Una mirada otra


Mi lengua materna golpea
la frase
en el muro de la prisión.

Déjame, madre, que transmita
las voces
que aúllan al caer como cascadas.


(John Berger. Páginas de la herida)


 
La mirada es una zona interior donde sedimentan las experiencias reales y las imaginarias. De algún modo esto significa que está cargada de condicionantes. Tal vez por eso no deberíamos consentir jamás la prostitución de la belleza. La belleza está en la mirada, no encaja en ningún molde, no puede ser dicha por otro.

Lo que sabemos, aquello que creemos, todo lo inserto en nuestras psiquis desde la más temprana edad, incluso la memoria colectiva, así como nuestras experiencias personales posteriores a la niñez afectan el cómo vemos.

De este modo, la mirada debe entenderse como un soporte básico y a la vez constitutivo de la subjetividad humana. Ahora bien, mirar es un acto voluntario, una elección. Mirar es elegir, aunque nos exijan transparencia, aunque nuestra subjetividad esté irremediablemente domesticada, aunque día tras día vivamos inmersos en un infierno de lo igual, en el goce idiota de la repetición. 

No apunto con la mano, aquel que apunta con la mano ha olvidado el rostro de su padre. Apunto con el ojo.

No disparo con la mano, aquel que dispara con la mano, ha olvidado el rostro de su padre. Disparo con la mente.

(Stephen King. The dark tower)

En este contexto lo único realmente importante es cómo vemos las cosas, porque mirar es detenerse en lo que nos interesa para observarlo en detalle. Así, como buena mediadora de la expresión y de la comunicación efectiva, la mirada transforma expresión y comunicación y lo hace en base a un complejo mecanismo de observaciones, creencias y experiencias previas. 

En la Edad Media, cuando la gente creía en la existencia física del Infierno, la observación del fuego seguramente debió haber significado algo muy distinto de lo que significa para nosotros hoy. No obstante, su idea del Infierno debía mucho a la visión del fuego que se consume y a las cenizas que permanecen, así como a su experiencia del dolor de las quemaduras. 
Cuando se ama, la observación del ser amado tiene un carácter de absoluto que ninguna palabra, que ningún abrazo puede igualar: un carácter de absoluto que solo el acto de hacer el amor puede igualar aunque sea temporalmente.

(John Berger. Modos de ver)

En definitiva, toda imagen involucra también un modo de ver. La mirada transforma el arte, puede ser una entidad autárquica, al mismo tiempo que describe aquello que observa, se inscribe reflexivamente en ese marco, se fusiona con el paisaje que destaca.

El momento estético ofrece una esperanza porque al vivir la belleza de un cuadro o de una flor nos sentimos menos solos, insertos en una experiencia mucho más profunda de lo que el aislamiento nos haría pensar.

La mantis

Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado por el sol
hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50 cm. de mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la orilla del Chanchamayo
y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas,
confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.
Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre,
pero se desintegró entre mis dedos como una fina y quebradiza cáscara.

Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había destruido
a un macho
           vacío.

La enciclopedia refiere sin asombro que la historia fue así:
el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose, llamando hembra
y la hembra ya estaba aparecida a su lado,
acaso demasiado presta
                       y dispuesta.

Duradero es el coito de las mantis.
En el beso
ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él
y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,
que va licuándole los órganos
y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo,
y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando
la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el macho
se continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula
                                                a la muerte.
Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez lengüita.

Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra
queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta
                                                   del macho.
Nosotros no debemos negar la posibilidad de una palabra
                de agradecimiento.

José Watanabe (1946-2007) de: El uso de la palabra. 1988


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