Amor es Revolución y se intenta todos los días







Una aproximación inútil de la palabra sobre lo inefable

La Libertad individual es el Talón de Aquiles del Amor. Porque la Libertad es del Otro. Mi libertad está primero, está y es parte de mi deseo, se articula con él, no la sacrifico (O no debo hacerlo). Todos deseamos, en mayor o menor medida, hacer lo que queremos y lo cumplimos. La decisión debe surgir del equilibrio planificado entre deseo y razón, porque no se puede pensar el deseo pero se puede pensar sin sacrificar el deseo. (Filosofía de la Bruja Moderna). En cambio, la libertad del Otro siempre la postergo, la censuro ¡me adueño de ella! Directamente o con acciones secundarias. Sobre todo cuando el ejercicio de esa libertad me hiere.
En las relaciones humanas, solemos caer en el lugar común de decir  "Eso no se hace" o "No está bien que hagas eso"  "¿Cómo me hacés esto a mí? o, lo que es mucho peor, "Yo no tengo necesidad de hacerlo, vos tampoco" . Lo decimos como si el deseo fuera siempre una necesidad de algo.
En realidad, lo que deberíamos limitarnos a decir es "Eso que hacés me lastima" (Siempre que duela) De otro modo, lo único que queremos es pisar el deseo del otro y eso nos convierte automáticamente en unos turros bárbaros. Quizás sea ese mal ejercicio el motivo por el cual, en una relación, observar las acciones del otro se vive casi siempre como una censura sobre ellas y no como lo que en realidad debería ser: autorreflexión y comunicación.
En la práctica del amor, empatizar con el otro es un concepto tramposo. Hay que saber cómo hacerlo. Hay que tratar de entender siempre cómo se siente el otro, eso sí. Solidarizarse con sus sentimientos (eso también). Pero jamás, nunca, nunca por ningún motivo, ponerse la capa de su deseo, porque eso contradice el principio fundamental del amor: la Libertad.

Tu deseo no es mi deseo ni tiene por qué ser así y, si me ubico en él, pierdo la Libertad de elegir qué deseo yo mismo.

Esto hay que tenerlo bien claro. Ir descubriendo, en cada decisión, si estoy cumpliendo mi propio deseo o el deseo del otro que, con o sin intención, fue prolijamente impuesto.

Ahora, si hablamos de Respeto, como un aspecto positivo dentro del amor, este siempre debería referirnos al respeto por la identidad, por las decisiones que toma el otro y por su deseo. La sociedad actual, con su impostura triste sobre los beneficios de ser monógamo y heterosexual, se olvidó del significado de la palabra respeto e impone constantemente esa absurda máscara capitalista que nada, absolutamente nada, tiene que ver con el deseo humano.

Amor debería ser Responsabilidad. Siempre. Hecho curioso hacerse cargo pero que los hay, los hay. Ser responsable de mi propio deseo es hacerme cargo de las consecuencias que este pueda generar en mí mismo y en los demás. Eso implica empezar a aceptar, de a poquito, el concepto de la palabra Joderse, no porque esté mal ejercer nuestro deseo, sino porque ejercerlo trae consecuencias reales y potenciales. No es fácil, ya se. Pensar en lo que podría pasar nos hace actuar con miedo y el miedo, si bien humano, coercitivo. Existe una medida justa para el miedo, de otro modo, será el asesino del deseo. No vale (ni sirve) esconderse detrás del amor para no tener miedo.

Un dato mayor sobre el Amor es la solidaridad. Este dato es importante porque nunca se cumple. Las definiciones que encontré en la web sentencian que Solidaridad es adherir a la causa de un otro, hacer cohesión y ayudarlo sin pedir nada a cambio, sin pedir reciprocidad, sin esperar nada, sin pasarle factura, sin hacer la cuenta. Algo que nadie (o casi nadie) hace.

Estas no son las condiciones de un amor idealizado, no señor.  Son aspectos intrínsecos y positivos que están adentro del Amor, dormidos, pisoteados, relegados y, realmente, estaría bueno que el Amor fuera siempre así. No me refiero solamente al "amor de pareja", que ha sido siempre el más afectado por la idealización y que contiene, además, celos, posesividad, mitificación y agresividad, sino a todas las relaciones humanas que nos son cercanas: padres, hermanos, hijos, amigos y parejas incluidas.


Debería ser muy fácil reconocer las relaciones importantes y, en consecuencia, el Amor: en todas ellas nos comportamos como si tuviéramos mucho que perder. Me importa el otro, no porque seamos dependientes, sino porque el otro es parte de mi identidad y hay un goce intrínseco en el hecho de que esté presente. Sino no dolería tanto, tanto la muerte. En esas relaciones hay amor.

Los ojos son otra cosa






   Marta va y viene, se ve intranquila a esta hora. Como en ruptura, desorientada, perdida. Camina por las calles, agita los brazos. Como arrastrando el frío de la noche, como arrancándose el ruido que se le pega a la piel. Se asoma a la avenida, hay muchas luces distintas y ella las mira atontada.  Cuando se van acercando le parecen burbujas, esferas de luz que revientan y se desparraman por el cielo. Se encienden, una tras otra, una al lado de la otra y explotan. Y Marta hace unos gestos con las manos, como en un acto de magia: simula tocarlas, forzarlas a romperse; o cree que las toca y se le rompen. No lo sé.                                                            
  Cerca de Marta los autos se amontonan, enlentecen la marcha, tocan bocina, pero no le importa, ella sigue quedándose. Vuelve a sus luces-burbuja que la encandilan un poco. Algunos de los que pasan la reconocen, otros la miran con miedo. Esos la esquivan como la esquiva mi vieja cuando pasa por al lado y la mira de reojo.
  Cada tanto Martha levanta un brazo y saca el pulgar, pero no va a ningún lado. Hace ese gesto rápido, con el dedo mugriento apuntando hacia el cielo y se le ven los agujeros en las mangas del saco.     
  Pasan los días y Marta sigue en la esquina. Si un día faltara yo no sé lo que haría. A veces la gente se acerca para darle monedas, pero Marta no pide. No señor. Ella está ahí, nada más. Yo creo que no es una mujer como todas. Marta tiene algo, algo distinto. Cuando paso me mira con esos ojos chiquitos que son de color raro. Azules, no sé. Entre azul y celeste me parece que son. Y redondos. Los ojos de Marta son bien redondos. Y nunca vi tan profundos.                                  
  Cuando me mira, pareciera que sonríe. Apenas mueve la boca, es cierto, pero enseguida se le forman esas arruguitas finas alrededor de los ojos. Es como si me dijera algo, sin hablar. Y entonces, cuando paso caminando, busco sus ojos y yo también le sonrío.

Los pasos de mi opresor


  
  Pensé mucho en lo que tenía que hacer. Noche y día pensé. Quedarme quieta, era eso. Lo intenté varias veces, trataba de no hacer ruido. Pero me ponía a temblar con sólo oírlo acercarse y al principio hasta gritaba. Tuve que aprender a controlarme. No llorar, muda, quieta.
  Después me acostumbré a que estuviera, ahí del otro lado. Cuando llega contengo la respiración como una tonta. Espero unos minutos y me acerco, siempre con la certeza de que él estará ahí, mirándome.
  Sé que me busca, lo escucho moverse detrás de la puerta. Me asomo y lo encuentro adentro del ojo circular y espeso que separa nuestros cuerpos. Me pongo en puntas de pie, estiro los muslos, aguanto así, mientras lo miro.
Busco sus ojos, esos que vi tantas veces.
  Puedo reconocerlo, cada día a la misma hora. Es él, con el tiempo aprendí a darme cuenta. Son latidos sus pasos. Sé cuándo viene y me quedo quieta. Quieta, así es el juego.
  Y ahora, hoy, va a ser diferente. Cuando lo escuche subir las escaleras, pegaré un salto silencioso hacia la puerta, me acercaré primero. Sigilosa, quieta y él deteniéndose para escuchar del otro lado.
   Me quedaré oyendo, contando los pasos que nos separan. Identificándolo por la respiración pausada, completa, como la de los otros, sí, pero suya; propia, única, genuina, suya, y los latidos.



Felicidad por ver a los niños.



-Ay…Que se calle... ¡Por Dios! Que se calle. Por Dios y por todos los dioses que hubo, que hay y que habrá. Me alejo todo lo posible, todo lo que da la sala. Me acerco al ventanal pero sigo escuchándola, toda la sala la escucha. ¿A mí qué me importa que su hijo muerto pudiera enojarse si la abuela en vez de ponerle una velita nueva le pone una usada? ¿A mí que me importan los viajes del hijo mayor, con otros directores de “Energía-Petróleo”, que  tienen que estar en Perú justo el día que Mamita reservó para comer todos juntos en aquél famoso Restó Armenio Tradicional? Estos son los que compran las montañas y los ríos. ¿Y a mí qué me importan las hijas del idiota que tiene sentado justo al lado y que la mira y la escucha asintiéndolo todo? Y ahora le pasa el teléfono ¿Y qué me importa que la mayor de las hijas de Papá meta nada menos que ocho críos en su departamento de la calle Álvarez Thomas y que los haya invitado a comer después de cuatro años de silencio para pasar el día del niño todos juntos y que Papi y Esposa pueden ver a sus nietitos? ¿Y qué me importa que ellos no sepan qué carajo regalarles porque son tantos y que con tantos “no se puede” y entonces -elucubraciones mediante- decidan, con la abuela que está en el teléfono, comprar entre todos una miserable bolsa de caramelos masticables? Y la falta de entusiasmo de Papá porque Paulita no va tampoco me importa ni que Paulita no va porque “donde hay chicos ella no se mete” y entonces, carajo, si faltan Paulita y el marido, Papi no va con el mismo entusiasmo porque va por Paulita, el resto le chupan todos un huevo. Y Papi recalca en la charla telefónica con la Abu que vaya sólo si tiene ganas pero ella deja muy claro que ganas no tiene porque no quiere meterse en semejante quilombo, si vive tan tranquila. Caníbales. Y entonces Papi deja bien claro también que no la obliga pero que si quiere la pasa a buscar para que no gaste en un taxi y que además abrirán una botella de champagne que trajo de afuera ya que total si Dios los ilumina y el tiempo acompaña no será tan difícil la tarde porque los chicos en esos festejos se entretienen con los regalos y por un buen rato no joden...




¿Qué somos?




Todos amamos, todos deseamos y todos necesitamos de los demás. La raza humana es una gran familia o así debería ser, pero no por eso cada uno de nosotros deja de ser un individuo pensante que debe tomar decisiones sin tener que consultarlas. Cuando tu existencia depende de la voluntad de otro no sos vos quien existe, tampoco sos quien decide. Parece que decidís pero no decidís nada. Buena o mala, siempre será la voluntad de otro. Somos seres sociales, eso somos. Es sano no poder sólo ¿Quién puede? Lo que no es sano es la dependencia emocional, psicológica o material que ponemos en práctica todos los días para evadirnos de nosotros mismos. Es hermoso compartir la vida pero así no. Estamos hechos de momentos que no son el trabajo, ni las obligaciones, ni los viajes en subte. Eso no es vivir y no somos nada de todo eso que hacemos para fingir que vivimos. Somos momentos, pero de los otros. Somos Latidos, somos Palabra, somos Recuerdo, somos Libres. Es hermoso compartir la vida pero nunca pegados a otro como una sombra. Dulcemente o no, quien domina tus acciones no te ama. Quien te humilla con cariño tampoco te ama. Se humilla con mucho más que palabras, se humilla con actitudes y las de todos los días son las peores. Están contaminadas con la vulgaridad inmunda del día a día, con el aburrimiento, con las horas, con el tedio, con los días enteros que siempre son lo mismo. No es diciendo Te Amo que se pone en práctica el amor. No hay veneno más amargo que la felicidad fingida. Vale mil veces más ser esclavo de tus propios deseos que esclavo de la voluntad de otro.

Rebecca, en el pozo*




  Rebecca siente gusto a tierra. La siente en la boca, la mastica, la tiene entre los dientes. Hay algo que le raspa en la garganta y eso le da un poco de asco, pero se aguanta.  Se aguanta y reconstruye la caída. Es tierra —piensa— como si supiera el sabor que tiene el barro.
  Siente la lengua pastosa, un sabor amargo y los dientes le crujen si los aprieta, por eso sabe que es tierra lo que tiene adentro. No hay duda. Piensa que a lo mejor fue cuando vino cayendo que pasó lo de la tierra en la boca; mientras daba manotazos alocados, poniendo las esperanzas en cualquier cosa que pareciera un saliente, en alguna ramita que se asomara por entre las grietas o en las raíces de un árbol. Como si eso evitara que siguiera viaje abajo, trató de agarrarse. 
  Y ahí fue cuando tragó tierra. Pero no sabe, porque todo eso pasó rápido y ahora solamente siente el gusto.  Si trata de concentrarse, si lo analiza un poco, lo único que se acuerda es de estar ahí adentro, en el fondo, tratando de flotar. Como si hubiera nacido en el pozo o se le hubieran borrado los recuerdos anteriores a éste.
  El pozo tiene agua, un agua negra, sucia, con olor a podrido. Está oscuro y siente las paredes cerca porque así están, muy cerca. Cayó en un pozo chiquito, de esos en los que no cabe más que un alma.
  Un círculo perfecto la conecta con el cielo y, si mira para arriba, lo ve, pero muy, muy lejano. Todavía es de día y pasan algunas nubes. Entre ellas aparece por momentos el celeste nítido, típico de los cielos despejados. Pero nubes hay y, cuando se distrae mirando para arriba, las puede ver viajar. Celeste mezclado con blanco, los colores del cielo, piensa. Formando figuras, piensa. Figuras como lobos, osos, elefantes.  
 
  Pero las paredes del pozo son negras, negras de tierra mojada. No hay nada vivo más que Rebecca y nada más vivo que Rebecca. Tiene la cabeza empapada, tirita de frío y el pelo chorrea esas aguas oscuras que se le cuelan por los hombros y la espalda, porque cuando cayó llegó hasta el fondo y quedó sumergida. Le tomó un rato entender dónde estaba. 
  Cuando el cuerpo chocó contra el agua creyó que se moriría pronto. Mientras chapoteaba con esa desesperación inmunda de los que se ahogan, sacó la cabeza para respirar y se aferró a lo que pudo. Arañó las paredes aunque se le desmoronaran encima, mientras las piedritas y el polvo caían en una lluvia fina, dejándola ciega, sin aliento y con los ojos llorosos y ardiendo.
  Después descubrió que el fondo no estaba tan lejos y se soltó, se dio cuenta de que el pozo no era mucho más profundo, y que si estiraba los pies, podía tocar la base lodosa.
  Lo último que recordó fue que cuando cayó lo hizo gritando, porque lo que pasó no lo esperaba, no esperaba caerse. Y fue cuando por primera vez la tierra, en algún manotazo, se le coló por la boca y la dejó en ese estado amargo. Entre esas paredes el grito se ahogó enseguida.
  Ahora en el pozo hay silencio, casi lo único que hay es silencio. Silencio, agua y Rebecca, que escucha su respiración y nada más. Y piensa, piensa más tranquila en medio del silencio, aunque esté mojada y con tierra en la garganta.


(*) Sí, así, con coma.

Ya no hay excusas.


 
Simone de Beauvoir debe haber sido una de esas Mujeres que en sus relaciones interpersonales y -sobre todo- en las amorosas, sabía cómo crear un espacio donde no existiera lugar para banalidades tales como el Despecho o la Venganza. No hablo de Dolor, en absoluto. El dolor no es una banalidad y a esta mujer la vida debe haberle dolido como a cualquier ser humano que pisa esta tierra estando realmente vivo (vale la redundancia). Quien camina por este mundo viendo solamente ositos de peluche y corazones de color rosado no merece ni siquiera unas palabras, por lo menos de mi parte. Madurar es mirar hacia adentro en vez de mirar a los demás.
El  documentalista Claude Lanzmann, autor de la famosa película "Shoah" comenzó una relación amorosa con Simone de Beauvoir cuando ella tenía 44 años y él 27. Fueron amantes. Hoy recuerda que a Simone podía contársele todo porque ella casi nunca emitía juicios morales, por lo menos no contra aquellos a quienes amaba y que su primera reacción era siempre hacer un esfuerzo para entender la situación y así poder ponerse en la piel del otro. Esto es, ponerse en sus zapatos. Tarea difícil si las hay.
Sartre desarrolló un concepto que aún hoy, y sobre todo hoy, es demasiado inquietante. Decidió llamarlo "La mala fe" -del francés: «mauvaise foi»-. Es un concepto filosófico que ideó para describir el fenómeno por el cual el ser humano se niega a sí mismo la libertad absoluta, y en cambio elige comportarse como un objeto inerte y estúpido. Dicho en otras palabras, el hombre decide cosificarse. También reflexionó que los seres humanos ya no tenemos excusa para la maldad porque actuando con maldad limitamos nuestra propia libertad y porque cada uno de nosotros es, en definitiva, lo que hace con lo que hicieron de él.

Ya no existen excusas válidas para ser un hijo de puta, ni siquiera las hay para el autoengaño porque hay que hacerse. Si somos como nos enseñaron que teníamos que ser, si no discutimos, si no reflexionamos, si no miramos hacia adentro, si no luchamos por crecer, nuestra propia historia siempre la escribirán otros.
 

 

La Visita.



A Don Adal, que me regaló su historia.

  Después de un sándwich y dos cervezas me tiré en la cama. Me quedé dormido pensando en Angélica. Angélica, vaya nombre. Mientras estuvo en casa esa tarde, me trajo café a la mesa. Eso pasó varias veces.
  Cuando terminó dijo algo, algo que no entendí. Supuse que se iba, oí sus llaves y me habrá saludado con un gesto de la mano. Tampoco me acuerdo si la saludé, nada me preocupa demasiado cuando estoy trabajando.
   No sé cuántas horas pasaron, no pude decirlo. Pero cuando me desperté, todavía era de noche. Sentí el olor a cerveza de mi aliento. El televisor dibujaba figuras, elongadas y saltarinas, que bailaban por el techo en varios tonos de gris.
Fue lo primero que vi.
  Después distinguí la figura de Mago en la habitación. Apenas era jueves, no me había avisado que venía a dormir. Dije su nombre en voz baja. Me miraba serena, desde la puerta del baño. Levanté la cabeza, tratando de adivinarla entre las sombras. La vi desnuda, apenas distinguí la piel lechosa de los brazos y los muslos.

—Mago —dije— Me quedé dormido. No sabía que venías.-

   Se acercó a la cama y se acostó. Le hablé otra vez, sentí sus ojos encajarse en mí. Me miró con tal profundidad, sus ojos eran tan firmes, que la miré también.
   Sentía un sabor acre en la boca, esa urgencia me delataba. Me agarró de la mano, tenía la piel fría. En vano esperé una palabra. En medio del silencio, traté de alcanzar el reloj de la mesa de luz.
  Cuando le di la espalda, se me pegó en un abrazo, rodeándome con brazos y piernas. No pude evitar la impresión que me causó el contacto, una sensación por demás extraña me alcanzó. Su cuerpo rígido y frío, inesperado, me puso inquieto.
—Estás helada— susurré mientras todavía estiraba el brazo para alcanzar mi reloj.
—Solamente vine a despedirme—. Creo que dijo. Esas palabras me despabilaron, mi cerebro reaccionó, forcejeé un poco, al principio con suavidad. Quise darme vuelta para volver a mirarla y pedirle explicaciones. Otra vez esa sensación. Me quedé quieto y pensé.
Esa no era la voz de Mago. 
  Empecé a respirar con más profundidad, me agité. Traté de calmarme, pero tenía miedo. No es fácil describir lo que sentí. No sabía con quién estaba, no la reconocía. No conocía su piel, su voz, nada. Una extraña.
—¿A despedirte de quién? ¿Cómo entraste? –dije, ya aturdido
Para entonces me oía como estaba: desesperado.
  De espaldas a ella, agarrado, sin poder verla, temblando y capturado entre sus brazos, sentí miedo. Los párpados apretados, la cabeza pegada a la almohada y su fuerza que me envolvía y, a la vez, me tenía sujeto. El corazón me latía con tal violencia que, desde donde ella estaba, seguramente podía escucharlo.
—No sos Mago ¿Quién sos? ¡No te conozco! Soltame ¿Cómo mierda entraste? Soltame ¿¿¿Quién sos????
Eso fue lo último que le dije.
  No sé qué pasó después. Volvió la consciencia, me despabilé, me desperté del sueño. La verdad, no sé. Lo cierto es que la sentí desvanecerse. Desaparecer. ¡Literalmente desapareció! Ya no estaba en la cama. Dejé de sentir sus brazos, sus piernas, su piel fría. Me senté, agitado, y después salté como si el contacto con las sábanas quemara.  
  Revisé la habitación, fui al baño y encendí la luz. Creo que hasta salí al pasillo. Me vestí, traté de componerme, di vueltas por la casa, la confusión iba en aumento. Sudaba, me temblaban las manos, yo también quería desaparecer. Pensé en salir a dar una vuelta, pero no lo hice. Pensé en llamar a mi hermano, pero era de madrugada.
  Cualquier sonido de la noche, por conocido que fuera, me ponía en alerta. Una bocina, un portazo, los diminutos estallidos de la madera, todo. Me quedé ahí sentado, impotente y quieto, viendo las horas pasar. Aterrado.
 La ciudad se empezó a mover y agradecí el amanecer y los ruidos de la calle. Como si ese fuera el último día de mi vida, cuando salió el sol, abrí las ventanas de par en par. Quería luz.
  Llegaría Angélica otra vez. Pensé en escribir, pero no moví ni un músculo. No podía, estaba en blanco.
El sonido de la puerta me sobresaltó. Angélica apareció por el cuarto. Se lo conté como un sueño. Ella me escuchó con atención, mientras sacudía las cortinas.
  No podía decir a voz viva que había sentido todo en la carne y que estaba asustado como nunca, pero así era. No podía explicarlo, había sido para mí una situación tan real como mis manos que temblaban, como el sol que estaba saliendo.
  Cuando estaba más tranquilo, Angélica salió del baño con la escoba y el balde y puso su mano abierta frente a mis ojos. En el centro descansaba un anillo, el anillo de plata de Sara. Lo sé porque adentro tiene una inscripción con mi nombre y la fecha del compromiso. Angélica puso el anillo en mis manos para que yo lo guardara. Me dijo que ya no tuviera miedo, porque Sara no volvería.  
  No sé cómo supo que ella murió hace once años y que nos íbamos a casar. Ese era su anillo de compromiso y la enterramos con él. El mío lo llevo puesto todavía, pero no hablo de eso. Mago nunca lo supo y nunca pregunta por mis anillos.
Eso es un secreto entre Angélica y yo.


El Arte y los Símbolos: Anj

  

El arte y los símbolos no pueden disociarse. En el antiguo Egipto, toda expresión digna de ese nombre es un jeroglífico. Plotino, el gran maestro de la filosofía simbólica, lo comprendió perfectamente, como queda de manifiesto cuando escribió que «los sabios de Egipto demostraban una ciencia consumada al emplear signos simbólicos con los cuales, de alguna manera, designaban intuitivamente sin recurrir a la palabra. Cada jeroglífico constituía una especie de ciencia o de sapiencia y ponía la cosa ante los ojos de manera sintética sin concepción discursiva ni análisis; a continuación, esta noción sintética se reproducía mediante otros signos que la desarrollaban, la expresaban discursivamente y enunciaban las causas por las cuales las cosas están hechas de tal manera, cuando su bella disposición provoca la admiración». Hasta finales de la Edad Media occidental, el pensamiento «jeroglífico» era considerado el único capaz de alcanzar el detalle profundo de las cosas, y es bueno recordar que las parábolas crísticas tan sólo son una aplicación entre muchas otras.

El Anj (ˁnḫ) (☥) es un jeroglífico egipcio, un trilítero, que se leería como "vida". Es un símbolo muy utilizado en la iconografía de esta cultura. Como símbolo, no puede sustraerse de la cultura que lo creó. Según la creencia egipcia existen dos mundos paralelos. En uno estamos inmersos, es el mundo visible y material. El otro mundo nos es ajeno, desconocido e inmaterial. El ser humano es un caminante entre esos dos mundos, su ciclo de vida y muerte se lleva a cabo en ambos mundos ya que la existencia no se detiene en ningún momento. El difunto renace en el mundo invisible y viceversa.  El Ankh es un lazo con el mundo invisible que no debe desatarse. Es eso lo importante a la hora de querer comprender el significado de los símbolos. También se la denomina cruz ansada (cruz con la parte superior en forma de óvalo, lazo, asa o ansa), crux ansata en latín, la "llave de la vida" o la "cruz egipcia".

En los diseños egipcios el símbolo Ankh lo portan únicamente los dioses, que lo sujetan de la parte superior del anillo. Ocasionalmente lo aproximan a la nariz o a la boca del difunto situado frente a ellos porque en el mundo de los dioses el Ankh representa lo que ellos tienen para dar. Por lo tanto llevar el símbolo Ankh de vida en la mano es su forma de decirnos que tienen el poder de dar lo que los hombres necesitan. De esta manera concluimos que en el Antiguo Egipto se lo relacionó con los dioses (necher) que eran representados portando dicho símbolo, indicando sus competencias sobre la vida y la muerte, su inmanencia y condición de eternos; relacionado con los hombres, significa la búsqueda de la inmortalidad, razón por la cual es utilizada para describir la vida o la idea de vida después de la muerte, entendida como inmortalidad, al principio sólo digna del faraón y, después del Imperio Nuevo, de todos los egipcios al evolucionar sus creencias, tal como se describe en el Libro de los Muertos. El anj se asocia de este modo como un símbolo de renacimiento.

Popularmente se lo asocia con la diosa Isis y con su esposo Osiris, ya que cuando fue asesinado por su hermano, su esposa lo resucitó mediante la ayuda de Anubis pero es necesario tener en cuenta que los egipcios antiguos eran africanos, tenían una gran conexión con los ciclos de la naturaleza gracias a su geografía, mientras que los griegos eran europeos, más analíticos y dedicados al estudio del ser humano como persona individual. Cuando cruzaron el Mediterráneo y llegaron a Egipto, encontraron un mundo que, según palabras de Herodoto, “estaba de cabeza abajo”. En lugar de aceptar las ideas egipcias tal como las recibieron, las modificaron con la finalidad de helenizarlas para poder comprenderlas y asimilarlas; de este encuentro nace una cultura diferente: la cultura grecoegipcia, un híbrido que nos confunde hasta hoy en día. Y no hay que olvidar que Plutarco no era egipcio, ni estaba interesado puntualmente en las creencias egipcias. Hoy sabemos que el Mito de Osiris que describe no es el original egipcio, sino que es un texto grecoegipcio, modificado para ser comprendido por ellos mismos. 


En el mito original no existe el desmembramiento del dios, esa idea habría horrorizado a los egipcios. En el mito original el dios Osiris (nombre griego por cierto) muere ahogado y no mutilado (que es un aporte de la tragedia puramente griega). Los griegos asimilan las deidades egipcias a sus propios dioses y Osiris pasa a ser Dionisios. De la misma manera se crean nuevas deidades como ser la diosa Isis, que tiene cualidades muy diferentes a las de la diosa original en la que está basada, que es la Diosa Aset. Varios faraones portaron la palabra "Anj" en su nombre, entre ellos Tut-Anj-Atón(Imagen viva de Atón) y Tut-Anj-Amón (Imagen viva de Amón).

Otra hipótesis presupone que la "T" de la parte inferior del "anj" representaría, estilizados, los atributos sexuales masculinos, mientras que el asa representaría el útero o el pubis de la mujer, como reconciliación de los opuestos; podría simbolizar la reproducción y la unión sexual. Hathor, la diosa de la alegría de vivir y de la muerte, daba vida con ella. En muchos aspectos la utilización del símbolo se corresponde con las diosas Inanna, Ishtar, Astarté, Afrodita y Venus. También se podría asociar el 'anj' con un plantador (de ahí el significado de "vida"). El asa recibe el nombre de asidero y la parte superior, un cartucho circular, sería donde iba la semilla para plantarla.

Por último, no podemos dejar de considerar un detalle muy importante: En el mundo antiguo los espejos eran simples superficies de metal pulido a las que se adosaba un mango. En Kemet los espejos eran circulares y con mangos elaborados que podían ser tanto de metal como de madera o marfil. Como los espejos estaban ligados al culto de Hethert, generalmente los mangos incluían imágenes de esta diosa y de otras deidades con ella relacionadas como la Diosa Gato Bast y el enano bailarín Bes. Así como elementos vegetales, flores de loto y tallos de papiro. Estos espejos, además de ser utilitarios, prestaban otro tipo de servicio a su propietario cumpliendo una función mágico-religiosa. Se guardaban celosamente dentro de estuches ricamente decorados, creados especialmente para ese fin. Algunos tenían la forma del símbolo Ankh, como lo demuestra el estuche de espejo dorado que forma parte del ajuar funerario del Rey Tut-ankh-Amón. 



La elección de esta forma en particular se debe a la palabra “espejo”, que también se decía “ankh” en egipcio antiguo. La razón por la cual los egipcios llamaron Ankh al espejo redondo de metal dorado es que el Espejo-Ankh es un método de conocimiento “interno”. Los egipcios usaron el símbolo Ankh  - su nombre y diseño - para crear espejos porque así tenían un contacto con la divinidad.

En la cultura popular contemporánea el símbolo Anj también se ha relacionado con las criaturas inmortales por excelencia: los vampiros. Esto podría deberse a que la palabra Anj también puede traducirse como “eternidad” siempre y cuando nos remitamos al copto antiguo donde la palabra Enej es sinónimo de "eternidad", "eterno" o "por siempre"

Fuentes consultadas para construir esta entrada:


                                    * Poder y Sabiduría en el Antiguo Egipto (Christian Jacq)
                                    * Wikipedia
                                    *  Origen y Significado de los Símbolos

Habitación 283


El eco de las alarmas golpea los rincones y yo me agito. Un fuelle dentro de un tubo acrílico sube y baja. Las luces del monitor cardíaco parpadean, es como si estuviera poseído por una entidad fantasmal con urgente necesidad de comunicación. Algunas líneas verde-oscuras cruzan la pantalla negra. Y van saltando como si bailaran. La respiración de mi padre es pesada, lenta. Gota a gota.
Abajo la ciudad duerme pero yo no confío, está despierta. Se oye el murmullo de los pasos de un transeúnte ocasional y en seguida el asfalto los engulle. Una bocina suena a lo lejos y sufre el mismo destino. El aire frío del invierno se traga el ruido haciéndolo desaparecer. Desde el ventanal veo un cielo inmutable, sólido. Como ajeno a todas estas cosas terrenales.
Y veo un cartel de neón. Inquieto. La luz que emite primero es azul, después blanca: Facultad de Ciencias Médicas. School of Medicine.  Lo asisten una hilera de faroles inundados de luz amarillenta y la certeza de que hay horas en que no habrá luz de sol. Inalcanzable, la noche se aquieta minuto a minuto y se desliza hacia el día mientras yo espero en ella. Aquí, como dormida.

Karina Rodríguez


Los Espejos en el mundo antiguo



Es válido decir que desde tiempos remotos el Espejo es un elemento altamente simbólico ligado con la Mujer. En el Antiguo Egipto se le designaba con el término “Anj” que es un homónimo de “vida”. Un espejo es vida y parece relacionarse desde los origenes de esta cultura con el bienestar y la fertilidad femenina. Se le encuentra también en monumentos funerarios, todavía como sinónimo de vida; el objeto de su ubicación allí es hacer referencia al renacer de los muertos. Los descubrimientos revelan que en muchas de las tumbas de mujeres de diversas épocas, incluyendo las tumbas más humildes, no faltaban uno e incluso varios espejos. De ahí que este instrumento aparezca también en el contexto de las figurillas de la fertilidad y sea el elemento indispensable por definición de toda mujer seductora. Sobre todo si se considera que este bien tan personal era mencionado en los contratos matrimoniales como una de las propiedades más preciadas de la mujer.

La forma de los espejos egipcios ha sido tradicionalmente asociada con el disco solar, símbolo de Ra, pero también se la relaciona directamente con los cuernos de la diosa Hathor, esposa de Horus. Una de las manifestaciones de la vertiente femenina, diosa de las mujeres y de la sexualidad, diosa del cielo. Podemos concluir entonces que los espejos en Egipto tienen no sólo una relación simbólica con el Sol, sino también con la Luna. Como es sabido, el dios solar implica las naturalezas femenina y masculina para lograr el acto de la creación, de ahí la estrecha relación entre Re y Hathor, que encarnan el principio de la generación continua. La unión sagrada del dios del Sol con la diosa Hathor sirve para lograr la renovación y el nacimiento simbólico del faraón en tanto que rey-dios. De hecho, el creciente lunar aparece como motivo simbólico común en muchos espejos egipcios y, por otra parte, la entrega de espejos como ofrenda para la diosa Hathor era muy frecuente. También la diosa Isis era venerada mediante el uso de espejos ofrendados durante el ritual religioso.


Sin dudas el Espejo era para los egipcios el más exacto de los símbolos solares, al reflejar los rayos del sol y mostrar mágicamente las imágenes que capturaba. Una de las cualidades más notables de los espejos es su capacidad para reflejar la imagen pero también para reflejar y concentrar la luz; este es el aspecto que en Egipto se asociaba con los conceptos de vida, creación y regeneración de la vida. En definitiva, para los egipcios, un espejo significaba la victoria de la Luz sobre la Oscuridad. De ahí que las mujeres los llevasen cuidadosa y celosamente guardados en bolsas protectoras, especialmente diseñadas para cargarlos sobre los hombros, en la espalda, como una especie de precioso amuleto mágico, protector de la femineidad.


Fuente consultada: Simbolismo del espejo en el Antiguo Egipto




El Vampiro.




“Porque aquellos a quienes crees poder derribar no mueren,
Pobre Muerte, tampoco puedes matarme a mí”.
(John Donne)

La muerte es sólo el comienzo.                            
Una sucesión interminable de horas le siguen. Horas de incertidumbre, de dolor, de angustia. Horas en las que el cuerpo se transforma mientras la sed avanza. A partir del sublime instante de su muerte el Vampiro será un ser errante. Un vagabundo que deambula por la noche de los tiempos sin encontrar su estrella, aunque esté condenado a esa búsqueda innoble. La primera de mis noches fue sin duda la más difícil de todas.

Desperté sofocado, casi sin aliento. De inmediato sentí los ojos como si fueran dos globos enormes, tal vez por el esfuerzo que había hecho para respirar mientras yacía inconsciente. Estaba enterrado, aunque todavía no lo sabía. Mi mente tardó unos segundos en sacudirse el sopor del sueño. En los primeros momentos de confusión tampoco fui dueño de mi cuerpo pero enseguida empecé a reaccionar. Y noté que olía a madera. Todavía recuerdo ese olor penetrante. Olor a madera y a lustre para madera. Una extraña mezcla de químicos que se metió en mi cerebro como no recuerdo ningún otro de los olores, ni siquiera aquellos de mi infancia.
A  golpes de puño arranqué la tapa que me cubría. Cuando lo hice, la tierra fresca, hacía pocas horas removida de la superficie se metió por los agujeros. Me sorprendió saber que tenía los zapatos puestos y que eran de charol. ¿Zapatos de charol negro? ¿Es en serio?... En la siniestra oscuridad del cementerio mis zapatos literalmente resplandecían. Me hubiera gustado que me enterraran descalzo, como a esos horribles zombis de Haití que después deambulan por los bosques con bonitos y vistosos ropajes de bambula blanca. Incluso, algunas veces hasta traen sus collares de colores. Los he visto. Eso es lo que yo llamo dignidad pero no corrí la misma suerte. 
Con mayor sorpresa noté que tenía puesto mi traje gris y que estaba completo, hasta el chaleco me habían puesto. Me ceñía bastante la cintura y la corbata me estaba matando. De no ser un vampiro hubiera muerto ahorcado con ese lazo de seda de color gris oscuro. A estas alturas ya era evidente que me había perdido una parte de toda esta historia. ¿A quién se le ocurre meter a un tipo en una caja pequeña y acolchada vestido como si fuera a recibir un premio? El Hombre es un ser perverso per se.
Me sentía entumecido, mis dedos no respondían a las señales que les enviaba mi cerebro y después de todo no sabía cuántas horas habían pasado desde … desde…bueno, desde que… ¿estaba muerto? Ah…Sí, sí. Debo decir que el vampiro es una entidad que goza de cierta dualidad. Bailará con la muerte mientras celebra la vida. Se agita entre esos dos estados y normalmente no sabrá cuál de los dos prefiere pero logrará alternarlos con total eficacia.
Cuando conseguí ponerme de pie, me sacudí la tierra del traje y todavía mis zapatos brillaban. Sentí el olor de las flores y me pareció un aroma repugnante y dulce. Sin embargo, noté que habían regado el césped. Miles de veces había visto que lo hacían con esos vistosos sistemas automáticos que se utilizan también en los parques, así que el olor suave del césped humedecido me reconfortó bastante. Después sentí el olor de la muerte, apestaba a podredumbre de años. También me llegaron los ecos de la avenida principal, podía oír que todavía andaban algunos vehículos. Entendí que tenía que volver a mi casa y tratar de entrar. No tenía llaves. Me hubiera gustado tanto ver a Lorena, aunque ella al verme de nuevo se hubiera espantado. Verme así, con zapatos brillantes…
Buscando la salida del lugar me acerqué a los bordes enrejados. Esa zona estaba, sin embargo, demasiado iluminada. Una luz blanca y espectral proveniente de las farolas redondas de una entrada cercana me encandiló. Sentía frío, estaba aterido. Los ingeniosos que me vistieron para el evento y me metieron en la caja acolchada olvidaron por completo empacar mi sobretodo de piel. Claro, que muriera de frío los tenía sin cuidado. Idiotas. Después de que logré salir trepando las rejas, intenté detener un taxi en la avenida. Por suerte no se detuvo porque después reparé en el hecho de que no traía dinero. 
Más tarde pensé que tal vez ese taxi no se había detenido porque en realidad yo era un fantasma ¿Y si nadie pudiera verme otra vez? ¿Qué haría? Sin embargo, el recuerdo no tardó en llegar. Me tranquilizaba el hecho de saber que era imposible que yo fuera un fantasma porque recordaba los últimos minutos de mi existencia con total nitidez. Me había perdido mi propio entierro, eso sí. Pero sé que soy un vampiro y no un fantasma. Conozco la diferencia entre un espíritu y cualquiera de las otras cosas extrañas que pululan por este universo sin fronteras. Como dije, podía recordar los últimos momentos de mi vida mortal y me sentí, de pronto, un hombre valiente. Sí...no puedo negarlo, el recuerdo de esos momentos vino a mí golpeándome con toda su fuerza sorpresiva e inesperada.
Esa noche era tarde y caminaba por la avenida del boulevard. Mis colegas y yo habíamos tenido una reunión de negocios y decidimos cenar en Charlie´s; como mi casa estaba tan sólo a unas calles, rechacé las propuestas de llevarme y caminé hasta allí con mis pensamientos como única compañía. Era una noche despejada y tibia, esas noches en que el otoño está recién llegado y da gusto caminar. Mi vestimenta era algo ligera, solo traía un pantalón de seda de color negro y una camisa también de seda, de color blanco. Mis zapatos eran de cuero, jamás de charol (me acuerdo muy bien de eso).
 Después de caminar con cierta tranquilidad y estando ya a unas calles del restaurant, tuve de pronto la sensación de que alguien me seguía. Mi incomodidad fue en aumento. Volteé varias veces pero no vi a nadie. Era muy tarde, de madrugada y la avenida principal estaba bien iluminada, sus focos amarillos derramaban luz por todas partes, otorgándole al lugar una tranquilizadora -aunque ilusoria- sensación de luz del día. Sin detenerme volví a mis pensamientos pero otra vez esa horrible sensación de estar siendo observado me nubló la razón.
No era consciente –ahora que lo pienso- de que empezaba a apresurarme porque el miedo se había desatado en mí con violencia. La realidad es que la calle estaba desolada y en esas circunstancias yo era blanco fácil de cualquier asesino. Mientras caminaba recuerdo que pensé en Lorena. Comencé a sudar a causa del miedo y del ritmo de mi paso, pero unos momentos después disminuí la marcha otra vez, sintiéndome realmente un estúpido. Doblé hacia mi casa, esa era mi dirección obligatoria y fue entonces cuando alguien me atrapó por la espalda. Inmovilizado como estaba, grité luchando con toda mi fuerza por unos instantes hasta que llegué a sentir con toda claridad cómo me mordían el cuello. Fue un movimiento rápido. Me mordió y después me soltó.
Confundido, caí de rodillas hacia adelante mientras sentía cómo mi cuello sangraba. Me asusté, es cierto. Grité de nuevo, pero nadie me escuchó. La calle estaba desierta, como dije. Después vi cómo mi camisa inmaculada se poblaba de manchas negras y redondas y me desesperé aún más. De no haber sentido sus dientes lacerando mi piel, hubiera creído que me había acuchillado porque la sangre no se detenía y podía sentirla empapando toda mi ropa por delante y por detrás. Qué inocentes nos volvemos los humanos cuando nos engulle el miedo. Rogaba a Dios por ayuda pero claro, teniendo tanto que hacer, no me escuchó.
Corrí, sosteniéndome la herida. Mi casa estaba tan solo a unos metros. Cuando saqué mis llaves, mis manos temblaban; después de unos intentos desesperados logré entrar. Acto seguido resbalé y fui a dar de bruces contra el suelo de mármol. Como pude, me arrastré por el piso de la sala de estar tratando de alcanzar el teléfono. Creo que pensaba sólo en eso. Tenía que llamar por ayuda. Hice lo que cualquier ser desesperado haría.
Fue entonces cuando sentí otra vez su presencia sobre mí. Volteé, todavía en el piso y lo vi. Una figura enorme como un gigante me cubría observándome desde arriba, estaba parado frente a mí. Abrió las piernas sobre mi cuerpo y me observó fijamente. Después me mostró una aterradora sonrisa.
Confuso como estaba casi no podía distinguir su rostro. Desesperado luché por asirme de sus botas hasta que me percaté de su inmovilidad. Me miraba fijamente, con esa sonrisa aterradora  y horrible. Todavía lo recuerdo claramente. Sentí enloquecer entonces y tuve por seguro conocer sus intenciones: quería asesinarme. Me quería muerto, lisa y llanamente muerto. Estaba vestido de negro y traía un sobretodo de paño del mismo color. En ese momento me pareció enorme, distante, diferente a todo, aunque era igual a mí ¡un ser humano común y corriente! un hombre del montón ¡Un asesino! Aunque era mujer. Una mujer rubia y de cabellos muy largos que se derramaban sobre su saco de paño logrando un contraste perfecto de color y textura.
-No te queda mucho tiempo, amigo –dijo casi susurrando- Morirás. Sólo entonces renacerás. No temas…
Creo que grité con desesperación cuando la vi inclinarse sobre mí. Su peso me cubrió. Mientras se acercaba volví a gritar con todo lo que dieron mis fuerzas, tratando de  zafarme de su trampa. Fue en vano porque enseguida me mordió de nuevo. Sentí sus manos asirme los brazos cuando se sentó a horcajadas sobre mí; sentí su fuerza descomunal inmovilizándome como si mi cuerpo fuera de papel; sentí sus labios húmedos sobre mi cuello. Sentí sus filosos dientes lacerar mi carne. Después me sentí ingrávido.
Una vez leí una historia sobre un vampiro. La historia decía que el vampiro se había enamorado de una mujer mortal. Como si todo eso fuera normal, también decía que ella confiaba en él porque lo consideraba su protector  y su guía. Y aunque desconocía su verdadera naturaleza, la tragedia no tardó en llegar.  Él era un ser errante y desaprensivo, o así se mostraba. El corazón de una bestia envuelto en un aspecto humano. Odiaba tanto su naturaleza que eso le provocaba un conflicto interno devastador y a la hora de hacerla inmortal, pudiendo compartir con ella la eternidad y pudiéndola salvar de la infame muerte, el vampiro la dejó morir.
Eran pocas las posibilidades de que esta mujer-vampiro estuviera realmente enamorada de mí ya que –según recordaba- hasta ese día no habíamos tenido el placer de conocernos. Con lo cual, supe que mi destino estaba marcado por una obviedad: la Muerte.
Ahora sé que me equivoqué. No sé si ella me amaba en secreto, no sé si había estado siguiéndome durante años o si yo era tan solo  una de sus víctimas pasajeras y en el último instante le di pena pero lo cierto es que me convirtió en esto que soy ahora, eso que también es ella y son algunos otros.
Me dio su beso mortal y después de eso desapareció para siempre de mi vida. No comprendí sus motivos y aun hoy me pregunto qué fue de ella después de que, casi vaciado de sangre, perdí el sentido, tratando de retener en mi memoria los últimos destellos de su cabello rubio y de su rostro anguloso. Solo recuerdo su olor, un olor metálico y suave, muy similar al de la sangre, que me envolvió el alma con delicadeza.
Ya no la odio, aunque debo reconocer que entonces lo hice.
Karina Rodríguez.




Plasmar el Alma





Marguerite Duras decía que para abordar la escritura hay que ser siempre más fuerte que uno mismo y que hay que sacar fuerzas de donde no las hay para llegar a ser más fuerte que lo que se escribe, porque de otro modo sólo se consigue garabatear signos ordenadamente pero no se expresa y eso se parece bastante a la concepción del arte que acunaba Rodin. Auguste Rodin pensaba que no podía ser un verdadero artista quien se contentase sólo con la apariencia de su obra, quien reprodujera servilmente los detalles y las formas pero no las sintiera dentro de sí mismo como verdaderas, porque la belleza de las figuras emerge con la emotividad del artista. El Arte no es otra cosa que expresión de sentimientos. Se escribe cuando se tiene algo que decir, cuando se quiere comunicar, cuando algo aúlla y golpea desde adentro, cuando se toma conciencia y para tomar conciencia. Se escribe para traer al presente aquello que corre riesgo de ser olvidado; para inmortalizar algo, un amor, un acto de heroísmo. Se escribe para no morir, para no matar. Cuando la musa está triste no suelta las palabras, las toma como rehenes. Sosteniéndolas, las aprieta con fuerza contra el pecho, no te las suelta. Hasta que negociás con el dolor no te dá más que una hoja en blanco. Se escribe para sanar la herida fundamental, para volver a nacer. Cuando el escritor además de escribir siente lo que escribe y cree en lo que escribe, está plasmando su mundo interior y entonces su escritura toma cuerpo, se expande y se transmite al lector transformada en una pequeña porción de su alma. 
Karina Rodríguez



La espina en el corazón de la Rosa




Viene por mí.
Escucho el rumor apagado de sus pasos.
Se mueve lentamente entre las sombras.
Rodea mi lecho.
No puedo verlo todavía, pero sé que está ahí.
No entiendo cómo ha logrado atravesar las puertas del castillo.
O cómo eludió a los hombres de mi padre.
La luna apenas me permite adivinar su silueta.
Avanza.
Lo veo moviéndose hacia mí.
Trato de quedarme muy quieta pero mi respiración se agita.
 Mis ojos están muy abiertos.
Sin embargo él permanece sereno.
Me mira.
Sereno y suave.
El brillo tenue de sus ojos me distrae.
Sólo por un momento,  cuando se inclina sobre mí.
La seda de su cabello me acaricia.
Por fin puedo ver su rostro.
Un hermoso rostro marmóreo.
Sonríe y finísimas líneas se dibujan en sus labios y alrededor de sus ojos.
Se acerca más.
Su corazón late con fuerza.
Una mano fantasmal toma mi mano y después la eleva hacia su rostro.
Mármol pulido.
Frío y Suave.
El contacto con su piel me produce escalofríos.
Está helado.
Hay algo en él que es aterrador.
No sé qué es, algo muerto.
No conozco su nombre, nunca lo he visto.
Debería gritar y sin embargo no me muevo.
Sus ojos irradian un fuego obsceno que penetra en mi carne.
Me quema y sigo inmóvil. 
Sabe mi nombre.
Su sonrisa me confunde.
Me besa, al principio con dulzura.
Después siento el sabor metálico de la sangre en mi boca.
Un dolor punzante y agudo me atraviesa los labios y la lengua.
Me duele.
Una gota de su sangre se ha derramado.
Entonces me despierto.
Estoy sudando.
El extraño se ha ido.
Mi habitación ha cambiado.
La luna se ha expandido.  
Refleja los objetos que están sobre los muebles pero también han cambiado.
La noche ha caído y una brisa suave agita la seda de las cortinas.
Juraría que había cerrado las ventanas antes de dormir.
En mi sueño las ventanas estaban abiertas.
Y también la luna derramaba su luz tenue sobre los objetos.
Karina Rodríguez


                                                                                                      

El Pacto






Abro los ojos. La noche cae con violencia sobre las ventana.s La Luna plateada me muestra su cara más blanda y me detengo observando que el viento agita las cortinas de seda blanca con un movimiento suave. Ya debe ser de madrugada. No puedo saberlo. Mi reloj está allí, al otro lado de la habitación, sobre la cómoda de enormes cajones de roble macizo pero no puedo alcanzarlo. No me atrevo a embarcarme en semejante aventura. Falta mucho para el amanecer. El solo hecho de pensar en mis pies desnudos tocando el suelo frío de parquet me aterroriza. Si bajo los pies Él se lanzará en una búsqueda frenética de mis tobillos y se arrastrará a toda prisa por el suelo de madera para alcanzar tan siquiera uno de mis pies. No quiero bajar. Tenemos un pacto. Si rompo el pacto estaré perdida. Me alcanzará con sus enormes y mortíferas garras. Primero los pies, después el resto de mi anatomía. Lo escucho. Aunque todos digan que estoy loca, lo escucho. Rasca el suelo de parquet bajo mi cama. Cada noche es igual. En un ritmo incesante y tenso araña la superficie hasta el amanecer. Quiere doblegarme, atraer mi atención, quebrantar mi voluntad y obligarme a romper el pacto. Si me muevo demasiado se detiene y espera. Aguarda expectante el momento en que -cree- bajaré de la cama y correré hacia la puerta. Después todo vuelve a empezar. Al amanecer se detiene. He oído su jadeo animal. He percibido su dolor de Ser. He visto una de sus zarpas recorrer con sigilo el borde de mi cama. Está impaciente porque todo termine. No me intimida pues sabe que si rompe el pacto ocurrirá lo inevitable. Y uno de los dos desaparecerá para siempre.

Karina Rodríguez