Una vez el rey Sísifo puso grilletes en los pies del dios Tánatos y nadie murió en la tierra durante algún tiempo. Por supuesto que eso enfureció a los dioses. Ares, quien tomó cartas en el asunto de inmediato, lo liberó de su inmovilidad y restableció el equilibrio perdido. Lo cierto es que Sísifo logró desafiar a los dioses, por eso fue condenado a la ceguera perpetua y a empujar una enorme piedra hasta la cima de una montaña solo para verla caer una y otra y otra vez.
Ahora bien, la filosofía asegura que, contrario a lo que nos diría el sentido común, Sísifo logra experimentar la libertad, lo hace durante breves instantes, es cierto, y solo en los intersticios. Es decir, en los momentos en los cuales está llegando a la cima, antes de bajar a recoger nuevamente la piedra para volver a empezar. En conclusión, la filosofía nos propone coexistir con la noche, aceptar la angustia de habitar un mundo absurdo.
Para Albert Camus, por ejemplo, el hombre cuya sensibilidad es absurda es aquel que está consciente de su situación y aun así no piensa en el suicidio. En definitiva, el hombre absurdo es aquel que acepta la realidad que lo contiene. Si un condenado se resignara a su realidad, la monumental tarea que deberá cumplir día tras día se le tornará desesperanzadora, su corazón se volverá melancólico y frágil, también lleno de rencor.
Como respuesta a la adversidad habría que imaginar a Sísifo feliz.
Muy lejos de la resignación, si aceptamos la realidad tal vez tengamos una chance de apropiarnos de nuestro destino y de la piedra cuyo peso habremos de cargar -es decir, soportar- a diario. Esa y no otra es la victoria absurda que Camus propone en su ensayo de 1942, conocido como El mito de Sísifo (Le mythe de Sisyphe).
La otra opción es el suicidio.
Camus era un pesimista pro-activo. Estaba convencido de que tenemos que aceptar el absurdo, porque somos absurdo, el mundo es absurdo, lo que es decir, puro azar, y que la mera lucha por alcanzar la cumbre debería bastar para hacernos felices. El después no importa demasiado.
Tal vez todo se trate de tener el valor de raspar un poco la pintura de la superficie. Aceptar que nuestras vidas son, de hecho, insignificantes y solo tienen el valor que nosotros mismos les asignamos. Una medida puramente ilusoria, por supuesto. La realidad es que, una vez despojado del vulgar maquillaje del romanticismo, el mundo es un lugar extraño y aberrante, para nada amigable.
El mal existe, sin dudas. Proviene de la ambición y la ignorancia humanas, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tanto desastre como la maldad más pura. La obtención de La Verdad es imposible porque en el fondo de la cuestión no hay fundamento, y el uso de la razón, la tecnología y toda la ciencia aun no han podido explicar el universo.
Gran conocedor de Franz Kafka, disidente, reacio, vilipendiado por muchos de sus contemporáneos, Albert Camus aseguraba que hay que luchar sin ponerse de rodillas, porque únicamente el hombre rebelde será capaz de construir una ética por fuera del abrazo de Dios, sin caer al averno del nihilismo, minimizando todo lo posible el mal, pero sobre todo afirmando la vida. Casi la única posibilidad que nos queda.
Niños en el camino vecinal
Oía pasar los carros ante la verja del jardín. A ratos también los veía por entre los resquicios suavemente agitados del follaje. ¡Cómo crujía la madera de sus rayos y lanzas aquél cálido verano! Eran labradores que volvían del campo y se reían que era una vergüenza.
Sentado, en nuestro pequeño columpio, yo descansaba entre los árboles en el jardín de mis padres. Ante la verja el tráfago no cesaba.
Acababan de pasar unos niños a la carrera, carretas de cereales con hombres y mujeres sentados encima y alrededor de las gavillas oscurecían los arriates de flores. Al caer la tarde, vi a un señor paseando con un bastón, y a unas chiquillas que, tomadas del brazo, salieron a su encuentro, lo saludaron y se metieron entre la hierba del costado.
Como salpicaduras de un chorro, unos pájaros alzaron luego el vuelo. Los seguí con la mirada, los vi subir de un tirón hasta que ya no creí que ellos subían sino que yo caía y, aferrándome con fuerza a las cuerdas, empecé por inercia a columpiarme un poco.
Pronto me columpié con más fuerza, cuando el aire ya soplaba más fresco, y en vez de los pájaros en vuelo aparecieron unas estrellas temblorosas. A la luz de una vela me sirvieron la cena.
A ratos apoyaba ambos brazos sobre el tablero de madera, y ya cansado mordisqueaba mi pan con mantequilla. Las cortinas profusamente caladas se hinchaban con el viento cálido, y a veces alguien que pasaba por afuera las sujetaba con sus manos si quería verme mejor y hablar conmigo.
En general, la vela se apagaba pronto y en el humo oscuro del pabilo seguía evolucionando un rato el enjambre de mosquitos. Si alguien me interrogaba desde la ventana, yo me quedaba mirándolo como si mirase las montañas o el aire, y la verdad es que a él tampoco le importaba mucho la respuesta.
Pero si alguno saltaba sobre el alfeizar de la ventana, y me enunciaba que los otros ya estaban frente a la casa, me ponía de pie suspirando.
Oye, ¿por qué suspiras? ¿Qué ha pasado? ¿Alguna desgracia irreversible? ¿Jamás podremos recuperarnos? ¿Está todo perdido?...
¡Qué bien, por fin, estáis aquí! Tú siempre llegas demasiado tarde
¿Qué yo llego demasiado tarde?
Pues sí, tú, quédate en casa si no quieres venir con nosotros. Nada de miramientos.
¡Cómo que nada de miramientos! ¿De qué estás hablando?
Desfondamos el atardecer con la cabeza, ya no hubo día ni noche. Ahora los botones de nuestros chalecos se entrechocaban unos contra otros como dientes. Ahora corríamos manteniendo intervalos siempre iguales con fuego en la boca, como animales de los trópicos.
Cual coraceros de antiguas guerras, pisando fuerte y levantando mucho las piernas, bajamos por la callejuela empujándonos unos a otros y con este impulso en las piernas subimos luego por el camino vecinal.
Algunos se metieron en la cuneta; apenas habían desaparecido entre el sombrío talud cuando volvieron a surgir como forasteros allá arriba, en el sendero, y se quedaron mirándonos.
¡Venga! ¡Bajad!
¡Subid primero vosotros!
¿Para qué nos tiréis abajo? Ni pensarlo ¡tan tontos no somos!
¡Tan cobardes querrás decir! ¡Vamos, subid!
¿De veras? ¿Vosotros? ¿Nos queréis tirar abajo precisamente vosotros? Eso habría que verlo.
Partimos al asalto, recibimos golpes en el pecho y nos dejamos caer gustosos entre la hierba del talud, descansamos sobre ella. Todo estaba uniformemente templado, no sentíamos calor ni frío en la hierba, solo cansancio.
Al girarse sobre el costado derecho, con la mano bajo la cabeza, a uno le entraban ganas de dormir, aunque al punto quería incorporarse una vez más con la barbilla en alto para caer, eso sí, en una cuneta más profunda.
Luego, con el brazo cruzado sobre el pecho y las piernas oblicuas uno deseaba lanzarse al aire y caer en otra cuneta más profunda todavía para ya no parar nunca.
Cómo nos estiraríamos del todo, en especial para dormir, cuando estuviéramos en la última cuneta. Era algo en lo que no pensábamos al yacer allí, de espaldas, como enfermos dispuestos a llorar.
Parpadeábamos cuando alguno de los chicos, pegando los codos a las caderas, saltaba sobre nosotros del talud al camino con sus suelas oscuras. Ya veíamos la luna a cierta altura. Bajo su luz pasó un coche correo.
Por todas partes se elevó una suave brisa que también sentíamos y muy cerca del bosque empezó a susurrar. Nadie sentía ya muchas ganas de estar solo.
¿Dónde estáis? ¡Venid! ¡todos juntos! Oye, ¿Por qué te escondes? ¡Déjate de tonterías! ¿No sabéis que ya ha pasado el correo?
¿Qué dices? ¿Ya ha pasado?
Claro que sí. Pasó mientras dormías
¿Dormir yo? ¿Qué va?
Calla, calla, que aún se te nota. Venga, hombre, ¡venid!
Echamos a correr más apretados, algunos se daban la mano. La cabeza no podíamos llevarla muy erguida porque íbamos cuesta abajo. Alguien lanzó un grito de guerra indio.
Un ansia de galopar se apoderó como nunca de nuestras piernas y a cada salto el viento nos izaba por las caderas. Nada habría podido detenernos, nuestro impulso era tan fuerte que incluso al adelantar a alguien podíamos cruzar los brazos y girar tranquilos alrededor.
Nos detuvimos sobre el puente del torrente. Los que habían ido más lejos regresaron. El agua, abajo, golpeaba contra las piedras y raíces como si no fuera ya noche cerrada. No había ninguna razón para que alguno no saltara sobre el parapeto del puente.
Detrás de unos arbustos, a lo lejos, se oía un tren. Todos los compartimientos estaban iluminados y seguro habrían cerrado las ventanillas. Uno de nosotros entonó una canción callejera, pero todos queríamos cantar. Nuestro canto era mucho más rápido que el paso del tren, balanceábamos los brazos porque la voz no bastaba y con nuestras voces nos fuimos metiendo en un enredo en el que nos sentimos bien.
Cuando uno mezcla su voz con otras queda como prisionero de un anzuelo. Así cantábamos de espaldas al bosque hacia los oídos de los remotos viajeros. Los mayores aún estaban despiertos. En la aldea, las madres preparaban las camas para la noche. Ya era la hora, besé al que estaba a mi lado, a los tres que estaban más lejos solo les tendí la mano y emprendí el camino de regreso.
Nadie me llamó. En la primera encrucijada, donde ya no podían verme, di media vuelta y siguiendo unos senderos corrí de nuevo hacia el bosque. Quería llegar a esa ciudad del sur de la que se decía en nuestra aldea:
No os imagináis qué gente hay allí, si es que no duermen.
¿Y eso por qué?
Porque no se cansan.
¿Y eso por qué?
Porque son necios.
¿Y los necios no se cansan?
¿Cómo podrían cansarse los necios?
Franz Kafka. De: Contemplación. 1913