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de sus chancros, jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a una alquimia que aún no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.

¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo.
La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre.
Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos aún pero empezamos por incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror
oh... por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color.
A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.
No desfallecer, Gustavo, no desfallecer.
Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.
Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.
Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce.
Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.
Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó encima primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor.
Esteban y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un silencio de ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en las manos esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era firmernente hundida en el barro por la mano fuerte militar de Gustavo.
A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.
Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer.
Esteban y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos, correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.
Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.
—Yo quiero succión —crují.
Esteban se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero debía entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulos falanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el cuello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente en la tardanza.
Gustavo pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la arremolinada materia fecal con que ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de su falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo se movía, así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en la rompiente tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal. Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años después, mi primera y trémula eyaculación.
Porque la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.
Descansaba Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a la forma de ¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos. En el estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos golpes exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio esférico del sol para felicitar. Me agaché. Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden:
—Habrás de lamerlo. Succión—
¡Estropeado! se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el placer.
A otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los que dije querer y que murieron, y si es que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un claro sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía para mi crujir.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo memoria.
Desde la torre fría y de vidrio desde donde he contemplado después el trabajo de los jornaleros tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia sobre las labores de encargo. La muerte plana, aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.
Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto.
Los despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo. Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de una buena vez por todas: ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo. Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada de animal.
—Ahora hay que ahorcarlo rápido —dijo Gustavo.
—Con un alambre —dijo Estebanñ en la calle de tierra donde empieza el barrio precario de los desocupados.
—Y adiós Stroppani ¡vamos! —dije yo.
Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.

Osvaldo Lamborguini (1940-1985)