Marta va y viene, se ve intranquila a esta hora. Como en ruptura, desorientada, perdida. Camina por las calles, agita los brazos. Como arrastrando el frío de la noche, como arrancándose el ruido que se le pega a la piel. Se asoma a la avenida, hay muchas luces distintas y ella las mira atontada. Cuando se van acercando le parecen burbujas, esferas de luz que revientan y se desparraman por el cielo. Se encienden, una tras otra, una al lado de la otra y explotan. Y Marta hace unos gestos con las manos, como en un acto de magia: simula tocarlas, forzarlas a romperse; o cree que las toca y se le rompen. No lo sé.
Cerca de Marta los autos se amontonan,
enlentecen la marcha, tocan bocina, pero no le importa, ella sigue quedándose.
Vuelve a sus luces-burbuja que la encandilan un poco. Algunos de los que pasan
la reconocen, otros la miran con miedo. Esos la esquivan como la esquiva mi vieja
cuando pasa por al lado y la mira de reojo.
Cada tanto Martha levanta un brazo y saca el
pulgar, pero no va a ningún lado. Hace ese gesto rápido, con el dedo mugriento
apuntando hacia el cielo y se le ven los agujeros en las mangas del saco.
Pasan los días y Marta sigue en la esquina.
Si un día faltara yo no sé lo que haría. A veces la gente se acerca para darle
monedas, pero Marta no pide. No señor. Ella está ahí, nada más. Yo creo que no
es una mujer como todas. Marta tiene algo, algo distinto. Cuando paso me mira
con esos ojos chiquitos que son de color raro. Azules, no sé. Entre azul y
celeste me parece que son. Y redondos. Los ojos de Marta son bien redondos. Y
nunca vi tan profundos.
Cuando
me mira, pareciera que sonríe. Apenas mueve la boca, es cierto, pero enseguida
se le forman esas arruguitas finas alrededor de los ojos. Es como si me dijera
algo, sin hablar. Y entonces, cuando paso caminando, busco sus ojos y yo
también le sonrío.
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