La Visita.



A Don Adal, que me regaló su historia.

  Después de un sándwich y dos cervezas me tiré en la cama. Me quedé dormido pensando en Angélica. Angélica, vaya nombre. Mientras estuvo en casa esa tarde, me trajo café a la mesa. Eso pasó varias veces.
  Cuando terminó dijo algo, algo que no entendí. Supuse que se iba, oí sus llaves y me habrá saludado con un gesto de la mano. Tampoco me acuerdo si la saludé, nada me preocupa demasiado cuando estoy trabajando.
   No sé cuántas horas pasaron, no pude decirlo. Pero cuando me desperté, todavía era de noche. Sentí el olor a cerveza de mi aliento. El televisor dibujaba figuras, elongadas y saltarinas, que bailaban por el techo en varios tonos de gris.
Fue lo primero que vi.
  Después distinguí la figura de Mago en la habitación. Apenas era jueves, no me había avisado que venía a dormir. Dije su nombre en voz baja. Me miraba serena, desde la puerta del baño. Levanté la cabeza, tratando de adivinarla entre las sombras. La vi desnuda, apenas distinguí la piel lechosa de los brazos y los muslos.

—Mago —dije— Me quedé dormido. No sabía que venías.-

   Se acercó a la cama y se acostó. Le hablé otra vez, sentí sus ojos encajarse en mí. Me miró con tal profundidad, sus ojos eran tan firmes, que la miré también.
   Sentía un sabor acre en la boca, esa urgencia me delataba. Me agarró de la mano, tenía la piel fría. En vano esperé una palabra. En medio del silencio, traté de alcanzar el reloj de la mesa de luz.
  Cuando le di la espalda, se me pegó en un abrazo, rodeándome con brazos y piernas. No pude evitar la impresión que me causó el contacto, una sensación por demás extraña me alcanzó. Su cuerpo rígido y frío, inesperado, me puso inquieto.
—Estás helada— susurré mientras todavía estiraba el brazo para alcanzar mi reloj.
—Solamente vine a despedirme—. Creo que dijo. Esas palabras me despabilaron, mi cerebro reaccionó, forcejeé un poco, al principio con suavidad. Quise darme vuelta para volver a mirarla y pedirle explicaciones. Otra vez esa sensación. Me quedé quieto y pensé.
Esa no era la voz de Mago. 
  Empecé a respirar con más profundidad, me agité. Traté de calmarme, pero tenía miedo. No es fácil describir lo que sentí. No sabía con quién estaba, no la reconocía. No conocía su piel, su voz, nada. Una extraña.
—¿A despedirte de quién? ¿Cómo entraste? –dije, ya aturdido
Para entonces me oía como estaba: desesperado.
  De espaldas a ella, agarrado, sin poder verla, temblando y capturado entre sus brazos, sentí miedo. Los párpados apretados, la cabeza pegada a la almohada y su fuerza que me envolvía y, a la vez, me tenía sujeto. El corazón me latía con tal violencia que, desde donde ella estaba, seguramente podía escucharlo.
—No sos Mago ¿Quién sos? ¡No te conozco! Soltame ¿Cómo mierda entraste? Soltame ¿¿¿Quién sos????
Eso fue lo último que le dije.
  No sé qué pasó después. Volvió la consciencia, me despabilé, me desperté del sueño. La verdad, no sé. Lo cierto es que la sentí desvanecerse. Desaparecer. ¡Literalmente desapareció! Ya no estaba en la cama. Dejé de sentir sus brazos, sus piernas, su piel fría. Me senté, agitado, y después salté como si el contacto con las sábanas quemara.  
  Revisé la habitación, fui al baño y encendí la luz. Creo que hasta salí al pasillo. Me vestí, traté de componerme, di vueltas por la casa, la confusión iba en aumento. Sudaba, me temblaban las manos, yo también quería desaparecer. Pensé en salir a dar una vuelta, pero no lo hice. Pensé en llamar a mi hermano, pero era de madrugada.
  Cualquier sonido de la noche, por conocido que fuera, me ponía en alerta. Una bocina, un portazo, los diminutos estallidos de la madera, todo. Me quedé ahí sentado, impotente y quieto, viendo las horas pasar. Aterrado.
 La ciudad se empezó a mover y agradecí el amanecer y los ruidos de la calle. Como si ese fuera el último día de mi vida, cuando salió el sol, abrí las ventanas de par en par. Quería luz.
  Llegaría Angélica otra vez. Pensé en escribir, pero no moví ni un músculo. No podía, estaba en blanco.
El sonido de la puerta me sobresaltó. Angélica apareció por el cuarto. Se lo conté como un sueño. Ella me escuchó con atención, mientras sacudía las cortinas.
  No podía decir a voz viva que había sentido todo en la carne y que estaba asustado como nunca, pero así era. No podía explicarlo, había sido para mí una situación tan real como mis manos que temblaban, como el sol que estaba saliendo.
  Cuando estaba más tranquilo, Angélica salió del baño con la escoba y el balde y puso su mano abierta frente a mis ojos. En el centro descansaba un anillo, el anillo de plata de Sara. Lo sé porque adentro tiene una inscripción con mi nombre y la fecha del compromiso. Angélica puso el anillo en mis manos para que yo lo guardara. Me dijo que ya no tuviera miedo, porque Sara no volvería.  
  No sé cómo supo que ella murió hace once años y que nos íbamos a casar. Ese era su anillo de compromiso y la enterramos con él. El mío lo llevo puesto todavía, pero no hablo de eso. Mago nunca lo supo y nunca pregunta por mis anillos.
Eso es un secreto entre Angélica y yo.


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