Máscara y fantasma


El ser humano es esta noche, esta nada 
vacía, que lo contiene todo
en su simplicidad: riqueza inagotable
de infinitas representaciones, de imágenes,
ninguna de las cuales llega precisamente a su espíritu o,
más bien, no están en él como realmente presentes. Se vislumbra
esta noche cuando uno mira
a los seres humanos a los ojos, se hunde la mirada 
en una noche que se vuelve terrible.

Georg Friedrich Hegel

Estamos unidos al misterio del otro. Por el dolor, las equivocaciones, los enojos, por esa fragancia indeleble de cosa viva y a la vez muerta que exhalamos, por cada desacomodo existencial que nos ocurre. 

Como una tentativa de contacto, cada evento errático nos une más. 

Aunque vivamos nadando en la penosa fantasía narcisista del control y la completitud, no hay más extraño que uno. No nos conocemos, no nos somos suficientes. Es la presencia del otro una invitación; su imagen, un vampiro al acecho, un agobio, insoportable en su reiteración, que irrumpe, que termina por frecuentarnos. 

Porque somos (irreversiblemente) espíritus trágicos; y un espíritu trágico es contradicción, camina entre el y el noNo se detiene, aunque parezca inmóvil. 


 ...Ya no basta decir, a fuer de todos los poetas, que los espejos se asemejan a un agua. Tampoco basta dar por absoluta esa hipótesis y suponer, como cualquier Huidobro, que de los espejos sopla frescura o que los pájaros sedientos los beben y queda hueco el marco. Hemos de rebasar tales juegos. Hay que manifestar ese antojo hecho forzosa realidad de una mente: hay que mostrar un individuo que se introduce en el cristal y que persiste en su ilusorio país (donde hay figuraciones y colores, pero regidos de inamovible silencio) y que siente el bochorno de no ser más que un simulacro que obliteran las noches y que las vislumbres permiten.

Jorge Luis Borges (1925)

 Axolotl

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrecencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos. 

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaces de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro.

Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

Julio Cortázar en Final de juego ed: Los presentes (1956).


Coexistir con la noche

Una vez el rey Sísifo puso grilletes en los pies del dios Tánatos y nadie murió en la tierra durante algún tiempo. Por supuesto que eso enfureció a los dioses. Ares, quien tomó cartas en el asunto de inmediato, lo liberó de su inmovilidad y restableció el equilibrio perdido. Lo cierto es que Sísifo logró desafiar a los dioses, por eso fue condenado a la ceguera perpetua y a empujar una enorme piedra hasta la cima de una montaña solo para verla caer una y otra y otra vez.

Ahora bien, la filosofía asegura que, contrario a lo que nos diría el sentido común, Sísifo logra experimentar la libertad, lo hace durante breves instantes, es cierto, y solo en los intersticios. Es decir, en los momentos en los cuales está llegando a la cima, antes de bajar a recoger nuevamente la piedra para volver a empezar. En conclusión, la filosofía nos propone coexistir con la noche, aceptar la angustia de habitar un mundo absurdo. 

Para Albert Camus, por ejemplo, el hombre cuya sensibilidad es absurda es aquel que está consciente de su situación y aun así no piensa en el suicidio. En definitiva, el hombre absurdo es aquel que acepta la realidad que lo contiene. Si un condenado se resignara a su realidad, la monumental tarea que deberá cumplir día tras día se le tornará desesperanzadora, su corazón se volverá melancólico y frágil, también lleno de rencor. 

Como respuesta a la adversidad habría que imaginar a Sísifo feliz. 

Muy lejos de la resignación, si aceptamos la realidad tal vez tengamos una chance de apropiarnos de nuestro destino y de la piedra cuyo peso habremos de cargar -es decir, soportar- a diario. Esa y no otra es la victoria absurda que Camus propone en su ensayo de 1942, conocido como El mito de Sísifo (Le mythe de Sisyphe).

La otra opción es el suicidio.

Camus era un pesimista pro-activo. Estaba convencido de que tenemos que aceptar el absurdo, porque somos absurdo, el mundo es absurdo, lo que es decir, puro azar, y que la mera lucha por alcanzar la cumbre debería bastar para hacernos felices. El después no importa demasiado. 

Tal vez todo se trate de tener el valor de raspar un poco la pintura de la superficie. Aceptar que nuestras vidas son, de hecho, insignificantes y solo tienen el valor que nosotros mismos les asignamos. Una medida puramente ilusoria, por supuesto. La realidad es que, una vez despojado del vulgar maquillaje del romanticismo, el mundo es un lugar extraño y aberrante, para nada amigable. 

El mal existe, sin dudas. Proviene de la ambición y la ignorancia humanas, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tanto desastre como la maldad más pura. La obtención de La Verdad es imposible porque en el fondo de la cuestión no hay fundamento, y el uso de la razón, la tecnología y  toda la ciencia aun no han podido explicar el universo.

Gran conocedor de Franz Kafka, disidente, reacio, vilipendiado por muchos de sus contemporáneos, Albert Camus aseguraba que hay que luchar sin ponerse de rodillas, porque únicamente el hombre rebelde será capaz de construir una ética por fuera del abrazo de Dios, sin caer al averno del nihilismo, minimizando todo lo posible el mal, pero sobre todo afirmando la vida. Casi la única posibilidad que nos queda. 


Niños en el camino vecinal

Oía pasar los carros ante la verja del jardín. A ratos también los veía por entre los resquicios suavemente agitados del follaje. ¡Cómo crujía la madera de sus rayos y lanzas aquél cálido verano! Eran labradores que volvían del campo y se reían que era una vergüenza.

Sentado, en nuestro pequeño columpio, yo descansaba entre los árboles en el jardín de mis padres. Ante la verja el tráfago no cesaba. 

Acababan de pasar unos niños a la carrera, carretas de cereales con hombres y mujeres sentados encima y alrededor de las gavillas oscurecían los arriates de flores. Al caer la tarde, vi a un señor paseando con un bastón, y a unas chiquillas que, tomadas del brazo, salieron a su encuentro, lo saludaron y se metieron entre la hierba del costado. 

Como salpicaduras de un chorro, unos pájaros alzaron luego el vuelo. Los seguí con la mirada, los vi subir de un tirón hasta que ya no creí que ellos subían sino que yo caía y, aferrándome con fuerza a las cuerdas, empecé por inercia a columpiarme un poco. 

Pronto me columpié con más fuerza, cuando el aire ya soplaba más fresco, y en vez de los pájaros en vuelo aparecieron unas estrellas temblorosas. A la luz de una vela me sirvieron la cena. 

A ratos apoyaba ambos brazos sobre el tablero de madera, y ya cansado mordisqueaba mi pan con mantequilla. Las cortinas profusamente caladas se hinchaban con el viento cálido, y a veces alguien que pasaba por afuera las sujetaba con sus manos si quería verme mejor y hablar conmigo. 

En general, la vela se apagaba pronto y en el humo oscuro del pabilo seguía evolucionando un rato el enjambre de mosquitos. Si alguien me interrogaba desde la ventana, yo me quedaba mirándolo como si mirase las montañas o el aire, y la verdad es que a él tampoco le importaba mucho la respuesta.

Pero si alguno saltaba sobre el alfeizar de la ventana, y me enunciaba que los otros ya estaban frente a la casa, me ponía de pie suspirando. 

Oye, ¿por qué suspiras? ¿Qué ha pasado? ¿Alguna desgracia irreversible? ¿Jamás podremos recuperarnos? ¿Está todo perdido?...
¡Qué bien, por fin, estáis aquí! Tú siempre llegas demasiado tarde 
¿Qué yo llego demasiado tarde? 
Pues sí, tú, quédate en casa si no quieres venir con nosotros. Nada de miramientos. 
¡Cómo que nada de miramientos! ¿De qué estás hablando?

Desfondamos el atardecer con la cabeza, ya no hubo día ni noche. Ahora los botones de nuestros chalecos se entrechocaban unos contra otros como dientes. Ahora corríamos manteniendo intervalos siempre iguales con fuego en la boca, como animales de los trópicos. 

Cual coraceros de antiguas guerras, pisando fuerte y levantando mucho las piernas, bajamos por la callejuela empujándonos unos a otros y con este impulso en las piernas subimos luego por el camino vecinal. 

Algunos se metieron en la cuneta; apenas habían desaparecido entre el sombrío talud cuando volvieron a surgir como forasteros allá arriba, en el sendero, y se quedaron mirándonos. 

¡Venga! ¡Bajad! 
¡Subid primero vosotros! 
¿Para qué nos tiréis abajo? Ni pensarlo ¡tan tontos no somos! 
¡Tan cobardes querrás decir! ¡Vamos, subid!
¿De veras? ¿Vosotros? ¿Nos queréis tirar abajo precisamente vosotros? Eso habría que verlo.

Partimos al asalto, recibimos golpes en el pecho y nos dejamos caer gustosos entre la hierba del talud, descansamos sobre ella. Todo estaba uniformemente templado, no sentíamos calor ni frío en la hierba, solo cansancio.

Al girarse sobre el costado derecho, con la mano bajo la cabeza, a uno le entraban ganas de dormir, aunque al punto quería incorporarse una vez más con la barbilla en alto para caer, eso sí, en una cuneta más profunda. 

Luego, con el brazo cruzado sobre el pecho y las piernas oblicuas uno deseaba lanzarse al aire y caer en otra cuneta más profunda todavía para ya no parar nunca. 

Cómo nos estiraríamos del todo, en especial para dormir, cuando estuviéramos en la última cuneta. Era algo en lo que no pensábamos al yacer allí, de espaldas, como enfermos dispuestos a llorar. 

Parpadeábamos cuando alguno de los chicos, pegando los codos a las caderas, saltaba sobre nosotros del talud al camino con sus suelas oscuras. Ya veíamos la luna a cierta altura. Bajo su luz pasó un coche correo. 

Por todas partes se elevó una suave brisa que también sentíamos y muy cerca del bosque empezó a susurrar. Nadie sentía ya muchas ganas de estar solo. 
¿Dónde estáis? ¡Venid! ¡todos juntos! Oye, ¿Por qué te escondes? ¡Déjate de tonterías! ¿No sabéis que ya ha pasado el correo?
¿Qué dices? ¿Ya ha pasado?
Claro que sí. Pasó mientras dormías
¿Dormir yo? ¿Qué va?
Calla, calla, que aún se te nota. Venga, hombre, ¡venid!

Echamos a correr más apretados, algunos se daban la mano. La cabeza no podíamos llevarla muy erguida porque íbamos cuesta abajo. Alguien lanzó un grito de guerra indio. 

Un ansia de galopar se apoderó como nunca de nuestras piernas y a cada salto el viento nos izaba por las caderas. Nada habría podido detenernos, nuestro impulso era tan fuerte que incluso al adelantar a alguien podíamos cruzar los brazos y girar tranquilos alrededor.

Nos detuvimos sobre el puente del torrente. Los que habían ido más lejos regresaron. El agua, abajo, golpeaba contra las piedras y raíces como si no fuera ya noche cerrada. No había ninguna razón para que alguno no saltara sobre el parapeto del puente.

Detrás de unos arbustos, a lo lejos, se oía un tren. Todos los compartimientos estaban iluminados y seguro habrían cerrado las ventanillas. Uno de nosotros entonó una canción callejera, pero todos queríamos cantar. Nuestro canto era mucho más rápido que el paso del tren, balanceábamos los brazos porque la voz no bastaba y con nuestras voces nos fuimos metiendo en un enredo en el que nos sentimos bien. 

Cuando uno mezcla su voz con otras queda como prisionero de un anzuelo. Así cantábamos de espaldas al bosque hacia los oídos de los remotos viajeros. Los mayores aún estaban despiertos. En la aldea, las madres preparaban las camas para la noche. Ya era la hora, besé al que estaba a mi lado, a los tres que estaban más lejos solo les tendí la mano y emprendí el camino de regreso.

Nadie me llamó. En la primera encrucijada, donde ya no podían verme, di media vuelta y siguiendo unos senderos corrí de nuevo hacia el bosque. Quería llegar a esa ciudad del sur de la que se decía en nuestra aldea: 

No os imagináis qué gente hay allí, si es que no duermen. 
¿Y eso por qué? 
Porque no se cansan. 
¿Y eso por qué? 
Porque son necios. 
¿Y los necios no se cansan? 
¿Cómo podrían cansarse los necios?


Franz Kafka. De: Contemplación. 1913



Una mirada otra


Mi lengua materna golpea
la frase
en el muro de la prisión.

Déjame, madre, que transmita
las voces
que aúllan al caer como cascadas.


(John Berger. Páginas de la herida)


 
La mirada es una zona interior donde sedimentan las experiencias reales y las imaginarias. De algún modo esto significa que está cargada de condicionantes. Tal vez por eso no deberíamos consentir jamás la prostitución de la belleza. La belleza está en la mirada, no encaja en ningún molde, no puede ser dicha por otro.

Lo que sabemos, aquello que creemos, todo lo inserto en nuestras psiquis desde la más temprana edad, incluso la memoria colectiva, así como nuestras experiencias personales posteriores a la niñez afectan el cómo vemos.

De este modo, la mirada debe entenderse como un soporte básico y a la vez constitutivo de la subjetividad humana. Ahora bien, mirar es un acto voluntario, una elección. Mirar es elegir, aunque nos exijan transparencia, aunque nuestra subjetividad esté irremediablemente domesticada, aunque día tras día vivamos inmersos en un infierno de lo igual, en el goce idiota de la repetición. 

No apunto con la mano, aquel que apunta con la mano ha olvidado el rostro de su padre. Apunto con el ojo.

No disparo con la mano, aquel que dispara con la mano, ha olvidado el rostro de su padre. Disparo con la mente.

(Stephen King. The dark tower)

En este contexto lo único realmente importante es cómo vemos las cosas, porque mirar es detenerse en lo que nos interesa para observarlo en detalle. Así, como buena mediadora de la expresión y de la comunicación efectiva, la mirada transforma expresión y comunicación y lo hace en base a un complejo mecanismo de observaciones, creencias y experiencias previas. 

En la Edad Media, cuando la gente creía en la existencia física del Infierno, la observación del fuego seguramente debió haber significado algo muy distinto de lo que significa para nosotros hoy. No obstante, su idea del Infierno debía mucho a la visión del fuego que se consume y a las cenizas que permanecen, así como a su experiencia del dolor de las quemaduras. 
Cuando se ama, la observación del ser amado tiene un carácter de absoluto que ninguna palabra, que ningún abrazo puede igualar: un carácter de absoluto que solo el acto de hacer el amor puede igualar aunque sea temporalmente.

(John Berger. Modos de ver)

En definitiva, toda imagen involucra también un modo de ver. La mirada transforma el arte, puede ser una entidad autárquica, al mismo tiempo que describe aquello que observa, se inscribe reflexivamente en ese marco, se fusiona con el paisaje que destaca.

El momento estético ofrece una esperanza porque al vivir la belleza de un cuadro o de una flor nos sentimos menos solos, insertos en una experiencia mucho más profunda de lo que el aislamiento nos haría pensar.

La mantis

Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado por el sol
hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50 cm. de mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la orilla del Chanchamayo
y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas,
confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.
Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre,
pero se desintegró entre mis dedos como una fina y quebradiza cáscara.

Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había destruido
a un macho
           vacío.

La enciclopedia refiere sin asombro que la historia fue así:
el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose, llamando hembra
y la hembra ya estaba aparecida a su lado,
acaso demasiado presta
                       y dispuesta.

Duradero es el coito de las mantis.
En el beso
ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él
y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,
que va licuándole los órganos
y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo,
y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando
la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el macho
se continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula
                                                a la muerte.
Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez lengüita.

Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra
queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta
                                                   del macho.
Nosotros no debemos negar la posibilidad de una palabra
                de agradecimiento.

José Watanabe (1946-2007) de: El uso de la palabra. 1988


Tahona estuosa



behind every beautiful thing,
there is some kind of pain

                                                                                                                             (Bob Dylan)


La expresión Tahona estuosa fue utilizada por primera vez por el poeta peruano César Vallejo, en su libro Trilce, de 1922. Es el título del poema XXIII y hace referencia al símbolo de la madre universal. Está formada por dos arcaísmos que connotan una especie de horno ardiente, semejante al útero materno, capaz de producir el pan para los hijos. 

Además, los versos de este poema proyectan por sí mismos la imagen de una madre nutricia y fértil; tan viva, tan abundante como innumerable, palabra clave -esta entre otras- para referir a una gran capacidad de prodigar vida, alimento y afecto: la madre arquetípica presente en la psiquis del poeta, imagen que refuerzan, y en la cual confluyen, tantas otras: la de la amante, la de la tierra, la de los hijos, pero también la de la creación poética. 

Durante su trabajo, el escritor argentino Juan José Saer, más nuestro y más cercano en el tiempo, forjó un ideal de creación que no pudo cumplir; no tuvo tiempo suficiente. Aún sin ser Dante o Lucrecio, Saer soñaba con ponerse a escribir una novela en verso. Suyo el intento de borrar las fronteras, que consideraba históricas a la vez que ideológicas, entre prosa y poesía. 

Para Saer, la gran revolución poética del siglo XIX nos fue dada con la aparición del poema en prosa, presente en las obras de Baudelaire, Lautréamont y Rimbaud. 
Para Saer, la poesía es y será el arte literario por excelencia y la emoción es su fundamento.

Decidamos asumirnos creadores o no, no importa realmente, tal vez en nosotros el lenguaje no sea más que eso: una devoción, un secreto anhelo por la deidad, el germen deforme de una fe en movimiento constante, una batalla eterna que se sabe, de antemano, perdida

...
y era un momento inmenso en que morí o nací
varias veces, no me explico bien cómo, pero supe
que era esa la gracia de la que hablaba el monje:
canturrear algo hermoso, instintivo y salvaje
en una lengua que uno desconoce

(Rita González Hesaynes - Neuro:mantra)



Leche de la Underwood

Por delicadas que sean, las mañanas
envilecen; lo destructible vacila
y lo que pareciera, frente a nosotros, perdurar,
no nos acoge, menos cruel que indiferente. Animal
anónimo, por más que grites, nadie te escucha,
y ni por lejos la lengua es la que conviene.
Existe, tal vez, en alguna parte, un idioma,
nadie niega, pero habría que desandar,
salir, si fuese posible, del centro de la noche,
y empezar de nuevo con otra clase de balbuceo.
Tantas tardes que resbalan:
                                         ya no se sabe
en qué mundo se está, y sobre todo si se está
en un mundo. Se muerde
un fantasma de manzana, mientras sigue merodeando,
como desde un principio, lo oscuro. Destellos
de un sol de invierno en la ciudad
transparente; brillos, rápidos o lentos,
que algunos blanden como pruebas
abandonándose, soñadores, a su tibieza. Entre tantas
estrellas, esperanzas: relentes
de un reino animal.

Juan José Saer de: El arte de narrar 

Lo único y lo que sobra

                             



El hombre cree estar libre del terror cuando ya no existe nada desconocido.  
La pura inmanencia del positivismo, su último producto, no es más que un tabú,
 en cierto modo universal. Nada, absolutamente nada, debe existir fuera, 
pues la sola idea del exterior es la primera fuente de miedo.

 La dialéctica de la ilustración (Fragmento) Theodor Adorno - Max Horkheimer.

 

Lo extraño nos acecha. Esa animalidad latente y sublime, esa sustancia precoz sobre la que no podemos mandar, está en nosotros. Es una constante antropológica, como la libertad.

Somos monstruos, criaturas absurdas, seres distópicos. En palabras de Nietzsche: cada tanto nos crece un ala o una pierna. Especímenes torpes, territoriales y crueles que destilan una tristeza pegajosa, una alegría parcial; para quienes la luz es, en general, más bien escasa, por tanto, valiosa y apreciada.

Y el trabajo de un poeta debería ser siempre remar contra la corriente, tender hacia la claridad, aun contra sí mismo, aun cuando se manifieste vacilante y tímida; hacerlo, a pesar de la fragmentación caótica de este mundo comido ya hace tiempo por el garrote y el dinero.

Así, un breve instante de consciencia se traducirá en angustia, en una ignota soledad que se cierra en todas direcciones porque es también intemperie y desamparo. El resto del tiempo podremos cantar la canción mentirosa, esa que tiende a hacer la vida peligrosamente tolerable.
 

Toma de consciencia

Ahora veo lo que ha pasado.  La poesía me ha convertido
en un monstruo. Asusto durante el sueño, asusto a los tranquilos.
                                                              Me despierto
en medio de la noche. Porque soy dulce, porque los que duermen
se asustan de la aparición de mi otro yo. Del nombre que deletreo
 
de memoria. Y cada vez siento de modo más sonoro y pronunciado:
esta es mi otra vida, he cruzado el límite
de mí mismo. Cada vez lo siento con más fuerza: esta es mi
otra muerte. Me tocan yemas, me acarician
 
por el rostro, las pestañas de la lengua me aprietan, las tenazas
de la historia, este incandescente hierro de herreros.
Y toda voz me despierta, cada día recorro
el mismo camino, en el que las herraduras de la lengua dejan su
                                                         huella.
 
La poesía me hizo sendero. Me persigo
en el sueño, camino tras mi sombra. Mi vida
se solapa con la vida de las mañanas que espero.
Vivir poéticamente resume todos los estados de ánimo.
 
Las palabras son suplicio y donación. Victoria y derrota.
Lo único y lo que sobra.
 
Primož Čučnik de Ventanas Nuevas.