“Porque aquellos a quienes crees poder derribar no mueren,
Pobre Muerte, tampoco puedes matarme a mí”.
(John Donne)
La muerte es sólo el comienzo.
Una sucesión
interminable de horas le siguen. Horas de incertidumbre, de dolor, de angustia.
Horas en las que el cuerpo se transforma mientras la sed avanza. A partir del
sublime instante de su muerte el Vampiro será un ser errante. Un vagabundo que
deambula por la noche de los tiempos sin encontrar su estrella, aunque esté
condenado a esa búsqueda innoble. La primera de mis noches fue sin duda la más
difícil de todas.
Desperté sofocado, casi sin
aliento. De inmediato sentí los ojos como si fueran dos globos enormes, tal
vez por el esfuerzo que había hecho para respirar mientras yacía inconsciente. Estaba
enterrado, aunque todavía no lo sabía. Mi mente tardó unos segundos en sacudirse
el sopor del sueño. En los primeros momentos de confusión tampoco fui dueño de
mi cuerpo pero enseguida empecé a reaccionar. Y noté que olía a
madera. Todavía recuerdo ese olor penetrante. Olor a madera y a lustre para
madera. Una extraña mezcla de químicos que se metió en mi cerebro como no
recuerdo ningún otro de los olores, ni siquiera aquellos de mi infancia.
A golpes de puño
arranqué la tapa que me cubría. Cuando lo hice, la tierra fresca, hacía pocas horas removida de la superficie se metió por los agujeros. Me sorprendió saber que
tenía los zapatos puestos y que eran de charol. ¿Zapatos de charol negro? ¿Es
en serio?... En la siniestra oscuridad del cementerio mis zapatos literalmente resplandecían.
Me hubiera gustado que me enterraran descalzo, como a esos horribles zombis de
Haití que después deambulan por los bosques con bonitos y vistosos ropajes de
bambula blanca. Incluso, algunas veces hasta traen sus collares de colores. Los
he visto. Eso es lo que yo llamo dignidad pero no corrí la misma suerte.
Con mayor sorpresa
noté que tenía puesto mi traje gris y que estaba completo, hasta el chaleco me habían
puesto. Me ceñía bastante la cintura y la corbata me estaba matando. De no ser
un vampiro hubiera muerto ahorcado con ese lazo de seda de color gris oscuro.
A estas alturas ya era evidente que me había perdido una parte de toda esta historia. ¿A quién se le
ocurre meter a un tipo en una caja pequeña y acolchada vestido como si fuera a
recibir un premio? El Hombre es un ser perverso per se.
Me sentía
entumecido, mis dedos no respondían a las señales que les enviaba mi
cerebro y después de todo no sabía cuántas horas habían pasado desde … desde…bueno,
desde que… ¿estaba muerto? Ah…Sí, sí. Debo decir que el vampiro es una entidad que goza de
cierta dualidad. Bailará con la muerte mientras celebra la vida. Se agita entre
esos dos estados y normalmente no sabrá cuál de los dos prefiere pero logrará alternarlos
con total eficacia.
Cuando
conseguí ponerme de pie, me sacudí la tierra del traje y todavía mis zapatos
brillaban. Sentí el olor de las flores y me pareció un aroma repugnante y dulce.
Sin embargo, noté que habían regado el césped. Miles de veces había visto que lo hacían con esos
vistosos sistemas automáticos que se utilizan también en los parques, así que el olor suave del
césped humedecido me reconfortó bastante. Después sentí el olor de la muerte, apestaba
a podredumbre de años. También me llegaron los ecos de la avenida principal, podía
oír que todavía andaban algunos vehículos. Entendí que tenía que volver a mi
casa y tratar de entrar. No tenía llaves. Me hubiera gustado tanto ver a Lorena,
aunque ella al verme de nuevo se hubiera espantado. Verme así, con zapatos brillantes…
Buscando la
salida del lugar me acerqué a los bordes enrejados. Esa zona estaba, sin
embargo, demasiado iluminada. Una luz blanca y espectral proveniente de las
farolas redondas de una entrada cercana me encandiló. Sentía frío, estaba
aterido. Los ingeniosos que me vistieron para el evento y me metieron en la
caja acolchada olvidaron por completo empacar mi sobretodo de piel. Claro, que
muriera de frío los tenía sin cuidado. Idiotas. Después de que logré salir
trepando las rejas, intenté detener un taxi en la avenida. Por suerte no se
detuvo porque después reparé en el hecho de que no traía dinero.
Más tarde
pensé que tal vez ese taxi no se había detenido porque en realidad yo era un
fantasma ¿Y si nadie pudiera verme otra vez? ¿Qué haría? Sin embargo, el recuerdo no tardó en llegar. Me tranquilizaba el
hecho de saber que era imposible que yo fuera un fantasma porque recordaba los últimos
minutos de mi existencia con total nitidez. Me había perdido mi propio entierro, eso sí. Pero sé que soy un vampiro y no un
fantasma. Conozco la diferencia entre un espíritu y cualquiera de
las otras cosas extrañas que pululan por este universo sin fronteras. Como
dije, podía recordar los últimos momentos de mi vida mortal y me sentí, de
pronto, un hombre valiente. Sí...no puedo negarlo, el recuerdo de esos momentos vino a mí golpeándome con toda su fuerza sorpresiva e inesperada.
Esa noche era tarde y
caminaba por la avenida del boulevard. Mis colegas y yo habíamos tenido una
reunión de negocios y decidimos cenar en Charlie´s; como mi casa estaba tan
sólo a unas calles, rechacé las propuestas de llevarme y caminé hasta allí con
mis pensamientos como única compañía. Era una noche despejada y tibia, esas
noches en que el otoño está recién llegado y da gusto caminar. Mi vestimenta era algo ligera, solo
traía un pantalón de seda de color negro y una camisa también de seda, de color blanco.
Mis zapatos eran de cuero, jamás de charol (me acuerdo muy bien de eso).
Después de caminar con cierta tranquilidad y
estando ya a unas calles del restaurant, tuve de pronto la sensación
de que alguien me seguía. Mi incomodidad fue en aumento. Volteé varias veces pero no vi a nadie. Era muy tarde, de madrugada y la avenida principal
estaba bien iluminada, sus focos amarillos derramaban luz
por todas partes, otorgándole al lugar una tranquilizadora -aunque ilusoria- sensación
de luz del día. Sin detenerme volví a mis pensamientos pero otra vez esa
horrible sensación de estar siendo observado me nubló la razón.
No era
consciente –ahora que lo pienso- de que empezaba a apresurarme porque el miedo
se había desatado en mí con violencia. La realidad es que la calle estaba desolada y en esas circunstancias yo era blanco
fácil de cualquier asesino. Mientras caminaba recuerdo que pensé en Lorena. Comencé
a sudar a causa del miedo y del ritmo de mi paso, pero unos momentos
después disminuí la marcha otra vez, sintiéndome realmente un estúpido. Doblé
hacia mi casa, esa era mi dirección obligatoria y fue entonces cuando alguien
me atrapó por la espalda. Inmovilizado como estaba, grité luchando con toda mi
fuerza por unos instantes hasta que llegué a sentir con toda claridad cómo me
mordían el cuello. Fue un movimiento rápido. Me mordió y después me soltó.
Confundido,
caí de rodillas hacia adelante mientras sentía cómo mi cuello sangraba. Me
asusté, es cierto. Grité de nuevo, pero nadie me escuchó. La calle estaba
desierta, como dije. Después vi cómo mi camisa inmaculada se poblaba de manchas negras y redondas y
me desesperé aún más. De no haber sentido sus dientes lacerando mi piel,
hubiera creído que me había acuchillado porque la sangre no se detenía y podía
sentirla empapando toda mi ropa por delante y por detrás. Qué inocentes nos
volvemos los humanos cuando nos engulle el miedo. Rogaba a Dios por ayuda pero
claro, teniendo tanto que hacer, no me escuchó.
Corrí, sosteniéndome la herida. Mi casa estaba tan solo a unos metros. Cuando
saqué mis llaves, mis manos temblaban; después de unos intentos desesperados
logré entrar. Acto seguido resbalé y fui a dar de bruces contra el suelo de
mármol. Como pude, me arrastré por el piso de la sala de estar tratando de
alcanzar el teléfono. Creo que pensaba sólo en eso. Tenía que
llamar por ayuda. Hice lo que cualquier ser desesperado haría.
Fue entonces
cuando sentí otra vez su presencia sobre mí. Volteé, todavía en el piso y lo
vi. Una figura enorme como un gigante me cubría observándome desde arriba,
estaba parado frente a mí. Abrió las piernas sobre mi cuerpo y me observó
fijamente. Después me mostró una aterradora sonrisa.
Confuso como
estaba casi no podía distinguir su rostro. Desesperado luché por asirme de sus
botas hasta que me percaté de su inmovilidad. Me miraba fijamente, con esa
sonrisa aterradora y horrible. Todavía lo
recuerdo claramente. Sentí enloquecer entonces y tuve por seguro conocer sus intenciones:
quería asesinarme. Me quería muerto, lisa y llanamente muerto. Estaba vestido de
negro y traía un sobretodo de paño del mismo color. En ese momento me pareció
enorme, distante, diferente a todo, aunque era igual a mí ¡un ser
humano común y corriente! un hombre del montón ¡Un asesino! Aunque era mujer.
Una mujer rubia y de cabellos muy largos que se derramaban sobre su saco de paño
logrando un contraste perfecto de color y textura.
-No te queda
mucho tiempo, amigo –dijo casi susurrando- Morirás. Sólo entonces renacerás. No
temas…
Creo que
grité con desesperación cuando la vi inclinarse sobre mí. Su peso me cubrió.
Mientras se acercaba volví a gritar con todo lo que dieron mis fuerzas,
tratando de zafarme de su trampa. Fue en
vano porque enseguida me mordió de nuevo. Sentí sus manos asirme los brazos
cuando se sentó a horcajadas sobre mí; sentí su fuerza descomunal
inmovilizándome como si mi cuerpo fuera de papel; sentí sus labios húmedos
sobre mi cuello. Sentí sus filosos dientes lacerar mi carne. Después me sentí
ingrávido.
Una vez leí
una historia sobre un vampiro. La historia decía que el vampiro se había enamorado
de una mujer mortal. Como si todo eso fuera normal, también decía que ella
confiaba en él porque lo consideraba su protector y su guía. Y aunque desconocía su verdadera
naturaleza, la tragedia no tardó en llegar.
Él era un ser errante y desaprensivo, o así se mostraba. El corazón de
una bestia envuelto en un aspecto humano. Odiaba tanto su naturaleza que eso le
provocaba un conflicto interno devastador y a la hora de hacerla inmortal,
pudiendo compartir con ella la eternidad y pudiéndola salvar de la infame
muerte, el vampiro la dejó morir.
Eran pocas
las posibilidades de que esta mujer-vampiro estuviera realmente enamorada de mí
ya que –según recordaba- hasta ese día no habíamos tenido el placer de
conocernos. Con lo cual, supe que mi destino estaba marcado por una obviedad:
la Muerte.
Ahora sé que
me equivoqué. No sé si ella me amaba en secreto, no sé si había estado
siguiéndome durante años o si yo era tan solo
una de sus víctimas pasajeras y en el último instante le di pena pero lo
cierto es que me convirtió en esto que soy ahora, eso que también es ella y son
algunos otros.
Me dio su
beso mortal y después de eso desapareció para siempre de mi vida. No comprendí
sus motivos y aun hoy me pregunto qué fue de ella después de que, casi vaciado
de sangre, perdí el sentido, tratando de retener en mi
memoria los últimos destellos de su cabello rubio y de su rostro anguloso. Solo
recuerdo su olor, un olor metálico y suave, muy similar al de la sangre, que me envolvió el alma con delicadeza.
Ya no la odio, aunque debo reconocer que entonces lo hice.
Ya no la odio, aunque debo reconocer que entonces lo hice.
Karina Rodríguez.
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