Una reina en harapos



Lejana al mandato de las mujeres sagradas, aún más lejana a las dudosas heroínas que tiempo atrás nos impusiera el cristianismo, desde la antigüedad, el arquetipo de Venus se consolida como una presencia constante.

Se cree que su mito se origina a partir de otras dos diosas arquetípicas: la griega Afrodita, diosa del amor y la belleza; y la etrusca Turan, diosa de la vegetación, la naturaleza y los jardines. Sin embargo, el poeta Virgilio decide dejar claro en su Eneida que la griega tiene a todas luces una personalidad mucho más sexual y cruel que la romana; aunque esta última conserve todos sus atributos y sus símbolos, entre ellos la manzana de la discordia.

Crease o no, tampoco el querido HP Lovecraft fue ajeno a las inclemencias de la diosa:

En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía vagabundea Némesis, la diosa de la venganza negra e informe, que me conduce a aniquilarme a mí mismo.


Disputas aparte, se me ocurre que no debe existir mujer hermosa, sensible, inteligente y decidida a la cual no le quepa el abrigo de Venus.

Dentro de cada mujer, a su manera se expresa. Tiene tantos rostros como mujeres existen. Aunque muchas veces elija moverse en medio de las sombras, callada y reflexiva camina entre nosotros. Su poderosa figura nos rodea y amorosa nos envuelve. Tal vez por eso los poetas están convencidos de que ella, al igual que muchos otros dioses, aún siguen aquí.

Así lo expresa Fernando Pessoa: 


Los dioses no murieron: lo que murió fue 
nuestra visión de ellos. No se fueron, los dejamos de ver.
O cerramos los ojos o alguna niebla se interpuso 
entre ellos y nosotros.
  

Buscando una forma de representar su belleza, los escultores de la antigüedad no han hecho otra cosa que alabarla y tallarla en la piedra. Y así, convertida en piedra, la diosa se vuelve aún más inalcanzable, al tiempo que se resguarda, para que el rito del asombro y la contemplación sigan presentes. 

Tampoco la literatura antigua pudo resistirse a sus encantos. A veces caprichosa, otras, divertida; siempre en las antípodas de la coleccionista de amantes o la devoradora de hombres que representaran otras figuras antiguas como Salomé o la Reina Cleopatra, tal vez versiones más agresivas, momentos, como intuyera Lovecraft, de la misma diosa. Luz y sombras.

Los dioses están ahí. Y Venus, dueña de una belleza exótica y esquiva, jamás efímera, porque su belleza se transforma, nos observa con la serenidad que el tiempo y su condición divina le conceden. Nos susurra al oído, en sueños nos guía; se expresa en las hojas crujientes, en todo lo vivo, indefenso y vibrante que existe en la naturaleza, en todo lo que crece. 

Solo por eso su voz es verdadera.

Respetuosa del amor y su deseo, desde su cielo cercano nos observa. Después, serena, inabarcable  desciende y nos mira chocar unos con otros, desgarrarnos, pelear, trajinar atareados o demasiado ociosos y cobardes. Y sonríe. 


Los dioses no nos envidian, aunque en silencio nos observan. En esa observación nos descifran, comprenden lo que somos, se humanizan. Así es como permanecen dentro de cada uno de nosotros. El poeta -todo escritor- durante su pericia recibe sus voces y todas las existencias contenidas en ellas. 



Hablo de lo invisible,
las cosas y sus nombres instantáneos
siguen robando huecos al espacio.
Las tazas de la tarde, los cigarrillos, un plato azul
lejos de la abstracción de la dulzura
formas precarias de aferrarse al día.

Llegué hasta aquí en dos caras
-una reina en harapos- 
a defender lo que comprendo apenas
al destierro abrigado de una noche de exilio
y mi violenta aldea de los pájaros
loca por volverse morada en algún hueco corazón.


Elizabeth Azcona Cranwell (1933-2004) Diálogo de la lejanía (fragmento)

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